VIII

LA REUNIÓN EN SAN PEDRO DE ARLANZA

CUANDO se parte de Covarrubias por el camino de Salas de los Infantes a buscar Lerma, siguiendo por la carretera y bordeando el río, a una hora u hora y media de marcha se encuentra el convento de benedictinos de San Pedro de Arlanza.

Es aquel un sitio grave, solitario, triste; no hay en él más población que los monjes; alrededor, soledad, silencio, ruido de las fuentes, murmullo de cascadas espumosas en que se precipita el Arlanza.

Muy temprano, al amanecer, fuimos al monasterio. Recuerdo aquel día de nuestra llegada al convento. Un cielo azul, con unas nubes muy blancas alumbraba la tierra.

Perdimos la vista de los tejados rojos, torcidos y llenos de piedras de Covarrubias, y nos encaminamos hacia el monasterio.

Un amante de la naturaleza se hubiera quedado absorto contemplando el ruinoso convento, próximo al riachuelo espumoso, con su torreón cuadrado, su fuente en medio y sus viejas tumbas de guerreros.

Yo confieso que a mí estas cosas no me han entusiasmado nunca. El contemplar pasivamente no está en mi temperamento.

El deán, el director, Peña y yo íbamos impulsados por una idea de guerra, de violencia, y no nos fijamos en los primores arqueológicos del convento ni en la belleza del paisaje.

Entramos en el claustro. El criado que nos salió al encuentro fue a llamar al superior y nos condujo a la sala capitular. Había pocos frailes en el monasterio: un abad, ocho o diez clérigos y cuatro o cinco legos. Todos llevaban hábito negro.

Esperamos unos minutos y poco después entró el abad de los benedictinos. Era un hombre imponente, con la barba entrecana, la mirada brillante y fuerte.

Sabía de antemano el objeto de nuestra visita, pues le habían escrito el director y el deán de Lerma.

El abad de los benedictinos nos dijo:

—Merino está avisado; dentro de un momento se presentará aquí.

Preguntó el deán al abad si podría contar con algunas personas de su confianza, y el abad dio una lista de nombres que aseguró contribuirían a la suscripción.

Yo fui escribiendo los nombres en un papel.

Se habló de las posibilidades de éxito del levantamiento contra los franceses, y cuando se debatía este punto entró un lego a decir que don Jerónimo Merino se encontraba en el claustro.

La estampa del cura

El abad mandó que le hicieran pasar a la sala. Reconocí en el guerrillero el comensal de la noche anterior, el hombre cetrino de gran levitón y sombrero de hule. Al entrar el cabecilla nos levantamos todos; se sentó luego el abad y volvimos a sentarnos los demás. Siguió la plática.

Yo estuve observando al guerrillero. Era Merino hombre de facciones duras, de pelo negro y cerdoso de piel muy atezada y velluda.

Fijándose en él era feo, más que feo, poco simpático: tenía los ojos vivos y brillantes de animal salvaje; la nariz, saliente y porruda; la boca, de campesino, con las comisuras para abajo, una boca de maestro de escuela o de dómine tiránico. Llevaba sotabarba y algo de patillas de tono rojizo. No miraba cara a cara, sino siempre al suelo o de través.

El que le contemplasen le molestaba.

Al primer golpe de vista me pareció un hombre astuto, pero no fuerte y valiente. El cabecilla daba muestras de inquietud mirando a derecha e izquierda.

El abad explicó a Merino de qué se trataba, y este contestó haciendo señales de asentimiento.

El cabecilla tenía una voz metálica, aguda, poco agradable. El deán, como superior jerárquico del cura, le exhortó a que defendiera la Religión y la Patria.

Después el comisario regio, Peña, leyó el decreto de la Junta Central. Concluida la lectura, el director tomó la palabra e hizo estas proposiciones, que sometió al juicio de los demás:

Primera, que se eligiese una junta permanente en Burgos y en las cabezas de partido para allegar recursos; segunda, que el comisario Peña indicase al señor don Martín Garay la conveniencia de nombrar teniente coronel de la partida de guerrillas de la Sierra de Burgos y Soria a don Jerónimo Merino, y tercera, que enviaran desde Sevilla en comisión un comandante de caballería de ejército que fuera buen táctico en el arma, un capitán y varios sargentos instructores para formar una academia de oficiales y clases en la Sierra.

Aceptadas las proposiciones del director, el abad de Lerma se levantó, y sacando el crucifijo de cobre colgado de su cuello y enarbolándolo en el aire, nos hizo jurar guardar el secreto.

Nos levantamos todos para jurar. Cuando miré de nuevo alrededor, ya Merino había desaparecido.

Después el abad del convento nos llevó a la iglesia, donde iba a decir misa.

Doce guerrilleros de Merino se pusieron al pie del altar con la bayoneta calada; luego nos arrodillamos nosotros, que tuvimos que estar durante toda la misa de rodillas.

Oficiaba un fraile viejo y le acompañaba el sonido del órgano y las voces de los frailes dominadoras en el coro.

Tenía aquello un aire verdaderamente imponente.

Después de la misa tomamos cada uno un pocillo de chocolate con bizcochos, vimos los alrededores del convento antes de comer, y a las primeras horas de la tarde marchábamos de vuelta camino de Burgos.

Peña se fue a Sevilla con una corta memoria dirigida a don Martín Garay, en la cual se especificaban los deseos de los patriotas castellanos, y el director y yo comenzamos a hacer gestiones para nombrar la Junta Permanente con que arbitrar recursos.