8

LA HISTORIA DE VÖGG

I

Cuando ya era noche avanzada empezó a nevar, y así siguió durante todo el día y la noche siguientes. Apantalló el mundo, hizo de la tierra y del cielo una sola cosa, llenó el aire completamente sigiloso. La nieve se acumuló sobre los tejados, sobre el suelo hollado y manchado de sangre, sobre los apilados y esparcidos cadáveres, como si pretendiese esconderlos de los cuervos.

En la sombría mañana salieron las mujeres de Leidhra. Drifa Hrolfsdottir las conducía. Llevaban capuchas que ocultaban sus rostros. Con escobas para descubrir a los caídos, buscaban a sus hombres y, cuando los encontraban, se ayudaban unas a otras para llevarlos a casa. El rey Hjörvardh dio órdenes de que nadie las molestase. Quizá era innecesario. El bandido más salvaje, apoyado en su lanza mientras estaba de guardia, debe de haber sentido respeto por esas mudas figuras que se movían de aquí para allá en la ciega nieve que caía por todas partes a su alrededor. Lo sucedido la víspera era demasiado misterioso. Demasiado alto había sido el precio. La victoria estaba cubierta de cenizas.

Los que vieron a la reina regresar de la tienda adonde había ido cuando el día estaba a punto de concluir, se sintieron todavía más desasosegados. Iba como una sonámbula, con sus ojos verdes mirando fijamente hacia delante sin ver nada, la delgada faz completamente pálida. La nieve que caía sobre su cabello descubierto le daba una apariencia envejecida.

Una vez dentro de la sala, su marido se la llevó aparte, a una esquina lejos de las gentes de la casa que se movían tristemente.

—Bien, ¿qué presagios obtuviste? —susurró él. Sus dedos tiraban del manto de su esposa.

—Malos —dijo ella; su voz era vacía, su mirada perdida—. Una y otra vez eché las runas. Siempre salían llenas de calamidades. Cuando miré en el caldero, no pude ver ni oír nada excepto que… que muy lejos en las Tierras Altas, alguien vociferaba hasta que las montañas le devolvían el eco de su dolor y de su cólera; y no era humano… Pienso que quizá nos han utilizado a ti y a mí —agitó la cabeza. Se aclaró la mirada, irguió el rostro. Altivamente, pronunció—: Bueno, somos el rey y la reina de Dinamarca. ¡Qué se entere todo el mundo!

Hjörvardh debía celebrar una fiesta obligatoriamente por la noche, en la que diese las gracias a sus guerreros y les ofreciese regalos. No hubo alegría. La sala parecía enorme y vacía. Los altísimos fuegos no conseguían desterrar del todo la noche ni llenar el silencio que el ruido de las conversaciones no podía disfrazar. Aunque los invitados del rey Hrolf no podían regresar a casa con aquel tiempo, casi todos ellos habían encontrado alojamiento en casa de la viuda de uno de sus hombres, o en familias corrientes que también lloraban la suerte de su señor, y por tanto no estaban presentes. Aparte de los siervos, ninguna mujer se sentaba en los bancos o traía comida y bebida. Las sombras se agitaban como si fuesen los fantasmas de los que habían estado antes. El crepitar del fuego parecía el eco de sus risas. El aire era frío y viciado, como si fuese el interior de un túmulo.

—¡Uf! —se estremeció Hjörvardh, y bebió y bebió.

Fueron viniendo ante él a recibir su recompensa en oro y tierras los mercenarios, los extranjeros, los proscritos, la escoria de los daneses, sus hombres, y él tuvo que alabarlos, sin dejar de recordar todo el tiempo a los otros. La estridente alegría de la reina Skuld no se le contagió.

Cuando hubo hecho lo que debía, y escuchado a un escaldo que había traído consigo decir unas cuantas estrofas defectuosas en su honor, ya estaba completamente borracho. Repentinamente inspiró hondo y vociferó:

—Bien habéis trabajado, soldados, sí, sí, bien lo habéis hecho. Pero cuánto me maravilla que ninguno de los muchos guerreros del rey Hrolf salvase su propia vida huyendo y rindiéndose. Ninguno. ¿Estoy en lo cierto? Ved cuan fielmente amaban a su señor… Ni siquiera querían vivir sin él. ¿Eh? Desgraciado soy (oh, no digo nada contra vosotros, mis buenos hombres, ni una palabra, no me malentendáis), pero ¿no soy desgraciado… de no poder alejar la maldición… de que ni uno solo de esos bravos súbditos sobreviva y pueda ahora convertirse en uno de mis leales? Quiero ser un rey justo… ¿Hay algún hombre de Hrolf Kraki que esté con vida en este momento, y que esté dispuesto a venir bajo mi bandera?

Skuld frunció el ceño. Se oyeron agrios murmullos en los bancos.

—Sí, mi señor. Yo sobreviví a ayer por la noche.

Se oyó entonces una voz cascada. De la habitación de la entrada salió cojeando un escuálido y greñudo joven vestido con un jubón de cuero lleno de mugre y de sangre coagulada. Torpemente avanzó a lo largo de la sala hasta que estuvo delante del elevado asiento.

La reina Skuld aguzó la mirada.

—¿Tú, un hombre de mi hermano? —dijo ella—. ¿Quién eres?

—Me llamo Vögg, mi señor y señora. Yo… yo confieso que lo soy. No era el mejor de ellos. Pero los ayudé cuando estuvieron con el rey Adhils, y yo, ayer yo estaba allí, y estoy vivo únicamente porque sucedió que me dejaron sin sentido.

—¿Quieres ser uno de mis hombres? —preguntó Hjörvardh.

—No tengo ningún sitio adonde ir, y… y vos vencisteis, mi señor.

—¡Vaya, esto es por lo menos un presagio de esperanza! —Hjörvardh tenía una espada en su regazo. La sacó—. Sí, un signo, ¿no dirías eso Skuld, querida mía? Lo que era no sigue luchando con lo que es. Ah —asintió muy satisfecho de su propia sentencia—. Bien, Vögg —continuó antes de que su esposa pudiese decir nada, pese a que ella estaba intentando interrumpirle—, serás muy bien recibido, Vögg, y pórtate mejor conmigo de lo que parece que te portaste con mi cuñado. Sí —sostuvo la hoja—. Júrame fidelidad sobre esta espada, y sabrás, hum, sabrás en seguida lo bueno que soy.

El recién llegado cuadró sus estrechos hombros.

—Señor, no puedo hacer eso. Antes no jurábamos en la punta. Lo hacíamos en el puño. El rey Hrolf solía entregar su espada a sus hombres para que la sostuviesen ante él mientras le prestaban fidelidad.

—¿Eh? ¡Hum! Bien…

—¡No! —empezó Skuld. Pero Hjörvardh ya se había inclinado, y Vögg cogido el acero.

—Ahora dame tu palabra —dijo Hjörvardh.

—Sí, señor —dijo Vögg firmemente—. Aquí está.

Le dio una estocada. La punta penetró en el pecho del rey. Durante el tiempo de un parpadeo, Hjörvardh, atónito, vio brotar su propia sangre. Luego se desplomó. Su cuerpo rodó pesadamente hasta quedar extendido en el suelo.

Skuld chilló. Los guardias aullaron y empuñaron sus propios aceros. Vögg fue a su encuentro. Mientras ellos lo asesinaban, él reía, gritando el nombre de Hrolf Kraki.

II

Sobre las cumbres del Keel, atravesando yermos y campos de labrantío donde la gente se estremecía al verlo, más veloz que ningún caballo de guerra iba la grande y desgarbada figura de Frodhi el Alce. Ni los montones de nieve ni la ventisca lo detenían; con la espada corta rebanaba lo que necesitaba para comer y lo engullía sobre la marcha; rara vez descansaba y nunca por mucho tiempo. En unos cuantos días había llegado a la mansión al oeste de Götaland donde moraba el rey Thori Pies de Sabueso.

Los guerreros apuntaron lanzas y arcos al horror que galopaba hacia ellos. Frodhi se detuvo y rogó con un rugido que saliese su hermano. Así lo hizo el rey. Frodhi le habló:

—Bjarki ha muerto, asesinado. La sangre llena la huella que yo tracé para saberlo.

Thori se quedó completamente silencioso, hasta que dijo, bajo el cielo invernal:

—Necesitaré semanas, en esta época del año, para reunir hombres con qué vengarnos. Entretanto podemos intentar hacernos con noticias.

Entre los exploradores y mensajeros que partieron uno fue a Uppsala, en Svithjodh. La reina Yrsa se enteró de su venida, lo hospedó y le dijo lo que sabía sobre la caída del rey Hrolf.

—Fija lugar y hora —le prometió ella—, y hallarás allí esperando a una hueste de mis propios hombres —se quedó sentada unos instantes, contando con los dedos el tiempo transcurrido. Finalmente asintió—. Sí, mi Hrolf vivió incluso menos años que mi Helgi, aunque realizó más cosas. No es una casta que viva mucho la de los Skioldungos. Aspiran a llegar demasiado lejos.

Las tropas se reunieron en la frontera con Escania. Conforme la cruzaron, los daneses afluyeron en tropel a unírselos. La reina Skuld estaba gobernando inflexible y despreocupadamente; querían acabar con ella.

A una cosa no se atrevió la hechicera, a impedir que su pueblo enterrase al rey Hrolf. Lo pusieron en un barco y lo llevaron a un promontorio sobre el Kattegat, que él había defendido para ellos. Junto a él estaba la espada Skofnung, así como sus hombres, cada uno con sus armas, ricamente vestidos. A su alrededor apilaron tesoros, y después levantaron un túmulo, alto como una colina para que sirviese de hito. Ardió la pira funeral, las mujeres lloraron, y una y otra vez los caudillos cabalgaron en torno del túmulo, golpeando lentamente la espada en el escudo, dando la despedida a su señor, que tan buenos y felices días había llevado a Dinamarca.

De ellos la reina no obtendría ninguna ayuda. Sólo podía contar con los rufianes que la habían alzado al poder. Había que recompensarlos con cosas quitadas a otros. De este modo fue creciendo el odio hacia ella. Pronto, de un extremo a otro de la tierra, el gallo rojo cacareó en los tejados de los condes. Los reyes tributarios retuvieron las rentas y le retiraron la fidelidad; y cuando estaban junto a las piedras de los Things los hombres libres los aclamaron como señores soberanos que no debían nada a nadie.

Las runas que echaba, los seres que conjuraba, no le daban a Skuld sino premoniciones de aflicción. No le podían o no le querían decir aquello que le permitiría prepararse. Otro extraño poder, en alguna otra parte, estaba actuando contra sus hechizos, impidiéndole el mañana.

—Creo —exclamó una vez al que había sacado del mar— que Odín no me quería para nada más que para vengar su despecho.

—¿Crees que era mero despecho? —replicó él—. El Padre de las Victorias tiene que destruir a cualquiera que pueda poner un freno a la guerra. Muy bien puede haber dado la bienvenida al rey Hrolf Kraki y sus hombres, para que banqueteen con él hasta el fin del Destino del Mundo[51]. Que sea o no cierto lo que se cuenta sobre la vida póstuma dé los héroes, es seguro que sus nombres vivirán en la memoria.

—¿Y el mío?

—Sí, el tuyo también, a su manera.

Skuld buscó la tumba de su marido. Echaba de menos más de lo que había imaginado a aquel hombre del que se burlaba y al que despreciaba cuando la amaba humildemente. Las esclavas a las que había encargado que cuidasen de la tumba no habían sido muy diligentes en su trabajo.

A comienzos de la primavera, el ejército del rey Thori y de la reina Yrsa se embarcó para cruzar el Sund. Skuld había llenado las aguas con nicors y krakens. Pululaban en torno a la flota, pero cuando vieron a Frodhi el Alce en la proa del primer drakkar, huyeron a sus cubiles. Como así mismo hicieron los trolls y demás apariciones que ella había conjurado para mantener Selandia en su poder, pues Frodhi resultaba más espantoso que ellos.

Él fue quien dirigió el ataque sobre Leidhra. Violentamente rompió las filas de los atemorizados hombres de la guardia hasta penetrar en la mansión. Cogió a la reina con sus feas manos, le echó un saco de piel de foca sobre su cabeza y estiró fuertemente las cuerdas.

—No nací por casualidad —dijo él.

Su hermano luchaba a su lado, y entre ellos llevaron a la muerte a Skuld, la Reina Bruja.

Durante la refriega, el fuego se extendió fuera de control. Ardió toda la ciudad.

—Eso está bien —dijo Thori Pies de Sabueso—. Así se limpia esta tierra.

Los vengadores entregaron lo que quedaba del reino a las hijas de Hrolf. Después, cada cual se volvió a su tierra: Thori y sus gaetas, a sus valles; los suecos, con la anciana reina Yrsa; Frodhi el Alce, a su soledad.

Drifa y su hermana eran muy queridas. Sin embargo, las mujeres no podían dirigir las cosas cuando éstas se estaban cayendo literalmente a trozos. Antes de que hubiese transcurrido mucho tiempo la soberanía pasó, de modo amistoso, a un nieto que Helgi había tenido con una amante. Él salvó algo del naufragio.

Pasaron muchos años y siglos antes de que Dinamarca volviese a estar unida. Los fuegos de los vigías ardieron de nuevo para anunciar que había enemigos a la vista. Vikingos, proscritos, merodeadores de los bosques, hostigarían a la gente del Norte. Aunque no hicieron más daño que todos sus reyes, innumerables y altivos: antorcha, espada, gente libre empujada a la esclavitud, los recelos de los hombres y el llanto de las mujeres. Nada sino un cuento queda de un día que fue.

Aquí termina la saga de Hrolf Kraki y sus guerreros.