Capítulo 16


HORNBECK ocupaba una meseta que surgía de una ladera baja del monte Nivis. Por el horizonte septentrional, el bosque trepaba hasta las alturas donde la blancura de la nieve resplandecía eternamente, y hacia el oeste sus límites también eran abruptos, pero por el este y por el sur la vista solo alcanzaba el cielo al final de las tierras de labor. La casa solariega de piedra gris se erguía ligeramente aparte de un conglomerado de viviendas de inferior categoría y otras dependencias. Allí, en la madera y los yacimientos de hierro, estaba el origen del dominio de los Falkayn, aquí estaba aún su corazón, aunque desde hacía tiempo sus empresas se hubiesen extendido por todo el planeta.

Mientras paseaban por un sendero que serpenteaba entre los campos, los contempló: vacíos terrenos pardos, desnudos totalmente en aquella estación, con excepción de los lugares donde el ganado pastaba las últimas hierbas abandonadas por el otoño. El día era despejado, fresco y no había viento, y el silencio era tan grande que el crujir de sus botas sobre la gravilla del sendero parecía lleno de un misterioso significado. Muy alto por encima de su cabeza aleteaba un «alas de acero», alerta en busca de alguna presa. Nada se movía sobre el suelo ni se veía un solo vehículo volando y rompiendo el silencio. Toda la colonia se había encogido en sí misma, enviando pocos mensajes al mundo exterior, y para eso breves; enviaba algunos de sus miembros aquí y allí, con los labios apretados, para misiones muy concisas, no se invitaba a visitantes… Como si se preparase para un asalto.

«Ataque que pronto sobrevendría, —pensó Falkayn—, de forma más peligrosa que un ataque físico».

Aquella mañana, la primera desde su llegada, él y su madre habían salido para hablar, después del torbellino de emoción de la noche del encuentro. Pero caminaron durante media hora sin decir palabra. Él no estaba seguro de lo que ella pensaba; habían pasado muchos años, y él mismo ni siquiera podía pensar en hacer algún plan. Su cuerpo estaba demasiado ocupado recordando…

Por fin fue Athena Falkayn quien tomó la palabra. Era una mujer alta, todavía hermosa y fuerte, cuya espesa cabellera blanca llegaba hasta los hombros. Iba vestida, al igual que su hijo, con un atuendo sencillo, con el escudo familiar, pero ella había añadido un collar de ámbar.

—David, querido, estaba tan contenta de volver a verte, tan horrorizada de todos los riesgos que has corrido primero, y después de comprender que habías salido indemne de todos ellos, que hasta ahora no he tenido tiempo para preguntártelo: ¿para qué has venido en realidad?

—Ya te lo dije —le contestó él.

—Sí. Para suceder a Michael como es tu derecho.

—Y mi obligación.

—No, David. Lo sabes muy bien. John y Vicky y sus cónyuges son perfectamente competentes —Se trataba de sus dos hermanos pequeños que no vivían allí—. Si vamos a eso, desde la muerte de tu padre fui yo la que me ocupaba casi de todo, puesto que Michael estaba fuera mucho tiempo con su destino en la armada. ¿O es que te has vuelto tan extraño que crees que no podremos arreglárnoslas?

Falkayn parpadeó y se frotó la cara, que estaba marcada por los días del duro viaje, viviendo de lo que encontraban por el camino y sin atreverse a volar.

—Eso nunca —contestó—. Pero, bueno, con mi experiencia…

—¿No podrías haberla aplicado ahí en el espacio con más utilidad, ayudando a organizar la guerra?

La mirada que su madre dirigió al cielo, patrullado por unas naves invisibles, fue como si hubiese alzado un puño.

—Lo dudo —dijo él ásperamente—. ¿Crees que el gobierno del Mercado Común querría mi colaboración? En cuanto a van Rijn…, bien, quizá me haya equivocado…, o puede que no. Pero… mira, Hermes siempre ha vivido en paz. Las vueltas y tumbos de la historia son irreales para ti, para todos los que vivís en este planeta, porque solo son un sinfín de nombres y fechas que aprendemos de niños y que después olvidamos porque no significan nada para nosotros. Yo, sin embargo, he visto la guerra, la tiranía, conquistas, derrocamientos, en decenas de razas. Esto me ha hecho visitar lugares de la Tierra, desde Jericó y las Termópilas hasta Hiroshima y Vladivostok; aunque había tantos sitios como estos que nadie tendría tiempo para visitarlos todos, conozco algo sobre la forma en que funcionan esos horrores. No mucho, la Liga tiene un montón de gente tan bien informada como yo o incluso mejor, pero creo que conozco el asunto mejor que la mayor parte de los de Hermes. Él la cogió del brazo y suplicó:

—Antes de continuar, por favor, pon un poco de aire dentro de este vacío en el que me he estado moviendo desde que llegué. Dime cuál es la situación aquí. He oído algo sobre una revolución social patrocinada por las autoridades de los ocupantes, pero no conozco los detalles. Ayer todos estábamos muy excitados y…, ¡Dios!…, nos pusimos muy sentimentales, ¿verdad? Todo fueron maldiciones contra los traidores que han soliviantado a los Travers; pero no puede ser tan simple como todo eso.

—No, no lo es —admitió Athena—. Aunque quizá tú puedas ver algo distinto de lo que yo temo ver.

—Cuéntame.

—Bueno, yo disto un año luz de tener todos los datos, y quizá mis propios prejuicios distorsionen los que tengo. Deberías hablar con otras personas, consultar los archivos de noticias…

—Pues claro —Falkayn rio con tristeza—. Tengo cincuenta años, madre. Bueno en Hermes cuarenta y cinco.

La sonrisa de la mujer sintonizó en melancolía con la de su hijo.

—Supongo que tengo que creerlo, pero no soy capaz de sentir que hace todo ese tiempo desde que el médico te dejó sobre mi estómago y pudimos oír que tenías un magnífico par de pulmones.

Continuaron caminando. Un puente de tablas que cruzaba el Hornbeck interrumpía el sendero. Se detuvieron en su centro y se apoyaron sobre la barandilla, contemplando las piedras del fondo a través de la superficie ondulada del agua. La corriente producía un ruido como un gorgoteo.

—Bien —dijo ella con voz baja y sin expresión—, ya sabes que los baburitas se presentaron en este sistema y anunciaron que éramos sus protegidos; pensaban apoderarse de nuestras escasas naves de guerra, pero Michael las condujo hacia el exterior del sistema.

Después de unos segundos, repitió en voz baja el nombre de Michael con una mezcla de orgullo y pena. Las moscas doradas con alas de gasas danzaban sobre el arroyo.

—Me imagino que Lady Sandra necesitaría un buen acopio de sangre fría —continuó—. La flota había desaparecido, su primogénito se había ido con ella… ¿Qué mejor excusa para destronarla? Debe haber hecho frente a esas criaturas y hacerles comprender que solo ella podía mantener un gobierno, que de otra forma heredarían la anarquía en un planeta del cual no sabían prácticamente nada, todo lo cual era cierto. Su propósito es salvar nuestras vidas, nuestra forma de vivir, todo lo que se pueda. Si tiene que ceder en algunas cosas, bueno, por lo menos yo le agradeceré cualquier cosa que logre conservar.

Falkayn asintió, y dijo:

—Eres sabia, madre. Ayer noche, escuchando a algunos de esos cabezas locas… Ayúdame a decirles que en la guerra y en la política no hay lugar para el romanticismo.

La mirada de Athena se posó en un glaciar que resplandecía bajo las nieves del monte Nivis, y continuó:

—Poco después los baburitas trajeron mercenarios que respiran oxígeno, humanos en su mayoría. Casualmente sé algo sobre esta gente porque la Duquesa me pidió personal de confianza para hacer averiguaciones, puesto que sería inevitable que algunas de las empresas de nuestro dominio entraran en tratos con los ocupantes, y Lady Sandra sabía que yo siempre he sido íntima de nuestros principales Seguidores. Tanto los humanos como los alienígenas son un grupo abigarrado, reclutado durante un largo período de tiempo: los arruinados, los amargados, avariciosos, los fuera de la ley, inmorales, aventureros sin rumbo fijo… Falkayn asintió, pues sabía que la civilización Técnica, en su expansión por el espacio con la velocidad y la ceguera de una fuerza de la naturaleza, había engendrado un buen número de aquellos seres.

—Solo reclutarlos debe haber exigido la existencia de toda una organización respaldada por abundantes recursos —dijo.

—Eso es evidente —contestó Athena—. Supongo que sus oficiales superiores conocían algo de la verdad, pero los rasos no lo sabían; lo que se les dijo a ellos fue lo siguiente: un consorcio de inversores, que querían permanecer en el anonimato, estaba preparando secretamente un ejército para alquilar tropas de choque que lucharían a buen precio en cualquier lugar donde se las enviase; bien en beneficio de sociedades que se encontrasen arrastradas ante una amenaza como la de los shenna, o para ayudar a aspirantes a imperialistas que se aventurasen fuera del espacio conocido. En particular insistieron en que los ymiritas podrían estar interesados y que auxiliares que respirasen oxígeno les resultarían muy útiles en planetas más pequeños; por ejemplo, para recaudar tributos en forma de artículos manufacturados obedeciendo órdenes.

Falkayn casi se quedó con la boca abierta.

—Casi tengo que… ni, tengo que admitir que son audaces —dijo—. Aunque pensar en Ymir era lo más lógico, es el objeto favorito de las supersticiones.

Porque prácticamente no sabemos nada sobre él, recordó. Llamamos así a un planeta gigantesco, que hace que Babur parezca un enano a su lado, cuyos habitantes viajan y fundan colonias por el espacio y que aparentemente no están interesados en contactar estrechamente con nosotros…, o quizá hayan decidido que somos demasiado distintos y que no vale la pena.

—Me preguntó por qué vosotros, la Liga, no tuvisteis ninguna sospecha de todo ese reclutamiento —continuaba Athena—. Los cálculos más aproximados que puedo hacer por las conversaciones que me han contado…, y bueno, entre nosotros, por los interrogatorios de guerrillas que públicamente negamos pero que nos mantiene informados… —Cogió aliento y continuó—. No importa, la gente a mis órdenes ha hecho un recuento lo más correcto posible de las tropas de ocupación… Son cerca del millón y tenemos informaciones que sugieren que hay otros tantos en la reserva.

Falkayn silbó. Pero…

—Es totalmente lógico que no nos llegase ninguna información sobre lo que estaba sucediendo —le dijo a su madre—. Un par de millones de sujetos reclutados poco a poco en diez mil lugares distintos, en docenas de planetas, no forman una estadística particularmente notable. De todas formas, siempre hay intrigas en curso en alguna parte. Puede que agentes de una compañía o dos hayan comprendido algo de lo que estaba sucediendo; pero si fue así, ellos, o sus jefes, no consideraron conveniente pasar la información al resto de nosotros y pedir una investigación a fondo. La comunicación entre los miembros de la Liga ya no es lo que era en el pasado.

«El espacio es demasiado grande y nosotros estamos demasiado divididos».

—Eso me había parecido —dijo Athena suspirando—. Bien, también me he enterado de que los soldados eran advertidos de que permanecerían aislados durante años, pero la paga que se iba acumulando era magnífica y en apariencia, disfrutaban de diversiones y espectáculos extraordinariamente generosos; cualquier cosa, desde cervecerías y burdeles hasta bibliotecas multisensoriales. Además, el planeta donde eran enviados tenía sus propias maravillas naturales que podían explorar, a pesar de su tristeza. De tipo más bien terrestroide, caliente, húmedo, perpetuamente cubierto por las nubes…

—¿Nubes? —dijo Falkayn—. Y nadie que no estuviese acceso a Altos Secretos podría saber qué planeta era.

—Ellos le llamaban entre sí Faraón. ¿Te dice algo ese nombre?

—No.

—Puede que además esté fuera del espacio conocido.

—Lo dudo. Hay siempre exploradores extendiendo los límites del espacio conocido y podrían encontrarlo. Yo diría que Faraón fue visitado una vez y figura en los catálogos con un número, ni siquiera un nombre, como un globo no demasiado interesante, comparado con la mayor parte de los demás… Okey. El ejército vivió y se entrenó allí hasta que hace poco fue embarcado y se enteró de que estaba trabajando para Babur contra el Mercado Común y posiblemente, también contra la Liga. ¿Ha afectado eso a su moral?

—La verdad, no lo sé. Mi personal, como verdaderos Herméticos, no se han hecho lo que se dice íntimos de los invasores. Mi impresión es que la mayoría de ellos aún se sienten perfectamente confiados. Si acaso, se alegran de poder devolver el golpe a una civilización Técnica que les trató a patadas. Por lo menos, los merseianos que hay entre ellos sienten así. Si algún individuo tiene remordimiento, la disciplina militar los mantiene tranquilos. Es un ejército altamente disciplinado —Athena sacudió la cabeza y terminó—: Temo no poder decirte más sobre ellos.

Falkayn cogió sus manos, que descansaban sobre la barandilla, y las apretó con fuerza.

—¡Por Judas, madre! ¿De qué te estás disculpando? Te has equivocado de carrera, deberías haber estado a cargo del cuerpo de información de Nick van Rijn.

Mientras tanto, no podía evitar pensar en que la reunión de aquella hueste debía haber sido épica. Tenía que haberlo hecho alguien con mucho poder.

—Continuemos andando —dijo Athena—. Necesito que el ejercicio me libere de mis miserias.

Adaptando su paso al de ella, Falkayn se sobrecogió.

—Sí, debe haber sido una especie de degustación anticipada del infierno tener que estar aquí sentado día tras día, inútil, mientras que… ¿Tengo razón en suponer que al principio los baburitas prometieron su no injerencia en asuntos domésticos?

—Más o menos.

—Y después de que tuvieron unas cuantas bases seguras aquí, se olvidaron de eso y han estado trayendo más y más tropas, estacionándolas por todo el planeta para evitar una sublevación.

—Exacto. Nos han impuesto un Alto Comisario que hace casi siempre lo que le apetece. Si Lady Sandra no le presta un mínimo de cooperación, es evidente que la depondrá y nos pondrá completamente bajo la ley marcial. Así que la pobre y valiente mujer aguanta, con Dios sabe cuántas luchas, con la esperanza de conservar alguna representación para las Familias, los Leales y los Travers fieles… Parte de nuestras instituciones…

—Claro que, al mismo tiempo, al seguir siendo Gran Duquesa da un cierto aire de legitimidad a los decretos de él… Bien, ¿quién soy yo para criticarle? No estoy allí sobre el trono. Dime algo sobre este Alto Comisario.

—Nadie sabe mucho. Su nombre es Benoni Strang; tampoco te dirá nada el nombre, ¿no? El pretende ser de Hermes, haber nacido Traver y haber ascendido por sí solo a puestos de responsabilidad. Hice que comprobasen todo eso en los registros de nacimiento y de la escuela, y es cierto. Parece que algunas malas experiencias en su juventud lo han convertido en un revolucionario, pero en lugar de afiliarse en el Frente de Liberación se marchó del planeta…, consiguió una beca de Desarrollo Galáctico para estudiar xenología, y nadie de aquí, ni siquiera su familia, supo algo acerca de él durante las tres décadas siguientes, hasta que de repente volvió a aparecer entre los baburitas. Los conoce muy bien, creo que tanto como es posible hacerlo a un respirador de oxígeno. Pero es un hombre sofisticado que se nota que se ha movido en ambientes humanos al más alto nivel.

Falkayn frunció el ceño contemplando los campos. Un animalillo chapoteaba por el borde del sendero dirigiéndose hacia la cuneta, una pequeña forma peluda cuya libertad no era afectada por las naves ni los soldados.

—Y está aprovechando esta oportunidad para vengarse —dijo Falkayn—. Supongo que él diría para arreglar viejas injusticias, es lo mismo. ¿Ha conseguido que le apoye el Frente de Liberación?

—No, en realidad no —dijo Athena—. Su líder, Christa Broderick, fue entrevistada por la televisión después de que el Comisario hiciera pública su intención de llevar a cabo algunas reformas sociales básicas. A ella eso le parecía bien, y muy pronto un buen número de sus seguidores se dieron de baja, alegando que ellos eran Herméticos antes que otra cosa. Y después él no ha hecho ningún esfuerzo para entrar en contacto con su organización; la está ignorando por completo. Ella parece resentida, y aunque la censura no le dejaría denunciarlo abiertamente, su silencio público indica bien a las claras su postura. Los seguidores Travers del Alto Comisario están formando un partido.

—La acción de Strang no me sorprende —observó Falkayn—. El no querrá tener como aliado a un grupo nativo fuerte, pues tendría que darle voz, y esa voz no siempre sería un eco de la suya. Si uno planea reestructurar una sociedad, lo primero es atomizarla.

—Él ha hecho saber —contestó Athena—, a través del trono, que habrá una nueva Asamblea que redactará una nueva Constitución —lo cual ya sabes que está previsto en nuestra constitución— en cuanto puedan ser establecidos los procedimientos adecuados para la elección de los delegados.

—¡Sííí! Eso quiere decir, tan pronto como él pueda dominarla, por no mencionar el hecho de que todo sucederá bajo las bocas de los lanzamisiles de los baburitas. ¿Sabes qué cambios piensa hacer?

—Nada ha sido prometido definitivamente aún, excepto el fin de los privilegios especiales. Pero estamos oyendo hablar tanto de una propuesta que estoy segura de que es algo programado para ser aprobado. Los dominios serán «democratizados» y llevarán a cabo todas sus operaciones por medio de una autoridad comercial y central.

—Una base buena y sólida para un estado totalitario —dijo Falkayn—. Madre, hice bien en regresar. Ella le miró durante un rato antes de preguntar:

—¿Qué te propones?

—Tendré que enterarme de más cosas y pensar mucho antes de decidirme por algo concreto —contestó él—. Sin embargo, creo que básicamente me haré cargo de la presidencia de este dominio como me corresponde por derecho y organizaré la resistencia entre el resto.

—Te encarcelarán en el instante en que tu presencia aquí sea pública —protestó ella.

—¿Lo crees así? No es probable. Apareceré en público con mucho ruido. ¿Qué he hecho de ilegal? Nadie puede probar cómo o cuándo llegué aquí. Podría haber estado meditando en una heredad en el campo desde antes de la guerra. Y… el episodio Shenna me convirtió en un héroe modelo estándar; ya sé que no es muy modesto por mi parte, el hecho a menudo ha sido una condenada molestia. Si Strang procede con tanta cautela como dices, no actuará contra mí sin una provocación flagrante, que yo no le proporcionaré. Creo que puedo contar con la adhesión de las Familias y los Leales, devolverles la moral, y que también puedo atraer a muchos de los Travers. Cuando se reúna la Gran Asamblea tendremos peso en ella, no mucho a lo mejor, pero algo. Puede que, por lo menos, logremos preservar las libertades civiles más elementales y mantener a Hermes como un símbolo al que el Mercado Común no pueda abandonar.

—David, me temo que eres demasiado optimista —avisó Athena.

—Ya lo sé —contestó él lúgubremente—. Por lo menos, odiaré los próximos años, o todo lo que dure la guerra…, separado de Coya y de nuestros chicos, con el mismo vacío en nuestras vidas…; pero tengo que intentarlo, ¿no es cierto? Si abandonamos toda esperanza, perderemos todas las esperanzas.

Falkayn había dejado a Adzel y a Chee en los bosques antes de recorrer los últimos kilómetros hasta la mansión. Una de sus primeras preocupaciones fue esconderlos en lugar seguro sin que demasiada gente se enterase de su presencia, ni siquiera los de Hornbeck.

Athena se había encargado de ello inmediatamente. La Duquesa Sandra había distribuido entre gente de confianza al personal de Supermetales que ella había evacuado de Mirkheim, tan pronto como los baburitas anunciaron su intención. Athena se había hecho cargo de Henry Kittredge, el jefe de operaciones, enviándolo a una cabaña de caza, en la espesura. Nadie sabía que estaba allí, excepto ella y unos cuantos ultraleales que le llevaban todo lo que necesitaban. Se alegró mucho cuando el wodenita y la cynthiana fueron conducidos, volando en sus propulsores después de oscurecido, para hacerle compañía.

Por la mañana, los tres se sentaron y charlaron durante largo rato. Kittredge se sentó en el porche de la cabaña de troncos, Chee se colgó de una silla a su lado y Adzel se tendió cómodamente sobre el suelo exterior, levantando la cabeza por encima de la barandilla de la galería. La luz del sol se filtraba entre los árboles que rodeaban la cabaña, haciendo resaltar con viveza los colores amarillo, tostado, blanco, azul de las hojas que quedaban. De vez en cuando, remotos zumbidos y aleteos provocados por la vida animal surgían de entre las moteadas sombras. Por lo demás, el aire era silencioso, cortante y bastante fresco.

—Libros, cintas, televisión —decía Kittredge—. Charlar siempre que alguien me traía más pitanza. Se hacía demasiado solitario. Pero resultaba aburrido, a veces he llegado a desear que sucediese algo, cualquier cosa, buena o mala.

—¿No podrías haber buscado diversión en el bosque? —le preguntó Adzel.

—Nunca me he atrevido a ir demasiado lejos, podría perderme o pasarme alguna de las mil cosas imprevistas que le suceden a uno en un planeta muy distinto del propio.

Chee hizo caer las cenizas del cigarrillo que tenía en la boquilla.

—Vixen tiene un hemisferio habitable para los humanos —dijo—, y con bosques y todo.

—Pero no son como estos, solo en apariencia se parecen —replicó Kittredge—. Demonios, con todos los mundos que habrás visto ya podías saberlo. Me conformaría con regresar a ver Vixen, y nunca más volvería a sacar el rabo de allí —añadió melancólicamente.

—Creo que lo mismo nos sucede a los demás —murmuró Chee.

—Yo os entiendo —dijo Adzel suavemente—. El hogar es el hogar, por muy duro que sea.

—En Vixen ahora se vive mejor que antes —dijo Kittredge con un estallido de orgullo—. Nuestra parte de Supermetales ha llegado para pagar el establecimiento de una cadena de estaciones meteorológicas que necesitábamos como el pan y…, bueno, por lo menos eso hemos ganado, sea lo que sea de Mirkheim en el futuro.

Chee se agitó inquieta.

—Podría haber alguna diferencia en lo que suceda con Mirkheim al final si Adzel y yo pudiésemos continuar nuestra misión —declaró—. ¿Tienes idea de cómo podríamos conseguir una nave?

Kittredge se encogió de hombros.

—Lo siento, pero no tengo ni idea. Supongo que dependerá de lo que esté sucediendo por esos mundos.

—Debes saber algo sobre eso —le apremió Adzel—. Te has pasado aquí un montón de tiempo viendo los noticiarios y también tienes que haber hablado con los de Hermes viva voce.

—¿Hablar cómo? —dijo Kittredge arqueando las cejas.

—No le hagas caso —le aconsejó Chee—. Se pone así de vez en cuando. Y vosotros dos, ¿qué sabéis de él? ¿Qué tipo de sociedad tiene?

—Sabemos bastante —le aseguró Adzel—. David Falkayn lo discutía con nosotros una y otra vez. Tenía que hacerlo.

—Sí, supongo que es lógico —dijo Kittredge compasivo—. Bien, todo lo que he podido descubrir es que los baburitas intentan por medio de su comisario, el humano, montar una revolución en Hermes…, desde arriba, aunque sin duda esperan obtener apoyo en los de abajo. Todo el esquema de las leyes y la propiedad va a ser revisado, la aristocracia será abolida y se establecerá una «república participativa», qué sabe Dios lo que quiere decir.

El cuello de Adzel se enderezó y Chee se sentó completamente rígida con los mostachos temblorosos.

—¿Chu-wai? —exclamó—. ¿Por qué demonios tiene que importarles a los baburitas el tipo de gobierno que haya en Hermes mientras esté bajo su control?

—Creo que planean mantener su control aquí —contestó Kittredge— también después de la guerra…, y para eso tendrán que establecer un gobierno nativo probaburita, puesto que de otra forma gran parte de sus fuerzas estarían aquí empantanadas —Se acarició la barbilla y añadió—: Me figuro que esta invasión no fue simplemente para adelantarse a la del Mercado Común.

—Eso fue una mentira llena de veneno desde el principio —dijo Chee vivamente—. El Mercado Común nunca tuvo semejante intención, y los baburitas no podían ignorarlo.

—¿Estás segura?

—Completamente. Van Rijn por lo menos habría oído rumores y nos lo hubiera dicho. Además, nosotros venimos directamente del Sistema Solar. Hemos visto el desorden en que se halla el esfuerzo bélico allí: falta de preparación militar, torbellino político, uno de los principales partidos aullando aterrorizado por la paz a cualquier precio… El Mercado Común no está, y nunca lo ha estado, en forma para lanzarse a una política imperialista.

—Entonces, ¿por qué demonios invadieron Hermes los baburitas? ¿Y por qué quieren conservarlo dentro del imperio que piensan construir alrededor de Mirkheim?

—Ese es un misterio entre otros misterios —contestó Adzel—, y el mayor de ellos es el porqué los baburitas se lanzan a una campaña de conquista. ¿Qué esperan ganar? Un mundo, una especie inteligente, saben que siempre se pierde reemplazando el comercio pacífico por la subyugación armada. Hasta el mismo Napoleón observó una vez que con las bayonetas puede hacerse todo menos sentarse encima de ellas. Por supuesto que es posible que en Babur exista una pequeña clase dominante que anhele los beneficios de todo esto… ¡Hro-o-oh!

Se puso en pie de un salto mientras Chee desenfundaba la pistola que llevaba en una cartuchera. Entre los árboles había aparecido un coche.

—Tranquilos, tranquilos —dijo Kittredge riendo y levantándose de su asiento—. Trae suministros extra para alimentaros a vosotros dos.

Adzel se relajó y Chee también, aunque más lentamente, y preguntando:

—¿No es un poco arriesgado? Una patrulla de observación podría verlo.

—Yo pregunté eso mismo —le tranquilizó Kittredge—. La señora Falkayn dice que la familia siempre ha dejado a sus servidores el uso de esta cabaña para cazar cuando no estaba ocupada por algún familiar o amigo. No hay nada de extraordinario en que alguno de ellos se dé un pequeño paseo hasta aquí durante unas horas.

El vehículo aterrizó en el claro delante de la cabaña y el piloto descendió del aparato. Kittredge musitó: «¡No le conozco!», y la mano de Chee se dirigió de nuevo hacia el arma.

—Soy un amigo —dijo el extraño—. Me envía Lady Athena; os traigo comida.

Se acercó, bajo, corpulento, curtido por el sol y el viento, vestido con sencillez y con un andar ligeramente tambaleante.

—Me llamo Sam Romney, de Longstrands.

Hubo presentaciones y apretones de manos. Kittredge trajo cerveza y todo el mundo se sentó cómodamente.

—Soy pescador —contaba Romney—, dueño de naves e independiente, pero he hecho con los Falkayn la mayor parte de mis negocios y hemos intimado bastante, de hecho, hum, uno de sus hombres de Mirkheim está ahora mismo de superintendente en uno de mis arrastreros en alta mar. Las despensas de Hornbeck no podrán alimentar a alguien de tu tamaño, Adzel, no sin que se notara demasiado el agujero, así que ayer por la noche la señora Athena me envió un mensajero pidiéndome que viniese con esto y explicándome más o menos cómo están las cosas. También piensa, y creo que tiene razón, que podría ser útil para vosotros tener contactos con el exterior, en estos tiempos en los que nadie sabe qué va a suceder mañana.

—Quizá —musitó Chee, que se enroscó sobre un cojín y encendió otro cigarrillo. El daño que pudiera haberse hecho ya estaba hecho.

Adzel examinó estrechamente al recién llegado.

—Perdone —le dijo—, pero ¿no es usted uno de los Travers?

—Claro que sí —contestó Romney.

—No pretendo dudar de su lealtad, señor, pero se nos ha dado a entender que la situación social de Hermes es muy conflictiva.

—Se puede confiar en los Travers de este dominio —señaló Kittredge—, si no yo hubiera sido atrapado hace semanas.

—Sí, por supuesto, el fenómeno del servidor leal es razonablemente general —dijo Adzel—, y es evidente que el capitán Romney está de nuestra parte. Me pregunto simplemente cuántos más hay como él.

El marinero escupió en el suelo y contestó:

—No lo sé. Eso es una maldición, tener al enemigo entre nosotros, no poder ya decir en voz alta lo que pensamos. Pero os puedo decir esto: hay muchos Travers que nunca se han tragado todas esas monsergas del Frente de Liberación. Como yo mismo. No tengo ninguna queja contra las Familias y los Leales, ni un átomo. Sus antepasados se lo ganaron, y si ellos no lo mantienen lo pueden perder en juego limpio. Además, una vez que el gobierno comience a dividir la propiedad, ¿dónde se detendrá? Yo trabajé duro para conseguir lo que tengo y quiero que mis hijos lo hereden después…, no una pandilla de vagos que nunca se han molestado en hacer nada por sí mismos, excepto eructar al unísono cuando su glorioso líder les ordena que lo hagan —Sacó una pipa y la bolsa de tabaco y continuó—: Además, varios del Frente me han contado, ya sabéis que de todas formas la gente de vez en cuando habla en plan confidencial, que tampoco ellos están contentos. No quieren que los cambios sean impuestos por esos reptiles, y que Babur se valga de un traidor como Strang hace que todo el asunto huela peor todavía. Y ellos, es decir, los del Frente, no han sido invitados a ninguna conferencia. Strang les ha dedicado un montón de alabanzas por, como dice él, los nobles ideales que han defendido durante tanto tiempo… ¡Puaf! Les ha dado unas cuantas palabras bonitas, como quien tira un hueso a un perro, y eso es todo —Después de cargar la pipa, la encendió antes de terminar—: Claro que tenemos una minoría, pero bastantes de todos modos, de perros que están locos de alegría ante las perspectivas que se nos presentan. Tengo que decir en honor suyo que su líder, Christa Broderick, no se cuenta entre estos. Pero esto no quiere decir otra cosa más que todo lo que le queda es un fragmento de la antigua organización, sin ningún poder efectivo. Puede que cuando se reúna la Gran Asamblea la Duquesa conserve algo de influencia, pero Broderick no, Broderick no. Adzel buscó los ojos de Chee, y dijo:

—¡Socia, sospecho que debemos asegurarnos de que Davy habla con Lady Sandra antes de que se dé a conocer o haga algo irrevocable!