V
EN BURGOS
MAREADO y medio desvanecido, me acerqué a una de las columnas de la plaza y estuve así esperando hasta que llegaron Fermina, doña Celia, la Riojana y Ganisch.
Ayudado por ellos, entré en una posada de allí cerca y me metí en la cama.
Me encontraba con la cabeza débil y con fiebre. Doña Celia comenzó a preparar un bálsamo, que yo creo que era el mismísimo bálsamo de Fierabrás, y que si me aplica en la herida me produce la gangrena de todo el cuerpo, cuando llegó un señor preguntando por mí. Era un médico. Venía a verme de parte de la señora que me había llevado en su coche por, la tarde.
—¿Quién es esa señora? —pregunté yo.
—La marquesa de Montehermoso.
El médico lavó y curó mi herida y dijo que tendría para rato.
Con este motivo se renovó en Fermina, doña Celia y la Riojana el odio contra los franceses.
Fermina sentía por ellos una repugnancia parecida a la que se puede tener por un escorpión o por un insecto venenoso.
El día siguiente estuve en la cama. Me dolía mucho la herida. A pesar del dolor, me sentía completamente feliz pensando en aquella mujer soberbia: la marquesa de Montehermoso.
¿Se llamaría así? El título me daba la impresión de ser falso; me parecía un título de novela folletinesca por el estilo de las que después ha escrito mi amigo Aiguals de Izco. Me enteré bien, y supe que mi protectora, efectivamente, se llamaba así; que su nombre era doña María del Pilar Acedo y Sarriá, marquesa de Montehermoso, y condesa de Echauz y del Vado.
Su marido había sido diputado por Alava en la Asamblea de Bayona, y después le hicieron muchos honores, entre ellos el de ser marido de la querida del rey. También le nombraron a Montehermoso gentilhombre de cámara y una porción de cosas más.
Mientras yo me pudría de impaciencia en la cama, Ganisch y las tres mujeres salían de casa, y al volver me traían una porción de noticias contradictorias.
Ganisch había oído decir que el Gobierno de los patriotas, establecido en Aranjuez, al acercarse Napoleón a Madrid se había instalado en Sevilla. Desde Sevilla comenzaría a organizar partidas de guerrilleros.
Doña Celia, Fermina y la Riojana contaron una porción de historias recogidas en la calle.
Todas sus noticias me tenían a mí sin cuidado. No pensaba más que en aquellos ojos negros y en aquella expresión dolorosa y trágica de la marquesa.
El séptimo día de estancia en Burgos el médico me dio el alta.
—Ya está usted bien —me dijo—. No salga usted mucho de casa.
—Déle usted de mi parte muchas gracias a la señora marquesa —le dije yo.
—Ya se ha marchado —contestó el médico.
—¿A Madrid?
—¡Cualquiera lo sabe! ¡Habrá ido a reunirse con José Bonaparte! Dicen que es la querida de Pepe Botellas.
La noticia me hizo más daño que el sable del francés de Briviesca; pero aún me molestaba más el que se hubiera ido de Burgos aquella mujer admirable sin acordarse de mí.
El pensar en esto reanimó mi actividad y mis sentimientos patrióticos.
Decidí olvidar las dos heridas: la del francés y la causada por la marquesa de Montehermoso.
Se me ocurrió escribir al mariscal de campo don Gabriel Mendizábal, paisano y amigo de mi padre. Mendizábal debía hallarse en esta época en Alba de Tormes, y no encontré medio de hacerle llegar la carta.
Mi desesperación y mi furor patriótico iban en aumento.
Me figuraba estar viendo a la marquesa de Montehermoso, rodeada de oficiales franceses elegantes, llenos de oro y de bordados. Yo había de ir entre los desarrapados a acometerlos, a acuchillarlos.
El furor que comenzaba a tener lo experimentaba la gente del pueblo, sin el acicate de pensar en una bella dama.
La plebe se enardecía con el odio al invasor.
Los franceses se figuraban que iban a luchar con un ejército y con partidas de guerrilleros; pero, en el fondo, tenían que guerrear con una turba de mujeres, de chicos, de viejos tenderos, de frailes, inspirados todos en un fanatismo religioso y patriótico terrible.
El padre Pajarero
A la semana siguiente de llegar a Burgos, doña Celia me contó que una señora en la iglesia le había dicho que un fraile mercedario andaba hablando a los jóvenes del pueblo para reclutarlos y formar una partida.
Le recomendé a doña Celia que se enterara en dónde se le podría ver al mercedario, y no sólo se enteró, sino que vino con él a la posada al día siguiente.
El padre Pajarero era un frailuco joven, moreno, con los ojos brillantes. Llevaba hábito pardo, cerquillo y sandalias.
Se presentó en mi cuarto y habló conmigo. Yo me encontraba de la herida casi bien.
El padre Pajarero me sometió a un interrogatorio. Ya, por la costumbre que había adquirido en el tiempo que llevaba desde que salí de Irún, le dije que me apellidaba Echegaray.
Me preguntó si estaba dispuesto a echarme al campo. Le contesté que sí.
—Bueno; pues entonces —repuso él— le voy a dar a usted un papel para que vaya a ver a cierta persona.
—Venga. Está bien.
Sacó el padre un tinterito de cuerno, escribió unas líneas, dobló el papel y, antes de dármelo, me dijo:
—¿Sabe usted dónde está la calle de la Calera?
—No.
—¿Y el barrio de Vega?
—Tampoco. ¿No ve usted que no he salido de casa con la herida? Pero preguntaré.
—Vale más que vaya usted sin preguntar.
—Doña Celia sabrá, quizá, dónde está esa calle.
—Sí, ella sí lo sabe.
—Entonces, doña Celia nos acompañará.
—¿No va usted a ir solo?
—Iré con un amigo paisano y patriota como yo.
—¿Cómo se llama su amigo?
—Garmendia. Juan Garmendia.
—¿Cuándo van ustedes a ir?
—Iremos mañana mismo.
—Bueno. Hay que advertir que el barrio de Vega está fuera de la muralla, al otro lado del río. Cuando llegue usted a la calle de la Calera, en esa calle, a mano derecha, verá usted una casa grande con dos torreones en las dos esquinas. Empezando a contar desde esta casa, en la misma acera, en el séptimo portal llamará usted. Preguntará usted por el director, y cuando le digan de parte de quién va, contestará usted que de parte del fraile.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Saldrán ustedes de Burgos al anochecer por el arco de Santa María, cuando vayan a cerrar la puerta de la muralla. Dan ustedes un paseo y, cuando ya esté oscuro, se presentan en la calle de la Calera.
—Muy bien.
—Luego, como no es cosa de que llamen ustedes a la guardia francesa para que les abra, irán ustedes a dormir al convento de la Merced. Doña Celia les enseñará también dónde está.
Decidimos acudir Ganisch y yo al día siguiente a la casa indicada por el fraile. Por la mañana le dije a Ganisch acompañara a doña Celia para que esta le enseñase la calle de la Calera y el convento de la Merced, y después de cenar fuimos Ganisch y yo a ver al misterioso director.
De parte del fraile
Me prestaron en la posada una capa larga hasta los talones, y, embozado en ella, en compañía de Ganisch, que iba envuelto en una manta, salimos en dirección de la calle de la Calera.
La tarde estaba horriblemente fría. El viento silbaba por los arcos de la plaza; el cielo se mostraba vagamente iluminado por las luces del crepúsculo y por la luna medio oculta entre nubarrones. Sólo alguna luz brillaba en el pueblo.
De la plaza salimos por el arco de Santa María, a la orilla del río, y esperamos en el paseo del Espolón.
Algunos vecinos, retardados, marchaban deprisa por el puente de Santa María a entrar en la ciudad; otros aguijoneaban a los borriquillos y caballerías.
Un momento después cerraron la puerta; dejaron solamente un postigo abierto y se oyeron los toques de retreta.
Había entrado la noche y las orillas del río quedaron desiertas. Sólo se oía el murmullo del agua misterioso y triste. La luna comenzaba a brillar en el cielo.
Ganisch y yo atravesamos el puente y entramos en la calle de la Calera.
No pasaba entre las dos paredes de los edificios la luz de la luna y la callejuela estaba negra y siniestra.
Nos detuvimos un momento enfrente de la casa de los torreones y la portada historiada para cerciorarnos de que era ella, y desde este punto comenzamos a contar los portales.
Ya cerca de la salida del campo, tuvimos que pararnos. Habíamos llegado.
Llamamos dos veces; se abrió la puerta desde arriba, sin duda con un cordón atado al picaporte, y pasamos a un zaguán estrecho y mal iluminado. Un farolillo colgado de una ventana pequeña alumbraba el portal y al mismo tiempo la escalera.
—Buenas noches —grité yo.
—¿Qué quieren ustedes? —nos preguntó una voz de mujer desde una reja que daba al zaguán.
—Venimos a ver al director —contesté yo.
—¿De parte de quién?
—De parte del fraile.
Se descorrió un cerrojo, se abrió la puerta del fondo y apareció una criada. Nos hizo pasar y subimos tras ella hasta el piso primero. Recorrimos un pasillo y llegamos a un cuarto blanqueado y bajo de techo, iluminado por un velón, con una mesa de aspas y varios sillones fraileros.
El director
Esperamos un momento y apareció un señor vestido de negro, un hombre de unos cincuenta años, de facciones duras, pero expresivas, con aire clerical. Era el director. Le di la carta del padre Pajarero, la leyó y nos sometió a un nuevo interrogatorio.
Le chocó bastante mi palidez y le conté lo que nos había pasado en el mesón del Segoviano, en Briviesca.
Mi relato le interesó muchísimo y sirvió para hacerme simpático.
—¿Pero ya está usted bien? —me dijo.
—Sí, estoy bien.
—¿No quiere usted que le mande un médico?
—No; ya, ¿para qué?
—Bueno, pues entonces —concluyó diciendo— déjenme ustedes sus nombres y sus señas, y la semana que viene yo les avisaré. Va a venir un delegado de la Nueva Junta Central desde Sevilla para organizar la resistencia.
Como el padre Pajarero, en su nota al director, había puesto los nombres con que figurábamos en los pasaportes, seguimos llamándonos: Ganisch, Garmendia, y yo, Echegaray.
—Ahora, ¿dónde van ustedes a dormir?
—El padre Pajarero nos ha dicho que vayamos al convento de la Merced.
—¿Saben ustedes dónde está?
—Sí, creo que lo encontraremos.
—Mi criado les acompañará.
Nos despedimos del director y salimos a la calle acompañados de un mozo envuelto en una manta.
Luchando con el viento helado salimos a la orilla del Arlanzón. La luna resplandecía en el cielo, iluminando la ciudad. Las torres de la catedral y los pináculos de la capilla del condestable brillaban como barnizados de plata. Unos caballos corrían por el cauce del río.
Siguiendo la orilla, a pocos pasos llegamos a un edificio grande. Llamó el mozo con los dedos en la puerta.
—¡Ave María Purísima!
—Sin pecado concebida —dijo de adentro una voz suave y frailuna—. ¿Qué quieren?
—Estos señores que vienen a dormir de parte de mi amo, el director.
Un lego nos salió al paso y nos llevó a Ganisch y a mí a una celda, donde dormimos perfectamente.