IV
UNA INTRIGA DE LA ÉPOCA DEL TERROR
POR esta época, Lazcano se presentó en Bayona; venía de haber pasado una corta estancia en su aldea, y pensaba seguir a París. Lazcano fue a ver al abate Marchena; los dos eran vanidosos y petulantes, y en la primera entrevista se enemistaron.
Lazcano decidió no tener relaciones con los brissotins, y se presentó a Basterreche. Basterreche le dirigió a mi casa; Lazcano me dijo que sabía que yo tenía conocimientos entre los montañeses y que quería una carta para ellos. Yo le di una para Guzmán y otra para Pereyra.
Lazcano, en París, se hizo amigo íntimo de Guzmán y juntos fueron a los Cordeleros, a casa de Marat, al palacio de la Reina Hebert, donde tenían sus reuniones Hebert y Chaumette, y al Club del Obispado.
Guzmán entonces tenía dinero y llevaba una vida disipada. Frecuentaba las casas de juego del Palais Royal, iba a las cenas presididas por Danton, de a cien francos por cabeza; visitaba la casa de las señoritas de Saint Amaranthe y el garito de Aucane. Allí se encontraban hombres de distintas nacionalidades y procedencias: ex cómicos, como Collot d’Herbois y Dubuisson; ex aristócratas, como Guzmán; ex frailes, como el capuchino Hilarión Chabot; ex abates, como d’Espagnac; ex judíos, como Pereyra; ex banqueros, como Anacarsis Clootz. La divisa de todos ellos era esta frase epicúrea: Edemus et bibamus, eram enim moriemur. (Comamos y bebamos, que mañana moriremos).
La Revolución les arrastraba; muchos tenían la seguridad de su fin próximo. Mientras gozaban de la vida, los incorruptibles como Robespierre, como Saint-Just, como Fouquier Thinville, iban preparando el cesto donde los libertinos tenían que dejar su cabeza.
Como casi ninguno podía vivir de su trabajo, cosa difícil en una época azarosa, y como había siempre algún agiotista a su lado, tomaban dinero sin mirar la mano de quien venía. Algunos de estos agiotistas eran agentes monárquicos; los que solían acompañar con frecuencia a Danton y a sus amigos eran el barón de Batz, el de la conspiración de los Sesenta, y el abate d’Espagnac. Estos dos intrigantes tenían amistad estrecha con Guzmán Lazcano. Solían verse con ellos en los garitos del Palais Royal, en casa de Desfieux y de Custine y en la tienda de Pereyra, el judío bayonés, que tenía una tabaquería en la rue Saint-Denis, con un gran gorro frigio de muestra.
Guzmán llevaba la vida de un aventurero. Solía parar poco en su casa; tenía una querida, que era la mujer de un pintor, e iba a verla con frecuencia.
Lazcano, que sabía esto, se presentaba en casa de Guzmán cuando no estaba él. Se había prendado de Magdalena; creía que ella era la amante de su compañero y pretendía sustituirle.
Hombre cínico, acostumbrado a las damas del Palais Royal, no podía suponer que su camarada, el libertino Guzmán, hubiera respetado a aquella muchacha; y pensó que sería una presa fácil, sobre todo para él, que se consideraba un gran conquistador.
Magdalena, al principio, trató a Lazcano con afecto y consideración. Lazcano le hablaba de España, que ella no conocía y deseaba conocer. Lazcano era el compatriota amigo de la casa.
Cuando creyó el momento oportuno, Lazcano requirió de amores a Magdalena. Ella le contestó que aunque en aquel momento estaba en una situación humilde, su posición era muy elevada, y que no podía tener amores sin el consentimiento de su familia.
Magdalena era una mujer muy altiva, con una gran idea de sí misma y de su clase.
Lazcano se tragó la repulsa, y siguió frecuentando la casa como si no hubiera pasado nada; pero un día, encontrándose solo con Magdalena, la solicitó de nuevo; pero no como quien se dirige a una mujer honrada, sino como quien habla a una cortesana.
Ella rechazó con dignidad las proposiciones de Lazcano, y él replicó sarcásticamente, diciendo que no comprendía que una mujer que era la querida de un Guzmán, viejo y relajado, no quisiera serlo de un Lazcano, que al fin y al cabo era un hombre más joven y más rico.
Magdalena llamó al criado viejo que les asistía, y le dijo:
—Lleva a este señor a la puerta. Después, sola, estuvo llorando todo el día.
Desde entonces Lazcano dejó de presentarse en la casa. Guzmán no sabía la causa de la ausencia de su compatriota; probablemente la atribuiría a volubilidad, a mudanzas de opinión, entonces muy frecuentes.
Lazcano, al mismo tiempo que abandonaba la casa de Guzmán, desertaba también de los Cordeleros y del Club del Obispado. Poco después se le vio en el Palais Royal y en el café de Corazza, entre la juventud elegante que seguía a Barras, a Freron y a Tallen, y que por entonces glorificaba a Robespierre, buscando el momento de acabar con él.
Guzmán, llevado por el frenesí revolucionario, siguió su marcha hasta el fin.
Era en el Club del Obispado uno de los jefes del grupo internacional, entre los cuales había fanáticos y logreros. Allí solían encontrarse el prusiano Anacarsis Clootz, el austríaco Proly, hijo natural del ministro Kaunitz; el italiano Pío, el inglés Bedford, el americano Payne, el irlandés O’Quin y el judío Pereyra.
En este grupo extranjero, ultrarrevolucionario, abundaban, al mismo tiempo que los cándidos, los agentes provocadores. Era aquel grupo una espuela, que al hacer galopar la Revolución, la consumía.
Guzmán, partidario de soluciones extremas, inspirado por Hebert y Chaumette y los miembros del Municipio, creía que los girondinos eran un obstáculo para la República. En los varios Comités que nombró el Club del Obispado por aquel tiempo, con objeto de luchar contra los girondinos, apareció siempre Guzmán.
La guerra, por entonces, estaba declarada entre la Gironda y la Montaña.
En el mes de marzo de 1793, Brissot publicaba un folleto contra los montañeses, al que contestaba Camilo Desmoulins, acusando a Brissot de concusionario, lo que produjo la prisión de este. Entre los montañeses, ni Danton ni los suyos querían el exterminio de los girondinos; pero lo deseaban Robespierre y su partido, lo deseaba la Municipalidad y lo deseaba el pueblo.
El instrumento de todos fue el Club del Obispado. Allí se tramó la conjuración antigirondina, que tuvo éxito el 3 de mayo. Guzmán, que era uno de los nueve miembros del Comité del Obispado, seguido por las turbas, marchó a Nuestra Señora de París y luego a las iglesias de los barrios extremos, mandando tocar a rebato. El París revolucionario estaba contra los girondinos y contra la Convención.
Brissot intentó fugarse; pero detenido en Moulins, fue guillotinado en octubre de 1793.
Los girondinos, como se sabe, fueron perseguidos y exterminados; los federales españoles de Bayona y de París, entre ellos Marchena, que estaba preso, quedaron sin apoyo. Los montañeses habían triunfado.
La popularidad y el favor de Guzmán debían durar muy poco.
Durante unos días se habló en las galerías del Palais Royal del español Guzmán, a quien se llamaba burlonamente Don Tocsinos, porque había mandado tocar el tocsin (la campana de alarma) la noche de la revuelta.
Dos días después, el 2 de junio del mismo año, Guzmán era acusado por Barere, en la Convención, como agitador extranjero, y unos meses más tarde, Robespierre, que ansiaba acabar con los partidarios de Danton, prendía, entre toda la plana mayor de los montañeses, al español Guzmán.
Magdalena, abandonada
Entonces estaba yo de guarnición en el este de Francia; el giro que tomaban los acontecimientos en París tras de la persecución de los girondinos me disgustaba. En Estrasburgo supe la noticia de la prisión de Guzmán, y escribí una carta a Magdalena ofreciéndome a ella.
Magdalena me contestó pidiéndome que fuera. Estaba sola, en la última miseria; habían llevado a la cárcel a su criado; no podía salir de casa; se había dicho que su tío era un agente de Pitt, que cobraba en Inglaterra, y las comadres de la vecindad la insultaban.
Pedí licencia y fui a París a ver a Magdalena. De noche la saqué de casa y la llevé al viejo mesón del Caballo Blanco. Allí estuvo una semana sin salir de su rincón. Sólo algunos días la llevaba a pasear al jardín del Luxemburgo.
Magdalena me suplicaba que pusiera todos los medios posibles para salvar a su tío Andrés; pero, ¿yo que iba a hacer? No tenía influencia ni medio alguno de obrar. Sin embargo, fui a ver a un amigo del paralítico Couthon, y por este supe que Lazcano había dado informes confidenciales en contra de Guzmán, acusándome de estar vendido a los realistas, de ser amigo del barón de Batz, del arzobispo de París y de la abadesa de Remiremont.
Extranjero, de alta nobleza y sospechoso de traición, Andrés María de Guzmán estaba perdido. Una mañana del año 1794 vi en medio de la multitud una fila de carretas que marchaban hacia el patíbulo. Allí iban Danton, Camilo Desmoulins y los montañeses, antes idolatrados por la plebe. En una de las carretas distinguí a Guzmán.
Al llegar a la posada del Caballo Blanco, donde estaba alojada Magdalena, al verme solamente comprendió lo ocurrido y comenzó a llorar.
Si yo hubiera sido un aventurero me hubiera podido aprovechar del desamparo de aquella mujer; pero esto constituiría hoy para mí un motivo de verdadera desgracia.
Cuando se tranquilizó Magdalena, le dije:
—¿Qué quiere usted hacer ahora?
—No sé, no sé.
—Piense usted.
—Bueno; ya pensaré.
Dos días después me dijo:
—Quisiera ir a España.
—Muy bien. Yo la acompañaré.
Nos pusimos en camino, y en esta casa descansamos.
De aquí, de Bidart, escribió a su tío el conde de Tilly, que ahora es el jefe de la masonería de España, y cuando recibió contestación yo la acompañé hasta Irún. En la misma frontera la esperaba un coche tirado por cuatro caballos.
—Guarde usted este recuerdo mío —me dijo Magdalena, dándome un objeto envuelto en un trozo de seda.
Lo guardé y le di las gracias. Nos acercamos a un señor que estaba al pie del coche. El señor me saludó ceremoniosamente; yo hice lo mismo. Magdalena, llorando, me tendió la mano, que yo estreché, y el coche partió.
—¿Qué era lo que le había dejado a usted? —le pregunté al viejo Etchepare.
—Una miniatura suya hecha en Gante.
—¿La conserva usted?
—Sí.
—Enséñemela usted.
Etchepare vaciló, luego fue a su cuarto, abrió un cajón de su mesa y sacó una miniatura.
Realmente era una mujer preciosa.
—Esta mujer le quería a usted —dije yo.
—¡Bah!
—Sí; si no, no le hubiera dejado a usted este recuerdo. ¿Y usted, al fin, no dijo nada?
—No. Ella tenía su orgullo, yo el mío.
—¿Y ninguno de los dos cedió?
—Ninguno.
—¿Y no supo usted más de ella?
—Nada. Creo que entró en un convento.
—¿Y a Lazcano tampoco le vio usted más?
—Tampoco; aunque de este supe detalles de su vida. Durante algún tiempo estuvo en auge con los thermidorianos, y Tallien lo envió a que trabajase con Verastegui, Zuaznavar, Urbiztondo, Michelena y algunos otros en el proyecto de hacer a Guipúzcoa República independiente, apoyada por Francia.
Lazcano fue en esta época el asesor del convencional Pinet, que estuvo en Guipúzcoa con el ejército francés de ocupación. Jacques Pinet era un abogadillo de la Dordogne, que quería echárselas de terrible, y por consejo de Lazcano y de sus amigos mandó levantar la guillotina en la plaza Nueva de San Sebastián. Quería así liberalizar el país.
Cuando el proyecto de separación de Guipúzcoa de España fracasó y vino la paz de Basilea, Lazcano marchó a París y fue uno de los satélites de la hermosa Teresa Cabarrús. Ahora creo que está al servicio de uno de los hermanos de Bonaparte…
Etchepare se calló y estuvo contemplando el suelo un momento.
—Recordar es cosa triste —exclamó, dando un suspiro—; pero, en fin, vamos a dar una vuelta por la orilla del mar.