VII
BARBARIE DECRETADA
EL 9 de mayo de 1809 el mariscal Soult dio la orden furibunda por la cual, desde aquel momento, no se reconocía más ejército español que el de Su Majestad Católica José Napoleón; por consiguiente, todas las tropas y partidas de patriotas, grandes o pequeñas, las consideraría desde entonces como formadas por bandoleros y ladrones.
Serían fusilados al momento los españoles aprehendidos con las armas en la mano, y quemados y arrasados los pueblos donde apareciese muerto un francés.
La Regencia, el Gobierno de los patriotas, contestó como réplica, meses después, al decreto de Soult lo siguiente: «Todo español es soldado de la patria; por cada español que fusile el enemigo serán ahorcados tres franceses, y se tomarán represalias si estos queman los pueblos y las casas sólo por devastar el país». Se añadía que «hasta el momento que el duque de Dalmacia (Soult) no hubiese revocado su orden, sería considerado personalmente como indigno de la protección del derecho de gentes y puesto fuera de la ley, caso de que le cogieran las tropas españolas».
Era la proclamación de la guerra sin cuartel. La barbarie contra la barbarie.
De joven, hay momentos en que la guerra llega a parecer algo hermoso y sublime; indudablemente, todo ello es vida, y vida fuerte e intensa; pero por cada instante de generosidad, de abnegación, de heroísmo que se encuentra en los campos de batalla, ¡cuánta miseria, cuánta brutalidad! Guerrear es suprimir durante un período la civilización, el orden, la justicia; abolir el mundo moral creado con tanto trabajo, retroceder a épocas de barbarie y de salvajismo.
Así nosotros teníamos en nuestras filas al Jabalí de Arauzo.
El Jabalí, en circunstancias normales, hubiese estado en un presidio o colgado de una horca; en plena guerra, convertido en un jefe respetable, lleno de galones y de prestigio, podía asesinar y robar impunemente, no por afán patriótico, sino por satisfacer sus instintos crueles.
Muchos, y yo mismo, han asegurado que de la guerra de la Independencia surgió el renacimiento de España. Sin tanta matanza hubiera surgido también.
Reflexiones acerca de un mandamiento
¡Cuántas veces al recordar aquella época he pensado en ese tópico que tanto se repite: la influencia del cristianismo en la dulzura de costumbres y en la civilización!
Los mismos escritores impíos y racionalistas aseguran que el cristianismo hace a los hombres más dulces y suaves. ¿En dónde? ¿Cuándo?
Si al cabo de diez y nueve siglos de predicación apostólica nos seguimos acuchillando unos a otros sin piedad, ¿en qué se conoce la eficacia del cristianismo?
Los que hemos visto tantos hombres con las tripas al aire, con los sesos fuera; los que hemos presenciado casi diariamente el espectáculo de ahorcar, fusilar, acuchillar, abrir en canal, presidido por gente católica y rezadora; los que hemos conocido a curas de trabuco que sabían enarbolar mejor el puñal que la cruz; los que hemos encontrado las sacristías convertidas en focos de conspiración y los conventos preparados como cuarteles, no podemos menos de reírnos un poco de la eficacia de la religión.
Los eclécticos nos dirán: «Es que esos son los malos curas». Yo les contestaría que ni aun los buenos han sabido dar lecciones de humanidad y de bondad.
En cualquier parte se oyen predicadores que nos quieren demostrar que una pequeña manifestación de sensualidad merece el infierno. El hombre que mira a una mujer con amor, que la besa o la abraza; la mujer que se adorna o cubre sus mejillas con un poco de blanco o de rojo para parecer más bonita, comete un pecado horrendo; en cambio, ese cabecilla carlista que se dedica a fusilar, a degollar, a incendiar pueblos, ese es un bendito que trabaja por la mayor gloria de Dios.
¡Qué estupidez! ¡Qué salvajismo!
Si al menos los sacerdotes de todas las sectas cristianas hubieran tenido la precaución de asegurar que uno de los mandamientos de la ley de Dios es No matarás… en tiempo de paz, y no No matarás sólo, estarían en su terreno bendiciendo espadas, fusiles, banderas y cañones; pero esos libros santos son tan incompletos que han hecho que los que creen en ellos tengan que dividir el mandamiento No matarás en dos secciones: la de la paz y la de la guerra.
Cuando se depende del ministerio de la paz, matar es un crimen; en cambio, si se depende del ministerio de la guerra, matar es una virtud. En el primer caso, matando se merece el garrote; en el segundo, el Tedéum.
Alguno dirá que esto es difícil de entender y absurdo; pero otros absurdos más difíciles de entender hay en nuestra religión, y, sin embargo, los creemos.
Dispersión
Quiero abandonar las reflexiones filosóficas, que no le cuadran a un hombre de acción, y seguir adelante.
Pocos meses después del decreto de Soult, y en vista de las constantes expoliaciones de Mina, el Empecinado y Merino, Napoleón ordenó que tres columnas de quince a veinte mil hombres cada una ocupasen las guaridas de los guerrilleros en Navarra, en la Alcarria y en las sierras de Burgos y Soria.
Los generales Kellerman y Roquet fueron los encargados de perseguirnos.
¡Kellerman! ¡Cómo recordaba yo este nombre! ¡El gran Kellerman de la batalla de Valmy!
¡El general de quien había oído hablar con tanto entusiasmo a mi tío Etchepare!
Con una columna de quince mil hombres, Roquet ocupó militarmente las sierras de Quintanar y de Soria, colocando fuertes guarniciones en todos los pueblos granados de la sierra, y formó columnas móviles dispuestas a reconocer bosques y desfiladeros.
Merino no tenía esa alta serenidad de los hombres de conciencia, y se amilanó viendo que se le echaba encima tal avalancha de soldados. Escribió al director que no iba a poder sostenerse en la sierra y que había pensado acercarse al Moncayo e internarse en Aragón.
El director le disuadió de tal proyecto y le dijo sería su ruina.
Según este, se debía permanecer a toda costa en los pinares de Soria, subdividiendo las fuerzas en pequeñas secciones, al abrigo de las montañas, observando la mayor vigilancia.
Merino siguió el consejo del director y nos fraccionó en grupos de diez y de veinte, mandados por un oficial o individuo de clase.
Todos no quedaron en la sierra: muchos de los nuestros fueron al Señorío de Molina de Aragón, en unión de los guerrilleros de Villacampa, Eraso y del cura Tapia.
Merino nos dijo que cuando viniera el momento nos avisaría el sitio y la hora de la asamblea.