IV
CONSEJO DE AMIGO
LA discusión se interrumpió por la entrada de un viejo.
Este viejo venía a saludar a Zurbano. Era un hombre alto, de bigote cano, facciones duras. Por sus actitudes parecía militar.
—¡Hola, Varea! —le dijo a Zurbano, porque muchos le llamaban por el nombre del arrabal de Logroño donde había nacido.
—¿Quién es usted? —preguntó Zurbano bruscamente.
—¿No te acuerdas?… ¿No se acuerda usía de Caparroso, aquel cabo de Carabineros que un día le mandó parar a usía, amenazándole con el fusil, y que usía…?
—¡Rediós! ¿Eres tú?
—Sí. Vivo aquí, donde está casado mi hijo.
—¡Cuánto me alegro de verte!
El cabo Caparroso
Zurbano se levantó, se acercó al viejo y estuvo hablando con él. Mecolalde, que conocía muy bien la vida de su jefe, contó a Leguía y a Aviraneta lo ocurrido a Zurbano con aquel hombre.
El recién llegado había sido cabo de Carabineros y perseguidor de Zurbano en sus tiempos de contrabandista. El cabo Caparroso tenía fama de templado, y como Zurbano se le escapaba de entre las uñas, juró prenderle cuando le echase la vista encima. Un día, el carabinero lo vio en el monte, con dos mulos cargados de mercancías. Amartilló el fusil, y, saltando por entre las zarzas, se plantó delante de Zurbano, y, echándole el arma al hombro, gritó:
—¡Alto! ¡Ríndete!
—Bueno, me rindo —dijo el contrabandista.
—¡Hala! Tira para adelante —añadió el cabo.
Martín comenzó a marchar con sus mulos hacia el pueblo. Al llegar a un recodo, la carga de uno de los machos se inclinó hacia un lado; Zurbano fue a arreglar la alforja, y, con un movimiento rápido, sacó un trabuco de debajo de la manta, y, apuntando al carabinero, gritó:
—¡Ríndete tú ahora, o disparo!
El cabo Caparroso dijo al contrabandista que le perdonaba, que se fuera; pero Zurbano, riendo, contestó:
—¡Ca! Ahora tomas tú del ramal a las caballerías, y llévalas hasta la cuadra de mi casa. Yo voy detrás.
El cabo y Zurbano llegaron a Varea, y allí Zurbano le ofreció al carabinero una buena cena y se hicieron amigos.
El Empecinado y Zurbano
—Algo parecido le sucedió al Empecinado —dijo Aviraneta.
—¿Cuándo conoció usted al Empecinado? —preguntó Mecolalde.
—Le conocí el año trece —contestó Avinareta—. Peleé con él y con el cura Merino en tiempo de la guerra de la independencia; luego luché, con una partida suelta, contra Merino, el año veintitrés, y fui, durante algún tiempo, secretario de campaña del Empecinado.
Todos los comensales se le quedaron mirando atentamente. A pesar de que aquel hombre no era viejo aún, pertenecía a otra generación: a una generación que en menos de treinta años había tomado un carácter legendario.
—¡El Empecinado! —exclamó Zurbano, que se había despedido del antiguo cabo de Carabineros y volvía a su sitio a la mesa—. He oído decir que fue siempre hombre de gran corazón y gran liberal.
—¿Era como Martín? preguntó Mecolalde, a quien le gustaba sacar a relucir, siempre que podía, a su jefe.
—No, no.
Zurbano torció el gesto.
—Eran muy diferentes —siguió diciendo Aviraneta, mirando a Zurbano con su impasibilidad habitual—. Este Martín y aquel Martín, los dos han nacido guerreros, con el sentimiento de las sorpresas y de las emboscadas. En esto únicamente se parecen; en lo demás, muy poco. El Empecinado era como una encina de Castilla, robusta, fuerte, achaparrada; este es como un pino, alto y delgado; el Empecinado era más tosco, más pueblo; este es… más fino, más aristócrata.
—¡Aristócrata yo! —exclamó Zurbano, sorprendido, y lanzó una blasfemia que hizo persignarse a todas las mujeres de la casa—. Sólo a ti se te ocurre decir esto.
—Sí, aristócrata. A pesar de tu rudeza aparente y de tus palabras, eres un aristócrata.
—¡Yo, que no llevo ni siquiera las insignias de mi grado!
—Por eso, porque eres aristócrata.
—¡Bah!
—El Empecinado era más humano; este es más duro, más implacable; el Empecinado era francote, sencillo; este es un zorro.
—Sin duda porque desciendo de vascongados —replicó Zurbano con malicia, sabiendo que Aviraneta lo era.
—Quizá por eso. El Empecinado era como un niño, y lo hubiera sido siempre; este es como un viejo; aquel no tenía ambición; este la tiene; aquel era sano; este, no.
El horóscopo
Zurbano, que había seguido la comparación con cierta ansiedad disimulada, como hombre que oye un horóscopo en el que cree, quedó pensativo.
—¿De dónde sabes que yo no estoy sano? —preguntó.
—No lo sé, lo supongo nada más. Cuando uno es un rabioso, un violento, es que no está sano.
—Eres inteligente, Aviraneta.
—Me tengo por tal; quizá sea una equivocación.
—Ves a los hombres por dentro; pero no progresarás.
—Lo sé.
—Comprenderás a la gente; pero eso no te servirá de nada. Alguno dirá: «Este hombre tiene talento, tiene valor, tiene perspicacia…». Pero te sobra una cosa: la personalidad; eres demasiado Aviraneta; no sabes pensar en los demás; te falta otra: la suerte. Detrás de ti no irá nunca nadie; tendrás que estar siempre a las órdenes de un hombre que valga menos que tú: el inteligente te temerá, el no inteligente te despreciará.
—¿Es mi horóscopo? —dijo Aviraneta.
—Parecido al tuyo.
—¿Y qué debo hacer, según tú?
—Retirarte de la vida activa. Aviraneta quedó pensativo, y una sonrisa de tristeza frunció sus labios.
—¿Te ha molestado? —dijo Zurbano, riendo y poniendo la mano en el hombro de su interlocutor.
—No; ¿por qué? El destino está por encima de los hombres.
—Pues véngate pronosticándome alguna desgracia.
—¿Desgracia? No sé si la tendrás, Martín. Por lo pronto, desconfía de tu carácter. Eres un militar, un buen militar. Has hecho lo más difícil de tu carrera. Si prosperas, como prosperarás, querrán hacer de ti un político, y entonces…
—Y entonces, ¿qué?
—Entonces fracasarás, y podrás llegar a perder todo lo que has ganado, si no pierdes también la vida.
Realmente, Zurbano era de esos tipos en cuya frente parece leerse un destino trágico.
—Son ustedes pájaros de mal agüero —exclamó Mecolalde—; dejemos esto, y que traigan café.
El entusiasmo liberal
Estaban tomando el café cuando delante del parador la charanga del regimiento de Zurbano comenzó a tocar el Himno de Riego.
Zurbano, Aviraneta, Leguia, Mecolalde y los oficiales salieron al balcón.
Soldados y gentes del pueblo se habían amontonado delante de la casa. Uno de los soldados llevaba en la cabeza un sombrero de teja, grande, y repartía bendiciones entre las carcajadas de los demás.
Cuando los jefes aparecieron en el balcón cesó el tumulto.
—¡Viva Zurbano! —gritó un hombre del pueblo con voz furiosa, levantando un garrote blanco en el aire.
—¡Viva! —repitieron varias voces, igualmente frenéticas.
Zurbano se estremeció; parecía un caballo encabritado.
—¡Riojanos! —exclamó con voz vibrante, agarrándose con las dos manos al hierro del balcón—. ¡Viva la reina!
—¡Viva!
—¡Viva la Constitución!
—¡Viva!
—¡Viva la libertad! —gritó Aviraneta.
—¡Viva!
La charanga volvió a tocar el Himno de Riego aún con más brío.
Pello quedó asombrado al mirar a Aviraneta. Estaba pálido de la emoción, con las lágrimas en los ojos.
—Maestro, está usted emocionado. El aire de la Libertad le emborracha.
—Sí; es verdad.
—¡Si le llegan a usted a ver en el balcón las Piscinas! —añadió Pello burlonamente.
Aviraneta sonrió, y tuvo que limpiarse disimuladamente los ojos.