Capítulo 1
DELFINBURG recorría lentamente el mar de las Filipinas. En las calles del distrito del ocio miles de colores fulguraban saltarines, la carne se rodeaba con la carne. Para los que buscaban diversiones más tranquilas había otros lugares, entre ellos el jardín del tejado del Godwana House. Situado a estribor de uno de los diques flotantes que iban en cabeza, ofrecía una arrebatadora panorámica: por un lado la ciudad del océano y por el otro el propio mar. Durante el día era normal que las aguas estuviesen abarrotadas de botes, pero después del anochecer lo normal era que solo se divisasen las luces móviles de unos cuantos pesqueros que patrullaban los rebaños de peces y en los climas tropicales, los buques que bombeaban los minerales desde el fondo para alimentar las capas de plancton. Aquellas luces semejaban luciérnagas que se hubiesen apartado mucho de la tierra.
Aquella noche las luces del jardín lucían más tenues y la orquesta tocaba en sordina música de baile del Renacimiento clásico: valses, mazurcas, tangos, mientras las parejas estrechamente unidas se deslizaban dulcemente. Las flores y los arbustos que rodeaban la pista de baile enviaban fragancias de rosas, jazmines, crisálidas y siemprevivas a la deriva por el suave viento. Arriba, las estrellas parecían estar tan cerca que casi se podían tocar.
—Me gustaría que esto pudiese durar siempre —murmuró Coya Falkayn. Su esposo intentó reírse.
—No, no lo creo, querida. Nunca he conocido a una chica que resistiese la monotonía peor que tú, ni que tuviese más talento para romperla.
—Pues hay un montón de cosas que me gustaría que fuesen eternas…, pero al mismo tiempo, ya me entiendes —dijo ella.
Cuando siguió hablando, él notó que también ella se estaba esforzando por emplear un tono ligero.
—La vida debiera ser como un alfa-uno cantoriano. Te traduzco, mí querido analfabeto matemático: una infinidad de infinidades.
«En cambio —pensó él—, recorremos caminos únicos en un solo espacio-tiempo, durante cien años más o menos, si tenemos los mejores tratamientos antisenectud disponibles…, a menos, claro, qué pase algo que liquide por completo una determinada línea vital. No me importa demasiado mi propia mortalidad, Coya; pero ¡cómo me molesta la tuya!».
—Bien —le dijo—, yo solía soñar con gran número de mujeres, todas bellísimas y accesibles. Pero me encuentro con que tú eres muchas y a la vez una.
Inclinó la cabeza y apoyó su mejilla contra la de ella, percibiendo el limpio olor de su cabello entre rastros de perfume.
—Vamos, mi amor —dijo—. Ya que tenemos que hacer las cosas una detrás de otra, concentrémonos en el baile.
Ella asintió, pero aunque sus movimientos seguían siendo diestros, él sintió que su tensión interior no se había aflojado; sus dedos se entrelazaban con los suyos de forma innecesariamente fuerte. Así que al final de la canción sugirió:
—¿Nos bebemos algo fuera?
La condujo hasta una barra en el exterior. Después de conseguir una copa de champán, ella dijo a su vez:
—Me gustaría mirar el mar un rato.
Encontraron un sitio privado al lado de la barandilla externa. Un emparrado cargado de uvas los separaba discretamente de la pista de baile y de cualquier otra pareja que hubiese buscado también la paz que podía encontrarse allí. La Luna estaba justo sobre el lado de estribor, lanzando un amplio reflejo y haciendo que las crestas de las olas más próximas centelleasen; por lo demás, el resto del agua era como obsidiana líquida. Las hojas brillaban, pálidas, entre las sombras. Bajo sus pies, la cubierta transmitía a los huesos el latido de los motores, tan silenciosos como los latidos de la sangre en su corazón, y un oído agudo apenas hubiera discernido un siseo alrededor de las proas.
Con la mano libre, Falkayn levantó hacia él la barbilla de Coya. Sonrió con el lado izquierdo de su rostro.
—No te preocupes por mí —dijo—, antes nunca lo habías hecho.
—Sí que lo hice cuando era una chiquilla —contestó ella—. Oía la última aventura del fabuloso equipo de la Muddlin Through y me quedaba helada al pensar en lo que te podía haber pasado.
—Cuando te uniste a nosotros nunca advertí que tuvieras miedo, y entonces sí que nos vimos en medio de unos cuantos torbellinos.
—Exacto. Yo estaba allí. O bien no había nada que temer, o estábamos demasiado ocupados para asustarnos. Yo tenía que estar en casa, preguntándome si te volvería a ver.
Ella apartó la mirada de la suya y miró hacia el cielo, hasta alcanzar el camino espectral de la Vía Láctea y descansar en una de sus blancas estrellas.
—Todas las noches miraré a Deneb y me haré preguntas —dijo.
—¿Puedo recordarte —dijo él tan alegremente como pudo—, que además de Babur y Mirkheim, en los alrededores está Hermes? Una vez vine de allí y es seguro que lo repetiré.
—Pero si estallase la guerra…
—Bueno, yo soy ciudadano de Hermes, no del Mercado Común. Y voy en una misión abierta para solicitar información, digamos que de diplomacia no oficial, nada más. Es posible que los baburitas no sean la raza más fácil del universo, pero son racionales. No querrán hacer enemigos sin necesidad…
—Si tu trabajo es así de sencillo, y de seguro, entonces, ¿por qué tienes que ir tú?
—Ya sabes por qué —Falkayn suspiró—. Experiencia. Adzel, Chee y yo hemos estado en tratos con no humanos durante más de treinta años y formamos un equipo condenadamente eficiente —De nuevo sonrió—. En caso de que te interese, la modestia es la segunda virtud apreciada en los mandamientos; la primera es la sinceridad. Pero, escucha, ahora va en serio. Gunung Tuan tuvo razón al pedirnos que vayamos. Tendremos muchas más probabilidades que cualquier otro de conseguir algo útil, o, por lo menos, de volver con alguna información concreta. Y tú todo eso lo sabes, querida. Si querías poner pegas, ¿por qué has esperado a la última noche que pasamos juntos?
Ella se mordió el labio y contestó:
—Lo siento, creí que podría evitar que se me notase el miedo… hasta que te fueras.
—Mira, también estaba siendo honrado cuando me puse a jurar por conseguir este trabajo precisamente ahora que tú no puedes venir. Cuando dije que ojalá pudieras acompañarme no mentía. ¿Crees que haría eso si pensase que iba a haber algún riesgo? La mayor incógnita de la educación es simplemente cuánto tiempo tendremos que estar fuera.
Ella asintió lentamente. Cuando nació Juanita los dos habían dejado de vagabundear por el espacio, porque aquello significaba ausencias de la Tierra por tiempo indefinido. La generación anterior a la suya, más hedonista y menos equilibrada, había engendrado ya suficientes neuróticos y ella sentía, y había hecho opinar a su esposo lo mismo, que los niños necesitan y merecen un hogar estable. Y ahora iba a tener otro.
—Sigo sin comprender por qué tienes que ser tú —dijo en un último intento de rebeldía—. Después de tres años en el Sistema Solar…
—Tú estás un poco oxidada, claro —terminó él por ella—; pero tú solo estuviste tres años viajando por el espacio con nosotros. Yo más de veinte, y los trucos del oficio van prácticamente grabados en mis genes. No pude negarme cuando el viejo me lo pidió.
«Y menos tratándose del mismísimo mundo de Mirkheim, que fue la causa de que yo traicionase hace dieciocho años su confianza en mí —pasó por su mente—. He sido perdonado y soy el príncipe heredero de van Rijn, pero nunca me he perdonado por completo a mí mismo, y aquí está la oportunidad de hacer las cuentas».
Coya sabía lo que él pensaba y levantó la cabeza.
—Vale, vale, señor, acepte mis disculpas. Si llegase a estallar la guerra, muchas mujeres estarían en peor situación que yo.
—Exacto —replicó él tranquilamente—. Es bastante posible que mi grupo pueda contribuir un poquito para guardar la paz.
—Y mientras tanto, nos quedan horas y horas por delante —en la luz de la luna ella levantó la copa mientras otra vez la música llegaba juguetona—. ¿No te parece que nuestra primera obligación es brindar con excelente champán?
—Así habla la mujer que a mí me gusta. —Falkayn le devolvió la sonrisa.
Los bordes de sus copas chocaron entre sí.
Cuando los dos miembros humanos del equipo de Muddlin Through se retiraron, los dos no humanos se habían separado para seguir distintos caminos. Chee se había enrolado como xenóloga de otro equipo de exploración comercial. No estaba dispuesta a retirarse todavía y además quería hacerse indecentemente rica a base de comisiones, para permitirse hasta el menor capricho cuando regresase por fin al planeta que la astronomía designa como «O2 Eridani A II», conocido en ánglico como «Cynthia». Cuando la crisis de Mirkheim se produjo, ella estaba casualmente en la Tierra y eso fue probablemente lo que había cristalizado la idea de Nicholas van Rijn de revivir el trío…, aunque debía haber consultado antes el registro de su compañía con la esperanza de enterarse de si, indudablemente, podía entrar inmediatamente en contacto con ella.
—¿Qué? —había escupido ella cuando él la llamó a su alojamiento—. ¿Yo? Espiar y sonsacar… No, cierre la boca, ya sé que usted lo llamará «recibir informaciones» e «intentos de negociación». Malgasta usted las sílabas como un lexicógrafo borracho —ella arqueo la espalda y continuó—: ¿Me está proponiendo en serio que vayamos a Babur… en medio de una guerra posible? Esos barriles de mantequilla que se come diariamente deben habérsele subido al cerebro.
La imagen de van Rijn, en la pantalla, hizo rodar los ojos en la dirección aproximada del cielo, con gesto piadoso.
—No te excites, gatita peluda —apremió con el tono más untuoso que le fue posible—. Piensa en que, una vez más, viajarás con tus amigos más queridos. Piensa que ayudarás a impedir o a detener algo que puede causar la muerte de mucha gente o quizá reducirá los beneficios de todos. Piensa en la gloria que puedes ganar, explotándolo con atrevimiento, gloria que puedes transmitir a tus hijos. Piensa…
—Pensaré en el dinero contante y sonante que pueda ofrecer —le interrumpió Chee—. Diga una cifra.
Van Rijn elevó las manos simulando un gesto de horror.
—¿Eres capaz de hablar así en un asunto como este? ¿Qué es lo que eres, de todas formas?
—Ya sabemos lo que soy. Decidamos ahora mi precio.
Chee se puso cómoda sobre un cojín, colocó un cigarrillo suavemente narcotizado en una interminable boquilla de marfil y lo encendió, pues las bebidas alcohólicas no afectaban su sistema nervioso. Aquello iba para largo.
Con muchas lamentaciones por parte de él, insolencias por la de ella y amplio regocijo por ambas partes, se fijó regateando el precio de un servicio que podría ser peligroso y ciertamente no produciría ningún beneficio monetario. Ella insistió en que a Adzel se le pagase lo mismo. El wodenita, cuando se le dejaba solo, era demasiado tímido y el velar por los intereses de aquel meticuloso grandullón podía contar como su buena obra del mes. Van Rijn admitió lo que ella ya sospechaba: que Adzel había sido reclutado por una desvergonzada apelación a su sentido del deber.
Él aún estaba en los Andes y no pensaba salir de allí hasta la víspera de su partida. Cuando la fecha llegó, Chee averiguó en el registro de la compañía que había cogido habitación en un hotel barato de Terraport. El nombre le sonaba de otras veces: Era el tipo de hotel que no tenía medios para producir aproximadamente el ambiente propio de un no humano. «Bueno —pensó—, en realidad Adzel no necesitaba dos gravedades y media, aire espeso y caliente, la cegadora luz de un sol de tipo F5 y todas las demás delicias que existían en el mundo que los hombres llamaban Woden». Se había pasado sin ellas durante los años a bordo de Muddlin Through, por no hablar del monasterio budista donde había pasado los tres últimos años en calidad de lego. «Sin duda piensa en dar a los pobres el dinero que se ahorre, o para cualquier otra causa igualmente desastrada», adivinó. Después cogió un taxi hasta el aeropuerto más cercano y una vez allí, el primer vuelo transoceánico.
Por el camino atrajo las miradas de muchos. Un extraterrestre como compañero de viaje todavía era raro en la Tierra…, aunque fuese un nativo de Cynthia cuya cultura más desarrollada hacía tiempo que había iniciado la era espacial. Ella estaba acostumbrada y le gustaba que la gente conociese el aspecto que tiene una especie realmente bella. Los humanos veían un pequeño ser, de unos noventa centímetros de largo más una frondosa cola que medía otros cuarenta y cinco. En proporción, sus patas eran largas y terminaban en pies de cinco dedos prensiles; los brazos eran también largos y tenían manos de seis dedos. Su redonda cabeza tenía unos gigantescos ojos color esmeralda, orejas puntiagudas, hocico corto de nariz ancha y boca delicada enmarcada por unas patillas poco pobladas y con dientes extremadamente afilados. Excepto por la piel gris desnuda de las manos y los pies, el resto del cuerpo estaba cubierto por sedosos pelos de gran blancura, que alrededor de los ojos formaban una especie de máscara gris azulada. Una vez había oído cómo la comparaban con un cruce entre un gato de angora, un mono, una ardilla y un mapache, y se preguntaba perezosamente quién de ellos se suponía que estaba en las dos partes de su familia. La especulación era natural, puesto que era de una especie vivípara y bisexual como Adzel… y además, homeotérmica como la suya, aunque ninguno de ellos era estrictamente un mamífero.
Un niñito gritó: «¡Hola gatita!», e intentó acariciarla. Chee levantó la vista de su ejemplar del Times de Londres y le dijo a su madre:
—¿Por qué no se come a su cría?
A partir de entonces la dejaron en paz.
Cuando llegó subió a un taxi y le dio la dirección del hotel. Era ya después de anochecido y Adzel seguramente estaría en el hotel. Esperaba que no estuviese demasiado sumido en la meditación y que oyese el timbre de la puerta. Supo que se estaba desenroscando y que se disponía a abrir al oír el seco chasquido de unas escamas contra otras. Bien. Le apetecía volver a ver a aquel querido idiota.
La puerta se abrió y miró hacia arriba. La cabeza de Adzel estaba a más de dos metros del suelo, al final de un cuello grueso y serpenteante y de un torso del tamaño de un caballo que sostenía dos brazos correspondientemente poderosos terminados por manos de cuatro dedos. Su cuerpo centauroide se extendía hacia atrás unos cuatro metros y medio, incluyendo una cola parecida a la de un cocodrilo. También su cabeza recordaba vagamente la de un reptil, con el largo morro, los labios de aspecto gomoso, dientes de omnívoro entre los que sobresalían unos cuantos colmillos de aspecto alarmante y los enormes ojos de color ámbar, protegidos por arcos superficiales saledizos y las orejas puntiagudas. Una sierra de placas triangulares le recorría todo el espinazo desde la parte superior de la cabeza hasta la cola. Para que sus camaradas pudieran montar sobre él sin peligro, una de estas placas, la que se encontraba detrás del torso, había sido extirpada mediante una operación quirúrgica. Todo en aquella mole relucía con las escamas que pasaban del verde oscuro del lomo al dorado en la zona de la panza.
—¡Chee Lan! —tronó en ánglico—. ¡Qué sorpresa tan espléndida! Entra, querida, entra.
Los cuatros cascos hendidos que sostenían un peso de una tonelada causaron un ruido parecido al de un trueno cuando se hizo a un lado para dejarla pasar.
—No esperaba verte antes de reunimos mañana en la nave —continuó él—, pensé que sería mejor si…
—Nosotros tres y Atontado no necesitaremos demasiadas revisiones —estuvo ella de acuerdo.
—… si yo intentaba…
—Pero me figuré que sería mejor que comparásemos nuestras notas por anticipado —le interrumpió ella de nuevo—. Ni con pinzas se separaría a Davy de su familia antes de la hora señalada, pero tú y yo no tenemos ahora mismo ningún romance.
—Yo estoy intentando…
—¿Tienes un amor?
—¿Qué dices? Estoy intentando ponerme al corriente de la situación actual.
Adzel señaló con un gesto el aparato de video de la habitación por el que hablaba un individuo.
«… panorámica de la historia de la crisis. Esta se remonta mucho más atrás del descubrimiento de Mirkheim el año pasado que, de hecho, fue un redescubrimiento. El Consorcio de Supermetales estaba en posesión del planeta desde hacía unos quince años, extrayendo sus riquezas sin dejar que se supiera de dónde provenía el tesoro que ellos estaban vendiendo. Trataron de crear la impresión de que su origen era un proceso industrial secreto, fuera del alcance de todas las tecnologías conocidas, y lo consiguieron hasta cierto punto. Pero con el tiempo fueron varios los científicos que dedujeron que era mucho más probable que los supermetales hubieran sido producidos y concentrados por la naturaleza…».
—¿Lo has oído? —la cola de Chee señaló la pantalla.
—Sí, claro, pero espero que dará un resumen comprensible de los acontecimientos actuales —dijo Adzel—. Recuerda que durante tres años no he oído ningún noticiario, ni leído literatura secular, excepto boletines planetológicos.
Chee se alegró de saber que no había descuidado su profesión. Probablemente no sería de utilidad en aquel viaje, pero nunca se sabe y en cualquier caso, el que se mantuviera al día de los avances científicos demostraba que no había sido del todo despedido de la rueda de su karma particular.
—De vez en cuando nos visitaban algunas personas —continuaba el dragón—, pero yo las evitaba lo más posible, temiendo que mi aspecto podría distraerles de la serenidad del ambiente.
—Si ven tu versión de la postura del loto, con toda seguridad se distraerán —dijo bruscamente Chee—. Escucha, yo puedo informarte mejor y con más rapidez que ese payaso.
—¿Te gustaría tomar un poco de té? —preguntó Adzel señalando un termo de cinco litros—. Hice que me lo prepararan en el lugar donde comí esta tarde. Toma este cenicero, está limpio.
Lo puso sobre el suelo y lo llenó para que Chee pudiera sorberlo mientras él se llevaba el recipiente a la boca.
Mientras tanto, el conferenciante del video rozaba la superficie de la física básica.
«La tabla periódica de los elementos no tiene nada más que elementos radiactivos desde la serie de los actinios en adelante. En los átomos más grandes, la repulsión mutua entre los protones sobrepasa por tuerza las fuerzas de atracción en el interior del núcleo. La proporción de desintegración se hace tan grande a partir del uranio que los antiguos investigadores de la Tierra no encontraron en la naturaleza estos elementos y tuvieron que producir el neptunio y el plutonio artificialmente. Más tarde se demostró que en las rocas existían cantidades mínimas de ambos, pero su presencia allí es una mera precisión técnica. Prácticamente, el total de lo que existía en el principio ha desaparecido, descompuesto en núcleos más simples. Y después del plutonio, las vidas de los restantes elementos son tan cortas que los aparatos más potentes y complicados apenas pueden producir una cantidad suficiente para que se refleje en instrumentos ultrasensitivos antes que el producto desaparezca».
»Sin embargo, la teoría indicaba que debiera existir una “isla de estabilidad” entre los números atómicos 114 y 122: nueve elementos, la mayoría de cuyos isótopos son solo relativamente radiactivos. Fabricarlos en cantidades infinitesimales fue un triunfo de los laboratorios. Para fundir tantas partículas se necesitaba una energía gigantesca. La teoría también sugería las propiedades, tanto físicas como químicas, de aquellos materiales o de los compuestos sólidos a partir de los cuales podían volatilizarse aisladamente: el sueño de un ingeniero como catalizadores, conductores, componentes de aleaciones de una fuerza suprema. Nadie veía el camino para la realización de aquel sueño… hasta que surgió de pronto una idea.
Hacía dieciocho años que David Falkayn lo había pensado, el primero de todos, aunque el locutor no lo sabía. Se limitaba a recitar el razonamiento de pensadores posteriores.
«Se cree que toda la materia comenzó como un caos de hidrógeno, el átomo más pequeño. Parte de este hidrógeno se derritió en la bola de fuego primordial y formó el helio; debido al enorme calor y presión de los núcleos de las estrellas que se condensaron con ese gas, el proceso continuó y continuó, y así se fueron formando los elementos mayores, al reaccionar paso a paso unos átomos con otros. Las primeras generaciones de estrellas enriquecieron con estos núcleos el medio interestelar a partir del cual se formarían las generaciones posteriores de soles y planetas, bien esparciendo la materia con los vientos solares, bien al morir como rojos gigantes o como novas y supernovas. En aquellos antiguos hornos se formaron el carbón de nuestras proteínas, el calcio de nuestros huesos y el oxígeno que respiramos».
»La serie hubiese terminado en el hierro si no se hubiesen formado unas estrellas tremendamente grandes. El hierro está al fondo de la curva de la energía: unir aún más protones y neutrones está fuera del alcance del poder de cualquier estrella que brille constantemente. Pero las estrellas monstruo no mueren pacíficamente: se convierten en supernovas y durante poco tiempo, su brillo es comparable con el de toda una galaxia. En ese momento de violencia inimaginable, se producen reacciones que de otra forma serían imposibles y cobran forma el oro, el cobre, el uranio, todos los elementos por encima del hierro, que son arrojados al universo para formar parte de nuevas estrellas y mundos.
»Los supermetales de la isla de estabilidad están entre las sustancias creadas de esta manera. Siendo tan difíciles de producir, solo se dan en una proporción diminuta, tan pequeña que al principio ninguno fue encontrado en la naturaleza, ni siquiera después de que el hombre se liberó del Sistema Solar y comenzó a explorar su rincón de la galaxia. Sin embargo, debieran estar allí. El problema consistía en localizar una concentración susceptible de ser medida.
»Suponiendo que una estrella gigante contase con un planeta gigante, lo suficiente macizo como para que su núcleo pudiese sobrevivir a la explosión. No era imposible, aunque la teoría decía que no resultaba probable. El sol al estallar lanzaría contra el núcleo un torrente de elementos, de los cuales los de baja volatilidad se condensarían o incluso formarían láminas. Efectivamente, serían una fracción insignificante del total que la supernova había vomitado hacia el espacio, pero sería una fracción igual a miles de millones de toneladas de metales valiosos y una cantidad menor de supermetales, inmensamente más preciosos. Teniendo en cuenta que su radiactividad era relativamente pequeña, una proporción importante de los supermetales debiera durar varios millones de años…
»… evidentemente, sus primeros descubridores habían realizado un análisis matemático en un computador de los mejores —decía el locutor—. Un programa sofisticado podría calcular la probabilidad de que, en un momento determinado, y en un punto determinado del espacio, hubiera existido una supernova con un compañero superjoviano y esbozar donde debieran encontrarse los restos de ambos en la época actual, utilizando los datos de que se dispone sobre la distribución y órbita de las estrellas en esta vecindad galáctica y datos similares sobre gases interestelares, polvo estelar, campos magnéticos, etc. Con más precisión: el programa produjo una distribución espacio-temporal de las probabilidades, lo que a su vez condujo a una zona de investigación óptima. La dirección de Deneb, en una región a medio camino desde la Tierra, era la que tenía más probabilidades.
»Si algunos científicos pudieron deducir esto hace un año o dos, entonces era lógico pensar que el grupo de Supermetales había empleado el mismo razonamiento antes. Por tanto, “tenía” que existir la cueva del tesoro y antes o después, sería encontrada si se buscaba con las necesarias energías. Las naves se lanzaron ansiosamente en su búsqueda.
»El capitán Leopoldo Rigassi, de la Fundación Europea para la Explotación, fue quien lo consiguió.
»El secreto fue descubierto. Los seres que hablaban en nombre de Supermetales contaron con toda franqueza cómo habían estado trabajando en el planeta, que ellos llamaban Mirkheim, y habían intentado obtener su propiedad legalmente. Inmediatamente, surgió el peligroso enjambre de preguntas. La primera y más importante es saber quién tiene jurisdicción, qué gobierno posee el derecho a decidir allí. Los operadores de Supermetales no están respaldados por ningún gobierno, se hallan aislados y…
—¿Quieres cerrar esa caja de disparates? —exigió Chee—. Tienes que saber ya todo lo que van a decir.
—Perdóname, pero esa actitud no es nada humilde —le reprochó Adzel.
No obstante, se estiró y cerró el aparato. El silencio se apoderó de la destartalada habitación durante un momento.
Y también su masa llenaba la habitación. En un conocido gesto de los viejos tiempos, se acomodó sobre el suelo y enroscó el extremo de su cola para que Chee pudiese descansar cómodamente sobre ella. La cynthiana lo aceptó, llevando consigo su cenicero de té.
—Por ejemplo —dijo él—, me he sentido muy aliviado al enterarme de que nosotros —tú, Davy y yo— aún no hemos sido identificados en público como los primeros en descubrir Mirkheim, de hecho, como los que llamamos así a ese planeta. Esa notoriedad hubiera sido de lo más molesta, ¿no te parece?
—Oh, si eso llegase a suceder, yo he estado acariciando ciertas ideas para sacar dinero de ello —contestó Chee—; pero con el asunto tan locamente desequilibrado como está ahora… Sí, sin duda es mucho mejor que la gente de Supermetales haya cumplido su promesa. No sé cuánto tiempo más la cumplirán, ya no tienen ningún motivo para ocultar nuestro anonimato. Supongo que lo están haciendo por la fuerza de la costumbre: no contar nada, ni siquiera un recuerdo, a las zarpas que quieren arrebatarles su tesoro.
—Y sus esperanzas —dijo Adzel en voz baja—. ¿Crees que podrán obtener una compensación justa?
—¿Del gobierno que consiga que se respeten sus pretensiones, es decir, del Mercado Común o de Babur? ¡Jo, jo, jo! El control del Mercado Común quiere decir control por corporaciones que no buscan otra cosa que beneficios y por burócratas y políticos que odian a la compañía de Supermetales porque nunca se doblegaron fácilmente ante ellos. La posesión de los baburitas significa… ¿quién lo puede saber? Aunque no puedo imaginarme a Babur haciendo lo más mínimo en favor de los derechos de unos pocos respiradores de oxígeno.
—¿Crees seriamente que Babur podría conseguir Mirkheim? La base de sus pretensiones, eso del principio de la «esfera de intereses», suena descabellado.
—No es mucho más absurdo que el derecho de descubrimiento que pretende hacer ejecutivo el Mercado Común. Yo diría que el asunto lo decidirá una guerra rápida.
—¿De veras pelearían por… por un montón de aleaciones destrozadas? —preguntó Adzel, aplanado.
—Amigo mío, a menos que Babur esté simplemente faroleando, cosa que dudo, será difícil evitar una guerra.
Chee aspiró el olor del té mezclado con el cálido y ligeramente acre olor corporal del wodenita, y continuó:
—¿No entiendes por qué van Rijn nos envía allí ahora? Principalmente en busca de información…, cualquier tipo de información, para así poder planear lo que va a hacer. Ahora mismo, todo es agua de borrajas. El gobierno del Mercado Común está dando pasos a ciegas, como todo el mundo; no se sabe qué se puede esperar de unas criaturas tan alienígenas como los baburitas. Pero, además, si se nos presenta la oportunidad, debemos intentar conseguir, o sugerir, un trato. En la posición en que están, pueden hacer mucho daño a buena parte de las propiedades y del comercio de Solar de Especias y Licores y de hecho, tienen, en particular contra nosotros, algo de que vengarse.
—¿Por qué?
—¿No lo sabes? Hace unos treinta años intentaron de mala forma meterse en un negocio que tenía la Solar en un planeta por aquella zona. Para ellos era más lucrativo que para nosotros, pero aun así nuestro representante allí no veía por qué teníamos que aceptar pasivamente algo que equivalía a un robo a mano armada. Mediante un inteligente truco les despojó de sus ganancias y se aseguró de que no les resultase provechoso volver. Ese fue el primer movimiento agresivo de Babur en el espacio. Ahora parecen pensar que ya están preparados para moverse de verdad. Y todo el cosmos sabe que el Mercado Común no lo está.
—Y así es como nosotros tres y nuestra nave viajaremos de nuevo, como si volviesen otra vez los viejos tiempos —suspiró Adzel—, solo que esta vez nuestra misión no es hacia un más allá lleno de esperanzas.