I

CAMINO DE LAGUARDIA

UNA mañana de invierno, un coche tirado por tres caballos pasó por en medio de Uzquiano, y sin detenerse siguió camino de Peñacerrada.

El coche había salido de Vitoria horas antes y llevaba tres viajeros: una muchachita vestida de blanco, talle alto, gabán, esclavina, gran sombrero pamela, de moda por los años 35 al 40; una criada vieja, de aspecto de dueña, enlutada, con peluca rojiza y toca blanca, y un hombre joven, alto, elegante, vestido de negro, con pantalón estrecho, entrabillado, y sombrero de copa.

El coche era una pequeña berlina, con cuatro ruedas, desconchada y con los cristales rotos; los caballos, tres jacos escuálidos y de mal aspecto, marchaban al trote corto, al compás de los cascabeles de sus colleras. El cochero tenía que parar en todas las ventas del camino a mirar los tiros, a arreglar una correa, a dar un encargo; pero la verdad era que el motivo de sus paradas debía estar más relacionado con su capacidad interior que con el coche, porque al volver a montar en el pescante se limpiaba los labios con el dorso de la mano y parecía más animado y alegre.

El coche cruzó por cerca de Armentia, y al llegar a un ventorro del camino, avisados, sin duda, por los cascabeles de las caballerías, salieron al paso dos voluntarios realistas, haraposos, y un cabo de boina blanca. Mandó este detenerse al cochero y pidió el pasaporte a los que iban en el interior de la berlina.

La muchacha mostró el suyo y el de la criada vieja; el joven elegante sacó sus papeles, y el cabo, al revisarlos, dijo que podían seguir. El cochero, sin duda, creyó que no debía desaprovechar esta parada, y en compañía de los tres soldados entró en la venta y volvió al poco rato al pescante.

La carretera, encharcada, llena de agujeros y de zanjas, estaba por aquella parte intransitable. El agua corría por encima de ella, formando arroyuelos, y los hierbajos brotaban entre las piedras.

El coche iba dando barquinazos en los montones de tierra y en los hoyos del camino, marchando en zigzag de la cuneta de un lado a la del otro. Parecía que el alcohol que había ingerido el hombre del pescante iba llegando a las ruedas del vehículo. El cochero, poseído de una animación extraordinaria, cantaba jotas, azotaba a los pencos, y de cuando en cuando miraba hacia el interior del carruaje y se reía.

—Este hombre está loco —exclamó la vieja.

—No; borracho nada más —repuso el joven elegante.

Frente a Peñacerrada

Varias veces se habían repetido los saltos y crujidos del vehículo en los zigzag violentos que daba, cuando al llegar a poca distancia de Peñacerrada, cerca de una venta, uno de los ejes del coche saltó, dando un estallido, y la caja del coche fue inclinándose rápidamente y hundiéndose entre las ruedas. El joven sacó la cabeza por la ventanilla y mandó al cochero que parase al instante.

El cochero tiró de las riendas; los caballos retrocedieron, y el coche fue a meterse en la cuneta y a dar un topetazo contra un talud de la carretera. El viajero abrió la portezuela y saltó al camino; luego ayudó a salir del interior a la niña y a la vieja.

—Este cochero es un salvaje —murmuró el joven elegante, y añadió—: ¿Qué vamos a hacer ahora?

El cochero contempló a los viajeros desde el pescante, sonriendo con su extraña sonrisa. Luego saltó a tierra, entró en la venta, pidió un vaso de vino, lo bebió de un trago, salió después y quedó contemplando el coche con una indiferencia notable.

—¿Esto no se podrá arreglar? —preguntó el joven al cochero.

—¿Esto?

—Sí.

—Yo, al menos, no sé arreglarlo.

—Ya lo veo. ¿Dónde ha aprendido usted el oficio de cochero?

—¿Por qué lo dice usted?

—¡Por qué lo voy a decir! Porque dirige usted muy bien.

—¡Qué vamos a hacer, Dios mío! —exclamó la vieja.

—Nos quedaremos aquí —contestó la muchacha.

—¡Parece mentira que digas esas tonterías, Corito! Parece mentira —replicó la vieja, con voz agria.

—¡Y qué le vamos a hacer! Yo no tengo la culpa.

—¿Qué pueblo es este? —preguntó el joven al cochero, que se había sentado en un montón de piedras del camino, y parecía más dispuesto a dormirse que a otra cosa.

—¿Este pueblo?

—Sí. ¿Qué pueblo es?

—Peñacerrada… Buen pueblo de pesca.

Y como si el esfuerzo para decir esto le hubiese aniquilado, balbuceó algunas palabras ininteligibles, sonrió, inclinó la cabeza y se quedó completamente dormido.

Los tres viajeros avanzaron por la carretera hasta un camino estrecho que subía a Peñacerrada. Era una calzada sinuosa, entre dos paredes llenas de maleza; un verdadero río de fango y de inmundicias.

La muchachita y la vieja, horrorizadas, afirmaron que por allí no se podía pasar.

—Vamos a ver si hay algún camino más arriba —dijo el joven.

Siguieron por la carretera, y a unos cien pasos se encontraron con otra calzada, igualmente estrecha y hundida, con las márgenes pobladas de zarzas y el fondo lleno de lodo y de detritus, que echaban un olor pestilente.

Y la vieja y la niña encontraron que no se podía cruzar.

—Yo voy a subir al pueblo —dijo el joven— y volveré. Si hay posada donde pararnos, nos quedaremos aquí, y si no, ya veremos lo que se hace.

—Me parece bien —contestó la muchacha—; pero no vaya usted a pie por ahí; se va usted a poner perdido. Tome usted uno de los caballos del coche.

—Es verdad; eso haré.

El joven desenganchó uno de los caballos, montó en él y tomó el ronzal como brida.

—Me voy a hundir en esta alcantarilla maloliente —dijo después con aire de indiferencia, dirigiéndose a la muchacha—; si hubiera que hundirse en el infierno, por usted lo haría lo mismo. Puede usted creerlo, Corito.

—Muchas gracias, señor Leguía —dijo la aludida, sonriendo.

El joven levantó su sombrero de copa y se inclinó finamente. Luego hizo avanzar al caballo por el camino; fue hundiéndose el animal, hasta dar con el vientre en el cieno, y siguió hacia adelante, chapoteando en aquella cloaca, hasta dar en una empalizada que cerraba la muralla.

Se oye una canción

Allí no se veía a nadie; pero se iba oyendo una voz de alguien que se acercaba y cantaba, en vascuence, con un aire que estaba muy en boga entre los carlistas, esta canción:

Sargentua, moskorra,

Txarretera galdu;

Neskatxa diru emanta

Berriya erosi du.

Ai, ai, mutilla,

Txapela gorriya!

(El sargento, borracho, ha perdido la charretera; la chica le ha dado dinero, y ha comprado una nueva. ¡Ay, ay, muchacho, la boina roja!)

Pello no veía de dónde partía la voz; pero la canción en vascuence le indicaba que allí había un paisano, y contestó, cantando a media voz:

Azpeitiko neskatxak,

Arrazoiarekin,

Ez dute nahi dantzatu

Txapelgorriyakin.

Ai, ai, mutilla.

Txapela gorriya!

(Las chicas de Azpeitia, con mucha razón, no quieren bailar con los que llevan boina roja. ¡Ay, ay, muchacho, la boina roja!)

Arrayua! ¿Quién canta en vascuence? —dijo la voz de un hombre que asomó por encima de una tapia de piedras con un fusil en la mano.

—Soy yo —dijo Pello.

—¡Usted!

—Sí, yo.

Y el centinela, porque debía ser centinela, se quedó asombrado al ver el talante de aquel lechuguino que se presentaba caballero en un jaco escuálido.

—¿Es usted vascongado?

—De Vera. ¿Y usted?

—Yo soy de Oyarzun. ¿Qué le trae a usted por aquí?

—¿Habrá posada en este pueblo?

—¡Posada aquí! —exclamó el de Oyarzun, en el colmo del asombro—. Aquí no hay más que hambre.

—Pero ¿se puede pasar, o no?

—Pase usted si quiere.

Un pueblo triste

Leguía se acercó a la tapia; dejó el caballo atado a una rama, y saltó por encima de un obstáculo formado por palos y piedras. Salió a un callejón estrecho, cerrado entre dos casas por una pared de poca altura. Escaló esta, y se encontró en una calleja en cuesta, sucia y desierta. No había un alma; sólo un campesino apareció, a medias, a la puerta de la casa; Leguía se acercó a él; pero el campesino, asustado, cerró la puerta.

Leguía llamó.

—¿Qué quiere usted? —dijeron de adentro.

—¿Dónde está la posada?

—¿La posada? —preguntó la voz con asombro.

—Sí; la posada.

—Ahí, en la plaza estaba.

Siguió Leguía por la callejuela a una plaza triste, mísera y llena de charcos. Los balcones y ventanas de las casas estaban cerrados con tablas y con paja; dominaba un silencio angustioso, sólo interrumpido por las ráfagas de viento, que hacían golpear la puerta de la iglesia en la apolillada jamba.

Leguía encontró la posada, o lo que había sido posada, y entró en ella. Pasó a un zaguán, oscuro y húmedo, que comunicaba con un patio pequeño, cubierto de estiércol. Una escalera, estrecha y negra, subía al piso principal. Leguía llamó, dio palmadas; no apareció nadie. Sólo un gato maullaba, desesperado.

De pronto, en el aire estalló el sonido estridente de una corneta. Leguía bajó al portal y vio un pelotón de soldados que desembocaba en la plaza.

Era una gente sucia, desharrapada, de malísimo aspecto; aquellos tipos no eran para inspirar confianza, ni mucho menos; Leguía, instintivamente, se retiró del portal. Vio cómo los soldados entraban en la iglesia, en donde debían tener su alojamiento.

Cuando la plaza quedó de nuevo desierta, Leguía salió de la posada, recorrió la callejuela, y entró por el pasadizo entre dos casas por donde había venido, saltó por encima de la tapia, y se encontró con el de Oyarzun.

—¿Qué, encontró usted posada? —le preguntó el paisano.

—No; me marcho.

Leguía dio al de Oyarzun la única peseta que tenía en el bolsillo, cogió el caballo, montó en él, y por el fangal del camino salió de nuevo a la carretera, tan elegante y tan pulcro como había entrado.

—¿Podemos ir? —preguntaron la muchacha y la vieja, al mismo tiempo, al ver a Leguía.

—No, no. Imposible. Es un lugar infecto, sucio, negro, con carlistas desharrapados. Creo que lo mejor es largarse de aquí cuanto antes.

—Nada, vamos a Laguardia —dijo la muchacha.

—Nos vamos a perder en el monte, ¡Dios mío! —exclamó la vieja.

—Creo que no hay más que seguir la carretera —repuso Leguía—. ¡Si el cochero nos dejase los tres caballos!

—Está ahí dormido; no hay manera de despertarlo —dijo la muchacha.

—¿No? Pues mejor. Nos llevaremos los caballos sin decirle nada. Al fin y al cabo, él tiene la culpa de todo. Lo que necesitaríamos sería algo para comer en el camino.

—Pues compre usted aquí en la venta lo que haya.

—El caso es…

—¿Qué?

—Que creo que no tengo un cuarto.

La muchacha tendió el portamonedas al joven, que entró en la venta, y salió poco después con un gran trozo de pan, queso y una bota de vino.

—¿Sabe usted montar, Corito? —dijo Leguía.

—No; pero creo que no me caeré.

—Yo iré a su lado. ¿Y la señora Magdalena?

—Esa está acostumbrada a andar a caballo.

Leguía improvisó unas monturas con la manta del cochero, y ayudó a subir a Corito y a la vieja sobre los jacos; luego montó él, y comenzaron los tres a subir, al paso, la cuesta que escala la sierra de Toloño.

Los caballos, cansados, marchaban muy despacio. El tiempo, aunque de invierno, estaba muy hermoso; en el cielo, azul, pasaban algunas nubes grandes, blancas como el mármol.

Al comenzar la tarde, Corito y la vieja decidieron tomar un bocado, porque estaban desmayadas. Leguía les ayudó a desmontar, y se sentaron los tres al borde de la carretera, cerca de un arroyo de agua muy pura que bajaba espumeante por entre las peñas.

Corito estaba encantada y alegre; el aire del campo daba un tono de carmín a sus mejillas, y en sus labios jugueteaba la risa. El ver a Leguía con su corbatín y su sombrero de copa en medio de aquellos breñales le producía una alegría loca. La vieja refunfuñó, porque entre las provisiones no había más que pan y queso.

Leguía miraba impasible a Corito, y sentía interiormente un entusiasmo insólito en él.

Aparece un pastor

Cuando estaban terminando la merienda se presentó de improviso un pastor con un rebaño de ovejas. Era un hombre de unos cincuenta a sesenta años, con la cara ennegrecida por el sol, los ojos azules, de un aire de candidez y de inocencia extraño, la expresión alegre y sonriente.

—Buenos días, señores —dijo—. ¡Salud!

—Buenos días.

—Se merienda, ¿eh?

—Sí. ¿Quiere usted tomar pan y queso? —le preguntó Leguía.

—Es lo único que tenemos —repuso Corito.

—¡Gracias! ¡Muchas gracias!

El joven Leguía alargó al pastor un trozo de pan y queso, que comió, y luego la bota de vino.

—¿No tiene usted miedo del ganado con estas cosas de la guerra? —dijo Corito.

—Sí; por eso ando aquí, oxeando las ovejas, porque me han dicho que va a venir por estos contornos la tropa de Zurbano.

—¿Le quitarán a usted muchas ovejas?

—¡Ah, claro, si pueden!

—¿Los carlistas o los liberales? —preguntó Leguía.

—Los dos, unos y otros tienen hambre. ¡A ver qué vida! Este oficio es muy emportuno, ya se sabe; pero emportuno y todo más vale cuidar del ganado que andar matando gente por ahí.

—Pero los que matan prosperan y tienen galones y sueldos —observó Leguía—, y usted no prosperará.

—Ya es comprendido —contestó el pastor—; pero uno prefiere su pobreza tranquila a los cuidados y cavilaciones.

—Más vale que esté usted contento.

—Pues contento está uno. ¿Y por qué no? Salud no falta, come uno su sotana, bebe el agua limpia de la fuente, y ¿para qué se quiere más?

—¿Cuánto tardaremos desde aquí a Laguardia? —le preguntó Corito.

—De aquí, con estos caballos cansados, tardarán ustedes dos horas y media: media, hasta el puerto, y dos, desde el puerto a la ciudad. Cuando lleguen ustedes arriba, como hoy está claro, verán desde allí cinco provincias y gran parte de la Rioja. Por eso le llaman a este sitio el Balcón de la Rioja, porque de él se alcanza todo el país.

Por el monte

Se despidieron del filósofo pastor, volvieron a montar a caballo, y, al paso, llegaron al puerto. Aquel era el Balcón de la Rioja. Una capa ligera de nieve cubría el monte. Corría por allá un vientecillo serrano, frío y agudo, que se metía hasta los huesos. Se divisaba desde arriba un gran espacio de tierra que parecía llano, a pesar de estar constituido por una serie de lomas y de cerros. Los caminos, blancos, serpenteaban por entre las colinas y altozanos, apareciendo y desapareciendo, bordeados a trechos por árboles amarillos y sin hojas.

El Ebro brillaba en varios trozos diseminados por el campo, como pedazos de espejo, y algunas humaredas azules rastreaban por encima de las heredades, en el cielo rojo del crepúsculo.

Corito entró en una caseta abandonada de algún peón caminero que, sin duda, los blancos o los negros, o los dos a la vez, habían desvalijado.

—En último término podíamos quedarnos aquí a pasar la noche —dijo Corito.

—¡Jesús, qué ocurrencia! ¡Qué barbaridad! —murmuró la vieja.

—No tengas miedo, Magdalena. Era una broma. Seguiremos andando hasta llegar a Laguardia.

—Dejemos que descansen los caballos y que coman un poco, aunque sea hierba, y enseguida nos pondremos en marcha —dijo Leguía.

—Bueno; esperaremos —repuso.