Capítulo 15
HERMES parecía una estrella azul al principio; después creció hasta ser un disco color zafiro veteado de blanco y de color más oscuro en el emplazamiento de su único continente; todo lo demás era el resplandor de los mares brillantes por el sol o plateados por la luna. Después ocupó la mitad del firmamento y ya no estaba delante sino debajo.
Había llegado el momento de peligro. La tripulación había conducido la Streak siguiendo una órbita parabólica que penetró en el Sistema de Maia desde un punto alejado de su plano elíptico, con la planta de energía nuclear cerrada y los aparatos de soporte vital funcionando al mínimo gracias a unos capacitadores eléctricos. De esta forma, si el radar de algunas de las naves de vigilancia de los baburitas la localizaba, sería tomada con toda probabilidad por un meteoroide, procedente del espacio interestelar, un tipo de objeto bastante corriente. Pero ahora, Falkayn tenía que aplicar empuje aunque fuese brevemente, para darle la velocidad precisa, si no quería que la nave ardiese al entrar en contacto con la atmósfera.
Ante sus ojos se deslizaban listas de datos: datos sobre la densidad del aire y su gradiente, la gravedad, la altitud, la curva planetaria, los vectores en constante cambio de la nave. Un resultado de computador comenzó a brillar con más fuerza: dentro de treinta segundos sería factible el descenso aerodinámico, supuesta una deceleración adecuada, y la nave descendería en un punto equis. Tenía que decidir si aprovechaba aquella oportunidad o esperaba la siguiente. Después se necesitaría una fuerza negagravitatoria menor, pero también el casco se calentaría más y el lugar de aterrizaje sería distinto. Apretó el botón que seleccionaba el descenso inmediato, mitad por razonamiento, mitad por un instinto muy adiestrado.
La deceleración le hizo incrustarse en la red de seguridad, al no existir un campo interior que la compensara. El peso se desplomó sobre su cuerpo, desgarrones oscuros cruzaron ante su vista, el trueno sonaba en su casco. Al cabo de algunos minutos todo aquello terminó y volaban libremente describiendo una línea oblicua. Estaban tan altos en la estratosfera que las estrellas aún brillaban en un cielo de un azul muy oscuro.
—¿Estáis todos bien ahí? —carraspeó por el intercomunicador.
—Tan bien como puede estarlo un tomate triturado —gruñó Chee desde la tórrela de control del armamento.
—Para mí la maniobra fue bastante refrescante, después de tanto tiempo sin pasar nada —dijo Adzel desde el departamento del motor—. Tengo muchísimas ganas de desembarcar y estirar las piernas.
A bordo de la Streak, Adzel no tenía espacio para otra cosa que ejercicios isométricos y flexiones. Cada vez que los otros querían descansar, tenía que salir de la cámara de recreo, que era la única donde podía extenderse, si no quería terminar sirviendo de portería en un juego de balonmano.
—Puede que tengas que correr más de lo que te gustaría —decía Chee oscuramente—. Si algún detector ha detectado nuestra fuente de energía…
—Estábamos pasando justo por encima del centro del océano Coribántico —le recordó Falkayn—. Las probabilidades nos son favorables… ¡Ehhhh!, ya empezamos a saltar.
La nave golpeó la cara interna de la estratosfera y troposfera en un ángulo calculadamente pequeño. Rebotó sobre aquel gas mucho más denso como lo hace una piedra botando sobre el agua. El choque hizo estremecer su estructura. Continuó volando durante cierto tiempo, casi libre, elevándose hacia el espacio y después describiendo una curva descendente otra vez para golpear y volver a saltar… otra vez… otra vez… Cada vez penetraba en la atmósfera más profundamente a una velocidad más baja. En el exterior, el día volvía azul el cielo que solo mostraba estrellas cuando la nave circundaba el lado nocturno del planeta. El lamento del aire al ser hendido se hinchó hasta convertirse en el rugido de un huracán. El mar y la tierra comenzaron a llenar más vista que el cielo.
Por fin estuvieron a solo unos cuantos kilómetros de la superficie, actuando como un cuerpo en suspensión. Para pedir las coordenadas geográficas, Falkayn apretó un botón, pues los satélites de navegación enviaban señales continuamente. Ansiosamente, comparó el mapa que tenía en las manos. Se encontraban encima de Tierra Grande, dirigiéndose hacia un punto de aterrizaje situado en las montañas Cabeza de Trueno. Bajo él se extendía el desierto interior del continente, iluminado por el sol, el suelo rojo se alzaba en fantásticos promontorios esculpidos por el viento, las hierbas eran escasas, el hombre estaba ausente por completo. Si no había sido observado aún, dudaba de serlo alguna vez, y por tanto podría utilizar el motor para llevar la nave bastante cerca de Hornbeck, el hogar ancestral de los Falkayn.
La voz de Chee cortó sus esperanzas como si fuera una espada.
—¡Yao leng! Dos naves del nordeste y del sudeste convergen sobre nuestro rastro.
—¿Estás segura? —casi gritó Falkayn.
—Radar y… sí, maldición y condenación, emisiones de neutrino, tienen plantas de energía nuclear. No creo que puedan navegar por el espacio, pero son grandes y puedes apostar que rápidas.
«Oh, no, no, no —Algo se retorcía en el interior de Falkayn—. ¡Hemos sido descubiertos! ¿Cómo? Bien, las fuerzas de ocupación deben ser mayores y más dispersas de lo que Eric creyó comprender, sea cual sea la razón. Después de todo, él se marchó antes de la ocupación… Alguien advirtió un estallido energético allá arriba e interrogó a un centro que dijo que quizá no era nada “baburita” y una amplia red detectora entró en acción y fuimos descubiertos y las naves militares más próximas fueron destacadas para comprobar quiénes éramos».
Echó a un lado el desmayo que sentía y preguntó:
—¿Hay alguna posibilidad de derribarles cuando se acerquen más?
—Yo diría que pobre —contestó Chee.
Falkayn asintió. Streak no era Muddlin Through. Con atmósfera y un campo de gravedad fuerte, era mucho menos ágil que unos aparatos diseñados para unas condiciones semejantes. No tenía generador de campo magnético capaz de detener un misil, sus contactos, desprovistos de protecciones, resultaban desesperadamente vulnerables a los rayos. Lo más verosímil sería que una nave de combate de primera clase la volara en pedazos antes de que pudieran hacer su primer disparo.
Intentar volver al espacio hubiese sido tan inútil como intentar combatir. Ya estaban marcados por los ingenios detectores. Una nave espacial en órbita ya debía haber sido alertada.
Durante el viaje, los tres discutieron esto y todas las demás contingencias que se les pudieron ocurrir.
—De acuerdo —dijo Falkayn—. ¿Dónde nos alcanzará, Chee?
—Dentro de quinientos kilómetros más, si mantienen su vector actual —respondió la cynthiana.
—Hemos tenido suerte después de todo. Estaremos ya muy adentrados en las montañas Thunderhead y en una parte que yo conocía bien cuando era pequeño. Aterrizaremos cerca de nuestro destino y nos esconderemos entre los bosques; quizá podamos escapar a la persecución. Vosotros dos dejad ahora mismo vuestros puestos, no tiene ningún sentido ya que sigáis estando de guardia. Chee, coge nuestras raciones suplementarias.
Los tres podían alimentarse con sustancias nativas de Hermes, pero faltaban algunas vitaminas y minerales. Falkayn continuó dando órdenes:
—Adzel, coge el equipo de viaje.
Había un fardo preparado desde el principio del viaje que incluía propulsores sobre los cuales podían volar si eludían la persecución del enemigo.
—Quedaros junto a la compuerta de personal, pero ataros a algún soporte. Muy pronto empezaré a usar los frenos.
Streak continuó su largo descenso, produciendo un estallido sónico que hizo temblar el terreno. Sobre el borde de aquel mundo se alzaron unas montañas azules y fantasmagóricas, después grises y pardas y oscuras, pobladas de árboles talus, las nieves eternas. Cuando la nave las sobrevolaba, las cumbres parecían formar rastrillos amenazadores. Las alturas orientales eran más suaves y caían formando largas curvas hacia el valle de Apolo, detrás del cual se encontraban las colinas de Arcadia, la llanura costera, la capital, Starfall, y el océano de Aurora. En esta vertiente el aire era más húmedo, había nubes, los prados alpinos relucían pálidos como el otoño y las laderas más bajas estaban cubiertas por un manto de bosques.
«¡Allá vamos!». Con un último impulso, la nave espacial quedó virtualmente en suspenso, se colocó en posición vertical, se hundió y chocó. Sus extremidades de aterrizaje mordieron el terreno, encontraron algo sólido y se ajustaron para mantenerse firmes. Para entonces, Falkayn ya no estaba en su sitio. Una dosis de equilibrio había compensado sus órganos del equilibrio durante el tiempo que tenía que pasar bajo una gravedad nula. Dio un empujón a una puerta, se lanzó por un pasillo, encontró la escotilla abierta y salió a toda velocidad por la pasarela, detrás de sus compañeros.
Ellos le dejaron ir el primero. Se lanzó por el calvero donde había posado la nave hacia los árboles que le escudaban; el vacío cielo estaba lleno de muerte. Arbustos y sarmientos crecían gruesos y rígidos entre los troncos. Recuperó su antigua habilidad y los apartó con lentos movimientos de los brazos y las espinillas. Adzel tenía que seguirle con más precaución, a menos que quisiese meter la cola en una trampa, pero cada una de sus zancadas era mayor que las del hombre. Chee viajaba de rama en rama con gran facilidad.
Cuando algo parecido a un silbido se oyó por encima de sus cabezas, Falkayn estaba suponiendo que habrían recorrido tres kilómetros. Mirando hacia arriba vio uno de los vehículos dirigiéndose hacia el Streak. Aquella forma esbelta era la de un A velan, producido para su utilización en planetas ocupados por humanos después de que el susto proporcionado por los shenna los había hecho armarse en cierto grado, y era una máquina bélica tan formidable como había temido. En su costado llevaba pintada una insignia: los ochos unidos que simbolizaban al Babur unido. Seguramente aquel aparato y otros semejantes habían sido comprados a través de testaferros años atrás y puestos bajo el cuidado de mercenarios humanos.
Cuando desapareció de su vista, Falkayn sintió cómo brotaba el alivio en su interior. No les había espiado.
—Déjame echar un vistazo —gritó Chee. Adzel le arrojó un par de gemelos ajustables a sus ojos y la cynthiana se elevó en solitario.
Falkayn se alegró de la parada, pero no por haberse cansado ya. Aún podía correr treinta kilómetros por un camino libre de obstáculos, sin respirar demasiado fuerte. Pero la parada constituía una oportunidad para expansionar sus sentidos, de convertirse en parte de aquel mundo, en lugar de verlo como una sucesión de peligros, uno tras otro.
La última luz de la tarde acuchillaba los troncos y las ramas desde un azul en el que vagaban pequeñas nubes. En aquella zona, los árboles eran en su mayoría «cortezas de piedras», sin hojas en aquella estación y «tejadillos», cuyas copas se habían vuelto amarillas pero que proporcionarían cubierta si escogía su camino de antemano. El suelo del bosque era menos tupido en aquella zona que en el punto donde habían tomado tierra: el recién caído manto que lo cubría crujía bajo sus pies, despidiendo un olor rico y húmedo. Entre las ramitas desnudas revoloteaban los ornitoides y una especie de piojos voladores danzaban en los rayos de sol como si fueran motas de polvo. Falkayn se sintió atenazado por un poderoso y repentino sentimiento de… no de haber vuelto al hogar…, era un sentimiento de anhelo. ¿Sería aquel aún su país o había vagabundeado lejos de él durante demasiados años?
No tuvo tiempo de pensar en aquello. Chee descendía apresuradamente.
—Uno de ellos ha bajado y el otro está sobrevolando, seguramente junto a nuestra nave —informó—. Pronto averiguarán que no hay nadie cuidando esa tienda.
—Será mejor que nos movamos de prisa —propuso Adzel.
—No —decidió Falkayn—. Hasta que no sepamos lo tenaces que van a ser, no. Escondámonos bien mientras podamos, especialmente tú, viejo cocodrilo.
Chee volvió a su puesto de vigía, mientras que Adzel se escurrió dentro de unos arbustos. Falkayn utilizó su pistola para cortar arbustos y ramas que esparció sobre la sobresaliente cola del wodenita. Él podía esconderse con más facilidad…
La cynthiana se deslizó hasta el suelo y corrió como un rayo.
—Se terminó el juego —dijo secamente—. Vienen cuatro hombres volando con propulsores describiendo espirales para rastrear mejor. ¿Os apostáis algo a que han conseguido un rastreador de olores?
Falkayn se puso rígido. A menos que encontrasen una cueva, no podrían esconderse de un instrumento sensible a los gases de la respiración y del sudor. Los animales salvajes podrían provocar retrasos con falsas alarmas, pero aquello apenas sería suficiente para beneficiar realmente a las piezas de aquella cacería.
«Esto podría ser el fin, después de todos estos años de buena suerte». La idea sonaba extraña. Idiotamente, preguntó en voz alta:
—¿Cómo es posible que tengan un rastreador de olores?
—Como precaución contra posibles guerrillas, o quizá ya haya guerrillas activas —dijo Chee—. Aunque me parece que solo uno de los hombres vuela con un rastreador. Si tuvieran más de uno, se habrían dividido en dos grupos.
—¿Podríamos lanzarnos nosotros al aire?
—¡Chu, no! ¿Qué le ha pasado a tu cerebro? Nos verían con toda certeza, estamos muy cerca.
—Cuando se acerquen, mis radiaciones se registrarán con mucha más frecuencia que las vuestras. Seguid adelante vosotros dos y dejadme aquí. Yo les entretendré —dijo Adzel bajo su escondite.
—¿Es que también tu cerebro se ha convertido en copos de avena? —gruñó Chee.
—Escuchad, amigos. En cualquier caso, para mí es imposible escapar…
Falkayn recuperó la inteligencia con la misma rapidez con que una espada vuelve a su vaina.
—¡Resplandor del sol! —gritó—. Demos la vuelta a esa idea. Adzel, quédate donde estás; Chee, tú ven conmigo y guíame en una dirección que les haga olernos los primeros.
—¿Qué tienes en la cabeza? —preguntó ella con las orejas en punta.
—¡Date prisa, vamos, lengua de trapo! —dijo Falkayn—. Te lo explicaré mientras corremos.
Falkayn se irguió bajo un tejadillo, en el borde de un grupo de cortezas de piedra cuyas ramas y ramitas recortadas contra lo que podía ver del cielo dibujaban formas esqueléticas. Escuchó un zumbido por encima de su cabeza y sus cazadores aparecieron ante su vista, muy alejados de las copas de los árboles. Eran humanos aunque no lo pareciesen; los propulsores a sus espaldas parecían un par de gruesas aletas; los cascos que cubrían sus cabezas, hueso desnudo; el metal brillaba con aquella tranquila luz. Por lo demás, llevaban unos desconocidos uniformes grises y tres de ellos transportaban armas energéticas cuyos largos cañones traicionaban su potente capacidad destructiva. El jefe, que volaba más bajo que el resto, llevaba una caja con antenas y válvulas delante, contadores en la parte de atrás: sí, era un rastreador de olores.
Aquel hombre señaló algo. Del arma de otro de ellos salió una descarga, que rebanó limpiamente unas ramas que cayeron y se aplastaron envueltas en humo de olor acre. Una voz amplificada tronó en ánglico con un fuerte acento:
—¡Salid al descubierto o quemaremos el suelo bajo vuestros pies!
Falkayn dio un paso al frente con las manos en alto. No tenía miedo, pero todos sus sentidos estaban agudizados al máximo: veía una a una cada hoja que crujía bajo sus botas, percibía cómo cedían bajo su paso, sabía que la brisa se llevaba el sudor de sus mejillas, bebía los aromas del crecimiento y de una decadencia llena de salud: le parecía imposible que la presencia de Chee no fuese un disparo de aviso.
Los soldados se detuvieron.
—Así está bien, quédate donde estás —ordenó la voz.
Los cuatro hombres conferenciaron; naturalmente, tenían miedo de una emboscada. Sin embargo, su instrumento solo delataba la presencia de aquel hombre.
Un animal arbóreo que colgaba de una de las ramas altas no contaba, era inconspicuo: su pelo gris con manchas oscuras, su postura era la de un animal congelado por la inmovilidad del terror. Chee se había revolcado entre el humus bajo las hojas muertas. Y los hombres no eran de Hermes, no sabían nada sobre la vida nativa del planeta. Era hasta posible que ninguno de ellos la hubiese siquiera advertido.
Uno de los hombres permaneció arriba y sus compañeros descendieron para apoderarse del prisionero. Cuando pasaban cerca de la cynthiana, ella sacó la pistola que tenía oculta bajo el vientre y abrió fuego.
La primera descarga acertó en el rastreador, desgarrando la cubierta y penetrando en los circuitos. El que lo llevaba gritó y lo soltó, pero el disparo siguió su trayectoria y le alcanzó también a él, cerrando la herida mortal al tiempo que la hacía. Su cuerpo continuó su descenso, colgando roto del propulsor.
El segundo disparo erró y solo alcanzó su blanco en la pierna, pero le puso fuera de combate. Voló directamente hacia lo alto, y era terrible oír sus gritos.
El tercero disparó contra Chee, que ya se había deslizado por la parte trasera del tronco y estaba en camino hacia el suelo, saltando de rama en rama atravesando metros de aire. Apuntó su arma hacia Falkayn, pero este ya había regresado bajo el refugio del follaje. Desde sus escondites, tanto él como Chee dispararon como pudieron y el soldado se retiró. Él y su compañero indemne enviaron llamarada tras llamarada, ciegos por la furia; en los puntos donde tocaban el suelo, los árboles ardían y el terreno humeaba. Centenares de alas se alzaron en pánico, los gritos de los tili casi ahogaban el seco trueno de los disparos.
Era inútil. Deslizándose de refugio en refugio, Falkayn estuvo fuera de aquella zona en cuestión de segundos. Chee tenía menos problemas en moverse sin ser vista. Cuando volvieron a reunirse con Adzel, Chee subió a un árbol y no divisó ningún elemento hostil, aparte de una de las naves a bastante altura. Los mercenarios debían haber ayudado a su compañero herido.
—No tendrán otro rastreador hasta que alguien no traiga uno de repuesto —dijo Falkayn.
Igual que antes no había sentido miedo, ahora no sentía entusiasmo, simplemente sabía lo que tenía que hacer y la urgencia le hacía pensar de prisa.
—Antes de que eso suceda, tenemos que estar muy lejos. Partiremos ahora, lentamente y con todas las precauciones. Cuando se haga de noche, lo que gracias a Dios será pronto, nos moveremos de prisa, y quiero decir de prisa —Dirigiéndose al wodenita, añadió—: Nada de esos nobles autosacrificios, ¿eh? Me llevas a mí y a Chee sobre la espalda y alcanzaremos una buena velocidad, sin necesidad de detenernos para descansar.
«Sí —pensó—. El antiguo equipo sigue trabajando bastante bien», y señaló una marca que se divisaba entre los árboles: Una inconfundible cima nevada.
—Hacia allí. Ahí vive mi gente.