III
TRAIDOR, ESPÍA Y MASÓN
AL día siguiente, por la tarde, trabajaba Pello en el escritorio cuando vio pasar varias veces a Antonio Estúñiga; Antonio se mostraba indeciso, sin atreverse a entrar; pero, al fin, se decidió, y, cruzando el almacén, se plantó en el despacho.
—¿Qué hay? —le dijo Pello.
—¿No está tu tío? —preguntó Antonio.
—No.
—¿Te encuentras solo?
—Completamente solo.
—¿Sabes lo que pasa?
—No. ¿Qué pasa?
—Que ese hombre que nos presentaron ayer, el padrino de Corito…
—Sí…, ¿qué?
—Que se ha descubierto que es un espía…, un traidor que viene a engañarnos.
—¿Quién lo ha descubierto?
—Me lo han dicho.
—¿Quién?
—Un hombre que le va siguiendo los pasos.
—¿Uno con trazas de mendigo?
—Sí.
—¿Afeitado?
—Sí.
—¿Con una zamarra?
—Eso es.
—Le vi cuando llegó; venía tras él.
—Sí, viene persiguiéndole, vigilándole. Cuando salgas de aquí entra en el figón del Calavera, y hablaremos con ese hombre de la zamarra.
—Cuando acabe iré.
El figón del «Calavera»
Pello terminó su trabajo; saludó a su prima Anita, que estaba cosiendo a la luz de una lámpara, y se fue al figón del Calavera.
Era este figón un agujero oscuro y lóbrego, abierto en una callejuela. Tenía varias barricas en el portal y una rama de álamo en la entrada, como muestra. De día estaba alumbrado por una angosta ventana, y de noche, por un candil que colgaba de la campana de la chimenea.
Varias mesas negras, con bancos de madera, ocupaban el interior. En un rincón, hablando con el hombre de la zamarra y con Estúñiga, estaban tres hombres. Uno de ellos era el Calavera, el dueño del figón, un Hércules rechoncho, con aire bestial, la cara ancha, la nariz chata y roja, como si acabaran de remachársela a fuego; el pecho y las manos, velludos. Los otros dos eran tipos maleantes: el Raposo y el Caracolero; los dos carlistas y asiduos contertulios de la casa.
El Raposo realmente parecía un zorro: tenía una viveza de rata, la cara afilada y unos pelos amarillentos en el bigote; el Caracolero era flaco, pálido, de aspecto enfermizo, con los ojos legañosos y rojizos; la barba gris, sin afeitar en quince días, y una voz de flauta completamente ridícula.
Pello se acercó a la mesa.
—Siéntate —le dijo Estúñiga.
—Le estábamos esperando a usted —agregó el Raposo.
—¿A mí?
—Este señor —añadió Estúñiga, señalando al hombre de la zamarra— nos ha contado las maldades de ese hombre que vino anteayer por la noche a Laguardia.
—¿Tan malo es? —preguntó Leguía.
—Es un canalla, un traidor, un masón —contestó el hombre de la zamarra con gran solemnidad.
—¿Y qué es lo que ha hecho? —volvió a preguntar Leguía, a quien, sin duda, estas acusaciones vagas no le parecían gran cosa.
—Ha hecho horrores. Así, que la Policía le busca siempre por conspirador. Él dirigió en Madrid la matanza de frailes del año treinta y cuatro; él ordenó la muerte de ciento treinta y tres prisioneros carlistas que estaban en la ciudadela de Barcelona. Él sublevó el año pasado Málaga y Cádiz. Por donde va lleva el incendio, la matanza, la ruina, el sacrilegio…
—¡Pues es todo un tipo! —dijo Leguía, no sin cierta admiración.
—¡Sí, lo es! —murmuró el Raposo.
—¿Y cómo se llama ese hombre? —preguntó Leguía.
—Eugenio de Aviraneta.
—Tiene apellido vascongado.
—¡Vete a saber si se llamará así! —exclamó Estúñiga.
—Sí, así se llama —replicó el de la zamarra—. Su nombre es bastante conocido.
—¿Y serán verdad todos sus crímenes? —preguntó Leguía.
—Lo son.
Y el hombre de la zamarra sacó del bolsillo cuatro o cinco recortes de periódicos en donde se hablaba del infame, del malvado Aviraneta.
El Raposo se puso unos anteojos de hierro grandes, y estuvo leyendo con atención los recortes.
—¿Y qué intenciones tendrá este hombre al venir aquí? —preguntó el Caracolero.
—Yo creo —dijo el de la zamarra, y acercó su cabeza a las de los demás, como para dar más misterio a la confidencia que lleva una misión de los masones de Madrid para desunir y sembrar la cizaña entre los partidarios de Don Carlos.
—Pero aquí, ¿qué puede hacer? —preguntó Leguía.
—Aquí ha venido de paso; pero no ha debido desaprovechar el viaje. Se le ha visto con Salazar y con el señor de la Piscina, de quien habrá sacado datos. En casa de la Piscina tiene confidentes; la vieja y la niña le deben contar lo que se dice en la tertulia.
Estúñiga miró a Leguía, como diciéndole: «Eso va para ti». Pello, que experimentaba por el hombre de la zamarra una naciente simpatía, notó que este sentimiento se transformaba en odio, al pensar que aquel individuo podía producir algún disgusto a Corito.
La prudencia del «Raposo»
—Aquí debíamos jugarle una buena pasada a ese granuja —murmuró Estúñiga, a quien desde la tarde del domingo se le había atragantado el padrino de Corito.
—¿Dónde está alojado ese señor? —preguntó el Raposo.
—En el parador del Vizcaíno —contestó Estúñiga—. Una noche nos quedamos fuera de puertas, al anochecer…
—¿Para qué? —preguntó brutalmente el Calavera.
—¡Toma! ¿Para qué? Para salir del pueblo.
—¡Ja…, ja…, ja! —rio el tabernero.
—¿De qué se ríe usted? —preguntó Estúñiga.
—¿Tú crees que nosotros necesitamos quedarnos fuera de puertas?
—Pues si no, tendrán ustedes que salir por el portal de San Juan.
—Ni por el portal de San Juan ni por ninguno. Pregúntale al Raposo.
—¡Silencio! —exclamó el Raposo—. Me parece que estás hablando demasiado, Calavera. Cuando se tiene la cabeza dura como la tienes tú, se espera a que hablen las personas de juicio.
El Calavera refunfuñó y se calló.
—Yo tengo pensado un plan —indicó el de la zamarra—; más tarde hablaremos de eso.
—Y usted, ¿hace mucho tiempo que conoce a Aviraneta? —preguntó Pello.
—Mucho tiempo, mucho. Si no les molesta, en un momento les contaré cómo le conocí. Por esta historia podrán ver los procedimientos que emplea ese bandido de Aviraneta.
—Cuente, cuente usted —dijo Estúñiga.
—Trae un poco de vino, tú —dijo el Raposo al Calavera.
Este se levantó pesadamente, mascullando; volvió con un porrón, y lo dejó sobre la mesa.
El hombre de la zamarra bebió un sorbo, se limpió los labios con un pañuelo de hierbas y comenzó la historia.