II

UN EPISODIO DE LA VIDA DEL TOBALOS

UN día se presentó en casa del cura de Coruña del Conde un clérigo joven, que estaba alistado como guerrillero en la partida de Tapia, que, como se sabe, también era cura.

El clérigo y yo hablamos, después de cenar, de los hechos de nuestras respectivas guerrillas, y de pronto él me preguntó:

—¿Usted conoce, por casualidad, a uno que está en la partida de Merino y a quien llaman el Tobalos?

—Sí, señor. Está en mi escuadrón —le dije yo.

—Hombre valiente es, ¿eh?

—¡Ya lo creo! ¿Le conoce usted?

—¡Si le conozco! Como que soy de su pueblo. Y todo el mundo allí se acuerda de él a cada paso. Verdad es que lo que hizo no es para menos.

—Pues ¿qué hizo?

—Es una historia larga de contar.

—¿Y qué? Cuéntela usted; no tenemos nada que hacer —dije yo.

—Sí, hombre, cuéntela —repuso el cura de Coruña del Conde.

—Bueno; puesto que ustedes lo quieren, la contaré.

La justicia del buen alcalde García

—Han de saber ustedes, señores —dijo el cura— que hay en la orilla del Duero, no les diré si muy cerca o muy lejos, un pueblo grande, que, aunque no se llama el Villar, para los efectos de mi historia le nombraremos así.

Este pueblo es célebre por sus albaricoques y por otros dulces y sabrosos frutos; por el zumo de la uva, que es de primera calidad; y aunque yo sea eclesiástico, tengo que reconocer que también es nombrado por la belleza de sus mujeres.

En el Villar hay varias casas solariegas e hidalgas, y entre ellas la más importante es la de los Acostas.

Algunos dicen que estos Acostas proceden de unos judíos portugueses que se establecieron en el lugar en tiempos de Felipe II; otros afirman que no, que son cristianos viejos y de rancia prosapia.

Existe un indicio para creer que los Acostas tuvieron relaciones con la Santa Inquisición, puesto que en su escudo hay una rueda de suplicio y seis costillas, jeroglífico que parece quiere decir: «Rueda a costa de mis costillas».

Fuera de esto lo que fuera, el caso es que en el Villar, en la casa solariega de los Acostas, vivía hace siete u ocho años don Rodrigo de Acosta, señor que había sido militar y quedado viudo con dos hijos: don Diego y doña María.

Don Rodrigo, que tenía pleitos en Madrid, solía ir con frecuencia a la corte y dejaba encomendada la custodia de su hijo a un viejo perdido, llamado Sarmiento, a quien se le conocía por el Capitán, y a su hija doña María, al cuidado de una dueña respetable, llamada doña Mercedes.

En este mismo pueblo vivía Antonio García, apodado el Tobalos, hombre conocido en toda la comarca por su honradez.

El Tobalos tenía cinco o seis pares de mulas; trabajaba casi todo el día en el campo y no hablaba apenas. Tenía el Tobalos una hija, Epifania, que prometía ser una real moza, y recogido en su casa un sobrino suyo, hijo de una hermana.

Este conjunto de antecedentes es necesario conocer para mi historia.

Se deslizaba la vida del pueblo sin más acontecimientos que los de costumbre, cuando se comenzó a hablar de las travesuras de don Diego Acosta, el hijo de don Rodrigo.

Al principio nadie se sorprendió, porque era costumbre de los hijos de familias poderosas hacer su voluntad y su capricho.

Poco a poco las travesuras subieron de punto y se convirtieron en verdaderas bellaquerías de rufián.

Don Diego, en compañía de su amigo y consejero Sarmiento, alias el Capitán, robaba en los garitos, apaleaba a los mozos y violaba a las muchachas en los campos.

Un día el Tobalos vio a don Diego que rondaba su casa. Sin más averiguaciones, se vistió y fue al palacio de los Acostas, preguntó por don Rodrigo, le explicó en pocas palabras lo que ocurría, y añadió:

—Yo no digo más. Si a don Diego le veo de nuevo rondando mi casa, le pego un tiro.

Don Rodrigo, que sabía que el Tobalos era hombre honrado, le aseguró que don Diego no volvería a rondar su casa, y, efectivamente, así fue.

Pasaron unos meses y llegó la época de ferias. En esta época solían descolgarse en el Villar una turba de chalanes, gitanos, jugadores, tahúres y cómicos.

Esta vez llegaron dos carros de comediantes, y entre estos una dama joven, muchachita verdaderamente linda, llamada Isabel.

La compañía de cómicos estuvo más de una semana; los galanes del pueblo asediaron a la dama joven, ofreciéndole regalos y joyas; pero la muchacha era honesta y rechazó todas cuantas proposiciones la hicieron.

En esto, una mañana se supo con horror en el pueblo que la dama joven acababa de ser encontrada hecha pedazos en un bosquecillo próximo al río.

La justicia comenzó sus averiguaciones, y se supo que un cómico de la compañía había estado la noche del crimen en una casa que una vieja celestina tenía detrás de la iglesia. Esta vieja era conocida por la tía Mellada.

Las autoridades prendieron al cómico y encontraron que tenía manchas de sangre en las botas. Lo llevaron a él y a la tía Mellada a la cárcel. La celestina probó la coartada, demostrando que durante todo el día no estuvo en su casa, y el cómico, que no pudo explicar cómo aparecían manchas de sangre en sus ropas, fue agarrotado en la plaza pública.

Pasó medio año y comenzó a olvidarse el crimen.

El pueblo estaba muy dividido: cada casa aristocrática tenía sus partidarios, y las disputas eran constantes. Entonces, no se sabe a quién, pero muchos supusieron que a don Rodrigo Acosta, se le ocurrió nombrar alcalde corregidor a Antonio García el Tobalos.

Seguramente, podrá haber un hombre más inteligente que él; pero con dificultad otro más recto. Como si todas las posibilidades de encumbramiento se presentaran de pronto, García vio que don Diego Acosta se dirigía formalmente a su hija Epifania, pidiéndola en matrimonio. Poco después su sobrino Fernando galanteaba a doña María, la hija de la poderosa familia de los Acostas, y con asombro de todos era aceptado en ella.

El pueblo acusó al corregidor de sentirse orgulloso; no era cierto. El Tobalos no quería nada con don Diego de Acosta, aunque le permitía hablar con la Epifania por la reja. Creía que el perdido había de volver a las andadas.

Si el Tobalos no se deslumbraba con su posición, su hija Epifania y la señora Manuela, su mujer, estaban cerca de volverse locas de contento.

Así las cosas, una noche se presentó a ver al alcalde García un muchacho joven forastero vestido de negro.

Le hicieron pasar al cuarto del alcalde, y al entrar en él se arrodilló y dijo:

—Señor corregidor, vengo a pedir justicia.

—Si está en mi mano hacerla, se hará —contestó el alcalde—. Levántate, muchacho. ¿Qué pasa?

El joven vestido de negro habló en estos términos:

—Yo, señor, soy hermano de un cómico que ha sido ejecutado en el patíbulo en la plaza del Villar por considerársele autor de un crimen contra una muchacha violada y descuartizada a orillas del río. Mi hermano había sido un calavera; había arruinado a mi padre, que es librero en Valladolid, y era la deshonra de la familia. A pesar de esto, ni mi padre ni mi madre creyeron nunca a mi hermano capaz de cometer un crimen así, y afirmaron siempre que debía haber un error en su condena. Efectivamente; lo hay.

El corregidor quedó contemplando atentamente al joven, que siguió hablando así:

—Mi padre, que tiene amigos en el Villar, encargó a uno de ellos que hiciera averiguaciones acerca del crimen, y el amigo las hizo; y como estas indagaciones dieron resultado, mi padre me encargó que viniera aquí. Ayer, ese amigo y yo fuimos a ver a una anciana enferma y moribunda, y ella nos confirmó que mi hermano era inocente y que los asesinos de la muchacha fueron otros. El amigo nuestro, al saber los nombres de los verdaderos criminales tembló, y desde este momento ya no ha querido mezclarse en nada. Estaba abatido, creyendo que nadie querría ayudarme en la reivindicación de la memoria de mi hermano, cuando una buena mujer, en cuya casa vivo, me dijo: «Vete a casa del alcalde García; si él cree que tienes razón, aunque sea contra el rey, te ayudará». ¿Qué me contesta usted, señor alcalde? —preguntó el joven vestido de negro.

—Cuenta los hechos, dame los nombres y las pruebas… y se hará justicia.

El muchacho narró lo ocurrido y terminó diciendo:

—La anciana enferma moribunda no tiene inconveniente en declarar.

—Entonces, que vengan dos testigos y el notario, y vamos allá.

El corregidor se envolvió en su capa, y en compañía de los dos testigos, del notario, de un escribiente y del muchacho fueron a una casa pequeña próxima a la iglesia parroquial.

La vieja era muy vieja y muy enferma, pero estaba en el dominio de todas sus facultades; recibió la visita de las autoridades con calma, y después de jurar en nombre de Dios decir la verdad, exclamó:

—Me alegro que hayan venido usías a mi pobre casa, porque el remordimiento me tiene atosigada el alma. Sí, yo creo que conozco a los que mataron a la cómica, y no lo he dicho ante la justicia porque estoy baldada por el reuma y no he podido ir a declarar; y cuando conté a un hijo mío lo que pasaba, me dijo este que veía visiones y que no me metiera en lo que no me importaba.

—Está bien. Cuente claramente lo que pasó y lo que vio —dijo el alcalde.

—Pues verá usía: todo fue una pura casualidad. El día del crimen, mi hijo, al marcharse, después de comer, a trabajar al majuelo, me preguntó si yo recordaba dónde estaban unas botas viejas suyas. Por la tarde fui a un cuarto que tenemos en la parte de atrás, donde guardamos los aperos de labranza, y estaba allí registrando y viendo las cosas una a una. Este cuarto tiene, y luego si ustedes quieren lo pueden ver, un ventanillo que da a la calle de la Cadena. No sé qué ocurrencia me dio, o si es que oí alguna voz, el caso es que tuve la curiosidad de mirar por allí, y poniendo un cajón en el suelo y subiéndome a él me asomé por el ventanillo y vi a dos hombres en acecho.

—¿Los conoció usted? —preguntó el corregidor.

—Sí.

—¿Quiénes eran?

—Don Diego Acosta y el Capitán.

Los testigos y el notario y el jovencito vestido de negro miraron a García, que no parpadeó.

—No deje usted de apuntarlo todo —dijo el corregidor al escribiente; y luego añadió, dirigiéndose a la vieja:

—Siga usted.

Don Diego iba a cuerpo; el Capitán, a pesar de que no hacía frío, llevaba una capa negra. Como yo, lo mismo que todo el pueblo, sabía que don Diego y el Capitán eran hombres de aventuras, supuse que se trataría de algún enredo amoroso. Estuve mirándolos durante algún tiempo ir y venir por la calle desierta; me fui a trabajar, y al anochecer volví de nuevo a curiosear desde el ventanillo. De pronto, apareció un hombre y entró en el portal de la tía Mellada; no era ni don Diego ni el Capitán; no era ninguno del pueblo.

—Era mi hermano el cómico —interrumpió el jovencito vestido de negro.

—Estuvo esperando el hombre en el portal —siguió diciendo la vieja— hasta que se acercó una mujer tapada, alta, gruesa, que desapareció en la casa.

Creía yo en aquel instante que don Diego y el Capitán se habrían marchado; pero en esto les vi aparecer a los dos, y a los pocos momentos volvieron corriendo. El Capitán llevaba una mujer en los brazos. Entraron en casa de la tía Mellada. La mujer no gritó; quizá llevaba la boca tapada. Esperé, y una hora más tarde, ya de noche, salieron la señora alta y el galán de negro, y poco después, el Capitán y don Diego, con un bulto obscuro en brazos. Ya no vi más.

Mi hijo volvió aquel día muy tarde del majuelo, y me contó que debajo del puente había visto a dos hombres, que le parecieron el Capitán y don Diego, apisonando la tierra.

Al día siguiente, cuando se supo la muerte de la cómica, le dije yo a mi hijo:

—¿No habrán sido los asesinos esos dos? Porque yo les vi salir de casa de la tía Mellada… Y mi hijo me contestó:

—Madre, usted chochea, usted no ha visto nada.

—Eso es todo lo que sé, señores —concluyó diciendo la vieja.

—Se le leyó la declaración, en la que puso una cruz por no saber firmar, y se retiraron las autoridades.

Al día siguiente, el corregidor, con el alguacil y el escribano, fueron a la orilla del río; debajo del puente mandaron cavar en distintos puntos a un bracero y encontraron la capa del Capitán manchada de sangre y dos puños, que pertenecían a don Diego.

Por la noche, don Diego y el Capitán eran presos y llevados a la cárcel con escolta.

El asombro del pueblo fue extraordinario. Don Rodrigo de Acosta se presentó en casa de García furioso, indignado; pero cuando el corregidor le mostró las pruebas, el viejo hidalgo quedó confundido.

El alcaide de la cárcel, que consideraba todos los procedimientos buenos para descubrir un crimen, comenzó por atemorizar a los culpables, poniendo por las noches en su calabozo una calavera entre dos velas; luego dio tormento al Capitán y a don Diego, y al fin estos confesaron.

El pueblo entero se había declarado en contra de los culpables; creía que don Rodrigo intentaría salvar a su hijo por cualquier medio y todo el mundo estaba dispuesto a no permitirlo.

Sobre el alcalde pesaban mil influencias; su hija estaba enferma, grave; su mujer lloraba constantemente; su sobrino Fernando y don Rodrigo pedían indulto.

—Antes que nada es la justicia —repetía el corregidor.

El viejo Acosta compró al alcaide y a los demás carceleros a peso de oro para que permitiesen escapar a don Diego y propuso al corregidor que hiciera la vista gorda.

García no aceptó.

Acosta le suscitó pleitos para arruinarle. El alcalde no se rindió.

La hija se agravó; pidió a su padre perdón para su novio. El alcalde dijo que él no era quién para perdonar.

Contra viento y marea llevó el proceso hasta el fin, y no paró hasta que envió a los dos criminales al patíbulo.

Su hija Epifania murió; el sobrino Fernando huyó del pueblo; de la hacienda del Tobalos no quedó nada; todo se la comieron los curiales.

El día de la ejecución, por la mañana, el buen alcalde García cruzó el pueblo. La gente, al verle, le abría paso, le miraba y le saludaba con respeto. Las campanas tocaban a muerto. Un gran paño negro cubría el escudo del palacio de los Acostas.

El alcalde vio cómo el verdugo agarrotaba a los dos criminales; luego volvió a su casa, sacó el macho, en donde hizo montar a su mujer, y dijo:

—Vamos, mujer. Ya no tenemos nada que hacer aquí.

Y los dos, cruzando el pueblo, se marcharon de él para no volver más.

—Este es el Tobalos —concluyó diciendo el cura, paisano suyo.

—¡Hombre terrible! —murmuró el párroco de Coruña del Conde—. Con muchos como él, de otra manera marcharía España.

Hicimos algunos comentarios acerca del ex alcalde y guerrillero y nos fuimos a acostar.