I
LAGUARDIA, EL AÑO DE GRACIA DE 1837
HOY se baja en una estación del ferrocarril de Miranda a Logroño, y en un coche, cruzando por Elciego, se llega a Laguardia, pueblo de esos que hacen pensar al viajero que allí ha quedado una ciudad antigua, destinada a desaparecer, olvidada por los trenes y los automóviles. Laguardia tiene la silueta hidalguesca, arcáica y guerrera. Se destaca sobre un cerro, con sus murallas ruinosas y amarillentas, al pie de una cadena de montañas; pared oscura, gris, desnuda de árboles. Este muro pétreo, formado por la cordillera de Cantabria y la sierra de Toloño, ofrece en su cumbre una línea casi recta. Sólo hacia el lado de Navarra muestra un picacho abrupto, el pico de la Población.
Desde el tiempo de la primera guerra civil acá, la ciudad de Laguardia apenas ha cambiado; un hombre de entonces, bastante viejo para vivir hoy, la recordaría, como si sobre sus piedras no hubiera pasado la acción de los años. La única diferencia que podría encontrar sería ver la muralla agujereada por ventanas, balcones y miradores; aberturas estas que en tiempo de la guerra civil primera no existían.
Laguardia, antes y ahora, se ve pronto; encerrada en sus altos paredones, con sus dos iglesias góticas, no ha podido desarrollarse, ha quedado enquistada, oprimida entre sus viejas murallas de piedra.
Laguardia tiene la forma de barco con la proa hacia el Norte y la popa hacia el Sur. Cinco puertas abren sus muros al exterior; estas son las de Santa Engracia, Carnicerías, Mercado, San Juan y Paganos.
Todas las calles de la ciudad alavesa se reducen a tres: la de Santa Engracia, la Mayor y la de Paganos, a la cual la gente del pueblo llama «Páganos», no se sabe si porque, en realidad, es ese su nombre, o por un vago temor a la paganía.
Las demás calles de Laguardia son pasadizos estrechos y húmedos, callejones sombríos, entre dos tapias, donde no penetra jamás el sol.
Durante la guerra civil
En la época de la primera guerra civil, Laguardia era uno de los puntos avanzados del ejército liberal en la línea del Ebro.
Los carlistas, que dominaban la zona Norte de esta línea, hacían constantes apariciones por las alturas de la cordillera de Cantabria y la sierra de Toloño, y en todos aquellos pueblos y aldeas de la Ribera luchaban casi constantemente, con alternativas de éxito y de fracaso, las fuerzas enemigas.
El ejército, que consideraba a Laguardia como plaza fuerte de importancia, había mejorado las antiguas y ruinosas fortificaciones de la ciudad, construyendo reductos y baterías, reparando la muralla, emplazando algunos cañones modernos.
Habían habilitado también los ingenieros el torreón de Sancho Abarca, alto, de cinco pisos, al que llamaban en el pueblo el Castillo Grande; magnífica atalaya, desde donde se dominaba toda la llanura próxima. Este Castillo Grande se hallaba en el centro de una plaza de armas, circunscrita por la muralla, que trazaba a su alrededor un arco de herradura, avanzando hacia el Norte. Cerca del torreón del rey Sancho se erguía otra atalaya, la torre de Santa María, antiguo castillo abacial.
Estas tres torres del pueblo, la de San Juan, la de Santa María, la de Sancho Abarca, servían para el telégrafo de señales con que el ejército se comunicaba con Viana y con otros pueblos de alrededor.
El Castillo Grande daba, por la parte de atrás, a un cobertizo largo, dirigido de Este a Oeste, donde había almacenes y depósitos de municiones, llamados los Generales.
El cobertizo cerraba la plaza de Armas. En esta, por las fiestas y en período de paz, solían correrse toros.
Al oeste del pueblo, por el lacio de Paganos, el muro trazaba hacia el exterior una línea convexa, comenzando en las paredes de la torre de Santa María y terminando en una barbacana, que aún se conserva. Esta línea convexa se hallaba interrumpida por una serie de cubos con almenas, denominados los Siete por su número.
En aquella época, fuera del casco, no había en Laguardia más que dos edificios: uno, el parador, a pocos pasos de la muralla y cerca de la puerta de Santa Engracia; el otro, el cuartelillo, entre esta puerta y la de San Juan, donde se alojaban los soldados de la guardia de extramuros y donde hacían el rancho.
La guarnición
Laguardia tenía por entonces un regimiento de guarnición, con sus respectivos oficiales, alojados en el Castillo Grande y en sus anejos. El regimiento estaba destinado únicamente a guardar la plaza y las cinco puertas del pueblo.
A pesar de que exteriormente parecía pequeño el recinto amurallado de la ciudad, no lo era tanto, y los soldados y los oficiales tenían bastante que hacer con vigilar las puertas, los baluartes y toda la línea fortificada de la plaza. Cuando había que operar en columnas por los terrenos próximos, llegaban más batallones, que se alojaban en las casas.
Alrededor de la ciudad, y encerrando el paseo de extramuros, un paredón recién construido continuaba la barbacana y rodeaba el cerro sobre el que se asienta Laguardia.
Los hermosos nogales, que antes daban sombra al paseo exterior, habían sido talados, para impedir una sorpresa del enemigo.
En aquella época, Laguardia estaba muy animado; de día, por las calles, se veía mucha gente, sobre todo militar; por las tardes, al Angelus, se cerraban las puertas de la muralla, y al toque de retreta soldados y paisanos desaparecían de las calles.
Solamente las personas alojadas en el paredón tenían, con alguna frecuencia, necesidad de entrar y salir. Cuando se creía posible un ataque, todos, los de dentro y los de fuera, se quedaban en el pueblo.
Por la noche
Al encenderse los faroles comenzaban las rondas; se ponía el retén e iban colocándose los centinelas. Pocos momentos después, el soldado que estaba de guardia en el baluarte de la puerta de San Juan, a la izquierda de la torre, comenzaba dando el grito: «¡Centinela, alerta!», y todos los de alrededor de la muralla iban contestando sucesivamente: «¡Alerta!». «¡Alerta!». Subía el grito desde los adarves hasta los cubos, bajaba de nuevo, corría a lo alto de los torreones hasta que llegaba la vez al soldado de la derecha de la puerta de San Juan, que gritaba: «¡Alerta está!», lo que indicaba que la línea se hallaba vigilada y los centinelas en su puesto.
Cada cuarto de hora, el primer soldado daba su grito de «¡Centinela, alerta!». Si la serie de voces se interrumpía, se llamaba al oficial de guardia para ver si alguno de los centinelas se había quedado dormido en su garita o si ocurría novedad.
A pesar de la estrecha vigilancia que se mantenía en la plaza, muchas veces los carlistas de fuera del pueblo hablaban con los del interior. El procedimiento que usaban era este: escogían noches oscuras y tempestuosas en que soplaba el cierzo, y solían ir varios. Uno se colocaba en un punto, fuera de la muralla, para preguntar, y la contestación, el de dentro de Laguardia se la daba a otro, aprovechando la dirección del viento. Generalmente tenían que esconderse detrás de una piedra o de un tronco de árbol, porque el centinela muchas veces disparaba al oír la voz.
También se aseguraba que había sitios por donde se podía entrar y salir de la ciudad sin ser visto. Algunos se reían de estos rumores; pero, realmente, no debía ser difícil comunicarse con el exterior.
Se habían hecho investigaciones sin resultado; pero los que afirmaban la existencia de las salidas secretas no se convencieron.
Varias veces que se inició un ataque de los carlistas se vio Laguardia preparándose para la defensa. Los soldados se fueron colocando en las trincheras escalonadas que había alrededor de las murallas; las puertas se cerraron; las baterías comenzaron el fuego, y los voluntarios, apostados en las almenas de los baluartes, se dispusieron a rechazar al enemigo.
Con los medios de entonces, Laguardia era casi inexpugnable; los que vivían en el pueblo experimentaban la impresión del peligro y al mismo tiempo de la seguridad.
Una broma
Una vez, algunos burlones, probablemente carlistas, soltaron de noche dos perros con una lata vacía de petróleo atada a la cola: al estrépito, los cornetas tocaron alarma, y se alborotó la ciudad y la guarnición.
Se sospechó del criado de una taberna y de algunos amigos suyos, y como el coronel del regimiento había mandado a un capitán hacer indagaciones para averiguar a los autores de la broma, tres o cuatro mozos, sobre los cuales recaían sospechas, tuvieron a bien largarse.
En general, por la noche solamente quedaba habilitada para entrar y salir en la ciudad la puerta de San Juan. Como no había caseríos lejos ni gran seguridad en las afueras, pasada la hora de la queda nadie salía de Laguardia, y únicamente, en casos raros, era indispensable abrir la puerta a los paisanos.
Los alrededores
Los campos de los alrededores estaban en aquella época en el mayor abandono, y pocas veces se veía trabajar en los viñedos y en las heredades.
En los pueblos que se divisaban desde lo alto del cerro de Laguardia se advertían con frecuencia llamas y enormes humaredas de los pajares incendiados, y se oía a veces el rumor de las descargas.
Los aldeanos de Paganos y del Villar, y de Viñaspre y de Elciego, ya no pasaban con sus caballerías por los caminos llevando sacos de trigo, ni las mujeres de Cripan se acercaban al pueblo con sus machos cargados de leña; sólo los convoyes militares, formados por grandes galeras en fila, custodiadas por la tropa, se acercaban a Laguardia.
Durante el invierno, con las nevadas, la campiña quedaba aún más triste que de ordinario; la sierra parecía como un paredón gris, veteado de blanco, y sobre la alba y solitaria extensión de las heredades y de los viñedos brillaba el resplandor de los incendios y resonaba el estampido del cañón.
Hacia el sur de Laguardia, dos lagunas grandes, redondas, alimentadas con las nieves y con las aguas del invierno, parecían dos ojos claros que reflejasen el cielo.