I
ETCHEPARE EL SOLITARIO
MI tío Fermín Esteban Ibargoyen tenía una pequeña tienda en Irún, en la calle Mayor. Era una de esas tiendas de pueblo en las que se encuentra de todo. En el mostrador solían estar constantemente dos sobrinas suyas, solteras, la Shilveri y la Juanita.
Mi tío Fermín Esteban era un egoísta perfecto. Viudo, sin hijos, bastante rico para vivir sin trabajar, consideraba que el ideal del hombre es agitarse lo menos posible. Creía que cualquier cosa podía minar su salud; así que tenía prohibido a sus sobrinas que le dieran malas noticias.
Le gustaba a Fermín Esteban comer bien, y cuidaba de su gallinero y de su huerta mejor que de su alma; le interesaba también mucho lo que ocurría en el mundo, y se agenciaba para enterarse todas las gacetas que podía.
Como hombre egoísta, ingenioso y poltrón, era muy aficionado a hacer comentarios burlones acerca de la vida de los demás. Fermín Esteban dirigía frases y chistes sangrientos contra uno y contra otro; tenía el golpe seguro en su sátira; pero no le gustaba que los demás hicieran chistes contra él.
Al llegar a Irún, mi tío me recibió con cierta amabilidad socarrona; por orden suya, su sobrina la Shilveri me puso la cama en un cuartito independiente de la escalera. Era un cuarto muy alegre, con dos ventanas: una que daba a un patio y la otra sobre el techo.
Fermín Esteban era poco aficionado a vigilar a los demás.
El primer día de verme me advirtió que creía que no haría ninguna simpleza, y me aseguró que cuanto más juicioso me mostrara yo, más libertad me daría él.
Me dijo que mi madre le había recomendado que me llevara a un colegio, y me indicó el de don Mariano Arizmendi, un señor que enseñaba a muchachos de mi edad nociones de Matemáticas y de Física, Teneduría de libros y Francés.
Mi tío Fermín Esteban me advirtió que podía ir a la escuela, o no ir, que él no pensaba hacer indagaciones acerca de mi conducta. Yo fui, porque si no, no hubiera sabido cómo pasar el tiempo.
El maestro don Mariano Arizmendi fue para mí un amigo. Don Mariano era hombre muy religioso, pero no intransigente. No le gustaba meterse en la conciencia ajena; tenía bastante dinero para vivir, y daba las clases por afición, no por ganar dinero. Una de las cosas que más le encantaba era que algún muchacho de familia pobre le pidiera asistir a su colegio de balde.
Don Mariano no tenía esa tendencia inquisitorial de otros maestros que se dedican a espiar a los muchachos dentro y fuera de la escuela. Concluida la clase, quería considerarse como si no fuera maestro; si alguna vez nos encontraba en la calle haciendo alguna barbaridad, fingía no habernos visto.
«Ganisch»
Yo me hice enseguida amigo de varios chicos del pueblo. Dos muchachos con quienes tuve íntima amistad, que ha seguido después, fueron Ramón Echeandía, hijo de un fondista de Irún, y Juan Larrumbide, a quien llamábamos Ganisch porque a su padre, que era vascofrancés, se le decía también así.
Ganisch fue, durante mucho tiempo, mi compañero de glorias y fatigas.
Los dos éramos considerados como los granujas más redomados del pueblo. Robábamos las huertas, escalábamos las casas, dejábamos sin fruta los perales y los albaricoqueros. Ganisch era más fuerte que yo; yo, en cambio, tenía una ligereza de ardilla. Juntos uníamos la fuerza y la astucia. En aquella época, para mí, era una cosa fácil subir por una cañería a un tejado, o andar por una cornisa estrecha, a treinta o cuarenta varas a la altura del suelo. Había algunos dueños de huertas que se resignaban a nuestras rapiñas, y con estos éramos comedidos; nos contentábamos con cobrarles una contribución en especie; pero otros pretendían cogernos, y con aquellos nos sentíamos implacables.
Uno de estos, cerero y concejal, tenía unos perales que daban unas frutas magníficas, y para evitar que se las robasen ponía telas metálicas, alambres, pinchos. Todo era inútil.
Un día, ya cansado, dispuso el cerero que el mozo de la tienda, el alguacil, la criada y él se apostaran en la huerta, nos esperaran a ver si caímos en el garlito.
Ganisch, con un hierro, solía abrir un pestillo de la reja del jardín, y, cruzando la huerta por allí solía escaparme yo en caso de apuro.
Este día, figurándome que habría vigilancia, esperé al anochecer para saltar a la huerta del cerero, y no hice más que poner los pies en tierra cuando una mano fuerte me agarró de la chaqueta. Era el alguacil. Él, queriendo sujetarme; yo, queriendo escapar, no sé cómo me las arreglé que, dejando la chaqueta entre sus manos, salí corriendo y me escabullí por la reja que tenía Ganisch abierta.
Al día siguiente, al pasar por delante de la cerería del concejal, vi en la trastienda colgada mi chaqueta, como si fuera un trofeo. Me pareció un insulto. Ganisch y yo discutíamos la manera de rescatar la prenda, y pensamos en esto: Ganisch tenía guardado en su casa un pistolón; compramos pólvora y lo cargamos.
En la esquina de la cerería, a unos diez metros, Ganisch disparó un tiro, que sonó como un cañonazo.
Al estampido salió toda la gente a la calle, y de los primeros, el cerero y su criado. Yo, que estaba en el portal próximo, en el momento del mayor barullo, entré en la tienda, di un salto por encima del mostrador y me llevé la chaqueta. Este rescate nos dio a Ganisch y a mí un gran prestigio entre todos los muchachos.
También solíamos dar unas bromas pesadas al criado de una carnicería, que era medio tonto y se llamaba Canea…
—¡Canca! —le decíamos.
—¿Qué?
—Dame ese pedazo de lomo que tienes en el mostrador.
—No quiero —decía él.
—Pues entonces dame ese chorizo largo que tienes en la esquina.
—No quiero; no me da la gana —contestaba él, incomodado. Y le íbamos pidiendo la carnicería entera, y él contestando cada vez más indignado y sorprendido por nuestra tenacidad de querer llevarnos trozos de carne y de chorizo sin pagar.
Esta época de granujería me duró poco tiempo en Irún. Los amigos empezaban a hacerse muchachos formales; alguno tenía ya novia. Era indispensable cambiar. A pesar de esto, Ganisch y yo realizábamos de cuando en cuando algún proyecto de salvajismo: pero lo hacíamos a solas.
Teníamos para entendernos un sistema especial: tomábamos el aire de una canción navarra titulada Andre Madalen, y con esta tonadilla, y en vascuence, nos comunicábamos nuestros propósitos, sin que se enterara la gente de alrededor, aunque fueran vascongados.
Los domingos solíamos ir, en cuadrilla, a Fuenterrabía, a Hendaya, a Oyarzun; muchas veces marchábamos por el camino de Navarra, por la orilla del Bidasoa, y a veces fuimos hasta Elizondo en el coche de Martín Gueldi, a quien se le llamaba así Martín el Lento, porque era pesado y calmoso como pocos.
Al cabo de algún tiempo de estar en Irún perdí por completo mi acento madrileño y mis ideas del barrio de las Vistillas, y fui adquiriendo la manera de hablar y las costumbres de un vascongado.
—Eugenio se va paulatinamente aviranetizando, ibargoyizando, echegarayzando y alzateando —decía, en broma, mi maestro don Mariano Arizmendi.
En Bayona
En el segundo verano que estuve en Irún, mi tío Fermín Esteban, que tenía parientes en Bayona, me mandó a esta ciudad a pasar una temporada con ellos.
La familia de Bayona a cuya casa fui era de pequeños comerciantes, furibundos realistas; allí todas las noches se rezaba por el alma de Luis XVI y de María Antonieta; se le llamaba Buonaparte a Napoleón, y se hablaba de monstruos de la Revolución francesa.
Mis parientes tenían una idea absurda de España; la consideraban como un país de leyenda. Me hacían preguntas que me dejaban asombrado; creían que los españoles habíamos quedado en nuestra vida absolutamente inmóviles, sin cambiar de ideas y de costumbres desde hacía lo menos dos siglos.
Entre aquellos franceses realistas, rutinarios, pesados y cortos de inteligencia, se hablaba de un pariente que había sido militar republicano como de un ogro. Tan acérrimo partidario de la República era este hombre, que ni aun el Gobierno de Buonaparte había querido aceptar.
Este militar, deshonra de la familia, se llamaba Gastón Etchepare, y desde hacía algunos años vivía solitario en una casa de un pueblecillo próximo a Biarritz, en Bidart.
Yo, al oír hablar tantas veces de Gastón Etchepare como de un bandido o de un ogro, sentí deseo de conocerle, y una vez, aprovechando la ocasión de un carretero de Irún que se preparaba a volver desde Bayona, fui a Bidart.
Etchepare vivía en el caserío Ithurbide; pero en el pueblo no le conocían. Pregunté a varios campesinos por Ithurbide, hasta dar con él. Llegué a la puerta del caserío, llamé; nadie salió a mi encuentro. Vi que la puertecilla del huerto estaba entornada, y a unos veinte pasos me encontré a un viejo con un libro en la mano, sentado sobre un montón de ramas secas.
Al verme se me quedó mirando con asombro. Le dije quién era y a lo que iba, y me hizo sentarme a su lado.
Hacía ya mucho tiempo que no entraba allí nadie más que una vieja a hacerle la comida.
Etchepare y yo hablamos. Yo todavía no sabía seguir una conversación larga en francés, y él conocía muy poco el español. Cuando el sol comenzó a retirarse, Etchepare se levantó, y fuimos paseando por el acantilado de la costa.
Etchepare era un hombre alto, flaco, vestido con pantalón corto, chaleco de ante con botones de nácar, corbata blanca y gran casaca oscura. Tenía los ojos enfermos, y su mirada parecía la de un loco.
Me invitó a cenar con él, y acepté. La conversación que tuvimos aquella noche el viejo y yo quedó grabada en mi memoria de una manera indeleble.
Etchepare era un republicano exaltado; la soledad de su vida le daba un gran deseo de comunicarse con alguien, y estuvo hablando, hasta muy entrada la noche, de Vergniaud, de Danton, de Robespierre, de Saint-Just, de los montañeses y girondinos. Al mismo tiempo barajaba con estos nombres los de Catón y Bruto, como si hubieran vivido todos en la misma época.
Yo sentía una gran impresión al oír elogiar acontecimientos y personas que siempre había oído citar con horror.
Al despedirme de él para volver a Bayona me dijo que me enviaría a Irún varios tomos de Voltaire y de Diderot y algunas colecciones de periódicos del tiempo de la Revolución.
—Ven cuando quieras —me dijo—. Hablaremos.
Efectivamente; volví una semana después, y discutimos acerca de puntos filosóficos y políticos. Tenía el viejo Etchepare un gran fervor de proselitismo. Las dos palabras que constantemente estaban en su boca eran la Libertad y la Naturaleza. Vivir la vida natural y ser libre: estos eran los ideales suyos.
Masón
Como Etchepare vio en mí tendencias de seguir sus ideas, me recomendó que me presentara en la logia masónica de Bayona, y me dio una carta para Juan Pedro Basterreche, armador de aquella ciudad, que tenía una gran casa de comercio y era un entusiasta republicano.
Me presenté en Bayona en casa de Basterreche.
—¿Qué hace el viejo Etchepare? —me preguntó Juan Pedro.
—Allá está en Bidart.
—¿Sigue tan revolucionario como siempre?
—Igual.
—Es un hombre muy íntegro.
Juan Pedro me dijo que fuera a su casa de noche. Fui después de cenar, salimos los dos juntos, y al poco rato noté que nos seguían.
—Parece que nos siguen —le dije a Basterreche.
—Es la Policía. No hagas caso. A mí me vigilan constantemente.
Cruzamos el río; llegamos a una casa que estaba entre la calle de Bourgneuf y la de Jacques Lafitte, y entramos en la logia.
La ceremonia de ingreso en la masonería no tuvo nada de particular. Me hicieron los jefes algunas preguntas, y después me presentaron a distintas personas, entre las cuales había varios españoles. Desde aquel día trabé relaciones de amistad con muchos republicanos franceses y con los emigrados compatriotas que se reunían de noche en la logia y por la tarde en la librería de Gosse.
Allí conocí a Rafael Martínez, el exjesuita; el exfraile Arrambide, que escribió El amante de las leyes y el rey; a Hevia, a Sánchez, a Eguía, a Pedro Beúnza, un muchacho de mi edad, y a su padre, Juan Bautista. Los Beúnzas vivían en la calle de los Vascos, en el número 14, y a su casa solíamos ir muchas veces a tomar café. Al padre y al hijo los traté años más tarde, pero fueron de los que trabajaron con mayor entusiasmo por la Constitución, luego de derrocada en 1814 y 1823.
Muy amigo también de los españoles era un francés de Ustáriz, llamado Cadet. Este francés tenía amistad con los Garat y ayudaba a Pedro Beúnza.
En los años siguientes a 1814, cuando la primera reacción, Cadet fue uno de los mejores auxiliares de Mina y de los constitucionales españoles.
Entre algunos de los emigrados del período revolucionario, como Arrambide, Martínez y Hevia, se conservaba el recuerdo de nuestros compatriotas que habían pertenecido durante el terror al Club Jacobino de Bayona.
De quien más se hablaba y más anécdotas se contaban era del abate Marchena.
Marchena había formado parte de la Sociedad de los Hermanos y Amigos Reunidos, en la cual era aceptado hasta el verdugo, a quien los revolucionarios habían quitado su viejo y odioso nombre, sustituyéndolo por el de vengador.
En el Club Jacobino de Bayona, Marchena pronunció un gran discurso que se imprimió y se repartió profusamente.
Entre aquellos emigrados españoles que tenían mis tendencias y mis entusiasmos políticos hubiera vivido con gusto; pero las vacaciones terminaban y tenía que volver a Irún.