Capítulo 6


EL HOMBRE, grande, de rasgos fuertes y espeso bigote, se presentó a sí mismo como Sheldon Wyler.

—Claro que estoy trabajando para los baburitas —dijo casi con frialdad—. ¿Qué es para mí el Mercado Común o la Liga? Y no os molestéis en preguntarme detalles porque no os los diré.

No obstante, les dio el nombre de su compañero que había permanecido en un hosco silencio: Blyndwyr, de los Vach Ruethen.

—Hay bastantes merseianos alistados en la flota —dijo voluntariamente—. Pertenecen en su mayor parte al partido aristocrático de su planeta y odian a la Liga porque les dio de lado y comerció con el grupo de los Gethfennu. Es curioso, casi nadie dentro de la Liga parece capaz de comprender el cosmos de enemigos que se han ido creando a lo largo de los años.

Después que los recién llegados se quitaron los trajes, se escurrió detrás de Adzel para llegar a un teléfono en la pared. Cuando marcó, la pantalla se iluminó con la imagen de un baburita.

—Están aquí —informó en ánglico, y continuó describiendo a los tres del Muddlin Through.

—Vamos a enseñarles sus alojamientos —dijo después.

—¿Ha registrado sus efectos personales en busca de armas? —preguntó la voz del vocalizador.

—Oh, no. ¿Para qué…? Muy bien, de acuerdo, no cuelgue —y dirigiéndose a los prisioneros, añadió—: Ya lo habéis oído. Tenemos que registrar vuestro equipo.

—Adelante —dijo Adzel tranquilamente—. No somos tan locos como para usar armas de fuego dentro de una unidad ambiental, así que no hemos traído ninguna.

Wyler se echó a reír.

—Blyndwyr y yo somos tan buenos tiradores que podemos haceros volar de un disparo sin agujerear nada más —dijo.

Repasó rápidamente el equipaje mientras el merseiano mantenía la mano sobre la empuñadura del arma. Las patillas de Chee temblaban con la rabia, sus pelos se erizaron y sus ojos verdes se habían helado. Falkayn sentía que las náuseas le atenazaban la garganta.

Después de comprobar que las bolsas no contenían nada más peligroso que unos compactos juegos de herramientas, Wyler desconectó el teléfono y les condujo a lo largo de un pasillo. La habitación en la que desembocaba tenía cuatro catres y una ventana que la oscuridad iba cegando rápidamente.

—El baño y lo demás está allí —dijo señalando—. Podréis cocinar; la cocina está bien provista. Blyndwyr y yo no vivimos aquí ahora, pero nos veréis bastante. Portaos bien y no se os hará daño. Eso incluye que me contéis todo lo que queramos saber.

Adzel introdujo por la puerta sus miembros delanteros y la habitación pareció repentinamente abarrotada.

—Bueno, supongo que será mejor que duermas en el vestíbulo, chico —dijo Wyler—. Os diré lo que vamos a hacer: iremos directamente al comedor, donde hay sitio para todos nosotros, y charlaremos.

Falkayn luchó contra su coraje como si fuera un boxeador que intentase derribarle. Al caminar le dolía el cuello a causa de la tensión. «Llévale la delantera —pensó—. Reúne información, por muy improbable que parezca que puedas llevársela a alguien para que haga uso de ella».

—¿Para qué es este edificio? —pudo pronunciar en un tono que pretendía que sonara normal.

—Antes era necesario para los equipos de ingenieros —dijo Wyler—. Más tarde alojó a los oficiales de las fuerzas auxiliares formadas por respiradores de oxígeno, mientras estaban recibiendo instrucción.

—Hablas demasiado —le reprochó Blyndwyr. Wyler se mordió el labio.

—Bueno, no me contrataron para ser un maldito interrogador… —se relajó un poco, y añadió—: Demonios, mi contestación era bastante obvia, ¿no te parece? Y además, no van a ir a ningún sitio para contarlo… Ya estamos.

El comedor era amplio y resonante. Los muebles habían sido amontonados contra las paredes y el aire olía a moho como si nadie hubiese ajustado el reciclaje durante algún tiempo. Adzel se quedó inmóvil como una estatua de un demonio elemental, Chee se sentó a sus pies barriendo con la cola el suelo y sus flancos, Falkayn y Wyler cogieron un par de sillas y se sentaron y Blyndwyr permaneció a un lado, vigilante siempre.

—Suponed que empezáis contando quién os envió aquí y por qué —dijo Wyler—. Hasta ahora habéis sido absolutamente vagos.

«Nuestra misión también era vaga —pensaba Falkayn—. Van Rijn confiaba en que podríamos improvisar según nos íbamos enterando de cosas y en vez de eso, hemos sido capturados tan tontamente como peces en una red, y quizá igual de irremediablemente».

En voz alta, se atrevió a mostrarse desafiante.

—Quizá nosotros estemos más interesados en lo que está haciendo usted —dijo—. ¿Cómo podría defenderse de una acusación de traición a su propia especie?

Wyler dio un respingo.

—¿Es que va a soltarme un sermón, capitán? —contestó—. No tengo por qué aguantarlo. Lo pensó un momento, y añadió:

—Muy bien, muy bien, se lo explicaré. ¿Qué hay de malo en los baburitas? Si no tuvieran una flota nunca tendrían una oportunidad. El Mercado Común se apoderaría de Mirkheim y de toda la condenada revolución industrial que Mirkheim significa, sin que los demás consigan ni una migaja. Lo mismo pasaría si fuera la Liga. Los baburitas no piensan de esa forma: para ellos no es cuestión de beneficios o pérdidas en el balance de fin de año, no, es una oportunidad para la raza. Con los supermetales pueden conseguir un puesto entre los grandes: comprar naves, montar expediciones, implantar colonias, sin mencionar todo lo que podrían hacer aquí…, ¡inmediatamente además!

—Pero Mirkheim no era predecible —arguyó Falkayn—. ¿Por qué se estaba armando Babur antes de eso? ¿Por qué estaba planeando luchar y contra quién?

—El Mercado Común tiene una flota, ¿no es así? Y la Liga también mantiene naves de guerra. A veces han sido empleados. Nunca se sabe lo que puede surgir el día de mañana. Usted en particular, debería acordarse de los shenna. Babur tiene derecho a protegerse.

—Habla como un converso.

—Usted no habla como un hombre de negocios, capitán Falkayn —dijo Wyler enfadado—. Creo que está usted tomándome el pelo. Y no voy a aguantarlo, ¿me oye? Quizá se imagine usted que el ser famoso le protegerá. Olvídese de eso. Está muy lejos de todo, en un territorio al que su reputación le importa un bledo. Aquí no se sienten obligados en absoluto a enviarle de vuelta sano y salvo; si es necesario, no saldrá nunca de aquí. Si tenemos que hacerlo le exprimiremos todo lo que sabe. Y si eso no funciona bien, seguiremos adelante… —Se detuvo, tragó saliva y suavizó su gesto y su tono. Continuó—: Pero no tenemos por qué pelear. Estoy seguro de que es usted un hombre razonable. Y dice que uno de sus objetivos es ver qué es lo que puede apañar para su jefe. Bien, yo podría ayudarle en eso, si usted me ayuda a mí primero. Hagamos un poco de café y hablemos con sentido común.

Un torrente de sílabas salieron repiqueteando de la boca de Chee Lan.

—¿Qué dice? —preguntó Wyler.

Ella escupió las palabras como si fueran balas.

—Estaba haciendo comentarios sobre esos ciempiés congelados amigos suyos que usted no querrá traducirles.

Falkayn continuó muy tranquilo en su asiento, aunque su sangre hacía un ruido semejante al fragor de una catarata. Chee había empleado el lenguaje de Haijakata, que los tres conocían y que seguramente nadie más comprendía en muchos años luz a la redonda. «Si no escapamos ahora moriremos aquí tarde o temprano. Y es importante que llevemos de vuelta lo poco que hemos averiguado. Creo que podemos apoderarnos de esos dos y conseguir que Davy vuelva a la nave aunque sea disfrazado».

—Sus comentarios, no obstante, son bastante suaves —dijo el wodenita—. Yo mismo podría ir tan lejos como para decir… —cambió al haijakatano—. «Chee, si puedes encargarte tú del piel verde, yo me encargaré del hombre».

—Verdad y triple verdad —dijo la cynthiana dando saltos, pues no eran pasos, sin detenerse.

Parecía un gato jugando, pero su cola abultaba el doble de su tamaño normal.

La mano de Wyler bajó hasta su arma y Blyndwyr emitió un silbido y retrocedió, agarrando su pistola dentro de la cartuchera. Falkayn se mantuvo completamente inmóvil, creyendo entender lo que se proponían sus compañeros, pero no del todo seguro. Únicamente estaba dispuesto a confiar en ellos.

«Será mejor que distraiga su atención».

—No podéis culpar a mis amigos por excitarse —dijo—. No son ciudadanos del Mercado Común, yo tampoco lo soy, y no hemos venido aquí en beneficio de la Liga, solo de una compañía. No obstante, vamos a estar internados aquí indefinidamente e interrogados bajo amenazas, posiblemente mediante drogas o tortura. Lo mejor que puede usted hacer, Wyler, es hacer que los mandamás de Babur nos escuchasen. Deberían abandonar esta ciega hostilidad que sienten contra la Liga. Aquellos de sus miembros que son independientes quieren que esta se haga cargo de Mirkheim. Eso garantizaría el acceso de todos a los Supermetales.

—¿De veras? —rezongó Wyler—. La Liga está dividida en fracciones y los baburitas lo saben.

—¿Cómo? Teniendo en cuenta que nosotros lo ignoramos casi todo de ellos, ¿cómo saben ellos tantas cosas sobre nosotros? ¿Quién se las contó? ¿Y qué les hace arriesgar todo su futuro sobre la palabra de esas personas?

—Yo no lo sé todo —admitió Wyler—. Maldita sea, este planeta es ocho veces mayor que la Tierra y la mayor parte de él es tierra. ¿Por qué no iban a sentirse seguros los de la Banda Imperial? —y después echó la mandíbula hacia delante en un gesto de resolución—. Y esa es la última pregunta que me hace, Falkayn; ahora empiezo yo.

La inquietud de Chee la llevó cerca del merseiano, cuya atención había vuelto a centrarse en los humanos sentados. Ella dio un abrupto salto de lado en su dirección, aterrizó en la mitad de su vientre y se agarró fuertemente a su correaje con los dedos de los pies, agarrándole con las dos manos el brazo que tenía sobre la pistola. A pesar de ello, él gritó e intentó desenfundar, pero ella era demasiado fuerte y resistió. Cuando el merseiano quiso golpearla con su puño libre, le mordió haciéndole saltar sangre.

Adzel había dado un solo paso que le puso al alcance de Wyler, a quien levantó de la silla y tiró sobre el suelo, sujetándole después allí con el peso de su cola sobre el torso del humano. Además se acercó a Blyndwyr, lo cogió por el cuello, lo sacudió con cuidado y lo derribó completamente atontado. Chee le arrebató el arma y se echó a un lado. Falkayn cogió el arma de Wyler cuando este forcejeaba para llegar a su cartuchera.

Adzel liberó a Wyler y dio un paso atrás hacia sus camaradas. El hombre se puso de pie, tambaleándose; Blyndwyr se sentó jadeando.

—¿Estáis locos? —tartamudeó el humano—. ¿Para qué sirve esta tontería? No podéis…, no podéis…

—Quizá sí podamos —dijo Chee. La alegría vibraba en el interior de Falkayn. Sabía que tendría que haber sido más cauteloso, haber prohibido el ataque, permanecer sumiso para que no le mataran. «Pero aunque ninguno de nosotros sea terrestre, Coya sí lo es y en conjunto, la Tierra se ha portado bien con nosotros. Además, nuestra nave es la única que tiene el viejo Nick en esta zona. Nos envió principalmente para conseguir información, para no tener que tantear completamente a ciegas. Y su bienestar también es el bienestar de miles de sus trabajadores, de millones en todos los pueblos planetarios que comercian con él… Al infierno con eso. ¡Lo que importa es escapar!». El fuego de su sangre rugió con demasiada fuerza como para que él escuchara también la voz del miedo.

Pero, al mismo tiempo, su parte lógica seguía lúgubremente consciente.

—Quedaos donde estáis —les dijo a Wyler y a Blyndwyr—. Adzel, Chee, vuestra idea es que yo puedo escapar disfrazado como él, ¿no?

—Claro —la cynthiana se acurrucó sobre sus caderas y comenzó a cepillarse el pelo—. Para un baburita un humano debe parecerse mucho a otro humano.

Adzel inclinó la cabeza y se frotó el hocico, produciendo un fuerte sonido como el de una lija.

—Quizá no por completo —dijo—. El señor Wyler, de hecho, tiene bigote y el pelo negro. Debemos hacer algo sobre ese particular.

—Mientras tanto, Wyler, vaya quitándose la ropa —ordenó Chee.

El merseiano, algo repuesto, hizo un gesto como si fuera a levantarse. Ella ladeó el arma en su dirección.

—Quédate quieto —dijo empleando el «eriau», idioma nativo del «reptiliano»—. Yo tampoco soy mala tiradora.

Con las mejillas blancas, Wyler gritó:

—¡Os digo que estáis en una órbita en la que os estrellaréis! ¡No podréis escapar y moriréis por nada!

—Te digo que te desnudes —contestó Chee—. ¿O tiene que hacerlo Adzel?

Wyler comenzó a quitarse la ropa después de una mirada a la boca de la pistola y a los implacables ojos detrás.

—Falkayn, ¿es que no tiene usted un poco de sentido común? —imploró.

La respuesta que consiguió fueron unas palabras pensativas:

—Sí, estoy pensando en cómo podríamos llevarlo con nosotros para interrogarle.

Las orejas de Chee se irguieron.

—¿Nosotros, Davy? —preguntó—. ¿Cómo íbamos a salir de aquí Adzel y yo? No, puedes rescatarnos después.

—Estoy completamente decidido a que vengáis también los dos —dijo Falkayn—. No sabemos lo vengativos que pueden ser los baburitas, o sus aliados humanos y merseianos.

—Además, necesitaré vuestra ayuda con Wyler; y también en la nave cuando hayamos despegado.

Adzel regresó de la cocina donde había estado revolviendo.

—Aquí está lo necesario para proporcionarte un bigote y un tinte en el pelo —anunció con orgullo—. Una lata de salsa de chocolate.

No parece ser lo que un héroe realmente deslumbrante utilizaría en su fuga de una prisión, pero tendría que servir. Mientras se desvestía, se ponía las ropas de Wyler y se sometía al «maquillaje», Falkayn intercambió con sus compañeros unas rápidas palabras y desarrollaron un plan, no mucho más precario que el que les había llevado hasta allí.

Adzel desgarró las vestimentas de Blyndwyr y le ató fuertemente a su lugar. Él y Chee mantuvieron a Wyler libre y desnudo, bajo la vigilancia de un arma de fuego. Toda la despedida que el tiempo permitía a Falkayn fue una bendición musitada por el wodenita. Quizá los tres nunca volverían a viajar juntos otra vez, quizá nunca regresaría junto a Coya y Juanita, pero no se atrevió a pararse para pensar en eso, ahora no.

El vestíbulo resonó con sus pisadas. Cuando llegó a la compuerta marcó el número que había visto antes y esperó, sintiendo lo mismo que si estuviera en un duelo, esperando que su contrario le disparara. Cuando los cuatro ojos del baburita le contemplaron desde la pantalla, no pudo evitar pasarse la lengua por sus resecos labios. Un sabor dulce le recordó lo tosco de su disfraz.

Habló sin ningún preliminar, como había hecho antes Wyler.

—Los prisioneros parecen haber perdido valor. Me han pedido que coja de su nave varias medicinas y remedios. Creo que eso podría hacerles cooperar.

Esperaba que los baburitas conocieran tan poco de la psicología humana como de sus cuerpos.

Antes de que la criatura contestase pasó un latido, luego otro.

—Muy bien, los guardias sabrán que deben esperarte —y luego oscuridad.

Falkayn encontró en un armario el traje espacial de Wyler y los correajes necesarios. El traje iba pintado de una forma característica, seguramente todos los empleados no nativos del planeta tenían alguna señal especial a efectos de identificación. Por tanto, debía acoplarse allí dentro, aunque él era algo más alto. Le hubiera venido bien algo de ayuda, pero no se atrevió a que ninguno de los otros dos entrase en el radio de alcance del teléfono, por si el baburita le volvía a llamar.

Cuando salió por la compuerta, sintió la gravitación como si fueran las mandíbulas de un bulldog. Ante él se extendía la pista de aterrizaje completamente vacía, salpicada con las cubiertas de los hangares como por marcas de viruela. Aquí y allí la cruzaba una forma de ciempiés, con alguna misión inimaginable. Luces blancas y azules brillaban sobre las fachadas de los edificios, tanto que el hielo del que estaban construidos relucía como el frío hecho visible. El viento gemía y le empujaba. No había ninguna estrella en la oscuridad por encima de su cabeza, solo dos de los satélites, de las lunas de Babur. El camino hasta su destino fue largo.

Cuando abrió el hangar, entró en el ascensor y descendió le parecía imposible que nadie saliese a impedírselo. Cuando llegó a la entrada de personal de su nave, el interior de su casco estaba tan lleno de sudor que se ahogaba, apenas pudo silbar la contraseña y desde la tumba de su infancia, surgió la superstición que graznaba: «Esto no puede continuar. Es demasiada buena suerte».

—Ya hemos tenido mala suerte, —se defendió él—. Llegamos demasiado tarde…, cuando la flota ya había partido.

«¿Crees que si aún estuviera aquí, estarías tan poco vigilado?».

La válvula giró, y mientras esperaba en la antecámara a que el aire cambiase, Falkayn invocó algunas de las técnicas budistas que empleaba Adzel y recobró parte de la calma.

«No debería existir el arco, la flecha ni el arquero; solo el disparo».

En el interior no se quitó la armadura espacial, aunque el frío la recubrió inmediatamente de una blanca escarcha. Un relampagueo de un conmutador en los controles de calor limpió instantáneamente su placa facial y fue corriendo hasta el puente. Mientras introducía su incómoda masa en el asiento de seguridad, dijo por la radio:

—Atontado, tenemos que liberar a Adzel y a Chee. Yo conduciré porque tú no has visto dónde están.

Aterrizaremos delante de una compuerta de entrada. Vuélala rápidamente…, no tendrán tiempo para salir en la forma normal; y ábreles la válvula exterior de la entrada número dos de la panza de la nave para que puedan subir. En cuanto estén a bordo, asciende al espacio, realizando las maniobras de evasión que tus instrumentos te sugieran como las más adecuadas. En cuanto estemos lo bastante lejos, pon la hipervelocidad, y quiero decir lo antes posible, olvídate de los márgenes de seguridad. ¿Está claro?

—Como de costumbre —dijo el computador.

La planta de energía cobró vida, total y susurrantemente. Los generadores del campo negativo arremetieron contra esa fábrica de relaciones físicas que llamamos espacio. La nave se deslizó hacia arriba.

Sus dedos danzaban con dificultad sobre la consola del piloto manual, estorbados por los guantes. Pero si el casco fuese agujereado seriamente por un disparo enemigo, cualquier respirador de oxígeno que no llevase protección moriría. En el exterior rugía el aire. Había dejado sin conectar el compensador de aceleración para poder contar con aquella ayuda extrasensorial en su complicada tarea, y ahora las fuerzas le zarandeaban, le lanzaban contra la red de seguridad y de vuelta contra el asiento.

El edificio estaba justo enfrente. Descendió y revoloteó delante de él. Desde una de las tórrelas, un cañón lanzó un cartucho con carga explosiva. Hubo una llamarada y la puerta exterior se derrumbó en ruinas. Con la delicadeza propia de un cirujano, un rayo de energía trazó un encaje sobre la válvula interior. El metal se puso al rojo vivo y se fundió.

Las figuras de ciempiés corrían por la pista. ¿Es que no existen defensas de superficie? Bueno, ¿quién podría haber supuesto un ataque de este tipo? Espera… Arriba…, a la luz de la luna, unas formas se zambullían repentinamente… Vehículos aéreos.

La barrera se desplomó y algo parecido a una nube de escarcha borboteó en el punto donde los gases baburitas y terrestres entraron en contacto. Fugazmente, Falkayn se alegró de que las puertas del módulo donde yacía Blyndwyr se cerrasen automáticamente. Adzel se arrojó hacia fuera, su gigantismo duplicado por su traje espacial. ¿Llevaba a Chee y a Wyler? Desde arriba escupieron una andanada de fuego. La nave hizo girar hacia allí su cañón y relampagueó en aquella dirección. Adzel se había perdido de vista, detrás de la curva del casco. ¿Qué había sucedido, por el amor de Dios, qué había sucedido?

—Están a bordo —informó Atontado al tiempo que hacía que la nave diera un salto.

La aceleración comprimió a Falkayn estrechamente contra su asiento.

—Los compensadores —ordenó con voz ronca.

Volvió a sentirse una gravedad estable, se oyó el bramido de la atmósfera al sentirse hendida y aparecieron las primeras estrellas. Falkayn se desabrochó la placa facial y oprimió el botón del comunicador interior con dedos temblorosos.

—¿Estáis bien? —preguntó a sus compañeros.

Un cohete explotó muy cerca, el estallido de una luz, el ruido, un temblor de la cubierta. Muddlin Through continuó su camino.

—Estamos bien, básicamente —resonaron los tonos de Adzel entre la furia que les envolvía—. Chee y yo, quiero decir. Desgraciadamente, nuestro prisionero fue alcanzado por un disparo proveniente de un vehículo aéreo, cuando lo llevaba bajo mi brazo derecho, penetró su traje espacial y lo mató instantáneamente. Dejé el cuerpo allí.

«Ahí está nuestra mala suerte —pensó Falkayn con rabia—. Yo le habría drogado y quizá me hubiese enterado… ¡Maldita sea dos veces!».

—También mi traje resultó dañado, aunque no lo bastante como para que no funcionase la reparación automática, y tengo una escama chamuscada —continuaba Adzel—. Chee iba a mi izquierda y no sufrió daño alguno… Me gustaría rezar una plegaria por Sheldon Wyler.

Falkayn había recuperado la frialdad.

—Después —dijo—. Antes tenemos que escapar. Contamos con la sorpresa y la velocidad a nuestro favor, pero la alarma ya debe haber llegado al espacio. Colocaos en vuestros puestos de combate, los dos.

Sabía, y también ellos, que en un encuentro con cualquier nave de guerra más pesada que una corbeta estarían perdidos. Durante cierto tiempo podrían esquivar los misiles, pero el enemigo también lo haría, y mientras tanto, los rayos de energía, impulsados por generadores mucho más grandes que los que podía transportar Muddlin Through, morderían unas placas mucho más delgadas que las de ellos.

No obstante, la probabilidad de un combate era pequeña. Era inverosímil que ningún baburita tuviese en aquel momento una posición y una velocidad tales como para igualar vectores, en el mismo punto espacial, con la nave del sistema solar, que aceleraba a toda velocidad. Prácticamente, todos los duelos a muerte en el espacio tenían lugar porque los oponentes deliberadamente lo habían querido así.

Pero los torpedos que rastreaban el blanco, dotados con una masa tan pequeña que les permitía enormes cambios en la velocidad y en la dirección, eran otra cosa. Y lo mismo podía decirse de los rayos que viajaban a la velocidad de la luz.

El cielo de Babur había quedado muy atrás, el globo aún se veía gigantesco sobre el firmamento, pero iba empequeñeciéndose. Los miles de estrellas ardían, algunas de ellas del color de la sangre.

—¿Cuándo podemos pasar a la hipervelocidad, Atontado? —preguntó Falkayn.

No debía faltar mucho. Se encontraban por encima del pozo de gravedad de Mogul y ascendiendo rápidamente por el de Babur. Pronto la métrica del espacio sería demasiado insignificante para interferir indebidamente con unos osciladores sutilmente ajustados. Una vez se estuviesen moviendo a su máxima pseudovelocidad más rápida que la luz, prácticamente no existía nada que poseyera unas piernas más rápidas que las suyas.

—Una hora coma dieciséis, dado nuestro vector actual —dijo el computador—. Pero propongo que añadamos varios minutos a ese tiempo para, aplicando un empuje transversal, nos acerquemos al satélite llamado Ayisha. Mis instrumentos muestran ahí un esquema de radiaciones posiblemente anómala.

Falkayn vaciló durante un segundo. Si en aquel satélite había instalaciones pesadas de superficie… Decisión.

—Muy bien, adelante.

El tiempo reptaba. Chee gritó salvajemente por dos veces, al destruir con su arma un misil interceptando su curso. Todo lo que Falkayn podía hacer era sentarse y pensar. Casi todo eran recuerdos en embarullada selección: en Lunogrado, volando con Coya en unas alas de tela; en Ikrananka, un sol rojo brillando por siempre sobre el desierto; la rigidez de su padre sobre noblesse oblige; el temor que sintió a que le cayera Juanita de las manos cuando se la pusieron en brazos; su primera noche con Coya y la última; las discusiones juveniles en el salón de bebidas sobre Dios y las chicas; los Burgueses de Calais de Rodin; el doble rielar de la luna sobre el Océano de la Aurora; una lluvia de fuego entre dos estrellas; Coya a su lado contemplando las curvadas torres de una ciudad situada en un planeta que aún no tenía un nombre humano; su madre empleando un prisma para explicarle la formación del arco iris; Coya y él riendo como niños durante una pelea con bolas de nieve en una estación invernal en el Antártico; el esplendor de un Ythiriano en las alas; Coya trayéndole café y unos sandwiches cuando estaba de turno de noche estudiando los datos sobre un mundo nuevo que la nieve estaba circundando; Coya… El disco de la luna, lleno de cicatrices, creció en la pantalla. Falkayn lo amplificó, lo estudió, repentinamente lo encontró: un extenso complejo de cúpulas, torres, hangares para naves, campos de aterrizaje, aparatos para pruebas…

—¡Informes! —ordenó automáticamente. ¿Le daba la impresión de que Atontado sonaba molesto? Imposible.

—Por supuesto —dijo el robot—. Las señales infrarrojas son de seres que termodinámicamente son similares o idénticos a los humanos.

—¿Quieres decir que todo eso no es de los baburitas? Bueno, entonces…

—¡Aya! —gritó Chee Lan mientras todo brillaba momentáneamente con un brillo incandescente—. ¡Cerca, amigos míos, cerca!

—Sugiero que no nos entretengamos —dijo Adzel.

La colonia, o lo que fuese, quedó oculta por una cadena montañosa, en tanto que la nave pasaba sobre Ayisha a toda velocidad.

—Según mis instrumentos —informó Atontado—, si seguimos como en el momento presente las condiciones se harán progresivamente menos insalubres para nosotros.

«Eso quiere decir que vamos a escapar —pensó Falkayn—, que estamos libres».

Los dolores y pulsaciones producidos por la tensión llegaron hasta su cerebro subiendo por todo su cuerpo.

—¿Dónde vamos entonces? —oyó decir a Chee. Se forzó a sí mismo a decir:

—A Mirkheim. Podríamos llegar justo antes que los baburitas y a tiempo para avisar a esos humanos que se acercaban al planeta y a los trabajadores que se encuentran allí.

—Lo dudo —replicó la cynthiana—. Lo más probable es que el enemigo nos lleve demasiada ventaja. ¿Debemos correr el riesgo? ¿No es más importante llevar a la Tierra la información que hemos recogido, decirles que, no sabemos cómo, Babur se ha hecho con una importante fuerza militar y técnica de respiradores de oxígeno? Un torpedo correo quizá no llegase.

—No, debemos intentar avisarles —dijo Adzel—. Eso podría impedir una batalla. Una muerte violenta ya es demasiado.

Falkayn asintió, cansado. Su mirada fue hacia atrás, hacia las inmutables estrellas. «Pobre Wyler —pensó—. Pobres todos nosotros».