IV

EL FRANCÉS TEATRAL

LA columna francesa, al mando del coronel Bremond, salió de Burgos un martes por la mañana y tardó bastantes días en llegar al Portillo de Hontoria.

La columna caminaba con lentitud, a pequeñas jornadas de dos leguas diarias, para no fatigar a los hombres y a los caballos. Llevaba, además, una impedimenta grande.

El sábado de la misma semana pasaron los franceses frente a Barbadillo del Mercado. La infantería siguió a Salas, donde tenía alojamiento, y Bremond y su fuerza quedaron en Barbadillo.

El alcalde, que salió a su encuentro, ofreció al coronel la Casa Consistorial; pero Bremond preguntó por doña Mariquita, la administradora de Rentas. Le indicaron la casa y, acompañado del comandante Fichet, entró en ella.

Bremond tenía esa imaginación pesada, sentimental y rumiante de los franceses del Norte; se figuraba encontrarse en casa de doña Mariquita con una casa antigua y pintoresca; creía que el administrador de Rentas sería un palurdo, y se encontró con una casa vulgar y con que el administrador era un muchacho joven y guapo.

Esperó el coronel a doña Mariquita, quien le saludó ceremoniosamente. Pronto notó Bremond que el marido y la mujer se miraban y se entendían.

El coronel sintió crujir todo el andamiaje levantado con esfuerzo en su pesada mollera. Se contuvo; pidió secamente le indicasen el cuarto destinado para él, y después mandó a su cocinero preparase la comida para los jefes.

Fichet preguntó varias veces a la administradora por madama Fermina, y doña Mariquita le dijo que se hallaba en Hontoria del Pinar.

Después de comer, los oficiales dieron un paseo por las callejuelas desiertas del pueblo y los alrededores, y volvieron a casa satisfechos de encontrar Barbadillo en perfecta tranquilidad, la tranquilidad del cementerio.

Por la noche se reunieron los oficiales franceses al lado del fuego, en compañía del administrador, Ramón Saldaña, y de su mujer.

Bremond recordaba haber hablado a los oficiales compañeros suyos, de su conquista, y estaba indignado, mortificado por la situación ridícula en que a sus ojos se encontraba. Doña Mariquita y Saldaña se miraban amorosamente. Bremond no podía consentir esto; petulante, como buen francés, y bruto y vanidoso, como buen militar, se creía ofendido, vejado.

De pronto, tuvo una idea que le pareció luminosa.

Se levantó. Los demás oficiales hicieron lo mismo.

Bremond dio la mano a la administradora y dijo, lo más rápidamente que pudo, en su mal castellano:

Señoga, Nos vamos a getigag. Permita usted que salude al ama de la casa a la moda francesa.

Y agarrando a doña Mariquita por la cintura la besó en la mejilla.

Ella se desasió encendida. Saldaña se puso rojo y estrechó convulso el respaldo del sillón.

Bremond, que era valiente, quedó mirando al administrador con serenidad.

—¡Mi coronel! ¡Que está usted en España! —dijo Fichet irónicamente, como quien hace una observación de poca importancia.

—Tiene usted razón, comandante —contestó Bremond; y se inclinó ante el matrimonio, satisfecho y desdeñoso, apoyándose en su sable.

Los cuatro oficiales franceses se retiraron.

Las vacilaciones del coronel Bremond

El coronel, al entrar en su cuarto, mandó avisar al teniente Mathieu. Mathieu le servía de ayudante. Le ordenó escribiera un oficio al alcalde para que preparase para las cinco de la mañana siguiente dos bagajes mayores para sus maletas y las de los oficiales.

Bremond consultaba todo con Mathieu, hasta sus asuntos particulares. El oficial era mucho más inteligente que el jefe.

La disciplina militar obliga a creer que el coronel ha de ser más comprensivo que el comandante, el comandante más que el capitán y el capitán más que el teniente; pero la naturaleza, que no se cuida de jerarquías militares ni civiles, hace, ayudada por los años, que casi siempre el capitán sea menos estúpido que el comandante, el comandante menos que el coronel y así sucesivamente, hasta el grado más alto de la milicia.

Mathieu era de esos oficiales que son indispensables en un regimiento. Él sabía dónde se encontraba la indicación práctica, el plano detallado, el artículo del Código Militar; conocía los recursos extraordinarios de que se puede echar mano en un pueblo y la manera de domesticar a los alcaldes y a los curas recalcitrantes.

El coronel Bremond estaba vacilando: por una parte no quería contar el caso y decir que la graciosa administradora de Rentas de Barbadillo le había sido esquiva; por otra, le parecía su venganza algo espiritual y fino, digno de un militar francés, de un verdadero militar francés de las épocas de Luis XIV y Luis XV, en que no se ganaban grandes batallas, como en tiempo de Napoleón, pero se sabía cortejar en los salones.

Por último se decidió; contó a Mathieu lo ocurrido y acompañó su relato con grandes carcajadas.

—No se ría usted, mi coronel —dijo Mathieu seriamente.

—¿Por qué?

—Porque esto ha sido una emboscada.

—¿Cree usted?…

—No tiene duda. Esas dos mujeres estuvieron en Burgos para incitarle a usted a que viniera aquí.

—¿Será posible?

—Para mí, no tiene duda.

—Puede que tenga usted razón —y Bremond tomó el aire coronelesco que empleaba para las cosas serias. Mañana encargaré a Fichet que haga averiguaciones; o si no, las haré yo mismo.

Por la mañana, al levantarse Bremond, ordenó que inmediatamente trajeran a su presencia al administrador y a su mujer; pero el matrimonio había levantado el vuelo. En el momento que el coronel preguntaba por ellos, estaban doña Mariquita, el administrador y Jimena en el campamento de Merino.

Montados en mulas, y por las sendas, dando la vuelta a la peña de Villanueva por Gete y Aedo habían llegado al pinar de Hontoria.

Bremond llamó a Fichet y le dijo cómo les habían engañado a los dos, preparándoles una celada, madama Fermina y la administradora. Así, repartiendo la torpeza entre su comandante y él, Bremond se sentía más aligerado de peso.

—Esas dos mujeres eran espías —dijo Bremond.

—¿Cree usted…? —preguntó Fichet asombrado.

—Estoy convencido.

—Es posible. Estas españolas son mujeres decididas. El hecho es que, si tenían algo preparado en combinación con los guerrilleros, no se han atrevido a hacer nada.

—Ni se atreverán —agregó Bremond con la proverbial petulancia francesa.

Discutieron entre el coronel y los oficiales el plan de la marcha, teniendo en cuenta la posibilidad de una emboscada, y se decidió seguir a Soria, reconociendo los bosques y los desfiladeros del camino.

El coronel Bremond no temía el encuentro con una partida, pero tampoco lo deseaba.

Le habían hablado de las tretas de Merino; sabía que el cura-brigante era maestro en emboscadas y estaba sobre aviso.

El lazo podía haberse preparado; pero ¿en dónde?

El cerebro del coronel, que no era precisamente el de César, comenzó a estar en prensa.

Toda la maquinaria encerrada en su pequeño cráneo crujía como un cabrestante.

Bremond, después de vacilar y suponer si la emboscada del cura estaría preparada en el camino de Barbadillo a Burgos, o en el de Barbadillo a Soria, decidió seguir adelante.

Bremond dio la orden de avanzar hacia Hontoria. Tardaron dos días en llegar desde Barbadillo hasta la Gallega.

El tonto

A la proximidad de los franceses, los habitantes de la Gallega huyeron, en su totalidad, a los montes. Las tropas de Bremond no encontraron más persona de quien echar mano para guía que un mendigo apodado el Tonto.

El Tonto era uno de los espías del cura; sabía fingir la imbecilidad a la perfección. Hablaba de una manera confusa e incoherente.

Tenía una cara seca, arrugada, amarilla; unos ojos entontecidos; los dientes movedizos, la barba rala y mal afeitada. Vestía anguarina gris, con retazos de colores, que llevaba echada sobre el pecho con las mangas hacia la espalda. Su cabeza, melenuda y blanca, la cubría un sombrero ancho pardo y destrozado.

Andaba encorvado, exagerando su cojera, y le acompañaba un perrillo de lanas, sucio por el polvo.

El Tonto se dirigió a los franceses y les pidió limosna.

Bremond y Fichet se acercaron a él.

—¿Qué quiere este hombre? —preguntó Bremond.

—Es un mendigo —contestó un sargento español afrancesado que servía a la columna de intérprete.

—Preguntadle a ver si sabe dónde está Hontoria del Pinar.

El sargento hizo la pregunta.

—Sí sabe —dijo después.

—Dígale usted, entonces, que nos sirva de guía.

—Dice que no quiere; que él no tiene nada que hacer en Hontoria.

—Adviértale usted, sargento, que si no obedece le daremos una tanda de palos.

El sargento hizo la advertencia, y el Tonto comenzó a refunfuñar:

—¡A un viejo le van a pegar! ¡A un viejo! Eso no es cristiano.

—Este cretino quiere que le tengan por un cristiano —dijo el coronel Bremond, celebrando él mismo su juego de palabras.

El Tonto hizo como que se resignaba y comenzó a marchar despacio al frente de la columna con su perro, cojeando, parándose cuando le venía en gana.

El Tonto y el sargento afrancesado hablaban con algunos viejos pastores y leñadores, que daban informes falsos y corrían al poco rato a comunicarnos noticias.

Nosotros sabíamos cada cinco minutos la situación exacta en que se encontraba el enemigo.