6

LA HISTORIA DE YRSA

I

En el último año que Hrolf pasó edificando su reino, las cosas que hizo no fueron más que un trabajo de carpintería. Algunos hombres se quejaban de no tener que luchar. Bjarki no se encontraba entre ellos; no tenía necesidad de exhibir su virilidad o de ganar botín. Sin embargo, cada vez estuvo más meditabundo, y aquello continuó incluso después de haber regresado a casa. Enorme fue la fiesta de la víspera del Yule en Leidhra. La mansión estaba repleta del estrépito causado no sólo por los guerreros sino también por multitud de huéspedes: reyes tributarios, condes, sheriffs y terratenientes de todos los lugares del reino, así como extranjeros que pasaban el invierno en Roskilde. Pequeños granjeros, mendigos y vagabundos se sentían mejor allí que si hubieran sido jefes de las principales casas. A Hrolf lo entristeció que su cuñado Hjörvardh y su hermana Skuld no hubiesen venido. De todo lo demás se sintió feliz y orgulloso.

Los escaldos cantaban viejas trenas sobre sus antepasados y otras nuevas sobre él, y a él no le faltaban anillos que quitarse y repartir en recompensa, ni tampoco buenas armas y costosas ropas que ofrecer a los amigos. Los fuegos saltaban y rugían, las velas de junco ardían con claridad, llenando el aire con su calidez, con el dulce olor del enebro, con los destellos del oro, de la plata, del cobre y del acero pulido. Las figuras grabadas en pilares y paneles parecían agitarse, como si quisieran salir de las sombras para unirse al regocijo. Charlas, risas, choques de cuernos y de copas, rodaban bajo el techo como el oleaje. Los bancos estaban atestados de señores y damas, un arco iris de colores, el brillo estrellado de las joyas. De aquí para allá se escurrían los criados, esquivando los sabuesos repantigados en el suelo royendo un hueso y meneando la cola. Ya habían quitado las mesas de caballete. Buey, jabalí, ciervo, oveja, cisne, gallo, perdiz, ballena, foca, atún, platija, bacalao, ostra, langosta, pan, manteca, queso, salchichas, puerros, manzanas, miel, nueces… éstas y otras muchas cosas se convertían en estómagos repletos y regustos agradables. Había llegado el momento de las bebidas: cervezas de diferentes clases, morena o rubia; hidromiel, espeso y dulce o ligero y ardiente; vino de bayas danesas o de viñedos de las tierras del Sur. Algunas cabezas empezaban a sentir tanto ruido dentro de ellas como fuera. Sin embargo, no se había pronunciado una sola palabra que no fuese amistosa.

Con una sonrisa resplandeciente, el rey Hrolf miró a derecha e izquierda y dijo:

—Gran poderío se ha reunido aquí en una sola sala —se inclinó hacia Bjarki, que se sentaba inusualmente en silencio, con su esposa Drifa a su lado. Más allá, Hjalti y una doncella sentada en sus rodillas estaban enzarzados en una alegre discusión—. Dime, amigo mío, ¿conoces a algún rey como yo, que gobierne sobre hombres como vosotros?

—No —dijo el noruego—, a ninguno. Vuestra obra nunca será olvidada —luego, lentamente, añadió—: Creo que queda una cosa que empaña vuestro honor regio.

Cogido de improviso en su feliz disposición de ánimo, Hrolf le preguntó de qué se trataba.

Bjarki le devolvió la mirada y sopesando las palabras respondió:

—Lo que os degrada, señor, es que no vais a buscar a Uppsala la herencia de vuestro padre, el tesoro que sin ningún derecho guarda el rey Adhils.

Svipdag, a la izquierda del elevado asiento, se inclinó por delante de la amante de Hrolf. El único ojo centelleó repentinamente en su severo rostro lleno de cicatrices.

Hrolf no podía negar que aquello no fuese una vergüenza para él, y en consecuencia una amenaza para su dignidad. Lo que dijo en voz alta fue:

—Sería difícil apoderarse de él. Porque Adhils es un hombre sin honor. Más aún, es experto en brujería, malvado, taimado y avieso, y de él siempre hay que temer lo peor.

—Incluso así —dijo Bjarki—, lo más conveniente para vos, señor, sería reclamar lo que os es debido, y si es preciso buscar a Adhils y ver qué responde a ello.

Hrolf guardó silencio un instante antes de decir:

—Gran empresa es la que has nombrado; porque tengo que vengar a mi padre —lanzó una mirada a Svipdag—. Adhils es el más codicioso y excéntrico de los reyes, así que tengamos cuidado.

Bjarki se rio entre dientes, ¿o más bien gruñó?

—No desdeñaría enterarme algún día de qué clase de sujeto es.

Svipdag resolló.

—Cuando me fui de su lado, le prometí que volvería a visitarlo. Señor, la reina nos ayudaría.

—Volveremos a hablar del asunto —dijo Hrolf; el resto de la velada tuvo que esforzarse por estar alegre.

—Iréis. Sé que iréis —le susurró Drifa a Bjarki.

—Yo también lo creo —asintió él, más contento que hasta entonces.

Ella estrechó su brazo.

—Vosotros, los hombres, siempre os vais. Mi madre, ¿te acuerdas?… Mi padre la casó con un granjero, y ella le dio a su marido un hijo que cayó en una ida a la isla… Ella me decía que le parecía que era ayer cuando lo tenía en la cuna, mientras le llevaba a la tumba —irguió la cabeza adornada de oro—. Tienes que ir, Bjarki, porque tú lo quieres. Pero ¡oh, vuelve! No te he tenido mucho tiempo.

Pese a lo ocupado que estaba el rey, durante las semanas siguientes pasó mucho tiempo hablando en secreto con sus asesores, estableciendo planes y haciendo preparativos.

—Si vamos despacio —advirtió—, Adhils seguramente se pondrá al corriente de nuestras intenciones y así tendrá tiempo de preparar algo que nos contraríe. Pero si viajamos mientras todavía dura el invierno y hay pocos viajeros por los caminos, quizá podamos ir por delante de cualquier mensaje que delate nuestra presencia.

—¿Por qué no ir por mar? —preguntó Bjarki.

El rey Hrolf frunció el ceño.

—No fue un camino afortunado para mi padre.

—Es demasiado arriesgado en esta época del año ir a lo largo de esa costa llena de incontables escollos e islas —advirtió Svipdag—. Cualquier tormenta repentina podría arrojarnos contra los arrecifes; y no estoy seguro de que el rey Adhils no pueda provocar una.

Por lo tanto, los remos sólo fueron necesarios para atravesar el Sund y llegar a Escania. Hrolf había declarado que quería hacer una gira para ver qué tal iba esa parte de su país. Con la intención de que pareciese verdad y, así mismo, para ir más rápidamente y dejar suficientes fuerzas en su recién construido reino, no se llevó consigo una gran tropa. Solamente escogió a sus doce jefes guerreros, a los doce berserkir y a un centenar de hombres de la Guardia.

Fueron con los mejores caballos, llevando suficientes remontas y bestias de carga. Las ropas que vestían eran gruesas para protegerse del frío, preciadas pieles y paños de atractivos colores. Hrolf y los doce capitanes llevaban cada uno un halcón en el hombro, tan bien entrenados que les podían quitar las correas y los capirotes para dar un espectáculo todavía más vistoso. El del rey se llamaba Calzaslargas, un gerifalte grande y brioso, con los ojos como esos escudos dorados que se dice que alumbran las salas de los dioses de la guerra. A su lado, corría a largos pasos Gram, un gigantesco sabueso rojizo que había abatido lobos, alces, verracos y hombres.

Donde Escania se iba convirtiendo gradualmente en Götaland, los daneses atajaron hacia el Norte. Aquella región de los geatas del Este era de terreno escarpado, densamente cubierta de bosques y escasamente poblada. A menudo tenían que dormir al aire libre, envueltos en sacos echados encima de ramas cortadas. Para ir más deprisa, no solían cazar sino que vivían de los alimentos secos que habían traído consigo. No se inquietaban por nada, y de su viaje nada hay que decir hasta un atardecer en que llegaron al solitario corral de un granjero.

II

Aquello fue una sorpresa. No habían visto rastro alguno de arado en las proximidades. Escasas nieves engalanaban un claro cercado de árboles de hoja perenne, techado por un cielo encapotado. Deberían haber visto antes la casa. Parecía alzarse en una sombra profunda, como si fuese otra oscuridad más, indistinta. El aire era frío, y amortiguaba los golpes de los cascos, las voces, el tintineo del metal, el crujido del cuero, los suspiros de los animales fatigados. El vaho de la respiración era turbio.

Más fácil de distinguir era el hombre que estaba fuera, excepto su rostro. Un sombrero de ala ancha lo mantenía entre tinieblas. Debajo ondeaba una larga barba gris. Era muy alto, iba envuelto en un manto azul, y llevaba una lanza.

El rey se detuvo.

—Saludos, amigo —dijo—. No temas si acampamos en tu tierra. No queremos hacerte daño.

Una voz profunda le respondió:

—No necesitáis dormir al aire libre. Pasad la noche bajo mi techo.

—Estaría mal de mi parte que hiciese lo que no pueden hacer mis hombres.

—Me refiero a todos vosotros.

Hrolf parpadeó lleno de asombro.

—¡Eres realmente temerario! ¿De verdad que puedes ofrecérnoslo? No somos pocos, y no está al alcance de un pequeño propietario acogernos a todos.

El granjero se rio de un modo que recordaba los aullidos de los lobos.

—Sí, señor. Pero ya he visto otras veces a tantos hombres llegar adonde yo estaba. No os faltará de beber esta noche, o cualquier otra cosa que podáis necesitar.

El rey comprendió que sería incorrecto negarse.

—Confiaremos en ello.

—Sois bienvenidos de verdad —dijo el granjero—. Seguidme.

Los llevó detrás de la casa. Allí encontraron un cobertizo de madera bien construido, lo bastante grande para dar cabida a todos los animales. Aparte de contener unos recipientes con heno y con agua, parecía vacío. El anciano dijo que estaba demasiado oscuro dentro para cualquiera que no conociese bien el lugar, y que él mismo guardaría los caballos en el establo y cuidaría de ellos. Esto lo hizo de un modo extrañamente rápido.

—¿Quién eres, granjero? —preguntó el rey.

—Algunos me llaman Hrani —respondió.

Hrolf se admiró de la respuesta, porque no era un nombre corriente. Su tío Hroar lo había utilizado cuando se ocultaba del rey Frodhi. Pero aún más se admiró al entrar en la casa que parecía de tan pobre aspecto. La habitación que encontró tras la puerta era tan espaciosa y estaba tan brillantemente iluminada como la sala de su mansión, aunque tan desamparada como el establo. Había runas grabadas en las paredes.

—Aquí hay algo misterioso —susurró Bjarki a Hjalti.

El joven se encogió de hombros.

—Mejor que quedarse a la intemperie.

Hrani les mandó que se sentaran. ¿Estaban ya puestas las mesas de caballete, los trincheros de carne de cerdo caliente, las copas llenas de hidromiel? ¿Los sirvió el mismo Hrani, sin quitarse nunca el sombrero, tan rápidamente como había guardado los caballos? Lo que después les extrañaría más sería la forma tan nebulosa, semejante a la de los sueños, con que recordaban aquel hospedaje. Por el momento, la mayoría de los hombres no tardaron en estar borrachos y de buen humor, jurando que apenas habían estado alguna vez en lugar tan hermoso y dejando de lado su asombro.

Hrani se sentó junto a Hrolf. Ellos y unos pocos más de los que se reunieron alrededor estuvieron hablando. El rey se dio a conocer y le habló del motivo de su viaje. El granjero asintió y le dio consejos sobre el camino más corto para llegar a Uppsala. Svipdag le preguntó cómo lo sabía, porque la mayor parte de los pequeños propietarios rara vez salen del lugar en que nacieron.

—Aunque soy viejo —dijo Hrani—, viajo mucho.

—¿Cómo puedes vivir en esta casa tú solo? —preguntó Bjarki.

—No estoy solo esta noche, ¿no? —respondió Hrani con su risa de lobo—. Más a menudo de lo que pensáis tengo invitados, así como fuertes hijos que no están aquí en este momento. Por lo que respecta a vuestro camino… —siguió contándoles cosas que desconocían sobre aquella tierra y sus moradores. De allí llevó la conversación a sucesos del pasado. Nunca habían oído historias mejor contadas; y no pocos sabios refranes y sonoras estrofas intercalaba entre ellas. Les pareció que verdaderamente era un sujeto singular.

Pero habían cabalgado duramente durante toda la jornada. El cansancio pronto se apoderó de ellos, a lo que se añadió el excelente hidromiel que habían bebido. Hrani les ordenó que se tendieran en los bancos y en el suelo. Él no se quedó en la habitación. Los fuegos fueron apagándose.

En un momento dado el rey y sus hombres se despertaron en mitad de la noche. Sólo carbones cubiertos quedaban en los fosos, desprendiendo una luz rojiza que apenas permitía andar a tientas. Hacía tanto frío que los dientes les castañeteaban. Se levantaron, deshicieron los fardos que habían llevado en los caballos de carga, y se pusieron más ropas encima y todo lo que pudiese servirles de abrigo —excepto Hrolf y sus jefes guerreros, que resistieron con lo que llevaban puesto—. Todos estuvieron tiritando hasta que llegó el amanecer y Hrani trajo leña para echar sobre las ascuas.

Entonces preguntó el granjero:

—¿Cómo habéis dormido?

—Bien —gruñó Bjarki.

El granjero le echó una mirada al rey, más desolada que el más oscuro invierno.

—Sé —dijo secamente— que vuestros soldados sintieron que hacía demasiado frío aquí durante la noche; y lo hacía de verdad. Así que no crean que podrán resistir lo que desate sobre ellos el rey Adhils de Uppsala, si esto lo soportan tan mal —y añadió severamente—: Si queréis salvar vuestra vida, enviad de vuelta a casa a la mitad de vuestro séquito; porque no será debido al número de hombres por lo que podáis vencer al rey Adhils.

—No es un hombre corriente quien me lo dice —dijo Hrolf en voz baja—. Seguiré tu consejo.

Luego de haber desayunado, con palabras apacibles hizo que se volviesen los cincuenta guerreros que habían temblado más durante la noche. Nadie podía recordar más tarde qué era lo que les había dicho o por qué ninguno llegó a sentirse ofendido. Cuando el resto se disponía a partir, le dieron las gracias al granjero, deseándole que le fuese bien.

Prosiguieron su viaje a caballo, cruzando las colinas cubiertas de pinares y valles en los que se había espesado la nieve. Conforme se fueron despejando sus ánimos, comentaron quién había sido su anfitrión, y por qué les había albergado. Finalmente Bjarki dijo, malhumorado:

—Bueno, hay más cosas revoloteando por los yermos aparte de hombres y bestias, como yo tengo buenos motivos para saber. No tienen por qué ser hostiles… Sin embargo —añadió después de un instante y de echarle una ojeada al yelmo del rey, que iba delante—, tratarlos amistosamente puede resultar delicado.

Al anochecer llegaron de nuevo a un claro en el que se levantaba una casa, a cuya puerta estaba un anciano alto que llevaba un sombrero de ala ancha y un manto azul. La casa, así mismo, se percibía con dificultad en las sombras que la envolvían. Un murmullo se extendió por los hombres, un resquemor los recorrió. El rey Hrolf se detuvo y puso la mano en la espada Skofnung.

—Saludos, señor —dijo el hombre, sonriéndose—. ¿Cómo es que venís tan a menudo?

El rey respondió con firmeza:

—No sabemos qué tipo de prestidigitación se está usando con nosotros. Eres un individuo extraño.

—Tampoco os recibiré mal esta vez —dijo el granjero.

El rey miró hacia atrás a las líneas de sus hombres.

—Mejor que nos quedemos, ya que nos lo piden —les dijo—. La noche viene deprisa.

Una vez dentro, nadie se sorprendió mucho, y la hospitalidad fue buena.

Antes de que hubiese transcurrido mucho tiempo, yacían dormidos.

Se despertaron presas de una sed tal que apenas podían mover la lengua en la boca. Había un barril de hidromiel en una esquina de la habitación. Todos fueron allí a beber largamente, excepto el rey y sus doce capitanes.

Por la mañana, Hrani el granjero dijo:

—Escuchadme de nuevo, señor. Creo que hay escasa resistencia en los que tuvieron que beber durante la noche. Peores problemas tendrán que soportar al encontrarse con el rey Adhils.

Nada se pudo hacer por el momento, porque se había levantado la ventisca. Una ciega blancura chillaba en torno de la casa. Muy fuertes eran los muros de madera para no crujir bajo ese viento. Los hombres se sentaron a escuchar a Hrani desgranar tales historias prodigiosas que el día se les hizo muy corto, «como si de alguna forma nos hubiesen llevado fuera del tiempo», murmuró Svipdag a sus hermanos.

Al aproximarse el crepúsculo terminó la tormenta. Había caído menos nieve de lo que se habían imaginado; podrían reemprender el viaje al día siguiente. Hrani trajo leña y cebó el fuego. Resplandeció con extraña rapidez, cada vez más alto, un remolino rojizo y azulado sobre un lecho candente, rugiendo tan alto como antes había hecho la ventisca. Las oleadas de calor llegaban adonde estaban sentados los hombres. Se cambiaron de sitio para alejarse lo más posible. El rey Hrolf recordó el voto que había hecho de muchacho, de que nunca huiría del acero o del fuego. Permaneció donde estaba, y los capitanes a su lado, pese a que estaban chorreando de sudor y parecía que les iban a empezar a arder los ojos.

Un único destello brilló bajo el sombrero de Hrani.

—De nuevo, señor —dijo—, tenéis que hacer una selección en vuestro séquito. Mi consejo es que ninguno prosiga más adelante excepto vos y estos doce. Así quizá consigáis volver a casa; de otra manera, no.

Aturdido por el calor, el rey Hrolf trató de hablar con entereza.

—Tengo tal idea de ti, granjero, que pienso que lo mejor que puedo hacer es prestar atención a tus palabras.

Las llamas pronto disminuyeron. Aquella noche los hombres durmieron bien, libres de sueños intranquilos.

Por la mañana, Hrolf envió a casa a los cincuenta que quedaban, junto con los berserkir. De nuevo, nadie protestó contra la orden hasta después, cuando ya era demasiado tarde. Una vez montado, el rey dijo al anciano:

—Quizá tenga mucho que agradecerte.

—Quizá puedas pagármelo algún día —respondió Hrani.

—Adiós hasta entonces —dijo Hrolf. Su halcón sacudió las alas a la vista de dos cuervos en lo alto; su sabueso gruñó al cercano aullido de un lobo. En breves instantes, los bosques habían ocultado la casa entre la nieve y el silencio.

Por ellos iban cabalgando Hrolf, rey de Dinamarca, que se dirigía a recuperar sus riquezas porque en ellas estaba su honor y, según esperaba, a vengar a su padre; Bjarki, el hijo del hombre oso; Hjalti, que había obtenido su virilidad de la sangre y el corazón de una criatura troll; Svipdag, cuyo único ojo miraba penetrantemente de los días pasados a los días por venir; Hvitserk, Beigadh, Hromund, Hrolf, el tocayo del rey, Haaklang, Hrefill, Haaki, Hvatt, Starulf, hombres que no se dejaban intimidar por ningún dios o demonio, con los halcones al hombro, ojo avizor. Brillaban los yelmos y las puntas de las lanzas contra el macilento cielo invernal, brillaban las cotas de malla y las capas contra las ramas verdeoscuras y la blancura sombreada de azul; apenas sentían el frío que formaba el vaho de su respiración y que hacía que las sillas crujiesen. A pesar de todo, no era una gran tropa para enfrentarse al rey de Svithjodh y a todos sus poderes sobrenaturales.

Entrando en aquella tierra, cruzando campos abiertos poblados por tantas granjas y caseríos, necesitando a veces que los transportasen de una orilla a otra, era inevitable que los viesen. Aunque tuvieron la precaución de no llamarse más por sus nombres, bien se podía haber aventurado una palabra sobre ellos y Adhils haber así adivinado la verdad. O quizá miró en una de sus calderas y vio algo en el humo u oyó algo cuando hervía, el hecho es que una tarde dijo a la reina, que estaba a su lado, alto, para que todos pudiesen oírlo:

—He sabido que el rey Hrolf Helgisson está en camino hacia aquí.

Yrsa respiró anhelante, antes de poner un rostro impenetrable.

—Está bien, está bien —sonrió Adhils—; porque seguramente obtendrá tal recompensa por sus molestias, antes de que regrese, que la historia de lo ocurrido llegará lejos.

III

Al fin el rey Hrolf y sus guerreros llegaron cabalgando a los Campos del Fyris. Esos prados se extendían estriados de vieja nieve polvorienta, cuando no oscura y endurecida al helarse, que hacía un ruido sordo bajo los cascos de los caballos. Adelante estaba el río, y en la elevada ribera oeste la ciudad de Uppsala, coronada por el templo. Sus tejados se levantaban unos sobre otros contra el blanquecino cielo, relucientes de oro; pero detrás, los árboles del bosque sagrado estaban desnudos como esqueletos. Unos cuantos grajos aleteaban y graznaban en la brisa.

Hrolf alzó el cuerno que llevaba suspendido del hombro y sopló tres veces, profundas y largas como el desafío de un uro. Picando espuelas al caballo, rompió al galope. Sus hombres fueron tras él, un resplandor de cotas de malla y de puntas de lanza que se movían como olas, un aleteo de capas rojas, azules y leonadas a través de la tierra invernal. Al cruzar el puente, la tablazón crujió bajo ellos.

La gente se apiñaba en las atalayas y en las entradas de la empalizada para ver tan vivo espectáculo. Las puertas estaban abiertas; nadie veía ninguna razón para temer a trece extranjeros, por bien armados que estuviesen. Hrolf comprendió que ni siquiera en lo que dura un parpadeo debía actuar como si aquella amplia y poblada ciudad lo intimidase. A lo largo del camino, al atravesar las puertas, a lo largo de las calles entre los muros, iba a toda velocidad. Hombres, mujeres, niños, carreteros, cerdos, perros, gallinas debían hacerse a un lado por igual para dejarle libre el paso. Gritos furiosos le seguían. Pero nadie se atrevió a arrojarle una lanza, especialmente porque se veía claramente que se dirigía a la mansión real.

Las puertas de ésta estaban así mismo abiertas. Los hombres de la guardia atestaban el patio detrás de ellas, formando un campo de escudos en forma de media luna. Ninguno sacó las armas, sin embargo; y los cortesanos estaban esperando ricamente vestidos, las sonrisas pintadas en sus labios.

Los daneses se detuvieron. Los caballos se encabritaron, los halcones desplegaron las alas en las que se reflejaba la luz del sol, el sabueso Gram ladró una vez más.

—¡Decid al rey Adhils que tiene de huésped a Hrolf Helgisson, rey de los daneses! —gritó Svipdag.

—Bienvenidos, bienvenidos —dijo el portavoz de los suecos. No parecía extrañado de la noticia—. Es un honor para mí dar la bienvenida a un hombre tan excelso y a todo su séquito —pasó su mirada lentamente por todos ellos—. Seguramente el rey Adhils se lamentará tanto como yo de poder ofrecer su hospitalidad solamente a estos pocos que habéis traído.

—Hemos traído suficientes.

—Ah… Svipdag Svipsson… sí. Has vuelto, ¿eh?

—Dije que volvería.

—¿Queréis seguirme, pues?

Cabalgaron entre los edificios hasta llegar a los establos. Los mozos de cuadra cogieron las bridas. Al desmontar, Bjarki dijo:

—Vosotros, mozos, aseguraos de que ni las crines ni las colas de nuestros caballos estén despeinadas. Cuidadlos bien y preocupaos de que no pasen sed.

El portavoz se sonrojó al oír aquello —que allí pudiese haber algo menos que lo mejor— e hizo un signo a un muchacho, que se escabulló al instante. Después estuvo charlando un rato con los daneses, preguntándoles por su viaje. Mientras tanto el muchacho entró en la mansión y contó al rey Adhils lo que había sucedido hasta ese momento.

El señor de Svithjodh golpeó el brazo del elevado asiento y dijo con voz rechinante:

—¡Duro es soportar lo orgullosos y arrogantes que son! Llévale mis órdenes al mozo de cuadra principal y mira que haga lo que yo mando. Cortad las colas de los caballos, lo más cerca posible de la grupa, y también las crines hasta que se vea el cuero cabelludo. Luego guardadlos en los establos de la peor forma posible, dejándolos apenas con vida.

El muchacho se inclinó, reverente, y partió con premura. Adhils permaneció en su asiento. Estaba temblando. Como temblaban así mismo los tapices recientemente colgados de las paredes.

Al momento los daneses fueron llevados a la mansión. Nadie había en la puerta de la cavernosa entrada para recibirlos como hubiese sido lo correcto. El guía sonrió afectadamente.

—El rey os espera dentro —y se marchó.

Hjalti puso la mano en la espada.

—¡Se atreven a tratar a nuestro señor de esta manera!

Hrolf echó una ojeada al patio. Los hombres de la guardia se habían retirado, pero estaban bajo la empalizada, alineados y con cotas de malla.

—No os precipitéis —murmuró—. Nuestra llegada no es en absoluto la sorpresa que esperábamos.

Svipdag se tiró de sus caídos bigotes y dijo:

—Sí, me lo temía. Dejadme ir en primer lugar. Conozco esta casa de antes, y tengo una desagradable sospecha de la forma en que piensan recibirnos. Ahora escuchad: pase lo que pase, que nadie declare quién de nosotros es el rey Hrolf. Esto lo convertiría en el blanco, no solamente de cualquier espada o lanza si las cosas llegan hasta aquí, sino de cualquier brujería que Adhils pueda haber preparado.

El rey suspiró.

—Supongo que debiera alegrarme de que ni siquiera mi madre haya venido a nuestro encuentro —dijo—. A pesar de los años transcurridos, todavía podría haberme reconocido —se irguió—. Bueno, no perdamos el tiempo, o pensarán que les tenemos miedo.

Svipdag descansó su hacha sobre el hombro derecho —el halcón saltó al izquierdo— y se introdujo entre las figuras, que hacían muecas, talladas en las jambas de la puerta. Tras él iban sus hermanos Hvitserk y Beigadh, luego Bjarki y Hrolf, y después los demás, todos entremezclados.

La habitación de la entrada era amplia y sombría. Svipdag la atravesó y entró en la sala. Era como introducirse en la noche, de lo lóbrega que era. Apenas si vio grandes cambios alrededor. Los hogares del fuego se abrían fríos. Unas cuantas velas de junco parpadeaban en sus soportes, muy separadas unas de otras, para hacer resaltar los tapices de pesado paño. Por lo demás, la sala se extendía vacía y completamente silenciosa. En la helada oscuridad, parecía todavía más vasta de lo que era, como si las filas de oscilantes llamitas azules disminuyeran progresivamente de tamaño, como si se fuesen alejando hacia los Confines del Mundo.

Svipdag, a grandes zancadas, siguió adelante, destellante de acero. Sus amigos iban apretados detrás. Se oía susurrar en el silencio que los envolvía. De repente Svipdag se bamboleó hacia atrás.

—¡Un agujero! —advirtió—. Por poco caigo en él.

Usando las armas como bastones, los daneses encontraron que, aunque parecía extenderse a lo largo de la habitación, la zanja no era demasiado ancha para que hombres como ellos saltasen sobre ella. Así lo hicieron, y prosiguieron la marcha.

Luego fue como si colgasen a su alrededor telarañas. Estaban enmarañados en redes viscosas, invisibles y de fuertes cuerdas. Se oyó una risilla sofocada.

—Cortadlas —dijo Svipdag. Conforme el frío acero los talaba, los filamentos se desmoronaron.

Una cosa venía a su encuentro. Tenía la forma de una giganta muerta —veían la corrupción de la tumba y los ojos sin luz—, cuya piel se movía sobre los huesos y cuyas manos se abrían para estrangular a alguien. La risa de Svipdag chirrió.

—Cada vez tiene menos que ofrecernos el bueno de Adhils —dijo, y le dio un tajo. El hacha golpeó en el vacío; la giganta había desaparecido.

Cuando habían recorrido unas yardas más, otra forma apareció ante ellos. En lo alto de su trono descansaba la gruesa figura del rey sueco. Apenas podían distinguirlo, alejado en la semioscuridad entre monstruosas sombras. Svipdag levantó un brazo indicando alto. Parecía como si más trampas les aguardasen delante.

Los ojos de Adhils, ocultos para ellos en el contorno impreciso de su rostro, podían taladrar mejor las tinieblas que él mismo había fabricado que los suyos. Dijo burlonamente:

—Bien, por fin has regresado, ¿eh, Svipdag, amigo mío? Hum, hum, ¿qué misión trae el guerrero? No es como yo lo recuerdo: ¿ese cuello inclinado es el tuyo, falta un ojo, la frente está llena de arrugas y las manos de cicatrices, y Beigadh, tu hermano, no cojea de las dos piernas?

Svipdag se puso rígido. Sabía que parecía más viejo de lo que era; y Beigadh había recibido heridas al servicio del rey Hrolf de tal modo que no volvería a andar tan fácilmente como la mayoría. Svipdag respondió en un tono tan alto como severo.

—Según lo que me prometisteis, rey Adhils, os demando seguridad para estos doce hombres que están aquí reunidos.

—La tendrán. Ahora entrad en la sala valiente y virilmente, con el corazón más tranquilo de lo que habéis mostrado hasta ahora.

—No os dejéis provocar —susurró Hrolf.

—Estad preparados para formar una barrera de escudos —añadió Bjarki—, porque me parece que esos tapices de las paredes están muy abultados, como si se ocultasen detrás hombres armados.

Los daneses avanzaron con cuidado, y encontraron otra zanja que debieron saltar. Entonces estaban ya cerca del sitial. Signos rúnicos ondulaban en los paños de los tapices, cuando de pronto de detrás de cada uno saltó un soldado en cota de malla.

—¡Formad un círculo! —rugió Bjarki.

No había necesidad; todos sabían lo que tenían que hacer. Escudo contra escudo, se aprestaron a combatir contra un número de hombres tres veces superior.

Hrolf arrojó su lanza. Un sueco se tambaleó con el cuello atravesado. Volaron más dardos, hasta que los atacantes se acercaron. Por los aires silbaban las espadas Skofnung, Lövi, Empuñadura de Oro y sus hermanas. En lo alto se alzó el hacha de Svipdag, girando por encima de su cabeza hasta que golpeó más allá del hombro de Hromund, quien lo protegía con su escudo. El metal retumbó. El escudo del sueco al que había golpeado se desprendió del entumecido brazo. El hacha osciló de nuevo partiéndole la sien.

Un hombre de gran estatura se acercó a Bjarki. El noruego echó su escudo hacia adelante, para golpear con su borde el del enemigo, y desviarlo hacia un lado para crear una brecha en la defensa. A través de ella golpeó su acero; y una cabeza rodó por el suelo.

La hoja de Hjalti zumbó y se precipitó sobre otro. Golpe tras golpe lo empujó a un lado, vio la escasa oportunidad que necesitaba, tajó en profundidad y le inutilizó la muñeca. Cuando el hombre aullaba dando tumbos, Hjalti lo remató. Mientras tanto, el rey Hrolf se agachaba, escudo en alto, y cercenaba una pierna de uno de los atacantes. El resto de sus hombres golpeaba y acuchillaba. Los halcones habían volado a las vigas, pero el sabueso Gram atacaba con sus colmillos, moviéndose con demasiada rapidez para que pudiesen herirlo.

En un estruendo de voces, los daneses hicieron retroceder a los suecos. Conforme éstos retrocedían en desorden, los trece formaron en cuña y cargaron sobre ellos. Las armas parecían llamas. Muertos y mutilados yacían por doquier, resonando en la oscuridad los ecos de los gritos de dolor. En Hrolf y sus capitanes, en cambio, apenas si habían quedado marcas de la lucha.

—¡Matadlos! —voceó Bjarki—. ¡Tajadlos como a perros!

El rey Adhils se puso en pie de un salto y chilló desde el estrado:

—¿Qué es este tumulto? ¡Deteneos, os digo!

Poco a poco la lucha terminó, hasta que sólo hubo silencio, excepto los quejidos de los heridos y la pesada respiración de los que habían quedado ilesos. Ojos y aceros destellaban en las sombras. Adhils vociferó a sus guardias:

—¡Debéis ser los peores de los ineptos, que os atrevéis a atacar a hombres tan relevantes…, nuestros huéspedes además! ¡Fuera! ¡Salid de la sala! ¡Que vengan sirvientes y… y luz, traed luz…! ¡Fuera, cabezas de lobo! Después os ajustaré las cuentas.

Los guerreros lo miraron fijamente. Sin embargo, comprendieron el mensaje, y después de la derrota no quisieron empeorar las cosas contradiciéndolo. Se escabulleron fuera, ayudando a aquellos de sus compañeros que podían moverse.

—¡Perdonadme! —dijo Adhils a los daneses—. Tengo enemigos, y temí una traición… Cuando entrasteis armados, lo que no es la costumbre aquí… entonces, algunos de mis seguidores se dejaron llevar por un celo excesivo, en contra de mis deseos… Pero veo ahora que debéis de ser en verdad el rey Hrolf, mi pariente, y sus famosos campeones, como dijisteis al portero. Sentaos, poneos cómodos, y alegrémonos juntos.

—Poca suerte habéis tenido, rey Adhils —gruñó Svipdag—, y deshonrado quedáis en este asunto.

Contemplaron al señor de Svithjodh. Adhils se había quedado calvo y engordado mucho. La barba que caía sobre el rico manto que cubría su panza era más gris que rubia. Sólo el filo de su nariz permanecía enjuto, y los bizqueantes y parpadeantes ojos.

Esclavos y sirvientes se apresuraron a llevarse a los muertos y heridos, a limpiar la sangre, a esparcir juncos frescos sobre el suelo, a traer lámparas y a avivar los fuegos. Con ellos llegaron nuevos hombres de la Guardia, y otros más debían de estar apiñándose en el exterior. No serviría de nada lanzarse al estrado y tratar de asesinar a Adhils. Además, tal acción mancillaría el buen nombre del rey Hrolf, después de que hubiese sido saludado con palabras amistosas, por vacías que fueran.

—Sentaos, sentaos —apremió su anfitrión—. Venid a darme la mano, mi pariente de Dinamarca.

—Todavía no ha llegado la hora de que podáis conocer quién es de entre todos nosotros —dijo Svipdag.

Hjalti se rio sarcásticamente.

—Sí —añadió—, iría en contra de vuestro… honor…, rey Adhils, si algunos más de vuestros hombres se dejasen llevar por… un celo excesivo.

—Os equivocáis conmigo, os equivocáis conmigo —resolló el hombre grueso. No se atrevió a insistir en el asunto, para no recordar a todos los presentes en la sala su humillación. Solamente podía acomodarse en el asiento y lanzar pullas—. Como queráis. Si no eres, hum, hum, del todo tan valiente como para darte a conocer, Hrolf, bien, que sea como quieras —y luego de un instante añadió—: Porque veo que no vas por el extranjero como suele hacerlo la gente bien nacida. ¿Por qué no trae mi pariente más que esta pequeña tropa?

—Como no os abstenéis de usar traiciones contra el rey Hrolf y sus hombres —dijo Svipdag—, poca diferencia hay en que llegue hasta aquí con pocos o muchos.

Adhils lo pasó por alto, e hizo que trajesen un banco a los pies del estrado en el que pudiesen sentarse sus invitados. Aunque la sala no tardó en estar más iluminada y menos silenciosa, persistía una atmósfera de erizada cautela. En ningún momento la mirada de Adhils dejó de parpadear de uno a otro de los que se sentaban debajo de él. ¿Cuál de ellos, que miraban tan orgullosamente como los halcones que habían vuelto a posarse sobre sus hombros, sería el rey Hrolf, el hijo de Helgi, a quien había asesinado, y de su propia esposa Yrsa, que lo odiaba?

Había diez hombres a los que no conocía; no podía escabullirse para operar un hechizo que pudiera revelarle sus nombres. Probablemente el de la barba roja, grande como un oso, no era Hrolf, que se decía que era un hombre delgado de estatura normal. Pero ¿sería ese hombre pulcro con los cabellos doradorrojizos que se sentaba a su lado, o el joven de pelo rubio más allá que llevaba una espada con el puño de oro, o más bien el bajo y moreno pero rápido y diestro, o el flaco que había manejado tan terriblemente la alabarda, o… o todo aquello era mentira? En la ciudad había navegantes que habían visto al rey danés. Podría hacerlos comparecer al día siguiente. Parecería demasiado impaciente, sin embargo, y hasta podría crear más problemas, si los enviase a buscar aquella misma tarde. No obstante, debía saberlo lo más pronto posible, para establecer sus planes antes de que Hrolf llevase a cabo lo que hubiese pensado para vengar a su padre. —Hrolf, que, a diferencia de su tío Hroar, nunca había jurado paz…—. ¿Podría Yrsa conocer a su hijo, a pesar de ser muy niño cuando ella lo había abandonado? ¿Por eso había permanecido en sus habitaciones?

—Preparemos los fuegos para nuestros amigos —exclamó Adhils—, y mostrémosles nuestros más efusivos votos, como habíamos pensado desde un principio.

Sus consejeros, capitanes y mayordomos se reunieron con él.

—Perdóname, pariente —dijo—, si, hum, tengo que hablar de algo secreto ante ti. Ya te he dicho que tengo enemigos fuertes y solapados que buscan mi vida. Y tú mismo no consideras que sea cobarde o descortés, hum, guardar secretos ante mí, ¿eh?

—No os ocultaremos para qué hemos venido —dijo Svipdag—. Estamos aquí por los tesoros que son para el rey Hrolf la legítima herencia del rey Helgi.

—Bueno, bueno, podemos hablar de ello. —Adhils se volvió y susurró algo al mayordomo principal, que asintió y se fue, cogiendo de la manga al jefe de la Guardia para que se fuese con él. Cruzaron los tablones que ya se habían colocado sobre las zanjas, y se perdieron de vista.

Frotándose las manos y soplándolas entre vaharadas, el señor de Svithjodh dijo:

—Sí. Podemos hablar. Podemos sentarnos y beber como hermanos. Porque verdaderamente no te reprocharé, Hrolf, que tu padre tramase mi perdición mientras era mi huésped, ni que tú, hum, ahora estés mirándome maliciosamente. Quiero mostrarte honor. Por eso, si no me dices quién eres, para poder darte el asiento enfrente de mí, entonces yo me bajaré para estar al mismo nivel que tú. Aquí hace un frío bestial, ¿no? No está bien que te tenga tiritando bajo mi techo. Venid, sentémonos cerca de uno de los hogares.

Los hombres de Hrolf se miraron unos a otros, pero apenas pudieron refrenarse cuando Adhils pasó contoneándose por delante de ellos. En seguida estuvieron situados en fila en un banco muy cerca de uno de los fuegos mayores. Enfrente de ellos se sentaba Adhils y los capitanes de sus tropas. Habría parecido en exceso una planeada traición que éstos hubiesen roto la norma de que sólo podían llevarse allí dentro cuchillos de mesa. Los hombres de Hrolf conservaron sus armas, y no se dijo nada al respecto.

Trajeron cuernos. Adhils bebió a su salud y estuvo charlando alegre e insensatamente. Cada vez fue más difícil, sin embargo, verlo u oírlo. Porque hombres de su casa —guardias, por el aspecto y las maneras, aunque vestidos con las túnicas de los sirvientes— añadían, mientras tanto, turba y leña seca al fuego.

Cada vez más alto se agitaban las llamas, rojas, azules, amarillas sobre carbones demasiado calientes para que el ojo se perdiese en ellas. El ruido crecía hasta hacer retemblar los cráneos de los hombres. El techo por encima de sus cabezas parecía un cielo de tormenta lleno de humo rojizo. Las oleadas de calor no cesaban de llegar. Los halcones huyeron a lo alto, el sabueso se apartó cabizbajo.

Adhils sonrió.

—El pueblo no exagera al alabar vuestro coraje y voluntad, guerreros del rey Hrolf. Parece como si estuvieseis por encima de todos y que lo que se dice de vosotros no fuese mentira. Bien, avivemos el fuego, porque verdaderamente me gustaría descubrir quién es vuestro rey, y vosotros nunca huiréis del fuego. En lo que a mí concierne, que hoy no he estado fuera en el aire invernal, empiezo a tener un poco de calor.

Hizo una señal a sus hombres. Movieron el banco echándolo bien atrás. Los fogoneros iban de un lado para otro, trayendo siempre más combustible. Manchados de hollín, miraban maliciosos a los recién llegados.

La malla y la guata debajo de ella hacían doblemente cruel el calor. Los daneses chorreaban de sudor, que hacía que los globos oculares les escociesen como si se estuviesen cociendo al horno, hiriendo su olfato y empapándoles la ropa que se les había pegado a la piel. Chasqueaban los labios. Las lenguas eran como esos bloques de madera que los suecos traían, como si trabajasen para el mismo Surt.

—La casa de Hrani no era nada al lado de esto —dijo Hjalti, ásperamente y en voz baja—. ¿Qué pretende?

—Espera conocer al rey Hrolf por suponer que no será capaz de soportar el fuego tan bien como los demás —respondió Svipdag—. Verdaderamente desea la muerte de nuestro rey.

—Juré que jamás retrocedería ante el fuego o el acero —llegó el seco susurro de Hrolf, apenas perceptible en aquella estruendosa crepitación.

Bjarki se inclinó hacia adelante, moviendo su escudo para dar a su señor un poco de protección. Lo mismo hizo Hjalti del otro lado. Pero no se atrevieron a ayudarle demasiado para no descubrirlo.

Entornando los ojos en aquella luz deslumbradora, apenas podían ver que Adhils y sus hombres se habían movido hacia atrás lo más lejos posible. Seguro que el rey sueco sonreía burlonamente.

—Sus promesas y buenas palabras no significaban nada —gruñó Starulf—. Pretende quemarnos vivos.

Hjalti se miró las rodillas.

—Mis pantalones han empezado a echar humo —dijo—. Si nos quedamos aquí, estaremos asados… ¡bien asados!

Tres de los fogoneros corrieron a arrojar al fuego otro enorme tronco. Las chispas rugieron saltando. Los fogoneros se dieron la vuelta en busca de más. Se reían.

Bjarki miró más allá de Hrolf, hacia Svipdag. Habían tenido la misma inspiración. El noruego improvisó a gritos un poema:

¡Avivemos el fuego

aquí en la mansión!

Se interrumpió. Su amigo sueco y él se pusieron en pie de un salto. Cada uno agarró a un fogonero y lo arrojó en medio de las llamas.

—Ahora disfrutad del calor que os afanabais en darnos —exclamó Svipdag—, porque nosotros ya estamos bien cocidos.

Hjalti hizo lo mismo con un tercero. Quizá los demás escaparon. No pudo ser una muerte tan horrible como parece, porque ningún ser vivo pudo sobrevivir más de un latido del corazón en aquel foso.

El rey Hrolf se levantó. Cogió su escudo y lo echó sobre la zanja mientras acababa el poema a gritos:

No huye del fuego

quien salta por encima.

Sus hombres vieron en seguida su intención y colocaron del mismo modo sus propios escudos. Así taparon la hoguera hasta que pudieron saltar sobre ella.

Adhils y su gente oyeron chillidos sofocados, vieron cuerpos consumiéndose en el humo… y saliendo de las llamas, trece hombres que llegaban bramando, sin escudos pero con malla y yelmos, negros de hollín y empapados de sudor, pero más sedientos de sangre que de agua, con las ropas chamuscadas y ampollas en las mejillas, pero con armas tan destellantes como el mismo fuego.

Llenos de horror, los soldados de Adhils se dispersaron ante la banda que ya había causado tal carnicería entre camaradas que llevaban lorigas y espadas. Probablemente también, muchos sintieron que no podía provenir la buena fortuna del luchar por un señor que trataba de asesinar a sus huéspedes.

—¡Aquí estoy, pariente! —vociferó Hrolf, y se lanzó contra él. Por encima del yelmo de Hrolf la espada Skofnung oscilaba en lo alto, como su propia risa.

Adhils huyó. Uno de los pilares que sostenía el techo mostraba la figura de tamaño descomunal de un dios apoyado en su escudo, escudo que resultó ser una puerta que conducía a una cavidad. Adhils se apretujó en ella, cerró de un portazo y atrancó la puerta por dentro.

—¡Echémosla abajo! —gritó Hjalti.

—No —dijo Hrolf—. Debe de estar arrastrándose a lo largo de un túnel. ¿Acaso somos gusanos como él?

—Podría haber trampas para atraparnos si lo intentásemos —corroboró Svipdag—. No podemos estar seguros con ese brujo.

En realidad, Adhils se había escabullido hacia el exterior. Saliendo del terreno que se hallaba detrás de donde estaban los aposentos de la señora, entró en ellos. Yrsa estaba sentada. Sus doncellas retrocedieron al ver llegar al rey sudando, sucio y con las ropas en desorden.

—Idos —dijo—. Yo… quiero hablar… con la reina.

—No, quedaos —replicó Yrsa—. Quiero testigos, para que después él no pueda mentir sobre lo que se dijo.

Las mujeres se apiñaron en un rincón. Adhils se olvidó de ellas.

—Ese hijo tuyo…, Hrolf el Danés…, está aquí —resolló—. Me ha atacado… Se ha apoderado de la sala…

Yrsa respiró, completamente aliviada.

—No te expulsó de allí sin razón —dijo con voz trémula.

—Ve a buscarle. Haz las paces entre nosotros. Él escuchará tus súplicas.

—Iré, pero no en tu nombre. Primero mataste a traición al rey Helgi, mi marido; y te quedaste con los bienes que pertenecían a los que son mejores que tú. Ahora, para culminar tu infamia, querrías matar a mi hijo. Eres el peor hombre, más vil que ningún otro. ¡Oh, haré todo lo posible para ayudar al rey Hrolf a recobrar el oro, y tú no cosecharás sino males de esto, como bien mereces!

Adhils se irguió. En aquel momento no era del todo un gordo grasiento que había sido expulsado de su morada.

—Parece que aquí no se puede confiar en nadie —dijo sosegadamente—. No volveré a verte —se dio la vuelta y salió al crepúsculo que había empezado a caer. Poco después ella lo oyó al frente de sus soldados, alejándose de la casa.

IV

En seguida, la reina Yrsa se dirigió a la sala. Encontró a los daneses presa de una alegría tumultuosa, pidiendo a gritos cerveza y carne a los asustados sirvientes que todavía quedaban. Pero cuando la vieron entrar, vestida de blanco, con un manto azul y un pesado collar de ámbar, en ellos se hizo el silencio. Recorrió la habitación a todo lo largo hasta llegar al banco donde se sentaba el rey Hrolf. ¡Ahora nadie seguiría ocultando quién era él! Durante unos instantes se estuvieron mirando recíprocamente a la luz del todavía muy crecido fuego.

La espalda de Yrsa todavía era recta y ágil su cuerpo, aunque sus pies no danzaban ya sobre la tierra como cuando era la novia de Helgi. La piel del rostro ancho era clara, aunque muchas arrugas la surcaban, el cabello de bronce estaba cubierto de escarcha, y en los ojos grises se percibía una fatiga insondable. Mucho de ella había en los rasgos de su hijo, quien, sin embargo, llevaba holgadamente sobre los erguidos hombros la loriga salpicada de rojo con que había quedado victorioso.

Svipdag se dirigió nerviosamente a su encuentro. Sus enjutas mejillas parecían húmedas bajo el parche del ojo; las cicatrices de su frente se estremecieron.

—Mi señora… —comenzó a hablar. Ella no apartó su mirada de Hrolf.

—¿Sois, pues, la reina Yrsa? —preguntó el rey—. Pensé que os veríamos antes.

Ella se quedó muda.

—Bien —dijo Hrolf—, aquí, en vuestra casa, me han roto la camisa —alzó el brazo con el que empuñaba la espada, cuya manga había sido desgarrada por una lanza—. ¿Me la remendaréis?

—¿Qué quieres decir? —susurró ella.

Hrolf sacudió la cabeza.

—Difícil es encontrar amistad —suspiró—, cuando la madre no da alimento al hijo ni la hermana cose para el hermano.

Svipdag miraba aturdido a uno y a otra. Yrsa apretó los puños. Tragándose las lágrimas, dijo:

—¿Estás enfadado porque no haya venido antes a saludarte? Escucha. Sabía que Adhils estaba planeando tu muerte. Pasaba trabajando noche tras noche en su escabel de brujo, con sus marmitas y sus bastones rúnicos y sus huesos. Seguramente, pensé, él contaba con… con la madre que acudía a abrazar al hijo…, con la hermana cogiendo la mano del hermano… Seguramente contaba con ello en sus hechizos.

—Por eso, a fin de cuentas, ella se mantuvo aparte —dijo Svipdag—, y la brujería no tuvo efecto, y Adhils tuvo que intentar en su lugar todo lo que pudo.

Hrolf se puso de pie.

—Oh, perdóname —imploró, también él al borde de las lágrimas—. No lo comprendía.

Se abrazaron estrechamente, y reían y retrocedían sin soltarse las manos para contemplarse mejor, y respiraban desacompasadamente, y hasta balbucían. Tras unos momentos, se fueron tranquilizando. Ella dio a los guerreros una majestuosa bienvenida, mandó a los sirvientes que preparasen comida y que tuviesen listas las habitaciones de los huéspedes, y se sentó a su lado impaciente de conversar. Él tenía que contarle casi toda su vida.

Svipdag dio unos pasos atrás.

—¡Cómo ha envejecido en estos doce inviernos! —dijo ahogadamente—. Viviendo con ese troll… —parecía temblar—. Bueno, esta noche, por supuesto, está feliz de haber visto a su hijo.

Corrió la bebida y repicó el regocijo. ¡No tan a menudo trece hombres tomaban la fortaleza de un rey! Al final se sintieron soñolientos. Yrsa envió a buscar a un joven que velaría por lo que necesitasen.

—Se llama Vögg —dijo ella a Hrolf—: Un poco inocentón, pero mañoso y de buen corazón.

El muchacho llegó: pequeño y flaco, la nariz como el pico de un grajo, poco mentón y cabellera trigueña, pero risueño y animoso.

—Aquí está tu nuevo señor —le dijo la reina.

Los ojos azul pálido de Vögg se abrieron asombrados.

—¿Es éste vuestro rey, daneses? —soltó con la vacilante voz de un muchacho—. ¿Él, el gran rey Hrolf? Vaya, pero si es casi tan huesudo como yo… ¡un auténtico kraki!

Un kraki no es otra cosa que un tronco de árbol cuyas ramas se han podado dejando los tocones para formar una especie de escalera. En su alegría rebosante de cerveza y del brillo de las hazañas del día, las palabras de Vögg chocaron a los guerreros como la cosa más divertida que hubiesen oído nunca. Hasta Svipdag soltó una carcajada y se unió a los gritos de todos.

—¡Kraki, kraki, sí, salud rey Hrolf Kraki!

Él se rio también y dijo al mozuelo:

—Me has dado un nombre que me pega bien. ¿Qué me regalarás, también, por haberme dado nombre?

—Yo, yo… no te daré n-n-nada —balbuceó Vögg—. Soy pobre.

—En ese caso, el que tiene debe dar al otro —dijo Hrolf. Durante la noche había dispuesto que le trajeran varios brazaletes de oro que llevaba en el equipaje, por si acaso debía recompensar a alguien. Sacó uno y se lo entregó a Vögg.

Dando gritos de júbilo el muchacho le dio las gracias, se lo puso en el brazo derecho, y se paseó por los alrededores pavoneándose, manteniendo el brazalete en alto para que brillase a la luz del fuego. El brazalete se le deslizó hasta el codo. En cambio el brazo izquierdo lo mantenía oculto detrás de la espalda. El rey lo observó.

—¿Por qué haces eso? —le preguntó.

—Oh —dijo Vögg—, el brazo que no tiene nada que enseñar tiene que esconderse avergonzado.

—Tenemos que arreglarlo —dijo Hrolf, sobre todo porque advirtió que Yrsa tenía debilidad por aquel simple. Y le dio otro brazalete.

Vögg estuvo a punto de desmayarse. Cuando al fin pudo recobrar el habla, dijo chillando:

—¡Gracias, muchas gracias, señor! ¡Es maravilloso tener algo así!

El rey sonrió.

—Vögg se pone contento por poca cosa.

El joven saltó sobre un banco, alzó ambas manos hacia las vigas, y gritó:

—¡Señor, juro que si alguna vez sois derrotado por los hombres, y yo estoy con vida, os vengaré!

—Te doy las gracias —dijo el rey secamente.

Sus hombres asintieron sin molestarse en ocultar sus propias risas. Sin duda, aquel muchacho se comportaría lealmente en la medida de sus fuerzas, pensaban, pero ¿de qué podría servir tan desastroso pícaro?

Al cabo de unos instantes, Yrsa los condujo a través del patio a una de las casas para los huéspedes. Aunque mucho más pequeña que la mansión principal, era más confortable y luminosa y sin las lóbregas trazas de la brujería. El sabueso Gram iba con ellos; los halcones ya habían sido llevados a las caballerizas. En el frío, bajo las incontables y penetrantes estrellas, Yrsa cogió las manos de su hijo una vez más y le dijo:

—Buenas noches, que descanses bien, querido mío. Pero ten cuidado. El mal nos acecha aquí por todas partes.

—¿No deberíamos daros una escolta, mi señora? —preguntó Svipdag.

—Gracias, viejo amigo, pero no es necesario. Es a vosotros a quienes buscará.

—Todos los dioses prohíben que os pongamos en peligro.

—Buenas noches. —Yrsa y sus damas los dejaron.

En el interior, el fuego del hogar y de las lámparas de las paredes daban luz y calor, aunque llenaban de humo la atmósfera. Vögg les enseñó cómo habían sido colocadas sus pertenencias y los bancos dispuestos para dormir. Bjarki advirtió:

—Aquí podemos ponernos cómodos, sí, y la reina nos quiere bien. Pero ella tiene razón: el rey Adhils urdirá todo el mal que pueda contra nosotros. Me extrañaría que dejase las cosas como están.

Vögg se estremeció e hizo una mueca.

—El r-r-rey Adhils… es un terrible hacedor de… de ofrendas de sangre —les dijo—. ¡Uf, cuán a menudo he oído crujir de noche las sogas bajo sus cargas en el bosque, o a los cuervos ensordecer el aire con sus gritos durante el día! Sin embargo, él no da más de lo necesario a los altos dioses. No, su adoración se dirige a un horrible y enorme v-v-verraco… —se encogió. Los dientes le castañeteaban—. No comprendo cómo puede estar todo tan tranquilo —dijo desconsolado—. ¡Tened cuidado, tened cuidado! Es taimado y maligno, y hará todo lo que pueda para a-a-acabar con… nosotros… de cualquier forma.

—Creo que no necesitamos estar de guardia esta noche —dijo Hjalti—, porque Vögg no piensa dormirse…

Los guerreros rieron soñolientos y se tendieron para descansar. Hacía tiempo que se habían quitado sus equipos de combate. Los fuegos ardían y solamente Vögg permanecía angustiadamente despierto, la felicidad de antes inmersa por entero en el horror.

A medianoche, la banda se despertó de nuevo, consciente del frío y de la oscuridad. Un estrépito en el exterior estaba repicando en las mismas paredes, horribles gruñidos y chillidos. Algo golpeaba la casa, haciéndola balancearse arriba y abajo como si estuviese en medio del mar.

Vögg gimió:

—¡Socorro! ¡El verraco está fuera, el dios verraco del rey Adhils! ¡Lo ha enviado para vengarse…, y nadie puede resistir a ese espanto!

La puerta crujió astillándose bajo los golpes. El arma de Bjarki relució fuera de la vaina.

—Empuñad de nuevo vuestros aceros, mi señor y compañeros —dijo—. Trataré de contener a lo que sea.

La puerta se vino abajo, hecha pedazos. Más allá estaban las losas del patio cubiertas de escarcha, los negros muros y los picos de los tejados, las lejanas estrellas. Pero, en su mayor parte, estaban borrados de la vista por la cosa cuya joroba obstruía la salida. Lo que había de luz mostraba su pelambre y los colmillos que salían del hocico como espadas torcidas. Un fétido olor a puerco saturaba el olfato. Los gruñidos parecían el estruendo de un terremoto.

—¡Hei… ha! —gritó Bjarki. La hoja de su espada osciló hacia abajo. Rebotó de tal modo que estuvo a punto de soltarla. Por primera vez, Lövi, que había matado al monstruo volador, no quería morder.

El sabueso Gram gruñó y arremetió.

Cuando sus fauces se cerraron, el verraco, de la misma esencia que los trolls, chilló, un ruido que hacía en la carne el efecto de una sierra. Los dos animales luchaban en el patio. Bjarki los siguió. Si su espada no quería morder, todavía podría usarla como si fuese una maza. El verraco se dio la vuelta para embestirlo. El peso de Gram lo sostenía por atrás, y Bjarki lo esquivó. El verraco sacudía la cabeza, debatiéndose contra Gram. El sabueso no lo soltaba.

Dura fue la lucha mientras los hombres del rey la contemplaban preparándose para intervenir. Pero de repente el chillido del verraco se convirtió en un quejido. Gram cayó a un lado. Entre sus sangrientas fauces sostenía una oreja y la piel de una quijada. Como si su única herida fuese suficiente, el jabalí se vino abajo, muerto. La tierra tembló. Gram levantó la cabeza y aulló hasta que suscitó ecos.

Bjarki no se unió a los gritos de júbilo de sus amigos.

—Mejor me pongo mi cota de malla —dijo—, y arrastramos lo que podamos para hacer una barricada en la puerta. La noche todavía no ha terminado.

—Tú… t-t-tú… te enfrentaste a la cosa que pudo con tantos hombres… —tartamudeó Vögg—. Oh, ¿cómo puedo llegar a ser tan valiente?

Los demás le prestaron poca atención. Oían un ruido procedente de más allá del patio: toques de cuerno, gritos de guerra, aceros que tintineaban y el rítmico sonido de pisadas.

En el patio entró en tropel la hueste entera de la Guardia de Adhils, acrecentada con muchos más hombres de la ciudad, atestándolo de parte a parte. Una corcovada luna, que acababa de salir por encima de una figura de dragón que remataba uno de los tejados, hacía brillar las cotas de malla y los afilados metales, convirtiendo la respiración de los hombres en una niebla desigual, pero dejando los rostros en la sombra. El rey sueco debía de hallarse informado por sus espías, porque su gente no perdió tiempo en cercar la casa de los huéspedes.

—¿Qué queréis? —gritó Bjarki a través de la puerta.

—Esto, tú que mataste a mi hermano —respondió alguien.

Y después de unos cuantos latidos de corazón, por encima de sus cabezas, oyeron crepitar el techo de paja. Las llamas brotaron. Habían incendiado la casa.

—No nos va a faltar calor —dijo Hjalti.

—Mala manera de morir, tener que quemarnos aquí —dijo Bjarki—. Un fin lamentable para el rey Hrolf y sus guerreros. Antes preferiría caer por las armas en campo abierto.

Svipdag contempló el seto de lanzas que los cercaba.

—La salida es demasiado estrecha —dijo—. Nos atravesarían como a cerdos conforme fuésemos saliendo de uno en uno o de dos en dos como mucho.

—Sí —respondió el noruego—. No veo otro camino mejor que tirar una pared, y luego cargar todos juntos, si es que se puede. Entonces, cuando nos acerquemos, que cada uno se enfrente con un enemigo, y pronto perderán los ánimos —ladeó la cabeza como para escuchar—. Oíd con qué estridencia gritan, ¿o es que se están burlando de nosotros? Conozco esa nota. Los sucesos del día, y luego la muerte del dios de Adhils… Tienen que estar desconcertados.

—Me parece un buen consejo —dijo el rey Hrolf—. Será lo mejor.

Usaron los bancos como arietes. No era un juego de niños tirar la tablazón. Una y otra vez golpearon, mientras el tejado ardía y las ascuas llovían sobre ellos, escupían las llamas y el humo picaba. Entonces, estrepitosamente, la pared se vino abajo. Agarraron los escudos que habían cogido de la armería de Adhils, saltaron fuera y cayeron sobre los suecos.

Las espadas silbaban, las hachas volaban, los hombres maldecían y vociferaban bajo la luna. Al principio, los daneses formaron una especie de línea de puerco, que rasgó las filas de los sorprendidos enemigos como una punta de flecha. Cuando estuvieron en medio de ellos, formaron un círculo. No, más bien era una rueda, bordeada de hojas, que rodaba imparable hendiendo y quebrantando cualquier línea que los contrarios intentasen mantener.

Más alto ascendieron la luna, el incendio y el estrépito. Furiosamente se luchaba. En todo momento, el rey Hrolf y sus camaradas siguieron adelante. Detrás de ellos iban dejando un camino de muertos y heridos, hombres que miraban incrédulamente la sangre vital que se escapaba de sus cuerpos, manchando la escarcha. Pronto estuvieron fuera del patio y se adentraron en la ciudad. Las filas que todavía se les oponían iban menguando cada vez más; porque, aunque también ellos recibían magulladuras y heridas, bien sabían cómo defenderse unos a otros, y nadie era tan fuerte que no necesitase virar ante sus golpes.

Unas alas aletearon en el cielo. El halcón Calzaslargas del rey Hrolf, que venía de la fortaleza, descendió y se posó en el hombro de su amo. Sumamente orgulloso parecía.

—Se comporta como alguien que ha ganado un gran honor —resolló Bjarki. No se arredraba ante las armas que buscaban a su señor.

Finalmente el combate terminó. Por muchos que fuesen contra trece, los suecos no podían reagrupar sus fuerzas en los estrechos callejones que había entre las casas. Más aún, como Bjarki había observado, estaban sumamente desconcertados. Cualquier orden que hubiesen mantenido había quedado roto. Pocos se cuidaban, además, de arriesgar su vida por un rey que ni siquiera estaba a la vista. Y sus más sagaces jefes empezaron a temer que los daneses irrumpiesen en una casa, cogiesen un tizón del hogar, y diesen comienzo a un fuego que podría devorar a toda Uppsala.

Uno tras otro, pidieron paz a gritos. La súplica se extendió tan rápidamente como una bola de nieve. Hrolf dio cuartel y preguntó dónde estaba el rey Adhils. Nadie lo sabía.

Las armas desenvainadas, la sangre limpiada con trapos para que los aceros destellasen en la noche, Hrolf y sus hombres marcharon, cansinos, de vuelta a la mansión. Encontraron a sus gentes afanándose por contener el incendio.

—Parece que está controlado —hizo notar Hrolf—. Pero veo que tendremos que utilizar la casa del rey, después de todo.

A la cabeza de sus hombres entró en ella, pidiendo que trajesen luces y cerveza y que preparasen las camas en los bancos.

—¿Dónde nos sentaremos mientras tanto? —preguntó Bjarki.

—En el estrado real —respondió el rey Hrolf—, y yo mismo ocuparé el trono.

Luego de que hubiesen estado un rato bebiendo, Hjalti el Noble dijo:

—¿No sería mejor que alguien fuese a ver cómo están nuestros caballos y nuestros halcones, después de todo este tumulto?

—En seguida, en seguida —chilló Vögg, y salió.

Volvió llorando, diciendo lo vergonzosamente que habían sido tratados los pobres corceles. Los daneses rugieron de cólera y desearon todo tipo de calamidades a Adhils.

—Ve a ver nuestras aves ahora —ordenó Hrolf, mientras su propio Calzaslargas extendía las alas sobre su cabeza.

Aquella vez, Vögg tenía algo prodigioso que contar.

—En las caballerizas… todos los halcones del rey Adhils… ¡están muertos… desgarrados por picos y garras!

Calzaslargas se limpiaba las plumas con el pico. Los hombres gritaron. De nuevo recobraron la alegría de la victoria.

V

Por la mañana, la reina Yrsa fue a ver al rey Hrolf y lo saludó de manera solemne.

—No fuiste recibido aquí, pariente —dijo ella—, como yo hubiese deseado y como era tu derecho… —su voz se quebró un poco—. Pero no debes permanecer por más tiempo, hijo mío, en un lugar tan maligno. Seguramente Adhils está ahora reuniendo un ejército para matarte.

—Eso lleva tiempo, madre —respondió él—. No huiremos como bandidos. No, reuniremos lo que es nuestro, con tu ayuda; y mientras tanto, descansaremos y lo celebraremos.

La sonrisa de ella tembló.

—No debería contradecirte, pero me es imposible. No cuando ésta es probablemente la última vez que estaremos juntos —y, dándose la vuelta, salió rápidamente de la sala.

—Señor —dijo Svipdag con un tono áspero—, lo menos que podemos hacer es protegerla.

—Ella tiene sus propios guerreros —dijo Hrolf.

—A pesar de todo podemos rendirle honores por lo que ha hecho.

El rey miró gravemente a Svipdag a los ojos antes de asentir.

—Haz lo que creas conveniente.

El sueco se echó al hombro su hacha y siguió a la reina. Se había detenido en el patio, cerca de las cenizas y carbones de los aposentos de los huéspedes, dándole la espalda al mundo. Los trabajadores se movían a su alrededor. Una docena de guerreros esperaba unos pasos más allá. Saludaron a Svipdag. Observó que no se habían contado entre sus enemigos de antaño. La mañana era al mismo tiempo luminosa y desapacible. Sonidos de pasos, de voces, de bufidos y pisadas de animales, el graznido de una urraca, llegaban cortantes como la luz del sol.

Svipdag se detuvo detrás de Yrsa y se aclaró la garganta. Ella se volvió para mirarlo, ahora que ya estaba más calmada.

—Salud —le dijo ella.

—Pensé que podríamos hablar un poco, mi señora —declaró él.

—¿Cómo en los viejos tiempos? No, los años pasados no pueden volver, lo mismo que los muertos. Pero, por supuesto, me alegra tu compañía. Demos un paseo junto al río.

Los soldados iban muy detrás de ellos. Nadie habló mientras marchaban por el bullicio, el parloteo y las múltiples miradas de la ciudad de Uppsala. Al salir de las puertas, Yrsa se encaminó hacia el Sur, a lo largo de la orilla. Aunque el sendero estaba helado, el hielo se estaba deshaciendo en el río, y la oscura y murmurante corriente arrastraba sus láminas grises. Hasta más allá se extendían los Campos del Fyris, allí casi desiertos excepto por un par de granjas cuyo humo ascendía a la atmósfera fría pero sin viento. A la derecha, los riscos estaban recubiertos de maleza y, en las cumbres, de bosques sin hojas.

—Mi señora… —dijo Svipdag al fin. Tragó saliva—. Mi señora, os volvéis a casa con nosotros… ¿no?

Ella miró a otra parte. Él apenas si podía oírla.

—No.

—¡Pero es una locura! Adhils…

—No me asusta lo que pueda hacerme —ella buscó su mirada y le cogió del brazo—. Hrolf… Svipdag, ¿no puedes hacerle comprender que debéis partir? Adhils, si es preciso, levantará todos los condados de Svithjodh y suscitará las magias más temibles para vuestra perdición. ¡No puedes imaginarte cómo sabe odiar!

Los nudillos de Svipdag estaban blancos de apretar el mango del hacha.

—¿Debo yo… debe vuestro hijo dejaros sola para que ese odio caiga sobre vos?

—Ya tengo a mis hombres —y señaló a su espalda—. No sólo ésos. Bastantes más. Puede que no me hayan jurado abiertamente lealtad, pero son mis deudos y lo reconocen. En cierto lugar ayude a una familia cuando pasaba hambre, en otro hice que se suavizase un veredicto, o liberté a un esclavo al ver cómo seguía un águila con los ojos… Bueno, ya sabes lo que pueden hacer los de alta cuna —en el tono de su voz había una prudencia que él había percibido a menudo en las palabras de su hijo y hermano—. Me ayudarán por su propio interés, y también lo harán cierto número de jefes y terratenientes. Saben lo despiadado y codicioso que es el rey. Yo soy un contrapeso para él. Y él sabe que ellos lo saben. No se atreve a tocarme. Al contrario, teme que yo sufra una enfermedad mortal que pudiera parecer efecto de su brujería. ¡En ese caso sus días estarían contados! —su risa era quebradiza—. ¿No crees, Svipdag, que la hija y esposa del rey Helgi el Skioldungo bien sabrá cuidar de sí misma?

Anduvieron un rato en silencio, hasta que él dijo:

—Incluso así, no hay nada aquí que pueda reteneros. Tendríais honor en Dinamarca, y… y amor en todas partes a vuestro alrededor.

Sus dedos acariciaron los de él.

—Lo sé, mi querido y viejo vengador. Demasiado bien lo sé. Pero tengo mis obligaciones. ¿Qué pasaría con aquellos que me dieron su fe durante años, si yo los abandonase? ¿Qué sería de la guerra contra vosotros que seguramente comenzaría, en cuanto no pudiese dar más consejos y desenredar la madeja? —señaló hacia adelante—. ¿Qué pasaría con mi Helgi? Allí yacen en sus sepulturas él y sus hombres, unas millas más lejos, donde cayeron. Sin mí, ¿quién llevaría ofrendas a la tumba, quién la cuidaría —no pudo reprimir un estremecimiento—, quién impediría que Adhils la deshonrase, sí, ahuecando su cráneo para hacerse una copa que le sirviese para beber y sus omóplatos para marcarlos con runas hechiceras?

Svipdag la tomó del codo.

—Dicen —prosiguió ella, luego de un instante— que en otro tiempo, en esta tierra, cuando el rey Domald Visbursson, las cosechas se perdieron. Para ganarse de nuevo el favor de los dioses, los suecos les ofrecieron muchos bueyes; pero al siguiente año aún fue peor. Entonces, les ofrecieron hombres; pero todavía hubo más hambre. Al tercer año, mataron al rey Domald y esparcieron su sangre sobre el altar de sus ídolos. Entonces tuvieron paz y buenas cosechas.

—Ya veo. Sois una reina, Yrsa.

—Y tú eres uno de los leales de mi hermano, Svipdag.

Prosiguieron hasta llegar al túmulo de Helgi, y estuvieron un rato antes de regresar.

Aquella noche, y en las dos que siguieron, Yrsa compartió el trono con Hrolf. Aunque rara vez sonreía, nadie la vio apenada. Los guerreros eran felices. Cada vez más usaban el sobrenombre de Kraki para su rey. Vögg se ruborizaba por ello, y se apresuraba a atender sus necesidades. Como su vida estaría allí en peligro, y como además él lo anhelaba, Yrsa obtuvo de su hijo que accediese a llevárselo consigo.

Durante el día, ella se ocupaba de preparar el viaje de regreso de Hrolf. Por lo demás, pasaba la mayor parte del tiempo a su lado, escuchando sus relatos de lo que había sucedido en todos aquellos años desde que él era un muchacho con el cabello despeinado al que ella podía dar un beso de buenas noches.

La mañana de su partida, el pueblo se había reunido procedente de muchas millas a la redonda. Atestaban la ciudad de Uppsala, y sus cuchicheos formaban un zumbido como de abejas, mientras aguardaban fuera de la mansión para ver partir a los daneses. Dentro de la empalizada, los soldados de la Guardia y los trabajadores de la casa formaban una muralla alrededor del patio. El tiempo era claro y frío, aunque el viento llevaba ya el primer soplo húmedo de la primavera.

El rey Hrolf y sus hombres estaban en mitad del patio, vestidos con las más finas ropas y cotas, un grito brillante de color, las puntas de las lanzas oscilando en lo alto, regalos de Yrsa para reemplazar lo que el fuego había consumido. Para el acrecentamiento de la fama de Hrolf, ella quería que todo el mundo viese lo que se llevaba. Primero rodó un carro tirado por ocho caballos, conducido por Vögg, cargado de tesoros de oro, plata, piedras preciosas, ámbar, marfil, pieles, paños, copas, armas, monedas y objetos del extranjero. Un murmullo se levantó entre la multitud.

Luego los mozos de cuadra sacaron doce grandes caballos rojizos de las tierras del Sur, con bridas, sillas, cotas, y uno para el rey, blanco como la nieve.

Entonces la reina avanzó entre sus guerreros, ricamente vestidos. Con ambas manos llevaba un cuerno de plata tan largo como un brazo, en el que estaban grabadas figuras de dioses, animales y héroes. Llegó ante su hijo y habló mientras el viento aullaba:

—Mira lo que es tuyo.

En presencia de los espectadores, de tal modo que nadie pudiese después ponerlo en duda, él preguntó:

—¿Me has dado ya todo lo que legítimamente me pertenece y que fue de mi padre?

—Esto es mucho más de lo que tendrías derecho a reclamar —respondió ella con orgullo—. Más aún, tú y tus hombres habéis ganado gran honor.

Y alzó el cuerno.

—Además te doy esto. Aquí están los mejores aderezos del rey Adhils, entre ellos el que llaman el Cerdo de los Suecos, del que se dice ser el mejor del mundo —lo sacó. Su brillo levantó murmullos y gritos. No era una joya corriente, sino un ancho y espeso brazalete, tachonado de gemas, con la figura grabada de un verraco, la montura de Frey.

—Mucho os lo agradezco, mi señora madre —dijo Hrolf. Dio el cuerno a Beigadh para que lo llevase. Bjarki asintió. Le pareció una pieza tan excelente que solo era digno de llevarla quien hubiese quedado cojo al servicio del rey.

—Ahora preparaos lo mejor que podáis, para que nadie pueda sorprenderos —instó Yrsa—, porque pasaréis muchas adversidades.

No pudo evitar proferir aquella última e inútil advertencia. Ya antes había suplicado a Hrolf que se llevase algunos de sus hombres. Pero él pensaba que ella los necesitaba más. Además, los que dejasen detrás familia, probablemente no lucharían bien.

—Oh, que la suerte te acompañe —le susurró ella—. Haré ofrendas en el templo y en la tumba de tu padre…

Él contempló el rostro que era a medias el suyo, puso las manos sobre los frágiles hombros, y dijo:

—Mejor que ninguna otra cosa es tu buen deseo, hermana mía. Mejor que el tesoro que hemos ganado ha sido encontrar tu amor de nuevo, madre mía —su halcón extendió las alas sobre ella, su sabueso le lamió los dedos.

—Que hayas venido a verme excede cualquier regalo que yo pudiera hacerte.

—Los hombres buscan ganar fama para que su memoria no muera con ellos. Siempre te recordarán en Dinamarca, Yrsa.

—Por ti y por Helgi.

—No, por ti misma.

Los dos se callaron, pues sus voces se estaban quebrando ante la multitud. Luego de un instante, Yrsa fue entre los hombres del rey, y uno a uno les estrechó la mano y los despidió, como si hubiesen sido sus camaradas. Brevemente abrazó a Hrolf. Después se quedó a su lado mientras él montaba en su caballo. Éste sacó la espada y la besó, mirándola a ella. Cuando él y sus hombres salían por la puerta los despidió con la mano.

Después, dijo al jefe de la Guardia:

—Tendríamos que hablar respecto a la forma de mantener la paz en el Reino. Pero primero tengo que ver al primer mayordomo para unos asuntos de la casa.

Los daneses cabalgaron para salir de Uppsala más lentamente de como habían llegado, porque el carro del tesoro no podía marchar deprisa. La mayoría de ellos hacían cabriolas con sus briosos nuevos corceles y los hacían encabritarse. Hjalti no dejó de saludar a las muchachas que había conocido. Por lo demás, los moradores estaban sin duda contentos de verse libres de unos huéspedes tan peligrosos. Sin embargo, no hicieron comentarios desagradables, mientras se apiñaban en los caminos, ventanas y muros de la ciudad. Los abuelos contarían a sus nietos lo que habían visto cuando eran pequeños.

El puente retumbó bajo los cascos y crujió bajo las ruedas. Cruzando el río, el rey Hrolf condujo la marcha directamente hacia el Sur por los Campos del Fyris. No sería fácil llevar a casa el enorme y pesado tesoro que habían ganado. Tenía la intención de pasar por aquellos campos abiertos, donde el camino era todavía firme y la nieve solamente persistía en las manchas de los charcos, en toda la extensión que alcanzaban.

Uppsala desapareció de la vista; lo último que vislumbraron fueron los cuervos sobre el bosque del templo. Era después de mediodía. La tierra comenzaba a ondularse, los grupos de árboles a mostrarse más frecuentes y densos. No había granjas por allí, sino pastos de verano para el ganado y bellotas para los cerdos. El viento se hizo más fuerte, agitando la capa de Hrolf como si flamease, obligándolo casi a cerrar los ojos, y a que su halcón se inclinase hacia adelante con las garras bien agarradas a las mallas de su cota. El viento olía bien, y no era del todo el viento frío del invierno. Impulsaba a las grandes nubes blancas por el cielo, cuyas sombras se movían veloces por la tierra.

El rey cabalgaba melancólico, la mirada baja. De repente, una nube tapó el sol y apareció un destello en el camino ante él. Los hombres también lo vieron y lo señalaron a voces. Era el de un pesado brazalete de oro. Cuando el caballo del rey pasó por encima, tintineó.

Se detuvo.

—Hace tanto ruido —dijo— porque cree que no está bien sin compañía —se quitó uno del brazo, lo arrojó al lado del otro, y dijo a sus guerreros—: A esto yo renunciaré, a recoger el oro aunque esté tirado en el camino. Y que ninguno de vosotros intente recogerlo; porque lo echaron allí para estorbar nuestro viaje.

—Gustosamente lo prometeremos, señor —dijo Svipdag—. Se ve que la mano de Adhils llega bien lejos.

El grupo se había detenido. Vögg, en el carro, apenas pudo reprimir un estremecimiento. Los hombres miraban severos. En la quietud, escucharon como un mugido traído por el viento. Bjarki alzó la palma de la mano.

—¡Silencio! —dijo, y después—: Sí, trompetas. La mano de Adhils no estaba tan lejos después de todo.

—Prosigamos —ordenó Hrolf—. Fustiga los caballos, Vögg.

El carro se movía pesadamente, balanceándose y chirriando. No había transcurrido mucho tiempo cuando los daneses vieron un ejército tras ellos. Al principio no era más que una mancha en el horizonte; pero pronto fueron estandartes y armas destellantes, toques de cuerno, pisadas de cascos y gritos de cólera.

—Caballería —dijo Svipdag—. Así es como Adhils los reunió tan pronto.

—Dos o tres cientos, me parece —añadió Hjalti—. Creo que tenemos una atareada tarde por delante.

Bjarki se acarició la roja barba.

—Verdaderamente vienen a toda velocidad —dijo con voz sorda—. Ojalá encuentren algún obstáculo.

—No nos inquietemos por ellos —dijo el rey Hrolf—. Probablemente se estorbarán unos a otros.

Cogió a Beigadh el cuerno que le había dado Yrsa.

—¡Arre! —gritó a su caballo blanco. Partió al galope, una milla a la derecha y una milla a la izquierda. Conforme cabalgaba, metía la mano en el cuerno y arrojaba su contenido a puñados. Por todas partes sembró anillos de oro en los Campos del Fyris.

—¿Seremos menos espléndidos que nuestro señor? —preguntó Bjarki—. Una parte del tesoro es nuestra —fue al carro, cogió dos puñados de joyas, e imitó al rey. Y lo mismo hicieron sus compañeros. El oro y la plata destellaban por los aires como estrellas fugaces hasta que todos los caminos relucieron.

Una vez hecho aquello, la pequeña tropa siguió adelante a toda prisa. Cuando las huestes suecas vieron las riquezas brillando esparcidas ante ellos, la mayoría de los jinetes saltaron de los caballos y se apresuraron a ver quién era el que las cogía primero. Mirando atrás, Hrolf y sus hombres vieron que se estaban peleando entre ellos; y los daneses se rieron a carcajadas.

El rey Adhils alcanzó a sus tropas. Por obeso que estuviera, era un gran amante de los caballos y un buen jinete; sólo que su peso retrasaba la marcha de cualquier montura. Su rostro se puso rojo como la cresta de un gallo, la barba le caía como los cabellos de un elfo sobre la barriga cubierta con la loriga.

—¿Qué es esto? —rugió cuando vio el desorden a su alrededor—. ¿Vosotros os llamáis hombres? ¡Vosotros, que recogéis lo menos y dejáis que se os escape lo más! —golpeó a diestra y siniestra con el extremo de su lanza—. ¡Escuchad, imbéciles! ¡Deteneos y oíd a vuestro rey! ¡Esta vergüenza se conocerá en todos los rincones de la tierra… que vosotros, que sois tantos, dejasteis escapar a una docena! ¡Una docena que mató a vuestros propios parientes!

Poco a poco, él y unas cuantas mentes frías volvieron a los demás a la sensatez, quienes a su vez, golpearon y reprendieron a otros más. Al final, cerca de la mitad de la hueste se puso en marcha de nuevo. Los demás se quedaron disputándose el botín. Algunos estaban ya muertos. Las disputas familiares que se crearon ese día se arrastrarían durante años.

El sol ya estaba bajo en el horizonte, las sombras se alargaban, las grajas buscaban sus nidos con gritos agudos en los verdosos cielos, el viento era frío y estridente. Unas cuantas millas más allá se extendía la barrera de un pinar, y luego se alzaban tierras escarpadas, donde los hombres superados en número tendrían esperanzas de perder a sus perseguidores.

—¡Cabalgad, destripaterrones! —chillaba Adhils. Iba inclinado sobre la silla como si quisiera coger algo que se hallase en la cabeza del animal al que espoleaba y fustigaba. Los cascos golpeaban sordamente, el metal tintineaba, los yelmos y las lanzas brillaban en la oscuridad—. ¡Cabalgad, cabalgad! ¡Oh, si tuviera aquí mis bastones! ¡Si tuviera tiempo de llamar a mis trolls…!

Hrolf miraba delante y detrás.

—No nos pondremos a salvo tal y como vamos —dijo—. Qué importa el tesoro. No lo necesitamos. Ganarlo ha sido suficiente. ¡Vaciad el carro!

Una vez más, los Campos del Fyris resplandecieron de oro. Bjarki cortó los arreos de uno de los caballos para que Vögg pudiese montarlo a pelo.

Cuando los suecos vieron todas aquellas riquezas esparcidas por el suelo, la codicia se apoderó de casi todos ellos. Se lanzaron hacia los anillos, joyas y monedas como si lo hiciesen sobre mujeres. Sólo Adhils y un puñado de leales no se detuvieron siquiera para reprenderlos. En su lugar, siguieron adelante a toda velocidad; y estos pocos todavía sobrepasaban a los daneses tres o cuatro veces.

El rey Hrolf metió la mano en él ya vacío cuerno de plata. Unas cien yardas por delante de su padrastro, sacó el brazalete llamado el Cerdo de los Suecos y lo arrojó al camino. Despedía luz como si fuese otro sol.

Adhils paró tan en seco el caballo que el animal chilló de dolor sangrando por la boca. Bien podía Hrolf tener más derecho a ese anillo que él; pero era la joya más sagrada del tesoro de Svithjodh.

Sus secuaces siguieron a pleno galope. La espada de Hrolf osciló en lo alto.

—¡A por ellos! —gritó. Con sus doce campeones se lanzó al encuentro de sus perseguidores.

Los hombres del Norte no están acostumbrados a embestir desde la silla de montar. Ni dominan la técnica ni tienen adiestradas las monturas para ello. Pero a Leidhra habían ido los mejores guerreros. No solamente se esforzaban por ser sin par en las viriles artes conocidas en todas partes, sino que siempre estaban pensando en otras nuevas y practicándolas. Así pues, sabían lanzarse con su montura contra la del enemigo, y manejar las armas sin por ello perder riendas ni estribos.

Las espadas cantaban. Las hachas golpeaban. Volaban las lanzas. Los halcones se lanzaban a arrancar los ojos de los suecos; el gran sabueso Gram acosaba los corceles contrarios. Ni uno solo de los que se mantuvieron fieles al rey Adhils volvió a casa con vida.

Él no se había atrevido a desmontar. Mientras su caballo se movía nerviosamente, asustado del tumulto que lo rodeaba, trataba de ensartar el brazalete con la lanza. Una y otra vez lo intentó; pero siempre erraba el golpe. Golpeó al animal para que se parase, se inclinó hacia abajo, y con ambas manos tanteó el suelo buscando el objeto de oro.

Hrolf acababa de matar a un hombre que había amenazado al desarmado Vögg. Mirando a su alrededor, vio lo que pasaba. Sus guerreros oyeron que reía.

—¡Ahora, inclinado como un puerco está el señor de los suecos! —se lanzó como un rayo en el garañón que le había regalado Yrsa.

Adhils casi había ensartado al Cerdo en su lanza. Hrolf, a toda velocidad, se le vino encima. Arriba y abajo iba la espada Skofnung, un silbido como el del viento, un golpe sordo como el de la cuchilla del carnicero. La sangre se agolpaba. Adhils dio un quejido. Hrolf le había partido las nalgas hasta el hueso.

—¡Luce esa vergüenza por un tiempo —gritó el rey danés—, para que sepas quién es el que estabas persiguiendo!

Adhils se cayó de la silla. Hrolf espoleó el caballo. Inclinándose, sin haber llegado al galope, con un único pie en el estribo, atrapó el brazalete. Eso le permitiría decir que había regresado con su herencia. Y había vengado al rey Helgi, mejor que si hubiese matado a su asesino.

Los que se disputaban el esparcido botín vieron lo que había sucedido. Horrorizados, algunos de ellos volvieron a montar y fueron a ayudar a Adhils. Para entonces se había desvanecido por pérdida de sangre. No pudieron hacer más que restañarle la herida y llevárselo. Sin que nadie volviese a perseguirlos, Hrolf y sus hombres prosiguieron su camino.

Desde esa ocasión, los escaldos suelen llamar al oro «la simiente de Kraki» o «la siembra de los Campos del Fyris». Si las riquezas se quedaron atrás, se llevaron a casa el honor, que nunca sería olvidado.

VI

El rey Hrolf y sus hombres llegaron a los bosques. Los pinos eran altos y espesos; los rayos del sol que se filtraban entre ellos sólo contribuían a hacer más densa la oscuridad. El camino estaba libre de nieve y despejado, pero cubierto de una especie de musgo, de tal modo que los caballos marchaban en un extraño silencio. Estaban cansados y, a menudo, tropezaban. Los jinetes sentían el mismo tipo de cansancio.

Entonces llegaron a un claro. Apenas podían ver una casa bajo los árboles, aunque no podían distinguir su forma ni su tamaño. Un hombre alto estaba afuera, apoyado en una lanza, cubierto con un manto azul y un sombrero de ala ancha.

El rey se detuvo.

—Buenas tardes, Hrani —dijo.

—Buenas tardes, Hrolf Kraki —respondió el granjero.

—¿Cómo sabe el sobrenombre? —susurró Vögg—. Y yo… yo he estado aquí antes… No había ninguna casa.

—Sed bienvenidos a mi techo —dijo Hrani.

—Eres muy amable —dijo el rey.

—Me parece que vuestro viaje no ha sido distinto de lo que yo había previsto.

—Es cierto. No te cegó el humo.

El granjero llevó sus caballos al establo y luego los condujo dentro, a la gran habitación donde estaba el fuego, llena de sombras, que tanto recordaban. Otra vez tomaron las cosas como iban sucediendo, como si estuviesen soñando; pero por hospitalario que pareciese el anciano, sentían que se movían como en una pesadilla.

Hjalti, en un murmullo, comunicó sus impresiones a Bjarki. El noruego asintió.

—Sí, yo pienso lo mismo —dijo al oído de su compañero—. Bueno, después de lo que vimos en la mansión de Adhils, debemos tener cuidado de lo que pueda venir de fuera de nuestro mundo.

El mismo Hrolf tenía que esforzarse por parecer cortés. La huesuda mano de Hrani le sujetaba un codo, conduciéndolo a una mesa. Allí había una espada, un escudo y una loriga. Los tres eran negros y extrañamente fabricados.

—Quiero daros estas armas, señor —dijo Hrani.

Hrolf frunció el ceño.

—Son feas armas —replicó.

Hrani lo soltó. Bajo el sombrero, un ojo reflejó la parpadeante luz de color sangre del fuego como si fuese el brinco de un relámpago. En medio de la larga barba grisácea, la boca se contrajo hasta formar una línea.

—¿Qué queréis decir? —espetó.

—No querría ser descortés con mi anfitrión… —comenzó a decir el rey.

—¿Pero pensáis que mi regalo es indigno de vos?

Hrolf miró arriba a la semioculta faz, y mostrando fortaleza de ánimo dijo:

—Acabamos de llegar de un cubil de trolls y de brujería. Todavía puede haber hechizos actuando contra nosotros, o trampas puestas para atraparnos en un final fatal. La espada Tyrfing[46] va por el mundo, y todo el que la posee obtiene la victoria, pero se convierte en un proscrito y a la larga la espada es su perdición.

—¿Pensáis que también éstas son cosas malditas que yo he forjado?

—No lo sé. Por eso no quiero cogerlas.

Frías como el viento que sale del Hielo Oscuro brotaron las palabras de Hrani.

—Poco me apreciáis, cuando despreciáis mis regalos. Creo que sufriréis una aflicción tan grande como el desprecio que me hacéis.

—No quise decir tal cosa, amigo —trató de sonreír Hrolf.

El granjero lo atajó.

—No me llaméis más amigo. Esta vez no habéis sido tan prudente como creéis, rey Hrolf —atravesó con la mirada a cada hombre hasta la médula—, y ninguno de vosotros sois tan afortunados como pensáis.

—Lo mejor será que nos vayamos —dijo Hrolf lentamente.

—No os lo impediré —replicó Hrani.

No volvió a hablar una sola palabra. Sacó los caballos del establo, los ensilló y les puso el freno para que estuvieran listos para partir, apoyándose en su lanza en la oscuridad. Aparecía ceñudo e inflexible. Los hombres pensaron que nada se ganaría diciéndole adiós. Montaron y salieron apresuradamente, para avanzar lo más posible antes de que fuera noche cerrada.

Pero cuando habían andado apenas una milla, suficiente, sin embargo, para que se les despejasen las cabezas, Bjarki se detuvo. Lo mismo hicieron los demás. Sombríamente en el ocaso, les dijo:

—Demasiado tarde llega a comprender el insensato. Acabo de darme cuenta de ello. Tengo la sensación de que no nos hemos comportado muy sabiamente diciendo no cuando tendríamos que haber dicho que sí. Puede que hayamos espantado de nuestro lado a la victoria.

—Empiezo a creer lo mismo —comentó el rey Hrolf—. Puede haberse tratado del viejo Odín. Ciertamente, sólo ahora comprendo lo que vi, era un hombre con un solo ojo.

El único ojo de Svipdag brilló con luz trémula.

—Volvamos de prisa —dijo— y averiguémoslo.

Trotaron bajo las agujas de los pinos y las primeras pálidas estrellas. Salvo por los apagados golpes de los cascos, el débil crujido del cuero y el tintineo del metal, y el gemido que Vögg no podía reprimir del todo, iban en silencio. Por oscuro que estuviera el camino, reconocieron perfectamente el lugar cuando llegaron a él. La casa y el granjero habían desaparecido. El rey Hrolf suspiró.

—De nada sirve buscarlo —dijo—, porque es una aparición muy colérica.

Se volvieron de nuevo, y al final encontraron un prado donde acampar. Ninguno quiso comer ni beber nada, y para entonces estaba demasiado oscuro para ponerse a buscar ramas y leña para hacer fuego. Durmieron mal o nada en absoluto.

Por la mañana prosiguieron el viaje. Nada hay que decir de ellos hasta que llegaron a Dinamarca.

Seguramente, los ánimos no tardaron en volver de nuevo. Eran hombres valientes que se dirigían a casa luego de realizar poderosas hazañas. Y respecto a su destino, ni por un instante hubieran supuesto que pudiesen escapar de él, fuera el que fuese y cuando fuese que tuviera que alcanzarlos. Mientras tanto, en los brotes de las hojas y de las flores, en los cantos de los pájaros y en las luminosas miradas de las doncellas cuando pasaban cabalgando a su lado, la primavera volvía a nacer.

Pero en Leidhra, Hrolf, el rey, y Bjarki, el mariscal, hablaron mucho a solas. Fue Bodhvar-Bjarki quien dio el consejo de que, en adelante, los daneses deberían procurar mantenerse alejados de las batallas. Los dos pensaban que no serían atacados mientras ellos mismos estuvieran en paz. Sin embargo, el noruego dijo que temía que el rey no siguiese siendo el vencedor, si la guerra le llamase; porque Odín es el padre de la victoria.

—El propio destino establece la vida de cada hombre, y no esa aparición —replicó Hrolf.

—Parece que no te importa perderla, cuando podríamos seguir adelante —dijo Bjarki—. Sin embargo, tengo la tremenda corazonada de que los acontecimientos se precipitarán sobre nosotros.

Con todo, alto creció el nombre de ambos. Habían humillado al asesino del rey Helgi. La criatura infernal a la que servía y los mejores de sus hombres habían caído. El tesoro que había incautado lo había perdido, llevado desde los Campos del Fyris en un centenar de alforjas distintas. Avergonzado y lisiado, más solo que un náufrago en un arrecife, de noche en su lóbrega mansión, el rey Adhils lloraba.