II
HISTORIAS RETROSPECTIVAS
—¿REZO el Benedícite? —preguntó Aviraneta, tomando una actitud compungida, de cura. Zurbano contestó con una blasfemia.
—Déjalas para el final —advirtió Aviraneta—; ahora estamos en la sopa.
La conversación se generalizó enseguida. Zurbano era muy ocurrente; tenía gran repertorio de anécdotas y de cosas vistas, y salpimentaba sus relatos con interjecciones riojanas y blasfemias de todas las regiones.
Al oírle se comprendía la fama terrible del guerrillero liberal. Para una persona circunspecta y religiosa, un hombre como aquel, tan exaltado, tan furibundo, tan bárbaro, que exponía la vida a cada paso, que obligaba a pagar contribuciones a los conventos y quemaba sin escrúpulo las iglesias, que hablaba blasfemando e insultando tenía que parecer un energúmeno, un monstruo vomitado por el infierno.
Zurbano cuenta cómo conoció a Aviraneta
—Siempre recuerdo cómo le conocí a este hombre —dijo Zurbano, refiriéndose a Aviraneta.
—¿Cómo fue? —preguntó Mecolalde, el segundo de Zurbano, a quien las historias y anécdotas de su jefe interesaban extraordinariamente.
—Pues veréis. El año veintitrés los franceses venían a acabar con la Constitución y la libertad de España, al mando de un duque que no recuerdo cómo se llamaba…
—El duque de Angulema —dijo Aviraneta.
—Eso es; el duque de Angulema. Por entonces nos reuníamos en Logroño, en un mesón cerca del puente, unos cuantos nacionales y algunos paisanos patriotas. Era por la primavera, no recuerdo qué mes. Se hablaba de que los absolutistas, que venían de vanguardia con los franceses, se acercaban. Mandaban en Logroño los regimientos constitucionales el brigadier don Julián Sánchez, uno de los guerrilleros de más fama de la guerra de la Independencia. Una noche dos hombres a caballo se apearon en el mesón. Eran un capitán de Caballería y su asistente. Sin quitarse el polvo del camino, fueron a casa del gobernador militar y volvieron al poco rato. El capitán venía acompañado de un sargento de nacionales y de algunos patriotas. «Vamos, vamos», nos dijeron a todos. Entramos en el comedor del mesón y nos reunimos treinta o cuarenta. El mesonero vino con dos candiles y los colgó de las vigas del techo. Entonces el capitán se subió en una silla, y, llamándonos «ciudadanos», comenzó a hablar, a explicarnos la situación en que se encontraba España. Era un hombre joven, flaco, con los ojos vivos y la voz áspera. Nos dijo que la Constitución y la libertad estaban en peligro, que los generales nos hacían traición, que las autoridades estaban en tratos con los franceses y los realistas, y que el rey jugaba con el país. A pesar del fuego con que hablaba aquel hombre, la gente estaba fría y poco decidida. Al último dijo que había que nombrar inmediatamente una Junta para la defensa de la ciudad, buscar armas y repartirlas entre los patriotas. Después del discurso, el sargento y el oficial se sentaron en una mesa, y con la ayuda de los nacionales comenzaron a hacer una lista de los individuos que debían formar la Junta. El primer nombre de la lista fue el del oficial; luego hubo otros cuatro o cinco; los demás no quisieron comprometerse, y la Junta no se formó. Al día siguiente, los franceses entraban en Logroño; el brigadier Sánchez caía herido de una lanzada en el costado. Al capitán aquel que había hablado la noche anterior le vi luchando en medio de un grupo de nacionales acorralados por los franceses. ¿Sabéis quién era aquel oficial? Este hombre que tenéis delante: Eugenio de Aviraneta. Muchos años después, un amigo mío recibió una carta de Aviraneta, firmada en Zaragoza, recomendándole que apoyara en unas elecciones a Mendizábal.
—Buen premio me dio ese cocodrilo llorón —murmuró Aviraneta.
—Al ver la firma —siguió diciendo Zurbano— me acordé yo, y dije: «Es aquel». Luego me indicaron que estaba en Logroño, y no paré hasta encontrarle. Este ha sido uno de los hombres que más me han llamado la atención.
Aviraneta cuenta cómo conoció a Zurbano
—Pues yo supe de ti —dijo Aviraneta— de una manera menos trágica.
—¡Hombre! A ver, ¿cómo fue eso?
—Estaba a la puerta de ese mesón de Logroño de que tú has hablado, con el sargento y otro miliciano, cuando pasaste tú. «Si hubiera muchos como este —dijo el sargento— se podría hacer algo». «¿Quién es ese?», pregunté yo. «Martín Zurbano, un contrabandista de Varen». Y me contó un sucedido tuyo, que no sé si es verdad o mentira.
—¿Qué fue?
—Parece que estabais una patrulla de nacionales en Montalvo, y que hacía tanto frío, que se helaban las palabras, y que tú dijiste: «Esto no es nada; vamos a desnudarnos y a volver a Logroño a caballo y en cueros». Los demás dijeron que era una barbaridad; pero tú, empeñado, te desnudaste y anduviste tomando el fresco unas cuantas horas por encima de la tierra helada. ¿Es verdad esto?
—Sí. Es verdad. Era uno joven y fuerte. Hoy no lo podría hacer.
—¡Bah! ¿Qué importa? Mientras haya entusiasmo y calor en el corazón…
—Eso no falta.
—Lo mismo me ocurre a mí —dijo Aviraneta.
—¿De verdad? —preguntó Zurbano, con la brutal franqueza que le caracterizaba.
—Parece que lo dudas.
—¡Y eres político!
—¿Y qué?
—Yo dudo del entusiasmo y de buena fe de todos los políticos.