Prólogo

En un tiempo había existido una estrella grande y orgullosa que brillaba como cien soles juntos. Su resplandor blanco azulado había lucido inmutable durante cuatrocientos millones de años, un reto para la oscuridad que la rodeaba y un desafío para aquellos otros soles cuyas lejanas luces se apiñaban en el cielo. Un compañero digno de su majestad giraba a su alrededor a gran distancia; un planeta con una masa igual a la de la Tierra mil quinientas veces y que brillaba como una brasa debido al calor de su propia contracción. Puede que también hubieran existido mundos y lunas inferiores, ahora no podemos decirlo. Solo sabemos que las estrellas gigantes rara vez están acompañadas y que, por tanto, aquello se debía a una curiosa orden de Dios, al destino o a la casualidad.

Los gigantes mueren jóvenes, tan arrogantemente como han vivido. Un día, el combustible de hidrógeno del núcleo se terminó. En lugar de hincharse y enrojecer, como hacen los soles inferiores cuando envejecen, aquel se desplomó sobre sí mismo. Energías inimaginables quedaron en libertad, los átomos chocaron unos contra otros y se fundieron creando elementos nuevos y extraños; la estrella explotó. Durante un corto período de tiempo su furia la hizo brillar casi tanto como toda su galaxia.

Ningún mundo ordinario podría haber soportado la tormenta incandescente que fue entonces arrojada hacia el exterior. Debió desaparecer por completo algo equivalente a la Tierra, vaporizado hasta el mismo hierro del núcleo. Incluso el poderoso compañero de la estrella perdió la mayor parte de su masa, saliendo despedidos hacia el infinito el hidrógeno y el helio. Esto absorbió tanta energía que el corazón metálico de aquel globo solamente fue derretido. Sobre él bullía la materia que arrojaba la estrella en su lucha con la muerte.

Gran parte de esa materia escapó hacia el espacio. Durante décadas de milenios, los restos del sol y de su planeta giraron en el centro de una nebulosa que, vista desde lejos, relucía como un encaje encantado. Pero a lo largo de años luz se fue desvaneciendo y disipando y la oscuridad avanzó hacia su interior. Lo que quedaba del planeta se congeló, destellando apenas en los puntos donde sus compuestos metálicos reflejaban el brillo de constelaciones lejanas.

Estas ruinas solitarias fueron a la deriva por las profundidades durante medio millón de años.

El mundo que los hombres llaman Babur nunca será un hogar para ellos. Cuando Benoni Strang salió de su nave fue violentamente consciente del peso. Sobre sus huesos cayó casi el doble del empuje del Hermes que le había engendrado o de la Tierra que había engendrado a su raza. La carne gemía bajo su propia carga. La armadura que le mantenía con vida se convirtió en una piedra sobre los hombros, sobre los pies.

Aunque podía haber activado su propulsor y volar desde la escotilla, prefirió no obstante caminar por la pasarela hasta el suelo, como un rey de visita.

Al principio apenas pudo ver qué seres le esperaban. Mogul, el sol, estaba alto en un triste cielo púrpura enturbiado por nubes rojas, y aunque su brillo era más fuerte que el del Sol o Maia, a aquella distancia era diminuto. El suelo nevado desprendía algo de luz, al igual que un acantilado de hielo a un kilómetro de distancia y que la catarata de amoniaco líquido que se despeñaba desde su cumbre. Pero su vista no llegaba hasta el horizonte. Creía que su límite visual por la izquierda estaba marcado por un bosquecillo de árboles bajos con largas hojas negras y que, a la derecha, podía distinguir la centelleante ciudad que sabía estaba allí. Sin embargo, esto era tan incierto como el recibimiento que le esperaba. Y todas las formas que divisaba eran tan extrañas, que cuando apartaba la vista de ellas no podía recordarlas. Aquí tendría que volver a aprender desde el principio cómo usar sus ojos.

Una atmósfera de hidrógeno y helio hacía que el estruendo de la catarata, el sonido de las botas sobre la pasarela y después el crujido de los témpanos cuando pisó el suelo sonasen estridentes. En cambio, el ruido de su respiración dentro del casco, el sonido de la sangre, los percibía como sordos toques de tambor. El sudor le humedecía la frente y sabía que apestaba, pero apenas lo advertía. Se sentía demasiado jubiloso por haber llegado.

Delante de él, la mancha fue cobrando forma con cada paso que daba hasta que se convirtió en un amasijo de unas doce criaturas. Una de ellas se acercó para reunirse con él. Se aclaró la garganta y dijo torpemente por el micrófono:

—Soy Benoni Strang. Queríais que viniese aquí.

El baburita llevaba un vocalizador que transformaba los zumbidos y balbuceos en palabras ánglicas.

—Lo pedimos en tu beneficio además del nuestro. Si vas a mantener estrechas relaciones con nosotros e investigarnos, y nosotros a ti, debes venir a menudo a la superficie de nuestro planeta y tratar directamente con nosotros. Esta visita será una prueba de tu capacidad.

Su capacidad ya había sido comprobada en las cámaras de reproducción ambiental de la escuela donde se había preparado, pero Strang no se lo dijo. Podría ofenderles. Los humanos sabían poco sobre los baburitas, a pesar de dos décadas de contactos que habían culminado en un comercio que intercambiaba tecnología espacial por metales pesados y algunos artículos más. «No tenemos ni idea de lo que ellos pueden saber sobre nosotros», recordó él.

—Te doy las gracias —dijo—. Tendréis que ser pacientes conmigo, pero pronto estaré en una posición que recompense vuestros esfuerzos.

—¿Cómo?

—Encontrando nuevas áreas donde podamos hacer negocios en beneficio mutuo.

Strang no dijo que sus superiores no tenían demasiadas esperanzas de que eso llegase a suceder. Le había costado trabajo conseguir aquel destino dirigido principalmente a proporcionar unos cuantos años de experiencia práctica a un joven xenólogo cuya educación se había centrado en los planetas subjovianos.

Él no había insinuado nada sobre las ambiciones que alimentaba. La hora de hacerlo llegaría cuando tuviese pruebas de que su plan era posible…, si es que llegaba a serlo.

—Después de nuestra experiencia en Suleimán —dijo el nativo—, ponemos en duda lo que podemos conseguir de la Liga Polesotécnica.

La monocorde voz artificial no podía transmitir el resentimiento. ¿Existiría detrás realmente una emoción parecida? ¿Quién podía leer el corazón de un baburita? Ni siquiera tenían nada semejante a uno.

—La Compañía Solar de Especias y Licores no es toda la Liga —contestó Strang—. La mía es completamente distinta. No tienen en común más que ser ambas miembros de la Liga, y eso significa ahora menos que en el pasado.

—Estudiaremos esto —le dijo el ser—. Por eso cooperaremos con tu equipo científico. Queremos conseguir información además de proporcionarla, queremos obtener los conocimientos que necesitamos para que nuestra civilización pueda reclamar un lugar junto a la vuestra.

Los sueños del corazón de Strang se avivaron.

Las dos lunas de Hermes estaban en lo alto: Caduceus ascendía, pequeña pero casi llena, y la ancha guadaña de Sandalion se hundía hacia el oeste. Arriba, en la penumbra del atardecer, un par de alas atraparon la luz del sol que se acababa de poner y despidieron reflejos dorados. Un pájaro tilirra cantaba entre el follaje de un milhojas agitado por la débil brisa. La prisa del río Palomino resonaba en el fondo del cañón que él mismo había ido excavando, pero el sonido llegaba a lo alto convertido en un murmullo.

Sandra Tamarin y Peter Asmundsen salieron a la terraza de la mansión. Deteniéndose junto a la balaustrada, contemplaron el paisaje que les rodeaba: el agua que destellaba abajo entre la sombra, a su alrededor el bosque circundaba Windy Rim, y enfrente las siluetas violáceas de las colinas arcádicas. Sus manos se encontraron.

—Me gustaría que no tuvieras que irte —dijo ella al fin.

—A mí también me gustaría no tener que irme —replicó él—. Ha sido una visita maravillosa.

—¿Estás seguro de no poder arreglártelas desde aquí? Tenemos equipos completos de comunicación, computación y recuperación de datos, de todo.

—En un caso normal llegaría con eso. Pero ahora…, la verdad, mis empleados de la casta de los Travers tienen quejas legítimas. Creo que yo en su lugar también amenazaría con ir a la huelga. Si no puedo evitar que los leales tengan preferencia en la promoción, por lo menos puedo negociar ciertas compensaciones para los Travers, por ejemplo vacaciones extras. Y sus líderes estarán más inclinados a llegar a un compromiso si me tomo la molestia de reunirme con ellos en persona.

—Supongo que tienes razón. Posees intuición para esas cosas. Me gustaría poseerla a mí también —suspiró ella.

Se contemplaron mutuamente durante cierto tiempo antes de que él dijera:

—La tienes, y más de lo que piensas. Y es mejor así… Probablemente serás nuestra próxima Gran Duquesa —dijo sonriendo.

—¿Lo crees de veras?

El tema que habían estado dejando de lado durante aquellas vacaciones salió por fin en aquel momento. La mujer añadió:

—En un tiempo yo también lo creía; ahora no estoy tan segura. Por eso me he venido aquí, a la casa de mis padres. Después de ver las consecuencias de mi propia estupidez, mucha gente ha dejado en claro lo que piensa de mí.

—Déjate de tonterías —dijo él, quizá con más aspereza de lo que quería—. Si tu padre no estuviese incapacitado por sus intereses en ciertos negocios no habría ninguna duda en cuanto a su elección. Tú eres su hija y la mejor alternativa que tenemos… Igual que él o quizá mejor… Precisamente por eso eres lo bastante inteligente para saber que lo que digo es cierto. ¿Me estás diciendo que vas a dejar que un puñado de puritanas y snobs te hagan daño? Dios mío, deberías estar muy orgullosa de Eric. Con el tiempo tu retoño será el mejor Gran Duque que Hermes haya tenido nunca.

Sus ojos se apartaron de los de él y se perdieron en la oscuridad de la espesura. Apenas pudo oírla.

—Si es que puede doblegar lo malo de su padre que hay en él.

Volvió a mirarle a los ojos y dijo con voz fuerte mientras se erguía:

—He dejado de odiar a Nick van Rijn. En realidad, él fue más honrado conmigo que yo con él o conmigo misma. ¿Y cómo podría lamentar el haber tenido a Eric? Pero últimamente…, Pete, tengo que admitir que me gustaría que Eric fuese legítimo. Me gustaría que su padre fuese un hombre que pudiese vivir entre nosotros.

—Una cosa así podría tener arreglo —respondió él.

Después su lengua se detuvo y permanecieron largo tiempo en silencio; dos humanos grandes y rubios buscándose mutuamente el rostro a través de una penumbra que casi les impedía la visión. La brisa arrullaba, el tilirra cantaba y el río reía en camino hacia el mar.

Una nave recorrió el espacio hasta encontrar la supernova extinguida. El capitán David Falkayn observó el núcleo en órbita a su alrededor y vio sus riquezas. Pero su aspecto era tan amenazador que lo bautizó con el nombre de Mirkheim.

Poco después condujo allí otras naves que llevaban a bordo a unos seres que tenían la intención de extraer algo de aquella desolación. Sabían que el tiempo del que dispondrían sería corto y que, por consiguiente, debían trabajar duro y con decisión.

Falkayn y sus camaradas no se quedaron mucho tiempo. Tenían que vivir sus propias vidas. Regresaban de vez en cuando, ansiosos de saber cómo había marchado el trabajo, y los trabajadores les bendecirían siempre.

Strang ya no caminaba cuando descendía a Babur, sino que viajaba con relativa facilidad sostenido por unos correajes sobre un deslizador gravitatorio. Los nativos sabían que podía manejarse sobre su mundo lo bastante bien como para ganarse su respeto. Lo había demostrado una vez y otra, a veces con riesgo de su vida cuando aquella tierra violenta sufría un estallido, un terremoto o una avalancha. Hoy estaba sentado en una cámara construida de hielo y hablaba durante horas con el ser que él llamaba «Ronzal».

Este no era el verdadero nombre del baburita, que consistía en un conjunto de vibraciones que el computador del vocalizador había decidido traducir como «ronzal». Lo más probable era que no fuese nada parecido, aunque Strang nunca lo había podido averiguar con seguridad. Sin embargo, en el curso del tiempo él y el portador del nombre se habían vuelto tan amigos como era posible serlo en aquellas circunstancias. ¿Y quién podía decir a qué equivalía aquello?

El idioma que empleaban en conversación dependía de lo que cualquiera de ellos quisiese decir. El ánglico o el latín de la Liga se prestaban mejor a algunos conceptos y el «siseman» a otros (estas tres sílabas eran otro invento del vocalizador). Y aun así de vez en cuando se veían obligados a buscar a tientas una forma de expresar lo que querían decir. Ni siquiera estaban siempre seguros de lo que el otro pensaba. Aunque habían pasado sus carreras intentando pacientemente construir puentes sobre las diferencias entre sus cerebros y sus historiales, la tarea estaba lejos de ser terminada.

Pero Ronzal podía decir algo que hizo sonar las trompetas en el interior de Strang.

—La oposición final ha sido vencida. Todo el globo está reunido en la Banda Imperial. Ahora estamos listos para mirar hacia fuera.

«¡Al fin, por fin! Pero todavía quedan años antes que nosotros, Babur y yo, podamos hacer algo más que mirar. Tranquilo, Benoni; muchacho, tranquilo».

El humano reprimió la exaltación de sus pensamientos.

—Maravilloso —dijo.

Ese era todo el entusiasmo que valía la pena demostrar, puesto que las dos razas no expresaban el júbilo de la misma forma. Añadió:

—Claro que mis colegas y yo lo esperábamos. Habíais conseguido tantas victorias que nos dejaba perplejos que hubiera sociedades que se atrevieran a resistirse. De hecho acabo de volver de una conferencia con mis… —vaciló—, mis superiores.

«En realidad ya no lo son. Según los acontecimientos aquí han ido cobrando impulso, al verse cada vez más probable que Babur de hecho podría convertirse en el tipo de instrumento que yo había predicho, y al haberme convertido yo en su principal y vital lazo con Babur, me he vuelto su igual y al final seré su jefe».

»No importa ahora, no tiene sentido fanfarronear, hasta que pueda poner de nuevo los pies en Hermes queda aún un fatigoso camino.

—Estoy autorizado para comenzar conversaciones con el fin de crear una armada espacial para vosotros —dijo.

—Entre nosotros hemos estado considerando cómo eso podría ser posible desde un punto de vista económico —respondió Ronzal—. ¿Cómo podemos hacer frente al coste?

Strang habló con precaución, mientras luchaba contra el estremecimiento que le recorrió intentando recuperar la frialdad.

—Es posible que nuestra relación esté madura para abandonar el intercambio valor-por-valor inmediato que hemos empleado hasta ahora. Es evidente que con los recursos que podéis ofrecernos no podréis comprar el desarrollo armamentístico.

(Oro y plata, que en Babur eran baratos porque con sus temperaturas el mercurio sólido cumplía mejor sus funciones industriales. Secreciones de plantas que eran un conveniente punto de partida para las síntesis orgánico-halogénicas. Otros productos que formaban eslabones de una cadena comercial, que iba de planeta en planeta, hasta que los comerciantes conseguían por fin lo que querían. El comercio entre dos mundos tan extraños mutuamente siempre sería marginal, aun en el mejor de los casos).

—Nuestras razas pueden intercambiar servicios además de productos —dijo Strang.

Ronzal permaneció en silencio, sin duda meditando sobre aquello. ¿Se atrevería a confiar profundamente en unos monstruos que respiraban oxígeno, bebían agua líquida y desprendían un calor de horno de sus armaduras? Strang comprendía a aquel ser. Él había pasado por la misma inseguridad, y tampoco nunca completamente tranquilo. Como para recordarse a sí mismo lo fuera de lugar que él mismo se encontraba allí, a través de la penumbra miró de reojo al baburita.

Cuando ambos estaban de pie, la cabeza de Ronzal llegaba a la cintura del humano. Detrás de un torso erecto se extendía una barrica horizontal desprovista de cola y sostenida por ocho cortas patas, que parecía llevar hileras de agallas que en realidad eran los opérculos protectores de las tráqueas que aireaban su cuerpo tan eficientemente como sus pulmones el de Strang, debido a la densa atmósfera de hidrógeno. Del tronco surgían un par de brazos que terminaban en garras como las de la langosta y de las muñecas nacían unas fuertes tijeretas que hacían las veces de dedos. La mayor parte de la cabeza consistía en un hocico esponjoso con cuatro ojos diminutos. La suave piel estaba listada con los colores naranja, negro, azul y blanco, y en su mayor parte iba cubierta por una fina túnica.

El baburita no tenía boca. Destrozaba la comida con las garras y la ponía en una bolsa digestiva que tenía junto al abdomen, donde era licuada para que el hocico pudiese hundirse allí y absorber la sustancia nutritiva. Los sentidos del oído y del olfato se centraban en los órganos traqueales. Hablaban con diafragmas vibrátiles a ambos lados de la cabeza. Había tres sexos y los individuos pasaban cíclicamente de uno a otro, según conductas y circunstancias que Strang nunca había conseguido dilucidar por completo.

Un humano desentrenado únicamente hubiese percibido algo grotesco. Él, que contemplaba al ser en su propio ambiente, veía dignidad, poder y una extraña belleza.

Detrás del vocalizador, un zumbido preguntó:

—¿Quién de nosotros obtendrá beneficios?

—Los dos —aunque Strang sabía que sus palabras carecían de significado para su interlocutor, dejó que resonasen con fuerza—: Ganaremos Seguridad, Poder, Gloria, Justicia.

Tal y como se divisaba desde una transferencia activada en el invernadero de Nicholas van Rijn, situado en la parte superior del Winged Cross, el Conglomerado de Chicago era un paraíso de agujas, torres, paredes de muchos colores, cristales de vitrilo, vías de comunicación que se curvaban agradablemente, señales centelleantes, un poco de árboles y verde aquí y allí…, el cielo y el lago tan chispeantes de movimiento como el propio suelo. Los Falkayn nunca se cansaban del espectáculo cuando estaban allí de visita. Para David era relativamente nuevo, pues se había pasado la mayor parte de su vida fuera de la Tierra, pero Coya, que había estado visitando a su abuelo desde antes de aprender a andar, también lo encontraba siempre nuevo. Hoy aquello atraía su atención todavía más que antes porque ambos embarcarían pronto en su primer viaje juntos más allá de los cometas, en el límite del sistema solar.

El anciano les estaba ofreciendo una pequeña cena de despedida estrictamente privada. Los servidores vivos que podía permitirse el lujo de tener no contaban, pues su discreción estaba bien probada y por otra parte, había enviado a sus dos amantes del momento a su casa de Djakarta para que le esperasen allí dentro de un día o dos. Los Falkayn iban provistos de buen apetito, sabían la idea que tenía van Rijn de una pequeña cena: duraría dos horas desde el primer caviar de esturión hasta el último queso, magnífico en su decadencia. Una sonata de Mozart sonaba alegremente en señal de bienvenida, las jarras de cerveza se codeaban con unos vasitos de akvavit helado y una docena de variedades de mariscos ahumados, y el aire estaba sutilmente impregnado de incienso de Tai-Tu. Su anfitrión vestía en su honor algo mejor de lo que solía: una camisa de manga larga con encajes en el cuello y puños, un chaleco iridiscente y unos pantalones color ciruela, aunque sus pies calzaban unas sandalias de paja y parecía de un borrascoso buen humor. Fue entonces cuando repiqueteó el teléfono.

¿Wat drommel? —gruñó van Rijn—. Le dije a Mortensen que no pasase llamadas de nadie con menos categoría que el arcángel San Gabriel. Ese pudín de cerebro que tiene se habrá enfriado y desecho en pedacitos.

Su enorme forma trastabilló sobre la alfombra de gato tropical hasta llegar al instrumento en el extremo opuesto de la habitación. Apretó el botón para aceptar la llamada, mientras decía:

—Le daré lo que se merece, ¡maldita sea!

—Al habla la señora Lennart, señor —anunció la figura que apareció en la pantalla—. Dijo usted que hablaría con ella en cuanto respondiese a su petición de entrevista. ¿La pasamos?

Van Rijn vaciló, tirándose de la perilla que adornaba su triple papada bajo su tieso bigote. Sus ojos negros parecidos a abalorios y colocados muy cerca el uno del otro a ambos lados de la enorme nariz ganchuda bajo la inclinada frente fueron como dardos hacia sus invitados. Muchos afirmaban, pero no era cierto, que el dueño de la Compañía Solar de Especias y Licores tenía un computador criogénico como alma postiza. Estaba bastante chiflado por su nieta favorita y su reciente esposo había sido su protegido antes de convertirse en su agente.

—Ya sé lo que va a graznar —musitó—. Porquerías. Va a estropearnos una juerga feliz.

—Pero será mejor que aproveches la oportunidad de hablar con ella cuando se presenta, ¿no es cierto, Gunung Tuan? —contestó Coya—. Adelante. Davy y yo admiraremos la vista.

Ella no sugirió que recibiese la llamada en otra habitación. Que él podía confiar en ellos, como de hecho lo hacía, no necesitaba decirse con palabras. Las lealtades se iban haciendo más intensas personalmente según disminuía la confianza en las instituciones públicas, tanto en las del Mercado Común Solar como en las de la Liga Polesotécnica.

Van Rijn suspiró como un tifón enano y se repantingó en un asiento, con la panza descansando majestuosamente sobre el regazo.

—No tardaré demasiado, no, cortaré la discusión —les prometió—. Esa Lennart me produce indigestión, ¡ja!, hace que mis malditos jugos hiervan. Pero necesitamos guardarnos las espaldas mutuamente, por muy huesuda que sea la suya… Pasa la llamada —le dijo a su secretario jefe.

Falkayn y Coya se volvieron con sus bebidas hacia la transparencia y contemplaron el exterior. Pero sus miradas se apartaron de allí porque ambos pensaban que el otro era una vista mucho más espléndida que lo que les rodeaba.

Él podría estar menos enamorado que ella: le llevaba dieciocho años y era un vagabundo que había conocido muchas mujeres en muchos lugares distintos. Lo que sentía en realidad era que, después de todo aquel tiempo, había llegado por fin a un refugio que había estado buscando siempre, aún sin saberlo. Coya Conyon, que seguía con orgullo una costumbre en auge en su generación y se llamaba a sí misma Coya Falkayn, se veía alta y esbelta en su traje pantalón escarlata. Su liso cabello negro le llegaba a los hombros, enmarcando un rostro de forma oval con ojos grandes y verdes con pintas doradas, boca grande y dulce sobre la pequeña pero firme barbilla y una nariz chata como la de él. Su tez era marfileña, bronceada por el sol.

Y ella todavía no se había cansado de mirarle. Él también era alto, su vestimenta gris dejaba traslucir una complexión atlética, su rostro era anguloso en las mejillas y de pómulos altos. Como era corriente entre las familias aristocráticas de Hermes, tenía los ojos azules, el pelo rubio y el porte altivo de aquella casta, aunque sus labios desmentían su herencia, pues eran propensos a reír con mucha facilidad. No necesitaba hasta el momento ningún tipo de artificio meditécnico para parecer más joven de los cuarenta y un años que tenía.

Sonrieron mientras hacían chocar sus jarras de cerveza. El aullido de van Rijn devolvió de mala gana sus mentes a la habitación.

—¿Qué está diciendo?

El mercader se había erguido en su asiento. Sus tirabuzones negros, que habían estado de moda hacía tres décadas, danzaron enroscados sobre sus carnosos hombros. En Falkayn se filtró el recuerdo de un episodio reciente durante el cual una compañía de la competencia había montado toda una complicada operación de espionaje para averiguar si el viejo se teñía el pelo o no. Aquello podría ser una pista sobre si su capacidad de rapiña pronto disminuiría con la edad. El intento había fallado.

—No debería usted contar chistes, Lennart —continuó van Rijn—, no es su estilo. Aunque estuviese usted vestida de payaso con una mueca pintada en la cara y un globo rojo en la mano, continuaría pareciendo que iba a citar a algún profeta judío de los menores, en un mal momento. Hablemos francamente de cómo nos organizamos para detener esta plaga.

La mirada de Hanny Lennart le taladró desde varios miles de kilómetros de distancia. Era una rubia delgada y tétrica, incongruentemente vestida con una túnica bordada de oro.

—Usted es el único que está haciendo el payaso, señor van Rijn —dijo ella—. Le digo con bastante claridad que las Compañías no se opondrán a la «ley de Garver». Y déjeme que le sugiera algo en su propio beneficio. Siendo la tendencia general la que sabemos, sería muy poco inteligente por su parte que lanzase contra esa ley a todos sus politiqueros de superficie y a todos los artistas subterráneos que se dejen sobornar por usted. Estarían predestinados a fracasar y no conseguiría otra cosa que mala voluntad.

—Pero… ¡Helen verdoeming! ¿Es que no comprende lo que producirá esto? Si los sindicatos consiguen tener ese tipo de influencia sobre la dirección, no será la nariz del camello lo que se meta en nuestra tienda. No, maldita sea, será su mal aliento y sus huellas llenas de arena, y en seguida todo él, y ya puede suponer lo que hará.

—Sus temores son una exageración —dijo Lennart—, siempre lo han sido.

—Nunca. Todo lo que yo predije que sucedería ha venido sucediendo, año tras año, pion, pion, pion. Escuche. Un sindicato es una organización en busca de beneficios, por mucho bombo que den a eso del bienestar de los trabajadores. Muy bien, no hay nada de malo en ello, con tal de que su avaricia sea razonable. Pero en nuestros tiempos los sindicatos también son organizaciones políticas, ligados al gobierno como pulpos siameses gemelos. Si se les permite controlar esos fondos, es el propio gobierno el que se nos está metiendo en el negocio.

—Lo que puede ser recíproco —declaró Lennart—. Francamente…, y hablando ahora personalmente, no como portavoz autorizado de las Compañías…, francamente, creo que su idea del gobierno como el enemigo natural de toda vida inteligente es propia de la era del mesozoico. Si quiere un ejemplo claro de lo que esto puede provocar, mire fuera del Sistema Solar, mire lo que hacen los Siete en un mundo tras otro, rutinariamente, brutalmente. ¿O no le importa?

—Los propios Siete no quieren que la competencia libre…

—Señor van Rijn, tanto usted como yo estamos muy ocupados. He tenido la cortesía de llamarle directamente para decirle que no malgaste sus esfuerzos intentando conseguir que las Compañías se opongan a que la ley de Garver sea aprobada, así que ya colegirá que esa es nuestra intención. Estamos contentos de que la ley se apruebe y razonablemente seguros de que esto ocurrirá, a pesar de lo que pueda hacer usted y los de su clase. ¿Quiere terminar esta discusión y que ambos volvamos a nuestras ocupaciones específicas?

Van Rijn se puso del color de las pulgas y barbotó algunas palabras que ella tomó por señal de asentimiento.

—Entonces adiós —dijo ella, y cortó la comunicación.

La pantalla vacía zumbó.

—Hum, parecen malas noticias —se atrevió a decir Falkayn acercándose al viejo después de unos minutos.

Lentamente, van Rijn fue perdiendo su semejanza con un volcán a punto de explotar.

—Noticias desgraciadas —murmuró—. Injustas, desagradables, malolientes, fangosas noticias. Haremos como si nunca las hubiésemos oído.

Coya se acercó al asiento y le acarició la melena con la mano.

—No, Gunung Tuan —dijo tranquilamente—, cuéntanoslo, te sentirás mejor.

Van Rijn les transmitió las nuevas entre juramentos y frases menos comprensibles en varios idiomas. El delegado de Lunogrado en el Parlamento, Edward Garver, había presentado una ley por la cual la administración de los fondos de las pensiones privadas concedidas a empleados que fuesen ciudadanos del Mercado Común pasaba a estar controlada por sus sindicatos. En el caso de Solar de Especias y Licores esto quería decir el Sindicato de Técnicos Unidos principalmente. Las Compañías —se llamaba así a las que tenían su base y operaban mayoritariamente dentro de los confines del Mercado Común— habían decidido no oponerse a la aprobación de la medida. Antes bien, sus representantes trabajarían con los comités nombrados al efecto para perfeccionarla a satisfacción de todos. Esto quería decir que la Liga Polesotécnica como tal no podría hacer nada: las Compañías y sus satélites controlaban demasiados votos en el Consejo. Además, los Siete del Espacio probablemente la recibirían con indiferencia, ya que una ley así no les afectaba demasiado. Eran las empresas independientes como la de van Rijn las que se verían más controladas, pues operaban a escala interestelar, pero con gran parte de sus mercados en el interior del Mercado Común.

—Y cuando los Técnicos Unidos digan dónde debemos invertir, Técnicos Unidos consigue un gran poder extra —terminó el mercader—. Poder no solo en nuestros negocios, sino también en las finanzas, en la economía, en el gobierno…, y será el gobierno quien llevará la dirección del show de forma progresiva. Ach, no os envidio los hijos que tendréis vosotros dos.

—¿No ves ninguna esperanza de impedirlo? —preguntó Falkayn—. Yo sé lo muy a menudo que has jugado con cualquiera que se desmandaba. ¿Qué me dices de un esfuerzo de relaciones públicas? Presiones sobre los legisladores apropiados, cabildeos, todos los trucos que tan bien conoces.

—Creo que no hay nada que hacer con los cinco grandes contra nosotros —dijo pesadamente van Rijn—. Quizá esté equivocado, pero… ¡ja, ja!, David, chico, te llevo treinta años y las personas al final se cansan, aunque tengan cromosomas de larga vida y cantidad de buenos tratamientos antisenectud. No haré mucho.

Se dio ánimos a sí mismo.

—Pero, Dios mío, ¿qué son todas esas tonterías que estoy diciendo? Se supone que pasamos una noche feliz y nos emborrachamos antes de que Coya se vaya con tu equipo y encuentre montones de beneficios nuevos y encantadores.

Se puso de pie.

—¡Lo que necesitamos aquí es más bebida! Estamos tan secos como Marte. ¿Dónde está esa botella de cola? ¡Digo que bebáis más cerveza! ¡Más akvavit! ¡Más de todo, maldita sea!

El sol Elena era un enano, pero la cercanía de su planeta Valya hacía que su disco luciese grande y de un rojo anaranjado en el cielo color índigo. La mañana estaba a la mitad y no se pondría hasta dentro de unas cuarenta horas. El océano brillaba tan tranquilo como un lago. La tierra ondulaba bajo una cubierta bermeja de arbustos y turba. Unos diminutos y brillantes voladores, que no eran insectos, galopaban sobre una brisa cálida y que sonaba un poco a hierros entrechocándose.

Delante del edificio central de la base científica, Eric Tamarin-Asmundsen hablaba de su ira y de sus intenciones a la comandante Anna Karagatzis. A su lado se agazapaba el nativo que ellos denominaban «Charlie», de largas extremidades, delgado, cubierto por pelos azules y con una cabeza que parecía una lágrima con antenas.

—Le estoy diciendo que allí no hará otra cosa que perder el tiempo —dijo la mujer—. ¿Cree que yo no he pasado de las protestas a las súplicas y a las amenazas? Wyler se rio de mí… hasta que se enfadó y a su vez nos amenazó si no dejaba de darle la lata.

—¡Yo no sabía eso! —Eric se puso rígido mientras la sangre se agolpaba en su rostro e intentaba calmarse—. Pero es un farol. ¿Qué podrían atreverse a hacer contra cualquiera de nosotros? ¿Se atreverían?

—No estoy segura —dijo Karagatzis con un suspiro—, pero he estado en su campamento y he visto lo bien armados que están. ¿Y qué somos nosotros más que una comunidad de investigadores y personal de servicios que nunca en su vida ha disparado un tiro? Los hombres de la Estelar pueden hacer lo que quieran. Y estamos alejados de todas las jurisdicciones civilizadas.

—¿De verdad? ¿No es cierto que el Mercado Común pretenda tener derecho a castigar las fechorías de sus ciudadanos en cualquier lugar que estos se encuentren?

—Es cierto. Pero supongo que muchos, si no todos, los de este grupo tienen diferentes ciudadanías. Además, no conseguiríamos una investigación policial aquí, los más cercanos están a más de doscientos años luz de distancia.

—Hermes no está tan lejos.

Karagatzis le dedicó una mirada de sondeo. Era grande. Sus rasgos marcados por la intemperie le hacían mayor de los veintiún años que tenía; corpulento, de nariz romana, mandíbula cuadrada y ojos castaños, normalmente era feo de una forma agradable, pero ahora la rabia le hacía aparecer siniestro. Según el estilo de los hombres en su planeta natal y en la Tierra, no llevaba barba, pero sí unos rizos negros cortados por encima de las orejas. Vestía un mono normal y botas, aunque la insignia de la familia ducal campeaba sobre un emblema en el hombro.

—¿Qué es lo que Hermes podría hacer? —se preguntó Karagatzis—. ¿Qué querría hacer? Estoy segura de que Valya no significa nada para su pueblo.

—Estelar de Metales comercia con nosotros —le recordó él—. No creo que los jefes de Wyler le agradeciesen que provocase a un buen compañero de negocios.

—¿Es que un conjunto más de barbaridades en otro de esos mundos atrasados molestaría realmente a alguien? ¿Le importaría mucho a usted si estuviese allá, si nunca hubiese estado aquí de servicio y oyese la historia? Sea honrado consigo mismo.

—Estoy aquí y debo hacer lo que pueda, ¿no? —dijo él respirando profundamente.

—Bien —Ella había tomado una decisión—. Muy bien, Lord Eric —Hablaba cuidadosamente, como si ella también hubiese sido educada en el dialecto del ánglico que hablaban en Hermes—, tiene permiso para ir y ver si su influencia puede mejorar la situación. Pero no fanfarronee. No nos comprometa en algo imprudente. Y no les prometa nada a los nativos.

El dolor rompió su caparazón mientras añadía:

—Ya ha sido bastante doloroso verlos venir a nosotros perplejos y creyendo que los humanos éramos sus amigos y… y tener que admitir que no podemos hacer nada.

Eric bajó su mirada en la dirección de Charlie. El autóctono le había buscado cuando él regresó. Se habían conocido cuando el de Hermes estaba haciendo trabajo de campo en las montañas de las que Charlie ahora había tenido que fugarse. Cogido por sorpresa, solo pudo decir:

—Señora, no he alimentado conscientemente las esperanzas de este individuo. Karagatzis le sonrió tristemente y dijo:

—Por lo menos las mías no.

—No tardaré mucho —dijo Eric—. Deséeme suerte, adiós.

Se alejó rápidamente con Charlie a su lado.

Cuando se marchaba se cruzaron con varias personas que les saludaron, aunque no de forma demasiado alegre. La invasión estropeaba los proyectos de todo el mundo, directa o indirectamente. Quizá sería más apropiado decir que a aquellos trabajadores les gustaban los nativos de Valya. Era duro permanecer sin poder hacer nada mientras el pueblo de las montañas estaba siendo despojado.

«¿Indefensos? —pensaba él—. Ya lo veremos —Al mismo tiempo, el fondo de su mente le decía que aquello había estado sucediendo desde hacía varias semanas ya—. ¿No habría hecho alguien algo si es que era realmente posible doblegar a la Estelar?».

Él y sus compañeros se habían ido a otro de los continentes, principalmente para observar los rituales de las danzas. La coreografía era una íntima y complicada parte de la vida en todos los lugares de aquel planeta. Habían dejado aparcado su vehículo bastante lejos del emplazamiento de los danzantes, para minimizar el efecto de su presencia. No les había parecido que hubiese ningún riesgo importante en suprimir así el contacto por radio. Pero cuando regresaron se encontró con una desgracia que quizá hubiese sido capaz de impedir…

En el exterior de la base había una docena de refugios provisionales cuyo plástico resaltaba chillón sobre los suaves rojos y pardos de la vegetación. Karagatzis le había contado a Eric cómo los hombres de la Estelar de Metales habían expulsado de las montañas a los pocos buscadores de oro independientes que estaban allí antes que ellos y cuyas actividades habían sido inofensivas debido a su pequeña escala y a todos los nativos que se resistieron. Las víctimas estaban esperando que llegase su próxima nave con suministros para que se los llevase de allí.

Uno de los hombres que esperaban sentados, ociosos y amargados, se levantó y se acercó. Eric le había conocido anteriormente: era Leandro Mendoza.

—Hola, Tamarin-Asmundsen —dijo sin sonreír.

Debido a su preocupación, el de Hermes se sintió sorprendido durante una fracción de segundo. ¿Quién? Normalmente los apellidos no se empleaban cuando se hablaba con los de su clase; cuando se dirigían a él formalmente era «Lord Eric», y de lo contrario sencillamente «Eric» o «Gunner» para amigos íntimos. Recordó que Mendoza estaba usando el ánglico según se hablaba en la Tierra y se maldijo a sí mismo.

—Hola —dijo, deteniéndose de no muy buena gana.

—Ha estado fuera, ¿no? —preguntó Mendoza—. Acaba de enterarse, ¿verdad?

—Sí, y si me permite tengo prisa.

—¿Va a visitar a Sheldon Wyler? ¿Qué cree que podrá hacer?

—Lo averiguaré.

—Tenga cuidado, no sea que lo averigüe en forma poco agradable, como nos pasó a nosotros.

—Ah, sí, he oído que sus guardias les expulsaron de sus propias excavaciones con la ayuda de armas. ¿Dónde están sus aparatos?

—Los vendimos. No teníamos otra alternativa. Todos nosotros habíamos invertido una nova en nuestros equipos y aún no habíamos ganado suficiente para pagar por su transporte a otro lugar. Nos los compró a un precio que nos deja medio arruinados.

—¿Habrá sido acertado eso? —dijo Eric despreciativamente—: ¿No han puesto en peligro su caso cuando lo lleven ante un tribunal? Por supuesto que los demandarán, espero.

Mendoza dejó escapar la risa.

—¿Ante un tribunal del Mercado Común? Si la propia Estelar no tiene al juez en nómina estará en la otra compañía, y acostumbran a hacerse favores mutuamente. Nuestras quejas hubiesen sido rechazadas antes de terminar de exponerlas.

—Me refiero a la Liga Polesotécnica. A su tribunal de ética.

—¿Está bromeando? —después de unos segundos, Mendoza añadió—: Bueno, adelante, si eso es lo que quiere; le agradezco su buena intención.

Se apartó con la cabeza baja.

Eric continuó su camino.

—¿Qué decía tu otro yo? —preguntó Charlie.

«Aunque eso era una traducción muy tosca de los gorgojeos de su pregunta. Los psicólogos aún no habían conseguido aprender los conceptos del yo y del tú que subyacían tras el lenguaje de las tierras altas. Y ahora —pensaba Eric—, toda aquella cultura se hallaba en trance de desaparición debido a los hombres que operaban en su país».

Su vocabulario también era escaso, aunque eso se debía a las sesiones con un educador inductivo.

—Es uno de los que estaban cogiendo oro antes de que los recién llegados les echasen —explicó.

—Sí, nosotros les conocemos bien. Pagaban generosamente con herramientas y ropas por el derecho a cavar unos pocos agujeros. Los últimos en llegar no pagan nada y lo que es peor, están dispersando el ganado de los bosques.

—El hombre que habló conmigo no esperaba que yo consiguiese nada.

—¿Y tú?

Eric no contestó.

En el garaje, Eric escogió un vehículo e hizo una seña a Charlie para que subiera primero. Las antenas del nativo de Valya se estremecieron porque nunca había volado antes. Pero cuando el vehículo se elevó silenciosamente por la acción de la antigravedad, contempló la Tierra a través de la burbuja de la cabina, y dijo:

—Puedo guiarte. Hacia allí.

Señaló el nordeste.

«Un humano con un historial parecido no podría haber interpretado tan rápidamente una vista aérea por primera vez», pensó Eric. Había llegado allí hacía casi un año, dispuesto a sentirse paternalista y amigable con seres cuya cultura más desarrollada se encontraba aún en el equivalente a la Edad del Bronce y ya había llegado a admirarles. Tecnológicamente, por supuesto, no tenían nada que enseñar a una especie que navegaba por el espacio. Pero se preguntaba qué influencia tendría con el tiempo su arte y su filosofía.

Si es que sus sociedades conseguían sobrevivir, pues muchas veces los cimientos de la existencia son terriblemente vulnerables. Un ejemplo inmediato: los habitantes de las tierras altas obtenían la mayor parte de sus alimentos de unas bestias que comían hojas, ni salvajes ni domésticas, sino algo que no equivalía exactamente a ninguna de esas dos palabras. La expedición de la Estelar de Metales había diseminado los rebaños al llenar el territorio más rico de estruendosas máquinas excavadoras; se habían convertido en algo así como una plaga de langosta en la antigua Tierra.

«Por los tres equivocados Hados —el pensamiento le mordió a Eric—, ¿por qué tiene que ser el oro un recurso industrial importante? —Su parte madura le dijo secamente—: Por su conductividad, maleabilidad y relativa inercia química —protestó—: ¿Por qué tiene que venir aquí precisamente una corporación extraña, cuando podrían ir a miles de mundos desprovistos de vida? —La respuesta no tardó en llegar—: Un planetólogo advirtió la existencia de un rico depósito y la noticia fue conocida, originando una fiebre del oro en pequeña escala, de la que a su vez se enteró la compañía. Los trabajos de prospección ya estaban hechos y en Valya los hombres no necesitamos caros y delicados aparatos de soporte vital».

»¿Entonces por qué el filón tiene que estar justo dónde está? —Esa pregunta no tenía respuesta.

El vehículo voló rápidamente sobre las llanuras de la costa. La tierra subía y se escarpaba, transformándose en una cordillera cubierta por bosques. Al lado de un lago apareció un feo parche desnudo. Charlie lo señaló y Eric descendió.

Ya sobre el suelo, un par de guardias salieron corriendo a darles alcance: un humano y un merseiano.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —dijo el hombre con violencia—. Esta es una zona particular y está prohibida la entrada.

—¿Quién te dio los títulos de propiedad? —se erizó Eric.

—No te importa. Los tenemos y los hacemos valer. Fuera.

—Quiero ver a Sheldon Wyler.

—Ya habéis visto lo suficiente, cabezas de chorlito. Marchaos, ¿o es que tenemos que ponernos duros? —mientras hablaba, el guardia había llevado la mano hacia la pistola enfundada en su cintura.

—No creo que a él le guste que ataques al presunto heredero del trono de Hermes —dijo Eric.

Los mercenarios no pudieron ocultar por completo su nerviosismo. El Gran Ducado no estaba tan lejos, y de hecho, poseía una pequeña armada.

—De acuerdo, venid —dijo el humano por fin.

Eric vio pocos trabajadores mientras cruzaban el polvoriento campamento. La mayoría estaban violando el bosque. La Estelar no se contentaba con excavar en los filones y cribar los riachuelos. Arrancaba el cuarzo de maderas enteras, lo pasaba por un extractor móvil y dejaba montañas de desechos venenosos; enviaba ríos enteros a través de separadores hidráulicos, sin importarle toda la fauna acuática que ello destruía.

La monástica oficina se encontraba en el interior de una cabina prefabricada. Wyler estaba sentado detrás de un gran escritorio. Era corpulento y de rasgos pesados, con un bigote que le daba aspecto de morsa, y al principio manifestó unos modales sorprendentemente suaves. Despidió a los guardias, y dijo:

—Siéntese. ¿Fuma? Estos puros están liados con tabaco cultivado en la Tierra. Eric negó con la cabeza y se sentó.

—Así que algún día será usted Gran Duque —continuó Wyler—. Pensaba que ese trabajo era electivo.

—Lo es, pero normalmente es elegido el hijo mayor.

—¿Y cómo es que se encuentra aquí haciendo de científico, entonces?

—Preparándome. Un Gran Duque también tiene tratos con no humanos. Experiencia xenológica… —La voz de Eric se apagó. «¡Maldición! Este bergante ya me ha puesto a la defensiva».

—¿Así que en realidad no habla en representación de su mundo?

—No, pero… no… Bueno, yo escribo allá y con el tiempo volveré.

—Por supuesto —asintió Wyler—, nos gustaría que tuviera una buena opinión de nosotros. ¿Qué le parecería oír nuestra versión del caso?

Eric se inclinó hacia delante con las manos sobre las rodillas.

—La señora Karagatzis ya me ha contado lo que usted le dijo. Sé cómo han conseguido ustedes su permiso para «explorar y desarrollar». Sé que pretenden que como la propiedad privada no es una institución local no están violando ningún derecho. Y dice también que dentro de uno o dos años habrán terminado, harán las maletas y se marcharán. Sí. No necesita repetirme todo eso.

—Entonces seguramente no tiene usted que repetirme a mí lo que dijo su comandante.

—¿Pero es que no le importa lo que está haciendo? Wyler se encogió de hombros.

—Cada vez que una nave espacial toca la superficie de un nuevo planeta hay unas consecuencias. Sabíamos que nadie había puesto objeciones a la minería de los independientes, aunque no tenían permiso…, ninguna justificación legal. Estaba dispuesto a tratar de conseguir alguna compensación para esos saltamontes… los nativos. Pero para eso hubiese necesitado la ayuda de vuestros expertos. Lo que obtuve fue el maldito obstruccionismo.

—Sí, porque no hay ninguna forma de compensar la ruina de un país. ¿Para qué seguir? —estalló Eric—. Nunca le importó. Desde el principio teníais la intención de ser una banda de salteadores.

—¿No le parece que eso tendrían que decidirlo los tribunales? No es que crea que vayan a ir a juicio, cuando no pueden demostrar ningún daño serio —Wyler apoyó los dedos sobre la mesa y entrelazó los dedos—. Con franqueza, me desilusiona usted, no esperaba que repitiese una conversación rancia. Ya sabe que yo también puedo pretender que estoy aquí haciendo el bien. La industria necesita oro. Ustedes han puesto la conveniencia de unos miles de malditos salvajes sobre las necesidades de billones de seres civilizados.

—Yo…, yo… Muy bien —Eric irguió la cabeza—. Hablemos francamente. Ha hecho usted un enemigo de mí y yo tengo influencia en Hermes. ¿Quiere dejar las cosas tal como están o no?

—Como es natural, la Estelar de Metales quiere conservar la amistad, si lo permitís; en cuanto a esa amenaza… admito que no soy un experto en vuestros asuntos, pero creo recordar que tenéis allí una casta descontenta. ¿Querrán hacer propios los problemas de un puñado de alienígenas mucho después de que estas operaciones hayan terminado? Lo dudo. Creo que su madre tiene más sentido común que todo eso.

Al final, Eric regresó a su vehículo igual que vino. Era la primera derrota absoluta que había conocido en su vida. Como le previniera Karagatzis, el decírselo a Charlie la hizo doblemente penosa.

El Satélite de Babur, al que los humanos habían llamado Ayisha, tenía aproximadamente el mismo tamaño que la Luna. Benoni Strang contemplaba las rocas cenicientas y agujereadas por los cráteres, escasamente iluminadas, desde una escotilla en una de las cúpulas de la colonia. El cielo estaba negro y las estrellas brillaban en aquel vacío sin parpadear. El planeta colgaba giboso, como un gran escudo de ámbar blasonado por las bandas que formaban las nubes, cuya blancura era suavizada por tonos de ocre y cinabrio. Cerca, en el horizonte, se elevaba el esqueleto de un soporte de pruebas para naves espaciales que parecía una torre dispuesta para poner sitio al universo.

El interior de las cúpulas era algo más que cálido. El peso normal en la Tierra, aire que un hombre podía atreverse a respirar. Strang estaba de pie sobre una hierba aterciopelada entre arbustos llenos de flores. Detrás de él, y en el parque, se encontraban una sala de baile, una piscina, fuentes, mesas donde se podía uno sentar y cenar la comida más delicada y los vinos más exquisitos. En otros puntos de la base había diversiones de todo tipo, desde una tienda de productos de artesanía y un teatro de aficionados hasta los vicios más complicados que existiesen en cualquiera de los mundos conocidos. La gente que trabajaba allí necesitaba no solo distraerse de un trabajo muy exigente, sino también compensaciones por el hecho de tener que pasar buena parte de su vida en Ayisha y Babur con ambiente artificial, de no permisos ni poder recibir visitantes y de tener que someter a censura su correo. Los que al fin no podían soportarlo por más tiempo, a pesar de la generosa paga que se iba acumulando allá en el hogar, tenían que ser sometidos a un lavado de cerebro antes de partir. Aquello formaba parte del contrato, que era hecho valer prontamente por la policía de la colonia.

La mente de Strang volvió a los primeros años: el trabajo, el peligro y la austeridad de la época en que los hombres habían construido por primera vez una cabeza de puente en aquella soledad, y casi los echó de menos. Entonces había sido joven.

«Aunque nunca fui especialmente alegre como se supone que lo son los jóvenes —pensó—. Siempre fui demasiado ambicioso».

—¿En qué estás pensando tan melancólico? —le preguntó Emma Reihnhard.

Se volvió a mirarla. Era una atractiva alemana, ayudante de ingeniería, que tenía muchas probabilidades de convertirse en su primer amante; últimamente habían estado muchas veces juntos.

—Oh —dijo él—, pensaba solo en lo lejos que hemos llegado desde que empezamos aquí y en lo que falta todavía.

—¿Alguna vez piensas en otra cosa que no sea tu… tu misión? —preguntó ella.

—Siempre me ha exigido todo lo que yo tengo para dar —admitió él.

Ella le estudió a su vez. Era delgado, de altura media y de movimientos graciosos. Su rostro era rectangular y de rasgos regulares, su cabello y su bigote eran castaño oscuro y sus ojos de un gris azulado. Para aquellos momentos de ocio llevaba un traje pantalón de confección muy cuidada.

—A veces me pregunto qué será de ti cuando este proyecto termine —murmuró ella.

—Aún falta bastante para que eso suceda —dijo él—. Ahora mismo calculo que faltan seis años estándar antes de que podamos hacer nuestro primer movimiento importante.

—A menos que seáis sorprendidos.

—Sí, lo que no se puede predecir es prácticamente inevitable. Bueno, confío en que lo que hemos construido sea lo suficientemente sólido para poder ajustarse… y actuar.

—No me entiendes —dijo ella—. Es claro que todavía tienes ante ti un largo período de dirección de este asunto. Pero, con el tiempo, se te escapará de las manos, o, por lo menos, habrá también otras manos. ¿Y entonces qué?

—Entonces, o mejor dicho, antes de eso, me iré a casa.

—¿A Hermes?

Él asintió mientras decía:

—Sí. En cierta forma, todo este trabajo ha sido para mí un medio de llegar a ese fin. Ya te he contado lo que sufrí allí.

—La verdad, y hablando con franqueza, a mí no me ha parecido tan terrible —dijo ella—. Como eras de la casta de los Travers no podías votar, los aristócratas poseían todas las tierras y… Bueno, no hay duda de que un chico ambicioso se sentiría frustrado. Pero te marchaste del planeta, ¿no?, y te hiciste una carrera. Nadie intentó impedírtelo.

—¿Qué me dices de los que se quedaron allí?

—Sí, ¿qué me dices de ellos? ¿De verdad están tan mal?

—¡Son unos seres inferiores! No importa lo cómodas que puedan parecer las condiciones que se les imponen, son seres de segunda categoría. No tienen ningún tipo de voz en los asuntos de su propio planeta. Y las familias no tienen ningún interés en el progreso ni en el desarrollo, solo piensan en agarrarse a sus preciosos privilegios feudales. Te estoy diciendo que todo ese podrido sistema debiera haber sido destruido hace cien años. No, debiera haber sido abortado desde el mismo principio… —Strang se detuvo—. Pero no podrás comprenderlo porque no lo has experimentado.

Emma Reihnhard fue recorrida por un ligero estremecimiento. Acababa de percibir fanatismo.

Leonardo Rigassi, un capitán del espacio procedente de la Tierra, fue el hombre que rastreó el mundo que estaban buscando varias tripulaciones, y vio, con asombro, que había otros que habían llegado mucho antes que él. Gente que llamaba a aquel mundo Mirkheim.

Por tanto, aquel fue el año que Dios, el destino, o la casualidad, habían ordenado.