I
LO QUE CONTÓ EL HOMBRE DE LA ZAMARRA
—SOY de bastante lejos de aquí —comenzó diciendo el hombre de la zamarra—, de un pueblo grande de la provincia de Albacete.
La casa de Vargas, la de mis amos, era allí la más fuerte de todos los contornos. «Más rico que un Vargas», se decía en mi lugar cuando se quería ponderar la riqueza de alguna persona acomodada.
La casa de Vargas, en mi tiempo, tenía treinta parejas de mulas, cortijos, olivares, viñedos y leña en el monte para quemar y vender.
Era la familia de mis amos modelo de honradez y de religiosidad: los Vargas varones son siempre caballeros, como las hembras de la familia recatadas y honestas.
Don Fernando de Vargas, mi amo, era un hombre como va habiendo pocos: educaba a la familia con una severidad conveniente, y se mostraba adversario de las peligrosas novedades que quieren implantar en España los impíos.
Don Fernando sabía luchar en todos los terrenos contra los revolucionarios que intentan privarnos de Dios, de la religión y del rey.
«Este hombre, además de servil, es un pedante», se dijo Leguía a sí mismo.
—Don Fernando de Vargas —siguió diciendo el hombre de la zamarra— gastó su fortuna en la restauración gloriosa del año veintitrés y en los varios intentos posteriores de los realistas para restablecer la Monarquía pura.
Su desinterés por el altar y por el trono, su entusiasmo por la buena causa hicieron que sus bienes mermaran de tal modo, que al morir dejó a su familia, formada por su esposa y tres hijos, dos varones y una hembra, en una lamentable situación.
Los usureros se lanzaron sobre las fincas y se apoderaron de ellas: montes, tierras, viñedos, cortijos, olivares, todo fue a parar a sus manos.
Únicamente quedaron libres la casa, una viña y un molino. La señora de don Fernando y su hija se resignaron a vivir pobremente en el pueblo con los escasos restos de la fortuna, y don Fernando y don Luis, así se llamaban los dos hijos varones, salieron a ganarse la vida.
Yo, que había comido su pan y que les veía en aquella situación mísera, me decidí a seguirlos.
Don Fernando consiguió un empleo en Aduanas, y con su ayuda don Luis pudo entrar en el ejército y hacer los gastos necesarios para ingresar en un Cuerpo distinguido como el de Artillería.
En San Sebastián
Por el año 29 don Luis fue enviado de guarnición a San Sebastián, y don Fernando, que tenía un gran cariño por su hermano, consiguió que a él también le trasladaran a la capital guipuzcoana. Los dos y yo nos instalamos en la calle del Campanario, en una casita pequeña, próxima al arco que pasa por encima de la calle del Puerto. Vivíamos allí tranquilamente; mis señoritos hacían en la ciudad buen papel eran arrogantes mozos, hombres finos y bien educados.
Yo les aconsejaba que buscaran alguna rica heredera para casarse con ella y poder volver a levantar la casa de Vargas.
Al poco tiempo de estar en San Sebastián, don Fernando y yo notamos que el hermano menor, don Luis, iba por mal camino. Frecuentaba mucho la tertulia de Arrillaga, un comerciante rico, tildado de liberal, e iba al anochecer a la platería de don Vicente Legarda.
Este platero era hombre de ideas revolucionarias, y su casa un antro donde se reunían Beúnza, Orbegozo, Zuaznavar, Baroja, don Lorenzo de Alzate y otros liberales exaltados de San Sebastián.
Al prevenirle don Fernando y yo de los peligros que corría en unión de aquella gente, don Luis nos confesó que estaba enamorado de la hija mayor de Arrillaga, Juanita, y que ella le correspondía.
El liberalismo de don Luis no tenía más causa que esta: el amor.
Al oír aquella declaración vi que don Fernando quedaba lívido; después comprendí que él también estaba prendado de la muchacha.
El emisario
Por esta época, en el otoño del año 30, se comenzó a hablar a todas horas de que en París había habido revolución, y después, de que los constitucionales españoles se agitaban más allá de la frontera.
Se decía que Mina, con los dos Jáureguis, Chapalangarra, Méndez Vigo, Miláns del Bosch y otros militares desterrados desde el año 23, habían tenido una junta en Bayona y decidido entrar en España por varios puntos, al frente de muchos miles de hombres.
A mediados de octubre, una noche que estaba lloviendo a mares, antes de cenar, se presentó un hombre en nuestra casa preguntando por don Luis: era Aviraneta.
Don Fernando me dijo:
—Este tipo me parece sospechoso; vamos a ver qué quiere de mi hermano.
Don Luis había pasado a su visita a la sala. Entrarnos nosotros en la alcoba, que tenía una puerta excusada, y desde allí don Fernando y yo pudimos ver y oír a Aviraneta.
Aviraneta venía como emisario de Mina; pero al mismo tiempo tenía pensado, por su parte, un plan de conspiración infernal.
Me figuro estar viéndole, a la luz de un velón, hablando y mirando a don Luis, con sus ojos bizcos. Pretendía que inmediatamente que aparecieran las tropas constitucionales delante de San Sebastián se sublevara la guarnición, y algunos de los militares se encargaran de nombrar una Junta revolucionaria, entre cuyos individuos estuviera él, Aviraneta. El objeto de esta Junta era prender a las autoridades y a los realistas de más significación y fusilarlos inmediatamente.
Aviraneta llevaba una lista de las personas que consideraba necesario sacrificar, y entre ellas estaban los sacerdotes de la ciudad.
Don Luis no se prestaba a ayudarle en este crimen. Aviraneta quería convencerle, y cuando vio que era imposible, se caló el sombrero de copa y se marchó, murmurando con despecho:
—No se puede hacer nada. Aquí no hay liberales.
La prisión
Quince días después, por la madrugada, la Policía llamaba en nuestra casa. Registraron los papeles de don Luis y le prendieron. Le habían encontrado una carta del general Mina dándole instrucciones para el movimiento, que ya había abortado, pues Mina y Jáuregui y los demás huían camino de la frontera, y Chapalangarra había muerto a tiros en Valcarlos.
Don Luis, entre bayonetas, fue llevado preso al castillo de la Mota, y sufrieron la misma suerte varios vecinos de San Sebastián, entre ellos dos empleados de Arrillaga. Los peces gordos se escabulleron; ni a Arrillaga, ni a Legarda, ni a Alzate se les encontró: todos habían escapado. Respecto a Aviraneta, la Policía ni le buscó siquiera, pues, a pesar de ser uno de los jefes de la trama, estaba, como siempre, en la sombra.
El pobre don Luis había caído en la red por su entusiasmo amoroso; nos confesó que Juanita Arrillaga, su novia, le había calentado los cascos y animado para que entrase en la conspiración constitucional.
Don Fernando y yo discutimos lo que había que hacer para salvar a don Luis.
La situación era grave. Por el hecho de tener correspondencia con cualquiera de los individuos que habían emigrado del reino, a causa de los crímenes del año 20 al 23, se imponía la pena de dos años de cárcel y doscientos ducados de multa, y si la correspondencia tenía tendencia directa a favorecer proyectos contra el Gobierno, como la encontrada a don Luis, se llegaba a castigar con la muerte.
Don Fernando escribió y fue a hablar a todos sus amigos, que tenía muchos e influyentes en la corte, entre los realistas, y consiguió que el Consejo de guerra fuese benévolo con su hermano.
Le condenaron a ocho años de presidio en el Fijo de Ceuta.
Mientras don Fernando estuvo en Madrid trabajando en favor del preso, iba yo todos los días al castillo de la Mota, a la parte alta, que llaman el Macho, a llevar la comida y a hablar por entre las rejas con clon Luis. Cuando volvió don Fernando íbamos los dos.
Los demás presos eran liberales comprendidos en el movimiento. La mayoría creía haber hecho una buena obra conspirando y contribuyendo a la rebelión, y estos desgraciados se pavoneaban y se manifestaban contentos y alegres.
La gente del pueblo, entre la que abundaban los revolucionarios, visitaba y obsequiaba a los presos; en Carnaval hicieron correr los bueyes ensogados, delante del muelle y no en la plaza, para que los prisioneros pudieran verlos desde la terraza del castillo.
Aquellos infames negros nos tenían odio a don Fernando y a mí porque sabían que éramos realistas.
Don Luis escribió varias cartas a Juanita Arrillaga; pero ella no le contestó.
La muerte de don Luis
Llegó la época en que tenían que trasladar a Ceuta los prisioneros. Estaba mandado que fueran a pie hasta Cádiz, atravesando toda España, para embarcarse allí.
Preparamos el equipaje de don Luis, y don Fernando y yo decidimos acompañarle.
Don Luis se puso en camino en un estado lastimoso. No tuvimos que andar mucho tiempo; ocho días después de la marcha, al llegar a Lerma, ya no pudo más con el cansancio, y cayó agobiado, sin fuerzas.
Se le dejó en la cárcel del pueblo, donde se le declaró el tifus, y murió a las dos semanas.
Sobre el cadáver de su hermano, don Fernando juró vengarse…, y se vengó.
—¿Se vengó? —preguntó Estúñiga con ansiedad.
—Sí, se vengó —contestó el viejo solemnemente.