Capítulo 4


LA NAVE espacial Muddlin Through partió del Sistema Solar a toda hipervelocidad en dirección al sol que los hombres llamaban Mogul. En términos galácticos, aquellas estrellas podían casi considerarse vecinas y las rítmicas ondas Schródinger la conducían a una pseudovelocidad miles de veces equivalente a la verdadera velocidad de la radiación. Sin embargo, antes de que alcanzase su destino sus relojes tendrían que registrar dos semanas y media; tan grande es el universo. Los seres inteligentes hablan con ligereza del paso de los años luz porque no pueden comprender lo que están haciendo.

David Falkayn, Chee Lan, Adzel y el robot Atontado estaban jugando al póquer en el salón. Mejor dicho, los que jugaban eran los tres primeros. El computador estaba representado por un sensor audiovisual y un par de brazos metálicos. Era un modelo avanzado que funcionaba a nivel de conciencia, y para mantener la nave en su rumbo se necesitaba una parte muy pequeña de su capacidad. Los viajeros vivientes aún tenían menos cosas que hacer.

—Apostaré un crédito —dijo Chee.

Una ficha azul tamborileó en el centro de la mesa.

—Dios mío —Adzel dejó sus cartas—. ¿Alguien quiere que le traiga más refrescos?

—Sí, gracias —dijo Falkayn pasándole una jarra de cerveza vacía—. Voy a subirla.

Dobló la apuesta. Después de medio minuto durante el cual el silencio fue atravesado por el débil rumor de los motores y los ventiladores, preguntó:

—Eh, Atontado, ¿qué pasa?

—Las probabilidades en contra y a favor de mi baza son exactamente las mismas —dijo la monocorde voz artificial.

La cavilación electrónica continuó durante unos cuantos segundos hasta que el robot se decidió.

—Muy bien —dijo igualando la apuesta de Falkayn.

¿Kiyao? —se preguntó Chee con las patillas temblorosas y moviendo con la cola el taburete sobre el que estaba sentada—. Bueno, si os empeñáis…

Ella también igualó la apuesta.

El humano se regocijó en su fuero interno. Tenía un full. Externamente, fingió pensárselo antes de subir la apuesta de nuevo. Atontado le siguió.

—¿Estás seguro de no necesitar algún ajuste? —le preguntó Falkayn.

—Los dioses te destruyan —dijo Chee presuntuosamente, y también siguió.

Mientras tanto, Adzel había vuelto con la cerveza de Falkayn, haciendo tronar sus cascos sobre la alfombra. Cuando estaba de viaje, el wodenita se abstenía de beber cerveza, pues ninguna nave hubiera podido llevar la suficiente, y en su lugar sorbía un martini de un vaso de un litro.

Falkayn subió la apuesta otro crédito y Atontado le siguió; Chee y Falkayn le contemplaron como si pudieran leer alguna expresión en sus lentes de vitrilo. Chee añadió lentamente dos fichas a la apuesta. Falkayn suprimió una sonrisa y volvió a subir. Atontado también lo hizo. Los pelos de Chee se erizaron.

—¡Que se vayan al infierno tus malditos transistores! —gritó, y tiró su mano.

Falkayn vaciló. Atontado había reconocido que sus cartas eran mediocres, pero… Las enseñó. Su oponente tenía cuatro reinas.

—¡Por los luceros azules! —Falkayn casi se levantó de la furia—. Dijiste que las probabilidades…

—Me refería a las probabilidades en favor de engañarte —explicó Atontado mientras apilaba la apuesta.

—Me da la impresión de que, después de nuestra larga separación, tendremos que aprender el estilo de jugar de cada cual desde el principio —observó Adzel.

—Bueno, escuchad —Chee barajaba el mazo—, me estoy cansando de jugar siempre al póquer. Escojamos un juego cada uno, ¿de acuerdo? Yo digo que demos siete cartas y que gane el que saque menos.

Falkayn hizo una mueca.

—Que cosa tan desagradable.

—Las probabilidades en juegos así son tan determinables como en los juegos conocidos —declaró Atontado.

—Sí, pero tú eres un computador —gruñó Falkayn.

—¿Quieres cortar? —le preguntó Chee a Adzel.

—¿Qué? —el dragón parpadeó—. Oh…, disculpadme, estaba aprovechando la oportunidad para meditar.

Su enorme mano dividió el mazo de cartas con una delicadeza asombrosa. La paliza que recibió en aquella ronda no pareció molestar sus sentimientos. Pero cuando le tocó a él escoger, anunció plácidamente:

—Esto va a ser como el béisbol.

—¡Oh, no! —gimió Falkayn—. ¿Qué os ha sucedido a los dos en estos tres últimos años?

Pronto había perdido y permaneció sentado, bebiendo y pensando con expresión lúgubre.

Cuando le tocó la vez, dijo:

—Ahora veréis, bastardos. Vamos a jugar al Número Uno. ¿Lo conocéis? Damos siete cartas, altas y bajas, los reyes y los dieces valen un punto, los sietes y los ases, comodines.

Om maní padme hum —musitó Adzel conmovido.

Chee arqueó el lomo y escupió. Acomodándose de nuevo sobre su cojín, protestó:

—Atontado puede fundir los fusibles.

—Es un problema menos complejo que calcular una entrada en órbita —la consoló la nave—, aunque es bastante más ridículo.

El juego se arrastró de una forma más bien extraña hasta que Falkayn se llevó todas las apuestas, mayormente por cansancio.

—Espero que todos hemos aprendido nuestra lección —dijo—. Te toca a ti, Atontado.

—Supongo que también se me permitirá inventar un juego poco ortodoxo —contestó la máquina.

Falkayn dio un respingo. Chee enroscó su cola, pero Adzel propuso:

—Es juego limpio. Sin embargo, de aquí en adelante, limitémonos a jugar simplemente al póquer.

—Mi afirmación es que este juego os confirmará en vuestro deseo —les dijo Atontado mientras barajaba—. Se juega igual que el póquer, solo que el juego no va demasiado lejos. Los jugadores recogen sus cartas sin verlas, de forma que todo el mundo pueda ver las manos de los demás menos la suya propia.

Después de un conmocionado silencio, Chee inquirió:

—¿Qué tipo de pervertidos fueron los que te hicieron la última revisión?

—Me estoy autoprogramando dentro de los límites de los tipos de tareas para los que fui construido —le recordó el computador—. Por tanto, siempre estoy activado pero sin nada que hacer, me dedico a que mi ociosidad sea creativa.

—Creo que la herejía maniquea acaba de marcar un tanto —dijo Adzel.

Van Rijn hubiera entendido la referencia; pero aunque Falkayn era razonablemente culto, no la comprendió.

Aquel juego, por lo menos, fue misericordiosamente corto. El humano se levantó cuando terminó.

—No contéis conmigo —dijo—. Voy a echar un vistazo a la cena.

Entre los hobbies con que mataba el tiempo cuando estaba de viaje estaba la alta cocina, de la misma forma que Chee lo hacía pintando y esculpiendo y Adzel estudiando historia terrestre.

Después de dar la vuelta al asado no se dirigió directamente al salón otra vez, sino que encendió una pipa y se encaminó al puente. Sus pisadas resonaban con fuerza debido a que se encontraban en el período, unas cuantas horas cada veinticuatro, durante el cual el generador de gravedad de la nave sobrepasaba en un cincuenta y cinco por ciento el empuje de la Tierra. Esto se hacía para acostumbrar a la tripulación a la gravedad que tendrían que soportar en Babur si llegaban a tocar la superficie de aquel planeta. Los cuarenta y cinco kilos de más no le cansaban demasiado; se distribuían de manera uniforme sobre un cuerpo en buena forma. Lo que principalmente tenían que adaptar él y sus compañeros eran sus sistemas cardiovasculares. No obstante, sentía la pesadez en sus huesos.

Los compensadores ópticos del puente proyectaban un simulacro exacto de la parte del cielo que se quisiese contemplar. Falkayn se detuvo en el panel de control. Más allá de los relucientes instrumentos se extendía la oscuridad, albergando una espesura de estrellas. Brillaban por todos lados, enjambres luminosos afilados como espadas, la catarata de plata de la Vía Láctea, las Nubes Magallánicas y la galaxia de Andrómeda, a la cual distancias que él nunca llegaría ver sobrepasadas hacían aparecer pequeña y extraña. Como si percibiese el frío primario entre ellos, protegió con su puño la cazoleta de su pipa, su símbolo en los viajes. Bajo los susurros producidos por la nave yacía un infinito silencio.

«Sin embargo, —pensó—, esos soles lejanos no están tranquilos. Ardían aterradoramente, la materia rodaba por el espacio, la energía bullía y trabajaba en el nacimiento de nuevos mundos y estrellas. Tampoco era eterno aquel universo; tenía su propio y extraño destino. Mirarlo significaba conocer la pena y la gloria de estar vivo».

Coya había conseguido más de una vez su deseo de que hicieran el amor allí.

Los ojos de Falkayn buscaron en la dirección del Sol, aunque ya hacía mucho que había desaparecido de la vista. Su experimentada vista aún era capaz de encontrar la dirección entre constelaciones cambiadas hasta el punto de que algunas no eran ya reconocibles y que estaban camufladas por el gran número de estrellas brillando en el vacío. «¿Cómo te las arreglas ahora, querida? —pensó, aunque sabía muy bien que gritar “ahora” a través de distancias interestelares era un ruido sin significado—. No esperaba sentir nostalgia en este viaje, me olvidaba de que mi hogar está donde tú estés».

En parte, reconoció, su pena era culpabilidad; no había sido sincero con ella. Pensaba que existía más peligro en este viaje de lo que había admitido. Y ella intentó ocultarle que también pensaba lo mismo. Sin embargo, la sangre había saltado en su interior después de tres años de sosiego cuando van Rijn había insinuado la idea. Unas líneas de un poema arcaico, una de sus principales aficiones, pasaron por su cabeza:

«Formo parte de todo lo que he conocido,

pero toda apariencia es un arco en el cual,

brilla ese mundo desconocido, cuyos límites

se desvanecen constantemente cada vez que yo avanzo.

¡Qué monótono detenerse, terminar!

¡Oxidarse herrumbroso, sin que el uso deslustre!

Como si respirar fuese vivir…».

Mientras se consolaba con el humo, decidió que bien podría admitir que el suyo era un caso desesperado de fiebre aventurera. Más adelante, Coya y los chicos podrían ir con él también. Mientras tanto…:

«Marineros míos;

almas que habéis trabajado, luchado y pensado conmigo…

que siempre acogisteis con juguetona bienvenida

el trueno y el rayo de sol, y que opusisteis

corazones libres, cabezas altas…».

Se interrumpió con una risotada. Ni Adzel ni Chee Lan acogerían con entusiasmo la idea de remar en una galera griega. No es que no hubiesen hecho cosas igualmente extrañas de vez en cuando, y quizá volvieran a hacerlas. Sería mejor que volviera al juego. Después de cenar, y si estaban de humor para ello, sacaría su violín y tocaría un rato. Nunca se cansaría de ver a aquellos dos bailando una danza campesina.