Capítulo 13
LA IMAGEN de Irwin Milner saludó por teléfono:
—Saludos, Vuestra Gracia. Espero que os encontréis bien.
«Como en el infierno es lo que esperas», pensó Sandra.
Inclinó bruscamente la cabeza a modo de contestación, pero no pudo forzarse a tanto como a desear buena salud al comandante de las fuerzas de ocupación baburitas con base en el planeta.
¿Lo había notado y se puso por ello tensa? Observó con más atención los rasgos del hombre. Era un macizo pelirrojo cuyo uniforme gris se diferenciaba muy poco del que llevaba el humano de menos rango entre sus tropas. Había nacido en la Tierra y le habían dicho que el acento del ánglico que hablaba era de Norteamérica. Él decía haber obtenido la nacionalidad del planeta Germania, y por tanto su neutralidad hacía que sus servicios a Babur no le convirtieran en culpable de traición.
«Eso dice él».
—¿Qué deseaba discutir conmigo, general? —Era una exigencia, más que una pregunta.
—Un cambio necesario —contestó él—. Hasta el momento nos hemos ocupado solamente de que el protectorado funcione desde el punto de vista militar.
«En órbita hay naves espaciales cuyas tripulaciones son más extrañas al hombre que un tiburón o la belladona, listos para disparar sus armas nucleares contra nosotros. Sobre la superficie, mercenarios que respiran oxígeno: humanos, merseianos, gorzunis, donarrianos… Aventureros, la basura del espacio, aunque hasta ahora se han comportado con disciplina. Tampoco es que les veamos mucho. Se han apoderado de las instalaciones abandonadas de nuestra armada, el hotel Zeus y algunos edificios más esparcidos por Starfall. Dice que habrá guarniciones por todas las partes habitadas de Hermes y no me ha dado ninguna respuesta satisfactoria cuando le he dicho que está claro que esas naves que nos guardan son más que suficientes para asegurar nuestra buena conducta».
—Ese trabajo continuará adelante —continuaba Milner—, pero ahora estamos listos para construir una… infraestructura sólida. Estoy seguro de que vuestro pueblo comprenderá que no puede gozar de nuestra protección a cambio de nada. Tendrán que cumplir con su parte, produciendo suministros en sus fábricas, comida y materias primas en sus posesiones… Estoy seguro, Madame, de que entendéis lo que quiero decir —era como una amenaza velada—. Ya os lo he dicho antes, el ataque de aquellas naves de Hermes, su desafío de las órdenes… Sí, sí, Madame, no ha sido culpa vuestra. Pero si en el ejército había tantos subversivos, ¿qué pasará con los civiles? Podríamos comenzar a sufrir sabotajes, espionaje, ayuda y consejos a los agentes enemigos. Tenemos que prevenirnos contra eso, ¿no es así?
Se detuvo.
—Adelante, siga —digo Sandra, que se estaba preparando para recibir un golpe, y oyó sus propias palabras como si fueran pronunciadas en algún lugar remoto.
Los primeros días de ocupación habían transcurrido con una suavidad fantasmagórica. No sabía si la gente estaba tan paralizada que continuaba mecánicamente con la rutina diaria… ¿o es que la vida cotidiana proseguía su curso normal, la educación, los placeres, hacer el amor, hasta reírse? Ella misma se había sentido asombrada al ver que aún podía disfrutar de una comida, sentirse preocupada cuando su caballo favorito estaba cojo, sentirse interesada por cualquier trivialidad del noticiario que se saliese de lo corriente. Por supuesto, el que pocos habitantes del planeta hubiesen visto a los invasores ayudaba a crear ese efecto. Y a ella le gustaba pensar que sus discursos habían conseguido algo… Primero en una conferencia a la legislatura del planeta, a los presidentes de los dominios, después a todo el mundo por televisión: «No tenemos más alternativa que las muertes inútiles de nosotros y nuestros hijos… Nos rendimos sin ceder, rogando para que antes o después se haga justicia… Nuestros antepasados se abrieron paso en una soledad en la que la mayoría de las formas vitales eran desconocidas para ellos, y muchos sufrieron y murieron, pero al final vencieron. Nosotros debemos ser dignos de ellos en esta hora… Prudencia… Paciencia… Resignación…».
—Tenemos que organizamos para el gran esfuerzo —le decía Milner—. Ahora bien, yo solo soy un soldado, no conozco los entresijos de la sociedad de aquí, aunque sé que no hay ninguna igual entre los humanos. Por consiguiente, traeremos un Alto Comisario. Él y su personal trabajarán estrechamente unidos con vos, para hacer más fácil…, hummmm, la transición y llevar a cabo las reformas que sean necesarias. Por nacimiento es de Hermes, Madame. Se llama Benoni Strang.
«¿Strang? No es de las Mil Familias. Quizá sea de los Leales, pero lo dudo. Estoy segura de que me acordaría del nombre si lo fuese. Entonces, tiene que ser…».
—Ha llegado hoy y le gustaría reunirse con vos informalmente lo antes posible —decía Milner—. Ya sabe, conoceros y haceros ver que este es también su mundo y que lleva en su corazón lo mejor para Hermes. ¿Qué hora sería conveniente para vos, Madame?
Son muy corteses con los prisioneros, ¿verdad?
Durante la espera vagó por la cumbre de la Colina de los Peregrinos hasta llegar al Registro Antiguo, con la sola compañía de uno de sus galgos. El macizo edificio de piedra no albergaba en aquel tiempo otra cosa que crónicas y un museo; en los convencionales jardines que lo rodeaban no había nadie más. El silencio hacía que sus pasos resonasen con fuerza sobre los senderos cubiertos de gravilla.
Los parterres y unos setos bajos formaban un complicado diseño enlazado con un árbol de vez en cuando. La mayor parte de las flores habían desaparecido, los únicos colores aparte del verde eran el violeta y el blanco de algunas flores, el azul fuerte de las bayas maduras de los arbustos y los primeros amarillos de las hojas de los abedules y púrpuras en otros árboles. El cielo estaba brumoso y velaba el resplandor de Maia; había una ligera brisa suavemente olorosa, y allá arriba se oía el revoloteo de unas alas. A pesar de la latitud, el otoño es suave en los alrededores de Starfall, pues Hermes tiene menos inclinación sobre su eje que la Tierra. Bajo la colina brillaba el río, hacia el este las torres y tejados de la ciudad llegaban hasta la bahía, y por el oeste pronto aparecían las tierras de labranza y los pastos con el fondo fantasmal del Cloudhelm. Se veía poco tráfico y no se oía nada; parecía como si el planeta estuviese celebrando el sábado judío.
Pero en realidad, nada dejaba nunca de funcionar, y las fuerzas de la invasión menos aún. Tenía que regresar en seguida al interior y regatear las libertades de su pueblo. Recordó que había sido justamente en aquella estación, con un tiempo parecido, cuando ella y Pete habían tenido problemas en el Arroyo del Silbido, durante un paseo a caballo. Pete… Su mente retrocedió unos veintidós años de Hermes…
Se habían conocido hacía cierto tiempo, pero el momento en que él la pediría en matrimonio —o ella a él, porque nunca estuvieron muy seguros de quién había pedido a quién— aún pertenecía al futuro. No obstante, estaban viéndose con mucha frecuencia. Él había sugerido que saliesen juntos a practicar algún deporte al aire libre. Ella dejó a Eric con su madre y voló desde Windy Rim hacia el nordeste, hasta Brightwater, en las estribaciones de las Montañas del Trueno, cruzando el valle de Apolo.
Brightwater no le pertenecía, los Asmundsen eran de la clase de los Leales de los Runeberg, suyo dominio tenía posesiones en aquellos lugares, así como en la llanura costera y en otras regiones. Pero los Asmundsen habían sido durante generaciones los colonos de la propiedad llamada Brightwater y los directores de las minas de cobre y fábricas de refinamiento del mineral que constituían la única industria de la zona. Pete se contentaba con dejar que su hermano mayor dirigiese todo aquello y hacía negocios por su cuenta, explorando los planetas del Sistema de Maia y desarrollando sus recursos. El dominio, naturalmente, reportaba parte de los beneficios, pero también era cierto que había hecho las inversiones iniciales, después de que él hubiese convencido al presidente y a sus consejeros de que su idea era buena.
La familia dio la bienvenida a Sandra, al principio con las formalidades debidas a su rango, pero luego con calor y alegría. Después de haber conocido otras culturas en sus viajes, ella advertía lo que anteriormente le hubiese pasado inadvertido: la absoluta ausencia de servilismo. Si por nacimiento cada uno de ellos tenían derecho a un solo voto en los asuntos del dominio, y cada Runeberg adulto tenía derecho a diez, ¿qué más daba? Sus derechos eran igualmente inviolables: disfrutaban privilegios hereditarios, tales como el uso de aquella lucrativa región; no tenían que cargar con el tedioso trabajo de concertar todos los detalles del trato con los otros dominios; si alguno de ellos tenía problemas, el deber de la estirpe presidencial era movilizar todos los recursos necesarios para echarle una mano. Indudablemente, ellos sostenían a los Runeberg de la misma forma que estos apoyaban al jefe del estado que la legislatura eligiese entre los miembros de la familia Tamarin. Como su conocimiento de estos asuntos se hacía más profundo según iba pasando el tiempo, Sandra se preguntó a quién envidiaba más, si a las Familias o a los Leales.
El día que iba a recordar mucho tiempo después, ella y Pete cogieron los caballos para una cabalgada hasta Arroyo del Silbido, la comunidad industrial. Allí visitarían la factoría y almorzarían antes de regresar. El camino era encantador: una pista que seguía el borde de la montaña y descendía hacia valles cuyos bosques estaban comenzando a añadir el oro, el bronce, el turquesa, la amatista y la plata a sus verdes, bordeaba rápidos arroyuelos y cruzaba prados que tenían al cielo como techo. Cabalgaron en silencio casi todo el tiempo, un silencio que era más que amistoso. Pero durante una hora, Pete se desahogó con ella, hablándole de ciertas preocupaciones suyas. El Gran Duque Robert, viejo y perdiendo facultades, había comenzado pidiendo su opinión sobre asuntos que tenían que ver con el desarrollo interplanetario, y últimamente se le pedía en casi todo tipo de asuntos. Pete no quería convertirse en eminencia gris. Sandra hizo todo lo que pudo, con bastante torpeza por cierto, para asegurarle que era simplemente un consejero valioso. En su fuero interno pensaba que si ella era alguna vez escogida como sucesora, aquel hombre nunca escaparía de aquel papel.
Entraron en la ciudad de golpe, porque no tenía suburbios ni alrededores cultivados. Contaba con una sola carretera pavimentada que llevaba a la mina; el resto del tráfico era aéreo. Su núcleo era la esbelta refinería, en su mayor parte automatizada y diseñada con mucho cuidado para no dañar el medio ambiente. A su alrededor se apiñaban las tiendas, las casas y los edificios públicos de sus pocos miles de habitantes. Las calles olían a bosque. Aunque hoy estaban vacías de una forma extraña.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó Pete, enviando su caballo al galope hacia delante.
Pronto se hizo audible un ruido humano: los gritos airados de una multitud. Los jinetes se encaminaron en aquella dirección, doblaron una esquina y se encontraron en un pequeño parque donde estaban trescientas o cuatrocientas personas. La mayoría vestían monos de trabajo con insignias, lo que los identificaba a los Leales de los Runeberg que estaban aparte de los demás y parecían disgustados. También los policías que se veían en las esquinas del parque eran leales. Evidentemente, una alteración del orden era considerada posible.
Se acercaba el final del descanso del mediodía, pero parecía claro que la reunión continuaría en horas de trabajo y que la dirección había decidido no darle importancia al asunto. Los organizadores habían escogido el momento con astucia: el hermano de Pete se encontraba ausente, supervisando el inicio de la explotación en una nueva mina.
Una mujer estaba de pie sobre la caja de un camión y hablaba por un amplificador. Sandra reconoció aquella figura nervuda, los intensos rasgos morenos, el traje pantalón de estilo militar; la había visto muchas veces en los noticiarios en Windy Rim: era Christa Broderick, nacida Traver pero heredera de una inmensa fortuna que sus padres habían conseguido con granjas marinas. Sus palabras salían como una tormenta:
—… Hace tiempo que tenía que terminar el reinado de las Mil Familias y de sus lacayos. Los dominios no son otra cosa que corporaciones cerradas, cuyas propiedades tienen que pasar de generación en generación, según las leyes que ellos mismos han hecho. ¿Y quiénes son esas corporaciones? Nada más que las empresas que casualmente llegaron las primeras y se apoderaron de las mejores tierras de todo el planeta. La Declaración de Independencia no fue otra cosa que un intento de escapar de la democratización que estaba en embrión en el Mercado Común, un intento de perpetuar una aristocracia que incluso robó un título medieval para el nuevo jefe del estado.
»¿Y quiénes sois vosotros, los Travers, sino los trabajadores y los negociantes excluidos de los privilegios herederos, sin derecho al voto, pero que sin embargo proporcionáis la energía causante de todo el progreso que pueda estar dándose en Hermes? Sois la parte de la población que no está atrapada por la red de la costumbre y de la superstición, la parte cuya vitalidad arrastraría este mundo estancado a una edad moderna y a la primera línea del futuro, si no os encontraseis atados de pies y manos por los adoradores de los antepasados. ¿Quiénes sois? Una mayoría de las tres quintas partes de la población.
»Debo admitir que los feudalistas son listos. Os alquilan, os compran cosas y os venden otras, dejan en paz vuestras vidas privadas, de vez en cuando adoptan a uno de vosotros, y sobre todo os dejan exentos de pagar impuestos. He oído a más de un Traver diciendo que él, o ella, están muy felices con este estado de cosas. Pero preguntaros a vosotros mismos, ¿no es esto una forma sutil de esclavitud? Se os está denegando el derecho a poneros impuestos a vosotros mismos, para conseguir unos propósitos de utilidad pública seleccionados por vuestros representantes democráticamente elegidos. ¿Estáis contentos con este gobierno de aristócratas decadentes que no hace nada, o preferiríais dejar a vuestros hijos un estado…, sí, diré incluso un mercado común…, para el que cualquier cosa sea posible? ¡Contestadme!
Una parte de los oyentes aplaudió, otra silbó y la mayoría permaneció sumida en un silencio lleno de preocupación. Era la primera vez que el Frente de Liberación enviaba un orador —su propio líder, además— a Arroyo del Silbido. Sandra comprendió que, por supuesto, los que estaban allí habrían visto reuniones y oído discursos hechos en otras partes por sus telepantallas; algunos habrían leído algo sobre el tema, otros se habrían dejado caer por la sede del movimiento en Starfall. Con una celeridad asombrosa, comprendió que no había nada tan poderoso como el encuentro de la carne con la vista, la voz con el oído, los cuerpos muy próximos los unos a los otros. Entonces se despertó en ella el mono ancestral. Por un breve y sardónico momento pensó que quizá esta fuese la razón por la que las Familias y los Leales disfrutaban tanto con las apariencias.
Al volver la cabeza, Broderick les vio, a ella y a Pete, montados a caballo. Tanto uno como otro habían sido en cierta forma famosos y los conocía de vista. Saltó contra ellos al instante, pero el sarcasmo fue delicado.
—¡Vaya! ¡Saludos! Vosotros, mirad todos quién está aquí. Pete Asmundsen, el hermano de vuestro director general, y Sandra Tamarin, seguramente vuestra próxima Gran Duquesa. Señor, Madame —este segundo título recordó a los que conocían la existencia de Eric que él a su vez podría llevar sangre extranjera al trono—, espero no haberos ofendido al proponer algunas reformas.
—No, no —contestó Pete—. Por favor, continúe.
—Quizá le gustaría contestarme.
—El discurso es suyo.
Los Leales y la mitad de los Travers se echaron a reír y Broderick vio con claridad que el encanto se había roto. Hombres y mujeres empezaban a mirar sus relojes, la mayoría eran trabajadores especializados que si estaban demasiado tiempo ausentes causarían problemas en sus respectivos departamentos. Tendría que empezar de nuevo para volver a despertar el interés.
—Me alegro de que estéis aquí —dijo—. Hay muy pocos de vuestra clase que se tomen la molestia de debatir los temas que toca el Frente de Liberación. Gracias por mostrar espíritu público… ¿Queréis contestarme?
Unas miradas expectantes se volvieron hacia la pareja. Sandra sintió con desmayo que su lengua estaba aprisionada y que el paladar la oprimía. Entonces Pete adelantó un poco su caballo, se irguió en él con la luz brillando sobre su melena rubia y sus ojos azules y dijo con voz lenta y profunda que se oyó de extremo a extremo del parque:
—Vaya, gracias, pero únicamente estamos de visita. Cualquiera interesado en los pros y contras de este tema debería hojear el número doce del Meteoro Semanal de Starfall. Además, también hay un buen número de libros, discursos grabados y montón de cosas más. Yo podría decir esto, valga lo que valga: No creo que la democracia o la aristocracia, o cualquier otro sistema político, sean un fin en sí mismos, son solo medios para llegar a un fin, ¿no? De acuerdo, entonces preguntaros a vosotros mismos si lo que hemos conseguido no está por lo menos sirviendo el propósito de que Hermes sea un lugar agradable donde vivir.
—Si os sentís inquietos —continuó—, bueno, creo que casi todos sabéis que estoy a cargo de un esfuerzo de explotación de los otros planetas, en lugar de sobreexplotar este en que vivimos. Es un trabajo duro y muchas veces peligroso; pero si vivís, tenéis muchas probabilidades de haceros ricos y tendréis la satisfacción de saber que hicisteis lo que no muchas personas podrían haber hecho. Estamos cortos de mano de obra, crónicamente, y me alegrará muchísimo recibir vuestras solicitudes por correo —hizo una pausa y añadió—: A mi hermano no le gustará tanto.
—Adelante, continuad —dijo mientras todos reían, y condujo a Sandra lejos de allí.
Más tarde, mientras cabalgaban de vuelta entre los bosques sin haber comido, él se disculpó:
—Lo siento, tendremos que intentarlo otra vez, no tenía ni idea de que pasaría esto.
—Me alegro de que sucediese así —contestó ella—. Resultó interesante. No, fue algo más.
«Aprendí algo —recordó Sandra Tamarin-Asmundsen—. Una de las cosas fue que te amaba, Pete».
El Frente de Liberación había ido ganando fuerza con cada año que pasaba. La mayor parte de su reinado lo había pasado en busca de unos compromisos. El principal era que ahora los Travers tenían derecho a votar en los asuntos municipales. Broderick y los suyos seguían sosteniendo que aquello era poco menos que nada y parecían tener más seguidores cada día. «¿Cómo será Benoni Strang?».
Cuando lo recibió en su sala de conferencias, demostró ser una sorpresa. Esbelto, de talla media, rasgos bastantes agradables en un rostro rectangular adornado con un cuidado bigote y un bronceado natural, cabello castaño ligeramente canoso peinado hacia atrás y hablaba con la misma suavidad con la que se movía. Sus trajes eran de material rico, de tonos suaves pero cortados a la última moda terrestre. Se inclinó ante ella, como debía hacer un Traver si quería mostrarse cortés. (Uno de las Familias hubiese tendido la mano y un Leal saludado).
—Saludos, Vuestra Gracia. Os agradezco el honor que me hacéis.
Aunque el acento de Hermes había desaparecido, las palabras eran las rituales. Debía haber pasado muchos años separado de los Strang. Había buscado en una guía de la ciudad y eran miembros de su clase.
Su garganta estaba rígida, como para impedir que el corazón saltase fuera. «Traidor, traidor».
—Siéntese —dijo haciendo un esfuerzo. Ella lo hizo en su sillón esculpido. Él la obedeció, mientras decía:
—Estar de vuelta es un sentimiento maravilloso, Madame. Casi había olvidado lo bello que era esto.
—¿Dónde ha estado?
«Debo averiguar todo lo que pueda de este hombre, aunque para hacerlo tenga que sonreírle».
—En muchas partes, Madame. Una carrera a saltos que me encantará contaros si así lo deseáis. Sin embargo, sospecho que hoy preferiréis que vaya directamente al grano.
—Sí. ¿Por qué está usted trabajando para los baburitas?
—En realidad no trabajo para ellos, Madame. Espero conseguir lo mejor para Hermes. Es el mundo de mis padres, aunque no siempre haya sido agradable para mí.
—¡Una invasión!
Strang frunció el ceño, como si se sintiese herido.
—Simpatizo con vuestra angustia, Madame —dijo—, pero Babur se anticipó al Mercado Común. Sus servicios de información descubrieron que el Estado Mayor del enemigo tenía un plan, cuyos preliminares ya habían sido puestos en marcha, para apoderarse de este sistema.
«Eso es lo que tú dices», pensó Sandra, que no pudo evitar una duda:
—No puede culparse a Babur por su actuación —continuó Strang—. ¿Acaso no es este el mejor de dos males, desde vuestro punto de vista? No quiere gobernar sobre vosotros, no podría hacerlo, la idea es ridícula. Quizá sea deseable algún tipo de asociación para el comercio y la defensa mutua, después de la guerra, como mucho. Pero en cambio, el Mercado Común siempre ha deplorado el hecho de que algunas de sus colonias se declarasen independientes.
«Eso es cierto. Nuestros antepasados lo hicieron porque en sus nuevos hogares estaban desarrollando sociedades, intereses, filosofías demasiado extrañas a la Tierra, la Luna o Venus como para encajar bien con las leyes y costumbres que se habían desarrollado en esos mundos. El Mercado Común no resistió con las armas nuestra independencia, aunque muchos de sus ciudadanos pensaron que debiera haberlo hecho».
—Madame —dijo Strang con ansiedad—, yo he sido un xenólogo especializado en planetas subjovianos, y en particular en Babur. Conozco esa raza y sus diferentes culturas mejor que ningún otro humano; no es una presunción por mi parte, es el simple enunciado de un hecho. Además, como ya dije antes, soy de Hermes, sí, soy un patriota de Hermes. Dios sabe que no soy perfecto, pero creo que soy el mejor que podían escoger para Alto Comisario. Por eso me ofrecí voluntario para este puesto.
—Estoy segura de que no fue debido a un impulso repentino —dijo Sandra con desprecio—. Toda esta operación debe haber sido planeada hace mucho tiempo.
—Exacto, Madame; en cierto modo, he dedicado a esto toda mi vida. Desde que de niño, aquí en Starfall, fui consciente de que había cosas que estaban muy mal y pensé en cómo podrían ser enderezadas.
El miedo rozó a Sandra y la hizo estallar:
—He perdido más tiempo de mi vida escuchando la autocompasión del Frente de Liberación del que me gusta recordar. ¿Cuál es su historia?
La respuesta vino con una fría rabia.
—Si aún no lo habéis comprendido, entonces es probable que nunca lo entendáis. ¿Es que no tenéis imaginación? Pensad en vos misma de niña, en una escuela pública atestada de alumnos, mientras que los niños de las Familias obtenían enseñanza individual de los mejores profesores del planeta. Pensad en tener sueños de realización, de convertiros en alguien cuyo nombre sea recordado, y después os encontráis con que toda la tierra valiosa, los recursos, todos los negocios clave, pertenecen a los dominios —a las Familias y a sus Leales— que abocan todas las oportunidades de cambio porque podría alterar sus privilegios y obligarles a usar el cerebro. Pensad en una relación amorosa que hubiera llevado a un matrimonio, que iba a hacerlo, hasta que los padres de ella se entrometieron porque un yerno Traver rebajaría su posición social, les impediría utilizar a la muchacha para hacer una alianza rica… —Strang se interrumpió y el silencio llenó la habitación durante medio minuto. Después habló con calma—: Madame, completamente aparte de la justicia, Hermes debe ser reorganizado para que pueda ayudar a su propia defensa. Esta sociedad arcaica semifeudal es demasiado atrasada, demasiado improductiva…, y lo más importante, demasiado alienante. El propio motín de la armada y su huida a la Tierra demostraron que ni siquiera vuestro gobierno está a salvo de la insolencia e insubordinación de un cuerpo de oficiales extraído de la aristocracia. Por razones prácticas además de morales, tenéis que ganaros la lealtad de la mayoría Traver. Pero ¿por qué iba a importarle lo que les suceda a las Familias y a sus Leales? ¿Qué participación tienen en el planeta en conjunto? La producción no puede estar dividida entre los dominios durante más tiempo. Tiene que integrarse en una escala global. Lo mismo con la distribución, los tribunales, la policía, la educación, la beneficencia, todo. Los dominios tienen que ser disueltos; en su lugar necesitamos a toda la población.
»Después de la guerra… habrá un universo totalmente nuevo. La Liga Polesotécnica ya no será la fuerza dominante ni el Mercado Común el estado más poderoso. Una negociación tediosa no será la única forma de resolver las disputas entre las naciones y las razas. Hermes tendrá que adaptarse o hundirse. Yo quiero que esa adaptación comience inmediatamente.
»Vamos a tener una revolución, Madame. Espero que vos y vuestras clases altas cooperéis voluntariamente. Pero, sea como sea, va a tener lugar una revolución.