Capítulo 5
EL SOL de Babur brillaba más del doble que el de la Tierra, pero la distancia entre él y el planeta era más de seis veces mayor, por lo que Mogul se veía en el cielo como un disco diminuto de un resplandor insoportable. Uno de los cuatro satélites con que contaba el planeta estaba tan cerca que podían verse los cráteres; el resto eran pequeñas hoces afiladas. El mundo era un globo parduzco, ensombrecido en parte por la noche, en parte velado por bandas y remolinos de nubes blancas con tonos dorados, marrones o rosáceos. Lo majestuoso del panorama hizo entender a Falkayn por qué el humano que lo había descubierto lo bautizó con el nombre de un conquistador de la India que había pasado a la historia con el sobrenombre de Tigre. «No sabía lo acertado de su bautismo», pensó.
El puente donde se encontraba se hallaba en el más profundo silencio y solo se oía el murmullo de los ventiladores. Muddlin Through maniobraba con el hipermotor apagado a una velocidad verdadera de unos cuantos kilómetros por segundo. Chee estaba en la torreta de control de armamento y Adzel en la sala de máquinas, sus puntos problemáticos. La responsabilidad de decidir cuándo el peligro se haría tan grande que fuese necesario huir o luchar recaía en Falkayn. Dudaba de que fuese posible alguna de estas dos cosas. Las dos naves de guerra que habían salido a desafiarlos cuando se acercaban, y que ahora los escoltaban, flanqueaban y seguían su casco en forma de dardo como lobos acorralando una presa. La distancia los hacía aparecer diminutos, hasta que Falkayn hizo una ampliación de la sección donde se encontraban: entonces vio que tenían el tamaño de un destructor Técnico, pero con un armamento mucho más numeroso; eran arsenales volantes.
Cuando Atontado habló, dio un salto y rebotó contra la malla de seguridad que le retenía en su asiento.
—He comenzado el análisis de los datos obtenidos de los detectores de masa y de neutrino, del radar y de los registradores de impulsos de gravedad y de hipervelocidad, y del campo interplanetario local. Unas cincuenta naves, aproximadamente, están en órbita alrededor de Babur; sujeto a correcciones. Solo hay una cuyo tamaño se corresponda más o menos con el de un acorazado o equivalente. La mayor parte parecen ser naves sin armas, quizá transportes capaces de tocar superficie. Pronto estará disponible una información más detallada.
—¿Cincuenta? —exclamó Falkayn—. Pero sabemos…, en aquella exhibición cerca de Valya…, sabemos que su flota es igual, por lo menos, a la del Mercado Común. ¿Dónde está la mayoría?
Sus compañeros habían estado escuchando por el intercomunicador, del que ahora surgió el lento bajo de Adzel:
—Es inútil especular. Nos faltan hechos sobre los planes de Babur, incluso sobre la sociedad cuyos dueños han bosquejado esos planes.
«Nadie les prestó atención hasta que fue demasiado tarde —pensó Falkayn—. Seres que respiran hidrógeno, que son alienígenas, que, tanto en mercados como en recursos, tienen muy poco que ofrecernos a los respiradores de oxígeno, y por la misma razón, no debieran tener nada por lo que pelearse con nosotros. Había demasiados planetas atrayéndonos con tesoros, con productos básicos, con nativos no demasiado distintos de nosotros. Ni siquiera recordábamos que existiese Babur… Todo un mundo, tan antiguo, complejo y lleno de maravillas como puede serlo la Tierra».
—Creo que sé dónde están las naves que faltan —dijo Chee—. Nunca estuvieron destinadas a permanecer ociosas.
La mente de Falkayn daba grandes pasos por una ruta muy hollada ya.
«¿Cómo lo logró Babur?… ¿Cómo construyó una fuerza tan grande en solo veinte o treinta años? No han podido simplemente limitarse a poner armas en unas copias de las pocas naves mercantes que habían producido hasta entonces; limitarse a trabajar sobre planos de militares humanos. Todo tuvo que ser adaptado a las peculiares condiciones de Babur, las características necesidades de sus formas vitales».
Recordó las formas de las naves que les daban escolta: «con una gigantesca panza, como si estuvieran preñadas… ¿Con qué tipo de nacimiento? Aquel volumen extra albergaba tanques criogénicos. El reciclaje del aire no era por sí solo adecuado para seres que respiraban hidrógeno, una atmósfera así se filtra lentamente al exterior por los átomos del casco y debe ser repuesto a partir de gases líquidos. Una fina lámina de una determinada aleación de supermetales podía acabar con eso, pero los baburitas no sabían que Mirkheim existiese cuando alguien tomó la decisión de construir una flota de guerra. Y el problema de las filtraciones era solo el más fácil de resolver, el más obvio al que habían tenido que hacer frente los ingenieros».
»Antes de que comenzase la fabricación de las naves, el esfuerzo tanto en investigación como en desarrollo debía haber sido extraordinariamente sofisticado. ¿Cómo fueron capaces de completarlo los baburitas en el tiempo en que lo habían hecho, ellos que nunca habían salido de su mundo nativo cuando los hombres los encontraron?
»¿Habrían alquilado expertos en el exterior? Si así fuese, ¿quiénes y cómo habían podido pagarles?
Su repetición de las preguntas que fueron formulándose sin respuesta desde la primera vez que se había percibido la amenaza, fue interrumpida. Atontado estaba haciendo una de sus raras contribuciones a la conversación:
—Es probable que los baburitas hayan estado previniendo una guerra con otros respiradores de hidrógeno.
—No —contestó Adzel—. En ningún lugar del espacio conocido hay otros con una tecnología comparable, excepto los imiritas, que son tan distintos de ellos como los baburitas de nosotros.
—Sugiero que me escribas un programa de ciencia política —dijo el computador.
—¿Queréis dejar de decir tonterías vosotros dos? —ladró Falkayn—. El hecho es que tienen aquí muchas menos naves de las que sabemos poseen. Y yo comparto la disparatada idea de Chee de dónde habrán ido el resto de las naves. Si nosotros…
El comunicador exterior gimió. Lo activó, y la imagen de un baburita llenó toda la pantalla.
Unas sombras se movían en la penumbra alrededor de aquella fantasmagórica forma, mezcla de ciempiés, centauro y langosta, que realmente no se parecía a ninguno de aquellos animales. Los cuatro diminutos ojos detrás del esponjoso hocico no podían hacer buen contacto con los suyos. El ser zumbó su latín de la Liga, unos ruidos que el vocalizador convertía en los sonidos apropiados.
—Hemos comunicado con la Banda Imperial de Sisema y vais a recibir instrucciones. Esperad.
El anuncio no era ni cortés ni grosero; únicamente decía cómo estaban las cosas.
Después la imagen se desvaneció. Falkayn estuvo solo con sus pensamientos durante un minuto, y estos volvieron a repasar lo poco que sabían.
«Sisema» no era nada más que la forma en que el vocalizador traducía un sonido que en el original era un fino zumbido. Lo de «Banda Imperial» era un intento de los baburitas, sugerido probablemente por anteriores visitantes humanos, para traducir un concepto que no tenía equivalente en la Tierra. Aparentemente, la unidad social en Acarro —así llamaba el vocalizador a una de las regiones del planeta— no era el individuo, la familia, el clan o la tribu, sino una asociación de seres unidos por lazos más poderosos y penetrantes que todos los que los hombres conocían, que tenía que ver con cierta reciprocidad y complementariedad de sus ciclos sexuales, pero que abarcaba todos los aspectos de la vida. Cada Banda tenía su propia personalidad, y las distintas Bandas eran entre sí más diferentes que los miembros de unas y otras. Pero los informadores habían contado a los xenólogos que cada miembro era único y hacía una contribución especial; la unión de todos no era subordinación, era comunicación (¿comunión?), en un nivel más profundo que el consciente. ¿Podría ser telepatía? Resultaba difícil saber qué querría decir una palabra así en este mundo, y los informadores no se habían prestado a hablar más o no pudieron hacerlo. De hecho, los baburitas irradiaban ondas de frecuencia de forma variable, y estas ondas eran lo bastante fuertes para ser detectadas por un aparato sensible en las cercanías. Si esto se debía a la química de sus neuronas, quizá otro sistema nervioso pudiese actuar como receptor. Era posible, pues, que una parte de la tradición no fuese transmitida en forma escrita u oral, sino percibida directamente.
En potencia inmortal, una Banda practicaba la adopción además de la reproducción. Las interadopciones unían los diversos grupos de la misma forma que las familias humanas se habían aliado antiguamente por medio de matrimonios. La Banda Imperial parecía tener prioridad en casos semejantes y era la dominante, adueñándose de un liderazgo que, finalmente, le había proporcionado el dominio de todo el planeta. Sin embargo, no se trataba de una verdadera monarquía o dictadura. Las Bandas se autorregulaban, no eran propensas a entrar en conflicto con su propia especie y necesitaban poco gobierno, en el sentido terrestre de la palabra.
Falkayn pensó que aquello hacía aún menos comprensible su repentina agresividad. Hacía treinta años intentaron cierto negocio audaz y fueron escaldados por el agente de Solar de Especias y Licores…; pero, diablos, aquello había sido un incidente sin importancia, no era la razón por la que se habían puesto recientemente a vociferar sobre su derecho a «controlar su espacio ambiental». Tampoco parecía segura la idea de dividir las estrellas en esferas de influencia. La Liga no podía tolerarlo si quería sobrevivir como un conjunto de empresarios en un mercado abierto. El Mercado Común podría aceptar el principio…, pero no lo haría si eso significaba la pérdida de Mirkheim, exactamente el explosivo tema que Babur había seleccionado para precipitar la crisis.
«Supongo que hasta los agentes de esas compañías de los Siete que comerciaron aquí en otros tiempos no fueron capaces de profetizar lo que harían después unas mentes tan extrañas a las nuestras… ¡Caya!».
Otra vez la pantalla le dio la imagen de un baburita. Lo identificó como otro distinto del anterior únicamente por el color y la forma de la túnica, a pesar de que Falkayn estaba bien adiestrado en advertir las diferencias individuales entre no humanos. La extravagancia del total prácticamente ahogaba todos los detalles de su percepción.
—¿Eres el capitán Ahkyeh? —preguntó el ser sin ningún preámbulo. Obviamente, no había oído su nombre lo suficientemente bien para emitir un zumbido equivalente. Continuó—: Este miembro te habla en nombre de la Banda Imperial de Sisema. Le has contado a nuestros centinelas el propósito de tu venida. Vuélvelo a describir con los detalles exactos.
Los músculos de la espalda y el vientre de Falkayn se tensaron. Durante un instante no fue consciente de la imagen enfrente de él sino de las estrellas, el planeta, los satélites, el sol, que brillaban en el hemisferio por encima de su cabeza. Derrumbarse muerto, despojado de todo aquel esplendor, perdiendo a Coya, a Juanita, al niño que iba a nacer… Pero aquellas naves de guerra que le aprisionaban no abrirían fuego de repente. ¿O sí lo harían? El hábito del coraje hizo acto de presencia, y contestó con voz firme:
—Perdóname si no pronuncio un saludo o una cortesía similar, me han dicho que tu pueblo no emplea frases semejantes, por lo menos con especies distintas. Eso es sensato, ¿qué ritos podríamos tener en común? Mis socios y yo no estamos aquí representando a un gobierno, sino como enviados de una compañía de la Liga Polesotécnica, Solar de Especias y Licores. Sabemos que, hace algo más de dos de vuestros años, tuvimos una disputa con vosotros en el planeta que nosotros llamamos Suleimán. Esperamos que esto no os impida ahora escucharnos.
Él también empleaba un vocalizador, no porque conociera nada del lenguaje del otro ser, sino para que pudiese convertir sus palabras en sonidos que el otro fuera capaz de entender fácilmente. Se preguntó lo distorsionadas que llegarían sus palabras. Si el lenguaje de Sisema fuese tonal como el chino, poco más que balbuceos habrían llegado al otro lado. El baburita obraba sabiamente al pedir una repetición.
—Escuchamos —decía en aquel momento.
—Me temo que no puedo describir ningún plan concreto. El conflicto en torno a Mirkheim nos preocupa mucho, me refiero a la compañía para la cual trabajamos mis amigos y yo. Por supuesto, los jefes de otras firmas asociadas piensan de la misma forma.
Una guerra sería desastrosa para el comercio y para todo lo demás. Además de los motivos económicos…, el sentido común nos pide que hagamos todo lo posible para ayudar a impedirla. Sin duda sabéis que la Liga Polesotécnica no es un gobierno, pero que su poder es comparable a uno. Para la Liga sería un placer prestar sus buenos oficios para lograr un acuerdo pacífico.
—Tú no hablas en nombre de toda la Liga. Ya no tiene una sola voz.
«¡Touché! —pensó Falkayn que sintió como si realmente una daga le atravesase el corazón—. Por el cosmos, ¿cómo saben eso los “baburitas”? Deberían ignorar los entresijos de la política de la Técnica, de la misma forma que nosotros ignoramos los de la suya».
»Claro que si hace tiempo que se están preparando para luchar contra nosotros, nos habrán investigado con cuidado antes. Pero ¿cuándo y cómo? Un “baburita” viajando entre nosotros haciendo preguntas hubiese sido demasiado conspicuo para que van Rijn no se hubiese enterado. Y está claro que no han podido limitarse a obtener información de algún mercader de los Siete, especialmente después de que ese comercio prácticamente se extinguió.
»Solo el hecho de que estén tan bien informados sobre nosotros es importantísimo. Van Rijn tiene que saberlo.
Había llegado a esta conclusión en un instante casi intuitivo. Era mejor que el funcionario no adivinase su depresión.
—Nos alegrará discutir eso con vosotros y todo lo demás —contemporizó—. Si podemos ayudar a comprender algo y entender nosotros mejor el asunto, este viaje habrá sido un éxito. Me gustaría recalcar que no representamos en modo alguno al Mercado Común. De hecho, ninguno de nosotros tres es un ciudadano del Mercado Común. Las compañías de la Liga negociarán con el que se quede con Mirkheim, «a menos que se lo quede Babur y se guarde los supermetales en exclusiva». Espero que se nos considere como una especie de embajadores, «que harán algo de espionaje si se les da la oportunidad». Tenemos experiencia en negociar con las distintas razas, por tanto, quizá tengamos más probabilidades de intercambiar información e ideas.
El baburita disparó varias preguntas desconcertantemente astutas que Falkayn contestó lo más vagamente que se atrevió. Ya que el baburita sabía que la Liga tenía divisiones en su seno, intentó dar la impresión de que la brecha era menos seria de lo que parecía en realidad. Al final, su interrogador dijo:
—Seréis conducidos a un lugar de aterrizaje en Babur. Se os proporcionará alojamiento con ambiente terrestre.
—Oh, podemos permanecer perfectamente en nuestra nave, ponernos en órbita y comunicarnos por la pantalla —dijo Falkayn.
—No. No podemos permitir que una nave armada, seguramente equipada con aparatos de observación, esté libremente en el espacio local.
—Lo comprendo, pero…, hum…, podríamos posarnos sobre uno de los satélites.
—No. Será necesario estudiaros con detalle, y no podréis tener libre acceso a vuestra nave. De otra forma, podríais intentar escaparos si el proceso toma un giro que os es desfavorable. Una nave-guía está en camino. Haz lo que ordene su capitán.
La pantalla se oscureció.
Falkayn estuvo un rato sentado y silencioso, mientras oía los juramentos de Chee.
—Bueno —dijo por fin—; aunque no sea otra cosa, echaremos un vistazo al terreno desde cerca. Atontado, que esos aparatos de observación estén ocupados.
—Lo están —le aseguró el computador—. El análisis de los datos también continúa. Es evidente que la mayoría de las naves que rodean Babur pertenecen a respiradores de oxígeno.
—¿Sí?
—Las radiaciones infrarrojas muestran que sus temperaturas internas son demasiado altas para habitantes de este planeta.
—Sí, sí, es evidente —llegó la voz de Chee—. Pero ¿quiénes las tripulan? ¿Mercenarios? ¿Cómo, por la barriga peluda de Nicholas van Rijn, pudieron entrar en contacto con ellos los baburitas, y no digamos contratarlos?
—Sospecho que esas son las preguntas que será mejor no hagamos —dijo Adzel—. Aunque, por supuesto, debemos intentar encontrar las respuestas.
La nave que debía conducirlos a la superficie apareció ante su vista, mayor que Muddlin Through, aunque capaz también de aterrizar, como lo probaban los dispositivos que podían apreciarse. Solo la porción de su armamento que estaba visible era superior a todo lo que llevaba la Muddlin Through. Falkayn no se atrevió a proponer a sus compañeros una carrera hacia la libertad.
Después de recibir las órdenes de ruta y de entregarlas a Atontado para que las ejecutara, dedicó su atención al hemisferio que se contemplaba en la pantalla transparente. De vez en cuando hacía rodar la escena o ampliaba una parte. Quería ver lo más posible, y no solo porque podría resultar de utilidad. Estaba a punto de hollar un mundo extraño, completamente nuevo. «Un mundo». Sentía la emoción de siempre, a pesar de todos sus años de viajes y de que estuviese viajando bajo escolta.
Babur se engrandeció enormemente cuando las naves aceleraron para descender. La curva de aproximación les hizo circundar el globo y vio al diminuto y ardiente sol, dorado al ponerse y escarlata al surgir por encima de un océano de nubes sutilmente coloreadas. Después frenó bruscamente y el planeta ya no estaba delante de él o a su lado, sino debajo. Hasta sus oídos llegó el fino zumbido de la atmósfera al dividirse. Las estrellas del espacio se desvanecieron en un cielo de color púrpura. Los relámpagos brillaban en una tormenta muy por debajo del rechinante casco.
La superficie del planeta apareció ante su vista. Las montañas, cubiertas por el hielo o puramente glaciares, despedían un brillo blanco azulado. El agua era un mineral sólido en aquel lugar, el líquido que ocupaba su lugar era amoniaco. El aire estaba formado por hidrógeno y helio, con restos de vapor de amoniaco, metano y otros compuestos orgánicos más complejos. Algunos materiales habían evolucionado hasta llegar a estar dotados de vida.
Bajo las nubes rosáceas se extendía un mar gris. Para un cuerpo doce y tres cuartas partes mayor que la Tierra y casi tres veces su diámetro era un mar pequeño, porque el amoniaco es menos voluminoso que el agua. El interior de los enormes continentes era árido; la vegetación, de color negro, era escasa y un polvo brillante flotaba sobre el vasto círculo del horizonte. No se veía ningún rastro de habitantes.
Un volcán despedía llamas y humo desde su cumbre pero no entraba en erupción como lo haría un volcán terrestre; se derretía, los torrentes que arrojaba rugiendo se congelaban formando vetas y láminas que brillaban como si fuesen espejos. La misma estructura de Babur era muy distinta a la terrestre: un núcleo metálico cubierto de hielo y estratos rocosos, con agua en las profundidades convertida en un sólido caliente dispuestos siempre a explotar cuando la presión descendiese. Allí había «Atlántidas» de verdad: tierras que en un año o dos se hundían bajo las aguas, nuevos países levantados con la misma rapidez. Falkayn divisó un lugar semejante y apenas tocado aún por la vida: las cordilleras y llanuras vírgenes todavía temblaban con sus terremotos.
Siguiendo su oblicuo descenso, las naves pasaron sobre un segundo desierto y después llegaron a un litoral fértil. Un bosque formado por árboles enanos de los que revoloteaban largas cintas con hojas. Unas criaturas aéreas hacían frente a un temporal con sus robustas alas. Una enorme bestia azul se revolcaba en un lago gris bajo los salpicones de una lluvia de amoniaco. La soledad cedía el paso a las granjas, campos oscuros en forma de hexágonos, casas construidas de hielo reluciente y sujetas al suelo por cables para hacer frente a las tormentas. Falkayn espió, haciendo ampliaciones, a los trabajadores y a sus bestias de carga. Apenas podía distinguir unas especies de otras. ¿Vería un baburita tan poca diferencia entre un hombre y un caballo como veía él?
Sobre la costa apareció una ciudad, que como no podía crecer hacia arriba se extendía a lo ancho: eran kilómetros de pirámides, cubos, cúpulas de colores parduzcos. Los edificios de una parte que debía ser moderna estaban diseñados aerodinámicamente para soportar el embate de vientos mucho más fuertes que los que soplaban en la Tierra. Debajo avanzaban vehículos con ruedas y con raíles, encima aparatos aéreos…; pero el tráfico era muy escaso para una comunidad de aquel tamaño.
La ciudad desapareció bajo la curva del globo.
—Dirigíos a esa pista —les ordenó el guía.
Falkayn vio una extensión pavimentada, salpicada por grandes agujeros circulares en su mayoría cubiertos por discos de metal provistos de goznes. Había unos cuantos abiertos y revelaban en su interior unos cilindros huecos incrustados profundamente en el suelo. Le habían explicado que, en aras de la seguridad, las naves que aterrizaban eran albergadas en aquella especie de hangares. El guía le dijo cuál debía utilizar y Atontado condujo la nave por allí con facilidad.
—Bueno, aquí estamos —dijo Falkayn innecesariamente.
Sus palabras sonaron fuertes y torpes, ahora que su vista se había reducido a un vacío iluminado por el flúor.
—Pongámonos pronto los trajes —continuó—. Quizá a nuestros anfitriones no les guste que les hagamos esperar… Atontado, mantén todos los sistemas listos para entrar en funcionamiento. No dejes pasar a nadie, si no es uno de nosotros. Si alguien discute contigo sobre eso, mándalo que hable con nosotros.
—Quizá necesitemos una contraseña —llegó la voz de Adzel.
—Buena idea —dijo Falkayn—. Hum… ¿Conocéis esto? Silbó unas cuantas notas, y dijo:
—Dudo que los baburitas hayan oído alguna vez One Ball Riley.
Por debajo de su jovialidad, pensó: «¿Qué importa? Estamos completamente a su merced. Y después: ¡No necesariamente, por Dios!».
Junto a la escotilla principal, él, Adzel y Chee se pusieron los trajes. Se tomaron el tiempo necesario para una revisión completa. El paseo que tenían que dar era corto, pero el más mínimo fallo resultaría fatal.
—Que te vaya bien, Atontado —dijo Adzel, antes de cerrar su placa facial.
—Siempre que no te sientes aquí a inventar nuevas deformaciones del póquer —añadió Chee.
—¿Os interesarían más variaciones sobre el backgammon? —preguntó el computador.
—Vamos, moveos, por el amor de Dios —dijo Falkayn.
Después de terminar sus preparativos, cada uno cogió su impedimenta personal, preparada previamente, y salió por la escotilla. Un ascensor situado en un nicho de la pared del hangar, dotado de un mando para subir y bajar, los llevó a la parte superior. Adzel tuvo que utilizarlo en solitario, y aun así la mayor parte de su cuerpo colgaba por fuera del aparato. Sin embargo, el hecho de que pudiese soportar su peso era sugerente. El ascensor estaba destinado para el uso exclusivo de pasajeros; Falkayn había visto en otros puntos de la pista soportes para naves en carga y descarga y equipamiento para el traslado de las mercancías. Así pues, los baburitas tenían visitantes mayores que ellos con la frecuencia suficiente para justificar la construcción de aquella máquina.
Cuando salió a la superficie, Falkayn se fijó también en los controles de la cubierta del hangar. Había un volante que dirigía un pequeño motor que accionaba el sistema hidráulico, subiendo o bajando la pesada pieza metálica.
Pesadez…, el peso le golpeaba, al no estar aliviado ya por el campo de gravedad del interior de su nave. Sus ojos veían aquel mundo envuelto en penumbra, pues ya no contaban con las ampliaciones ópticas. El final del corto día de Babur se acercaba y Mogul brillaba muy bajo sobre unos edificios a su izquierda. Nubes de color ámbar colgaban en un cielo color púrpura, y soplaba una ruda galerna. Como la presión de la atmósfera era tres veces y un tercio superior a la de la Tierra, abrirse paso a través de aquel viento se parecía a vadear un río. Tanto el aire como todos los ruidos que conducía tenían un sonido estridente.
Varios baburitas salieron a su encuentro, llevando armas energéticas; y les indicaron el camino por medio de gestos, avanzando por la pista con dificultad hacia un complejo que ocupaba por completo uno de sus lados. Falkayn reconoció la estructura cuando estuvo lo bastante cerca para darse cuenta de los detalles entre la escasa luz. No era ningún taller o almacén de hielo como los que brillaban en otros lugares, se trataba de una unidad ambiental de fabricación humana, un bloque construido con aleaciones y plásticos notables por su resistencia, de gruesas paredes y con un triple aislamiento. De algunas de las reforzadas ventanas salía una luz amarilla. Falkayn sabía que en su interior el aire estaría cálido y reciclado y como parte de ese reciclaje, el hidrógeno que se formaba era tratado catalíticamente para fabricar agua. El helio que penetraba ocupaba el lugar de una cantidad de nitrógeno equivalente. Una quinta parte del gas era oxígeno. Un generador de gravedad mantenía el peso dentro de lo normal en la Tierra.
—Nuestro hogar, lejos del hogar —murmuró. El asombro de Chee tomó forma en el micrófono colocado en su oído.
—¿Un edificio tan grande? ¿A cuántos habrán alojado a la vez? ¿Y por qué?
Un miembro de la escolta habló por un comunicador situado junto a una compuerta. Era evidente que había solicitado ayuda del interior, porque la válvula exterior se abrió, retrocediendo hacia dentro al cabo de dos minutos. Los tres nativos del Sistema Solar entraron en la cámara en respuesta a los gestos. Apenas había espacio para ellos. Las bombas rugieron al absorber el aire de Babur; el aire del interior salió silbando por una pequeña boca y la válvula interior se abrió.
Detrás había una especie de vestíbulo, vacío a excepción de un armario donde se guardaban usualmente trajes espaciales. Había dos seres esperándoles, ligeramente vestidos, pero ambos portaban armas a sus costados. Uno era un merseiano, un bípedo cuyo rostro se parecía toscamente al humano, pero cuyo cuerpo cubierto de piel verde, su marcha arrastrada y su poderosa cola no lo eran. El otro ser era un macho humano.
Falkayn dio un paso adelante, lo que le hizo casi perder el equilibrio al cesar el peso hacia abajo de la gravedad de aquel planeta. Abrió su placa facial y oyó:
—Hola, bienvenidos al monasterio.
—Gracias —musitó.
—Antes de nada, una palabra de aviso —dijo el hombre—. No intentéis crear problemas, por muy corpulento que sea vuestro amigo, el wodenita. Los baburitas tienen por todas partes guardias armados. Cooperad conmigo y yo os ayudaré a aposentaros cómodamente. Estaréis aquí durante bastante tiempo.
—¿Por qué?
—No supondréis que os van a dejar ir antes de que termine la guerra, ¿verdad? ¿O es que no lo sabíais? La flota principal de Babur ha salido a apoderarse de Mirkheim y las naves de exploración informaron de que naves humanas se dirigían hacia allí.