V
DILIGENCIA Y PEREZA
DESPUÉS de la sorpresa de Quintana, Merino, a quien habían nombrado coronel efectivo, comenzó a lucir unos magníficos caballos.
El mejor que montó durante toda la guerra fue uno a quien bautizó por el Tordo.
El Tordo lo montaba el coronel francés del convoy muerto en el combate de Quintana. Era un caballo normando, de color ceniciento, de gran alzada, ancho de pecho, los pies y los brazos gruesos como columnas, y el pelo poblado y crecido, de media cuarta, tanto, que había que esquilarle en invierno, principalmente por los lodos.
Era un caballazo tosco, mal configurado y poco esbelto; parecía uno de esos percherones de los carros de mudanza.
Durante la pelea con los franceses entre Torquemada y Quintana de la Puente lo pudo contemplar Merino y ver su resistencia y su fuerza.
Cuando se lo mostraron después de la refriega decidió guardarlo para él. La cosa hizo reír a los oficiales y se hicieron chistes acerca del caballo, a quien unos llamaron Clavileño y otros Rocinante. Pronto se vio que los burlones estaban en un gran error.
El Tordo era muy manso; pero luego que se le ponía la silla y se montaba el jinete, se deshacía en movimientos y brincos.
Se le veía siempre deseando marchar.
Trotaba magníficamente y andaba a media rienda con frecuencia, cosa que gustaba mucho a Merino.
En la carrera, ningún otro caballo de la partida le superaba, y menos aún por entre montes y peñascales.
A pesar de su aspecto tosco, tenía las habilidades de un caballo de circo. Se paraba a la voz del amo, quedaba quieto como un poste, y el jinete podía apuntar con la misma seguridad que si estuviera en el suelo.
Para hacerle andar no se necesitaba ni la espuela ni el látigo; bastaba un ligero movimiento de la brida y animarle con la voz para que rompiese al trote.
En las embestidas del ataque parecía un caballo apocalíptico; no sólo no le asustaba el estruendo de los fusilazos, la gritería de los combatientes y el ruido de los sables, sino que, por el contrario, le excitaba y le hacía dar saltos y cabriolas.
Casi todos los días, después de haber andado ocho o nueve leguas, a media rienda, el asistente le quitaba la silla, y si había río o alberca en la proximidad le dejaba meterse en el agua.
Esto era lo que más le gustaba. Después del baño iba a la cuadra dando saltos y relinchando, y con un hambre tal, que si le echaban dos o tres celemines de cebada, aunque fuera sin paja, se los tragaba al momento, y lo mismo comía habas secas, patatas o zanahorias.
Los días de gran caminata, su amo mandaba darle una gran hogaza de pan con un azumbre de vino.
El cura comprendía el valor del Tordo en un momento de peligro, y no dejaba que lo montase nadie. Cuando entraba en acción hacía que el asistente lo llevara a su lado con silla y brida, por si venían mal dadas salvarse el primero.
Merino conservó el animal hasta después de la guerra, en que murió de viejo.
Ganisch
A principio del año 10 me hicieron a mí teniente. Ganisch pidió ser mi ordenanza. Ya suponía yo que no ganaba nada con esto pero tuve que aceptar por amistad. Decían que Ganisch no entendía bien el castellano, y que por eso tenía que estar a mi servicio. Ganisch no comprendía lo que no le daba la gana. A mí me estaba ya cargando. Era un egoísta terrible. Si le mandaba algo que no le gustaba, ponía cara de tonto y decía:
—No entender.
Ganisch me dio los grandes disgustos y estuvo a punto de comprometerme.
Aceptaba el mando en el momento del combate; pero luego era la indisciplina más completa.
—Mira, tú —le decía—, a ver si limpias esto.
—Ya lo limpiarás tú —contestaba con una frescura inaudita.
Determiné no encargarle nada; pero al último no era esto sólo, sino que de pronto me decía:
—Mira, tú, cuida de mi caballo, que voy a ver si encuentro algo de comer.
—¿Pero, tú qué te has creído? —le preguntaba yo.
—Bueno, bueno; ya sabemos lo que es esto.
Al oírle, cualquiera hubiera dicho que representábamos todos una farsa y que él estaba en el secreto.
Afortunadamente, Ganisch se las arregló para que le nombraran cabo furriel, y me dejó en paz.