II

LA TERTULIA DE LAS PISCINAS

UN pueblo como Laguardia, en la línea de combate de las fuerzas liberales y carlistas, era, a pesar de la vigilancia del ejército, un foco de intrigas.

Estas intrigas, en general, no tenían gran importancia; eran como nubes de verano, se deshacían por sí solas; pero a veces se tramaban proyectos serios de ventas, de traiciones, de los cuales se enteraba todo el mundo menos la autoridad.

Un pueblo de escaso número de habitantes como aquel, en donde constantemente estaban yendo y viniendo las tropas, en donde a cada paso corría una noticia importante, verdadera o falsa, necesitaba una serie de puntos de reunión, de pequeñas tertulias, para comentar los acontecimientos y calcular las probabilidades de éxito de los bandos.

La esperanza y el desaliento iban alternativamente de la derecha a la izquierda, y los dos partidos contaban su triunfo como seguro repetidas veces.

Entre las tertulias realistas de Laguardia, la más conocida, la más distinguida, la más aristocrática, la única que tenía opción cotizada y valorada, era la de los Ramírez de la Piscina.

La tertulia de las Piscinas —se le daba el nombre de las damas, y no el de los varones de la casa— no contaba en aquella época más que con un varón. Los otros dos, los más notables, estaban en la corte carlista.

La familia de los Piscinas que vivía en Laguardia estaba formada por un señor, casado con una Ribavellosa, y por dos solteronas viejas.

La casa de las Piscinas era una casa chapada a la antigua, gran mérito en Laguardia. Se rezaba el rosario en la tertulia; se tomaba chocolate por la tarde; se llamaba estrado al salón, y a los tres o cuatro criados, la servidumbre.

Todas las cuestiones de etiqueta se llevaban a punta de lanza; se vestía luto por la muerte del pariente más lejano, si era aristócrata, y se cubría con un paño negro el escudo de la casa.

Al viejo demandadero se le daban honores de mayordomo; a las pequeñas fincas que poseía la familia se las llamaba las posesiones, y a todo se intentaba prestar un aire de grandeza que no tenía.

Las lumbreras de la reunión

Don Juan de Galilea y don Hernando Martínez de Ribavellosa pontificaban en esta reunión. Eran allí estrellas de primera magnitud. Sus opiniones pasaban por dogmáticas. Únicamente a su altura estaba, tratándose de asuntos religiosos, el vicario de Santa María, don Diego de Salinillas.

Don Juan de Galilea, hombre grave, hablaba por apotegmas; creía que el desconocimiento de las humanidades y del latín era el que estaba perturbando la sociedad; don Hernando coincidía con él en hallar lastimoso el estado de su época; pero extraía sus argumentos casi exclusivamente de la Historia. El estado natural de la política del mundo, según el señor de Ribavellosa, era el de hacía doscientos años, por lo menos. Hablaba del reino de Castilla, del señorío de Vizcaya, del fuero de Sobrarbe, y siempre que nombraba a Laguardia tenía que decir Laguardia de Navarra.

De las damas de la tertulia, las más principales, después de las señoritas de la casa, eran las dos marquesas de Valpierre, la hermana de don Hernando, las de Manso de Zúñiga, cuando estaban en el pueblo, y la señorita de San Mederi.

En esta reunión aristocrática, cada cual tenía asignado su papel. Don Juan de Galilea y don Hernando resolvían las cuestiones políticas graves. Las señoras, a quienes no preocupaba gran cosa el sistema constitucional ni el rey absoluto, criticaban los acontecimientos y hablaban de las costumbres y de las modas.

Las marquesas de Valpierre eran en esto las más intransigentes. Estas dos viejas solteronas vestían siempre de negro; llevaban toca en la cabeza, y solían dedicarse a hacer media en la tertulia.

Estaban las dos constantemente escandalizadas con los abusos del siglo; para ellas, un lazo azul o verde socavaba los cimientos del orden social, y por ende como hubiera dicho el señor de Galilea, los del Universo.

Según las del Valpierre, el mundo estaba perdido; ya no se respetaban las clases ni a las señoras; el desenfreno era horrible. Laguardia, para ellas, era una nueva Babilonia, llena de vicios y de impurezas.

Entre la gente de media edad que figuraba en casa de las Piscinas había dos o tres solterones que vivían con sus madres. Uno de ellos, don Luis de Galilea, el hermano de don Juan, se dedicaba a escandalizar a la tertulia con barbaridades y groserías que él consideraba concepciones atrevidas de orden filosófico.

Don Luis era pequeño, tostado por el sol, con los ojos ribeteados y desdeñosos y la nariz arqueada y roja.

La señorita de San Mederi

El elemento más romántico de la reunión, sin que nadie pudiera disputarle esta preeminencia, era la señorita Graciosa de San Mederi.

Graciosa tenía sus cuarenta años; pero no le parecía decoroso reconocer más de veintinueve. Alta, caballuna, con la nariz larga y los dientes salientes y amarillos, no tenía la pobre señorita físico para producir grandes pasiones; pero si le faltaba físico, indudablemente, no le faltaba corazón.

Graciosa tenía un gran entusiasmo por el vizconde de Arlincourt y por sus novelas. Hubiera andado mejor por el osario del Morar que por el camino de Elciego o de Logroño, y el monte Salvaje, lugar de románticos paseos del Ermitaño, del vizconde, era para ella más conocido que los alrededores de Laguardia.

Graciosa de San Mederi había leído también una novela de Ana Radcliff, que le produjo gran admiración, y desde entonces no pensaba más que en situaciones extraordinarias y espantosas, en bosques incultos y llenos de misterio, en castillos con subterráneos y almas en pena, en rocas malditas, y, sobre todo, en lagos, en esos lagos sombríos y poéticos en los que se puede navegar una noche de luna sobre un ligero esquife mientras se escucha a lo lejos el rumor de las locas serenatas.

Desgraciadamente para ella, vivía en un pueblo asentado en lo alto de una colina, en donde no había más lago que aquellas dos charcas que se llenaban con las lluvias del invierno, y en las que no se podía navegar más que en un cajón y empujando con un palo en el fondo cenagoso, cosa horriblemente antipoética.

El capitán Herrera

La señorita de San Mederi había sido víctima de uno de los militares de la guarnición, del capitán Herrera.

Este capitán, joven andaluz, fue durante algún tiempo el niño mimado de la tertulia de las Piscinas. Se le llamaba Herrerita.

Herrerita cantaba al piano las últimas canciones; Herrerita inventaba juegos de prendas; Herrerita era chistoso, ocurrente, amable. Todo el mundo le consideraba como una alhaja, y Graciosa sentía una gran inclinación por él. Únicamente le reprochaba en el fondo de su corazón el no tener un aire siniestro. Con su bigotillo rubio y su ceceo andaluz, no encajaba en el marco de los héroes de Arlincourt ni de Ana Radcliff.

De pronto, y sin motivos, Herrerita dejó de aparecer en casa de las Piscinas; pasó un día y otro, y se supo con gran escándalo que se había presentado en la tertulia liberal de las de Echaluce, donde era obsequiadísimo.

El asombro, la estupefacción de las Piscinas y de sus amigos fue enorme. ¿Qué ideas tenía aquel hombre de las categorías sociales? ¿Qué concepto de la sociedad y del mundo?

Se comprendía que hubiera ido a casa de Salazar. Pero ¡a la tienda de Echaluce! ¡Qué vulgaridad la de aquel capitán!

Los contertulios de las Piscinas, en tácito y común acuerdo, decidieron no volver a saludar ya más al traidor, infligirle este severo castigo; pero vieron con asombro que a aquel inconsciente militar no le preocupaba gran cosa la falta de saludo, y que seguía en su inconsciencia tan alegre y tan sonriente.

El Liceo

Era difícil en un pueblo tan pequeño como Laguardia, en donde todo el mundo se conocía y encontraba varias veces en la calle, hacerse el desentendido; sin embargo, la gente sabía fingir el desconocimiento perfectamente; llevaba sus divisiones a punta de lanza.

Había entonces en una casa grande y antigua un teatro que se llamaba el Liceo. Allí se representaban comedias en un acto, en las que tomaban parte las señoritas y caballeros más distinguidos de la localidad.

En aquel estrecho recinto, las tertulias tenían sus grupos, y unos eran tan extraños a otros como los Osos blancos del Polo Norte pueden serlo de los osos blancos del Polo Sur.

Para representar se elegían las obras más tontas e inocentes, porque había algunas damas, como las marquesas de Valpierre, que eran capaces de encontrar intenciones deshonestas en la culata de un fusil o en el extremo de una bayoneta.

Casi todas las muchachas habían recitado algún monólogo o tomado parte en algún sainete. Graciosa, no; decía que no sentía lo cómico, y no quería representar astracanadas groseras y vulgares. Graciosa sentía lo trágico, lo sublime; varias veces trató de convencer a los jóvenes para que declamaran con ella un trozo de un drama espeluznante; pero nadie quería figurar en la representación, hasta que pudo convencer a Luis Galilea.

La noche de la función hubo risa para mucho tiempo.

Graciosa, tan alta, tan desgarbada, al lado de Galilea, tan bajito, con los ojos redondos y desdeñosos, la nariz de loro, encarnada, y el ademán retador, hacía un efecto muy cómico.

Graciosa creyó que había conseguido un gran éxito, y para completarlo, después del diálogo espeluznante, recitó aquel parlamento de Calderón que comienza diciendo:

Difícilmente pudiera

conseguir, señora, el sol…

Graciosa recitaba esta lluvia de piropos calderoniana como si estuviera enjuagando, de tal manera, que la hacía perfectamente odiosa; pero ella pensaba que no sólo sabía darle acentos admirables, sino que, además, su recitado era una lección para los jóvenes del pueblo, que eran incapaces de declararse a una mujer llamándola sol, girasol, acero, norte, etc.

Algunos notaron que cuando terminó su tirada de versos Graciosa, el que aplaudió con más entusiasmo fue el capitán Herrera; pero otros afirmaban que, al tiempo de aplaudir, se veía una sonrisa mefistofélica en los labios del capitán andaluz.

A las muchachas jóvenes, amigas de Corito, Luisita Galilea, Cecilia Bengoa, Pilar Ribavellosa, Antoñita Piscina, todas las señoras y Graciosa las consideraban como niñas. Sin embargo, no era raro verlas mandar cartitas o recados a algún joven, que la mayoría de las veces era oficial de la guarnición.