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LA HISTORIA DE FRODHI
I
En aquellos días, Dinamarca era menos extensa que ahora. Abarcaba la gran isla de Selandia y las otras pequeñas a su alrededor. Excepto por los cretosos acantilados de Mön, al Sur, es un país llano, en el que las colinas se ondulan tan suavemente como fluyen los ríos. Luego, hacia el Este, al otro lado del Sund, se encuentra Escania. La parte más angosta del estrecho, que puede recorrer a nado cualquier muchacho, se parece mucho a su hermana; y dicen que antaño la diosa Gefion arrancó Selandia de la península para poder tenerla para sí y para su amante, Skiold, el hijo de Odín. Pero hacia el Norte, donde se proyecta hacia el Kattegat, Escania se alza en cumbres rojizas, el término sur del Keel.
Es una tierra de suelo fértil, en cuyas aguas pululan los peces, las focas y las ballenas, cuyos pantanos oscurecen y atruenan las alas de los ánades, cuyos árboles viajan lejos convertidos en el maderamen de excelentes barcos. Pero esos mismos árboles crecen en bosques poco menos que intransitables, guarida del ciervo y del alce, del uro y del bisonte, del lobo y del oso. En tiempos antiguos, las soledades abarcaban más y eran más espesas de lo que son ahora, aislando entre sí los asentamientos de los hombres, cobijando no sólo a los forajidos, sino también a elfos, trolls y otros seres maravillosos.
Al norte de Escania está la tierra de los Gótar, a quienes los ingleses llaman geatas. Entonces era un reino con su propia ley. Más al Norte se encuentra Svithjodh, donde moran los suecos; el suyo era el mayor y el más poderoso de los países nórdicos. Al Oeste, a través de las montañas, estaba Noruega, entonces dividida en muchos pequeños reinos y tribus sumidos en constantes altercados. Más allá de Noruega y de Svithjodh viven los finlandeses. Son, en su mayoría, cazadores errabundos y pastores de renos, y hablan una lengua que no se parece a ninguna de las nuestras. Pero son tan ricos en pieles que, a pesar de definirse muchos de ellos como expertos en brujería, son atacados de continuo o sometidos a tributo por daneses, suecos y noruegos.
Volviendo de nuevo al Sur, al Oeste de Selandia encontramos el Gran Belt, y más allá de estas aguas la isla de Fyn. Luego viene el Pequeño Belt y después la península de Jutlandia. Jutlandia es una tierra más escarpada y dura que el resto de lo que hoy es el reino danés. Desde las playas del Skagen, ampliamente surcadas por los silbidos del viento, hasta los pantanos del Sur, donde los hombres andan sobre zancos como si fuesen cigüeñas, cerca ya de la desembocadura del poderoso Elba, se encuentra la madre de todas esas gentes que han vagado extensamente a través del mundo: cimbros, teutones, vándalos, hérulos, anglos que dieron su nombre a Inglaterra, jutos, sajones, y tantos otros.
No solamente para ganar fuerza, riqueza y fama, sino para detener las interminables guerras e invasiones, los reyes daneses de Selandia y Escania intentaron someter a los otros a su poder. Y a veces vencieron en la batalla y fueron reconocidos como señores supremos en diversas partes. Pero no pasaba mucho tiempo sin que se desenvainasen de nuevo las espadas, y en los tejados de los condes que habían establecido para que dirigiesen aquellas tierras no tardaba en cacarear el gallo rojo. La mitad de las veces esto sucedía porque reyes que eran hermanos luchaban entre sí.
Decían descender de Skiold y Gefion. Se dice en Inglaterra —donde a Skiold le llaman Seyld— que fue conducido a la orilla en un barco sin remos. Estaba lleno de armas pero llevaba también una gavilla de grano donde descansaba la cabeza del niño. Los daneses lo tomaron por rey, y gran rey llegó a ser, que dio leyes y paz y estableció los cimientos del reino. Cuando al final murió, su apenado pueblo lo dejó a la deriva en un barco ricamente cargado, para que pudiese volver a ese hogar desconocido del que había venido. Creían que su padre había sido Odín. Y, a decir verdad, la sangre del Tuerto se mostró después de muchas maneras, de tal modo que algunos de los Skioldungos fueron sabios y pacientes patriarcas, otros salvajes y codiciosos, y, todavía, otros dados a escudriñar cosas que mejor hubiese sido no tocar.
Esto último fue lo que les sucedió más a menudo a los revés de Svithjodh. Eran los Ynglingos, que procedían de Freyr, que no es un dios del cielo sino de la tierra, cuya fertilidad se evoca en extraños ritos, como así mismo sus sombras, y ese moho que lo devora todo. En su sede de Uppsala, no pocos de estos reyes adoraron a animales e hicieron hechicerías. Además, engendraron buenos y esforzados guerreros, y, cuando al final los expulsó Ivar Palmo Ancho —mucho después de la historia que voy a contaros—, uno de sus hombres fue el antecesor de aquel Harald el de la Hermosa Cabellera, que convirtió a Noruega en un único reino.
Entre Skioldungos e Ynglingos hubo escaso amor y sí mucho derramamiento de sangre. Entre ellos estaba la tierra de los Gótar. Siendo menores en número que cualquiera de sus vecinos, estos últimos buscaron la amistad de ambos, o por lo menos el jugar un doble juego. Aun así no eran de ningún modo débiles. De entre ellos surgió ese hombre al que los ingleses llaman Beowulf.
Así estaban los asuntos en los días en que Frodhi el Pacificador se convirtió en rey de Dinamarca. De él se dicen muchas cosas, y como ganó la supremacía por medio de la guerra y de la astucia, prosiguió luego dando tales leyes y guardando tanto la paz que una doncella podía llevar un saco lleno de oro de una punta a otra de su reino sin sufrir ningún daño. Sin embargo, había también en él esa voracidad que podía darse en los Skioldungos y que, anteriormente, había ocasionado que a su antepasado Hermodh lo expulsasen del trono real en la ciudad de Leidhra y lo condujesen a las soledades del yermo. Se oyen diferentes historias sobre el fin de Frodhi; pero la que oiréis ahora es la que prefieren los escaldes.
Un barco de Noruega trajo para vender algunos cautivos de las tierras altas. De éstos, Frodhi escogió dos mujeres enormes y jóvenes, de cabello largo, enmarañado y oscuro, pómulos salientes, boca y nariz anchas, ojos sesgados, que iban vestidas con pieles malolientes. Ellas se llamaban, con voz atronadora, Fenja y Menja. Se contaba cuántas vidas, como anunciaron, había costado atraparlas y cómo ellas no eran en realidad humanas sino de la raza de los Jötun. Un sabio advirtió a Frodhi que jamás se las podría haber hecho cautivas de no haber intervenido en ello la voluntad de una Norna[3]. Pero el rey no prestó atención a aquellas palabras.
Tenía él un molino de mano llamado Grotti. Nadie sabía de dónde procedía; quizá de uno de esos dólmenes que se levantan severos en las tierras danesas, desde hace tanto que los nombres de sus constructores ya se han olvidado. Una bruja había afirmado que el molino podía moler y fabricar, por tanto, todo lo que el rey quisiese; pero como nadie había tenido la fuerza suficiente para manejar el mango de roble que hacía girar la piedra superior, él pensó que aquellas mujeres sí podrían.
Y bien que pudieron. Las puso en un lóbrego cobertizo donde se encontraba el molino. Un viejo canto cuenta la historia de lo que siguió.
Ahora ellas vinieron a, la casa del rey,
las dos divinidades, Fenja y Menja.
Vendidas a Frodhi, el hijo de Fridhleif,
fueron las dos doncellas, poderosas en la esclavitud.
Allí fueron las mujeres puestas a trabajar,
tenían que mover la piedra pesada,
y nunca Frodhi les daba descanso.
Les ordenaba cantar sin cese en el molino.
Dieron las doncellas una voz al molino,
las piedras gimieron; gruñó en la tierra.
Todavía ordenó a las doncellas moler y moler.
Movieron y movieron velozmente la piedra.
Fue a dormir la mayor parte de los esclavos de Frodhi.
Entonces cantó Menja, junto al mango del molino:
«Te molemos bienestar, Frodhi, y riquezas,
y mucho ganado, en el molino de la suerte.
Te sentarás en la abundancia y dormirás en plumones
y despertarás cuando lo desees. ¡Bien está molido!
Aquí ya nadie dañará a ningún otro,
romperá la paz, o asesinará a su prójimo,
ni matará al que mató a su propio hermano,
aunque tenga al asesino preso y sin ayuda».
Pero Frodhi para ellas no tenía otras palabras que éstas:
«Tanto tiempo podréis dormir como el cuchillo guarda silencio,
o lo que uno en decir tarda un único verso».
«Insensato fuiste, Frodhi, tú a quien ama tu pueblo
cuando nos compraste para ser tus esclavas,
viendo que parecíamos buenas trabajadoras,
pero no preguntaste de qué tierra somos.
Fuerte era el gigante al que llamaban Hrungnir,
pero todavía más fuerza tenía Thjazi.
Idhi y Aarnir son de nuestra sangre:
hermanas de los trolls de las montañas; tal es nuestro linaje».
Nunca fuera Grotti hecho de granito,
ni de los acantilados extraídas sus piedras.
Ni ellas molieran —las doncellas de las montañas—
si no conocieran lo que hacen girar:
«Durante nueve inviernos enteros creció nuestra fuerza
mientras jugábamos bajo la tierra.
Entonces estuvo maduro de las doncellas el poder.
Levantábamos colinas y las llevábamos en nuestras espaldas.
Nosotras derribamos las piedras en las mansiones de los Jötun
y las arrojamos a los valles con un ruido de muerte.
Del mismo modo tiramos las losas de los acantilados,
con las que después los hombres hicieron sus casas.
Después viajamos las hermanas adivinas
a Svithjodh en busca de guerra.
Osos matamos y escudos partimos,
rompiendo las huestes de cotas grisáceas.
A un rey alzamos, y hundimos a otro,
dimos nuestra ayuda al bueno de Guthorm,
con muerte y con fuego, hasta que cayó Knui.
En todos esos años estuvimos batallando,
bien conocidas que éramos como las doncellas guerreras.
Nos labrábamos nuestro camino con las afiladas lanzas,
y la sangre oscurecía la maldita espada.
Ahora estamos en la casa del rey.
La mala fortuna nos ha convertido en siervas del molino.
Nuestros pies roe la grava, tiritamos de frío,
otra cosa no hacemos más que trabajar… ¡Malhaya Frodhi!
Que la piedra pare y descansen las manos.
Ya he molido bastante; no moleré más.
Pero nunca las manos conocerán descanso
hasta que la codicia de Frodhi se dé por satisfecha.
Ahora las manos empuñarán las endurecidas lanzas
y las enrojecidas armas. ¡Despierta, Frodhi!
Despierta, Frodhi, si es que deseas
oír nuestros cantos y sagas de antaño.
Veo que arde fuego hacia el Este,
signo que anuncia la guerra que acecha.
Una hueste extranjera hacia aquí se apresura
para quemar la fortaleza construida por Frodhi.
Serás arrojado del trono de Leidhra,
de los rojizos anillos y del molino de las riquezas.
Ase más fuerte, doncella, el mango del molino,
porque ahora molemos sangre en la tierra.
Fuertemente moliendo la molienda del hado,
vemos a cuántos la muerte ha marcado.
Ahora sacudimos los fustes de hierro
que sostienen el molino. Duro lo menearemos.
Duro lo menearemos. Sólo el hijo de Yrsa
puede redimir lo que para ti está perdido:
él que es al mismo tiempo el hermano de Yrsa[4]
y el hijo que ha criado, como bien lo sabemos».
Las doncellas molían, y grande era su fuerza;
las conservó allí jóvenes la ira de los Jötun.
El molino se hundió y yace en el polvo,
las piedras crujieron y se hicieron añicos.
Cantaron entonces las doncellas procedentes de las montañas:
«Ya hemos trabajado como tú nos dijiste, Frodhi,
y molido tu destino. ¡Ya hemos trabajado bastante!»[5]
Y así en su ira, Fenja y Menja conjuraron una hueste vikinga que cayó sobre la ciudad del rey y lo asesinó. Respecto a lo que sucedió a las gigantas, se cuentan diferentes historias; pero todas coinciden en que aquí el destino se desplomó sobre los Skioldungos.
Frodhi dejó tres hijos, Halfdan, Hroar y Skati. Los tres se enzarzaron en lucha para ver quién sería el primero. Ésta ha sido la maldición de las tierras del Mar del Norte, que sus reyes engendrasen muchos hijos y que la pretensión del uno fuese tan buena como la del otro, tanto si hubiese nacido de una reina, de una amante, de una esclava o de un encuentro fortuito: en cualquier caso no podría hacer otra cosa que reclutar hombres que esperaban ganar si él vencía.
Aquella vez la suerte recayó en Halfdan. Incluso murió en el lecho, aunque bastante joven. Dejó dos hijos. Al mayor lo llamaron Frodhi, como a su abuelo. Al menor, que nació después de que Halfdan hubiese muerto, le pusieron el nombre de éste.
Antes hablé de condes. No me refería exactamente a los condes ingleses, aunque las palabras sean semejantes. Un conde, o sea, un jarl, es un jefe solamente subordinado al rey. En ocasiones, el rey lo establecerá sobre una parte del país; en otras un conde se convertirá en una especie de rey, que lo es en todo menos en el nombre. Así sucedió que mientras estos niños, Frodhi y Halfdan, fueron pequeños, Einar, conde de las tierras de los alrededores del sitio real en Leidhra, tomó el reino a su cargo.
Era un hombre sensible que no quería ver de nuevo a Dinamarca desgarrada por las discordias. Con este fin, consiguió que los pequeños terratenientes, cuando se reunían en las Asambleas, llamadas Things, reconociesen a ambos herederos como reyes. Pero fueron aclamados separadamente. Halfdan reinaría en Selandia y Frodhi en Escania.
El conde Einar, además, concertó los matrimonios para cuando los muchachos hubiesen crecido. Halfdan se casó con Sigridh, hija de un rey sin importancia de la isla de Fyn. De ella tuvo tres hijos, que llegaron a mayores. La mayor era una niña, Signy, que a su debido tiempo se casó con el hijo y heredero de Einar, Saevil. Cinco años más pequeño que ella era el niño Hroar, y dos años más pequeño que éste su hermano Helgi.
La costumbre establecía que los niños de alta cuna fuesen criados en las casas de gente de rango inferior. Así aprendían las artes y las habilidades propias de un joven o de una doncella; y al mismo tiempo se forjaban lazos de amistad. Regin Erlingsson, sheriff[6] del condado en donde estaba Leidhra, se hizo cargo de Hroar y de Helgi Halfdansson. Les tomó tanto apego como si hubiesen sido sus propios hijos.
El rey Halfdan era apacible y de fácil trato. El pueblo lo amaba por su liberalidad y por la justicia de sus juicios.
Pero mientras tanto, el rey Frodhi de Escania se había convertido en un hombre violento y codicioso. Se casó con Borghild, hija de un rey de aquellos sajones que residían en el sur de Jutlandia, los sajones abodritas. De esta manera consiguió aliados que, con medios para cruzar el mar Báltico, imponían el suficiente temor a Svithjodh para que se mantuviese a distancia de su retaguardia. Cuando Borghild murió al dar a luz a su hijo Ingjald, Frodhi envió al niño para que lo educase su abuelo. Sin embargo, a cuenta de ello, forjó grandes sueños. Mientras tanto, cargado de años, murió Einar. Entonces las cosas se desarrollaron de la siguiente manera:
En la ciudad de Leidhra, en Selandia, residían el rey Halfdan y la reina Sigridh. Él era muy querido, pero, como no anhelaba la guerra, no se preocupó de tener una guardia fuerte, ni ofreció a sus súbditos más turbulentos muchas posibilidades de ganar fama y botín en el extranjero. Su hija Signy era la esposa del conde Saevil Einarsson. Sus hijos Hroar y Helgi eran simples muchachos, que vivían con Regin a unas veinte millas de la ciudad real.
Mientras tanto, en Escania, el rey Frodhi meditaba taciturno.
Como conspiró con los descontentos de Dinamarca, así como con cabecillas suecos, geatas y jutos, le costó poco trabajo reclutar un gran ejército.
Entonces cruzó en barco el Sund, izó su estandarte e hizo sonar el cuerno de bronce. Los guerreros acudieron a su llamada. Demasiado tarde pasó la flecha de granja en granja convocando a aquellos que debían luchar por el rey Halfdan. Saqueando y quemándolo todo, Frodhi recogió una victoria tras otra por donde fue pasando. En un encuentro sucedido en lo más oscuro de la medianoche, cayó sobre el ejército de Halfdan, lo desbarató por completo y él mismo mató a su hermano.
Después de aquello, llamó a los caudillos daneses a un Thing e hizo que le jurasen fidelidad. Entre aquellos que, para salvar sus vidas, pusieron las manos sobre los anillos dorados y juraron por Niord y Freyr y el poderoso Thor que nunca le abandonarían, se encontraba el conde Saevil, el marido de Signy, la hija de Halfdan.
Acto seguido, Frodhi afianzó su posición casándose con la viuda de su hermano, Sigridh. A ella no le quedó otra elección, pero su rostro estaba pálido cuando fue al lecho con él. Entonces Frodhi envió a buscar a los hijos de ella. Anunció que quería comprobar que estaban bien cuidados. La mayoría supuso que el cuidado consistiría en cortarles el cuello lo más deprisa posible, para que no pudieran crecer y vengar a su padre.
II
El sheriff Regin no había estado en aquel Thing. Cuando las huestes de Halfdan se dispersaron, regresó a su casa tan rápido como pudo, en compañía de aquellos de sus partidarios que todavía estaban vivos. Sabía que tenía pocos días para protegerse de Frodhi, pocos días en verdad.
—No podemos ofrecerle resistencia —dijo—. Y yo di mi palabra de que cuidaría de estos jovenzuelos.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó un guerrero.
Regin se rio entre dientes.
—Eres un compañero sobradamente fiel. Sin embargo, no necesitas conocerlo.
Era un hombre grande, con el rostro enrojecido y los ojos blanqueados por la vida a la intemperie, cabello y barba gris acero, bastante barrigudo pero todavía fuerte y astuto para ser el sheriff del condado. Los hijos que su mujer Aasta le había dado llevaban casados hacía tiempo. Por ello, así como por el honor que suponía, los dos se habían sentido felices de proporcionar un hogar a Hroar y a Helgi.
Se encontraba en el Isefjord, que es una ancha y bien abrigada bahía, donde la tierra se extiende verde hasta el mismo borde de las aguas, en las que siempre resuenan los chillidos de patos, gansos, cisnes, zarapitos, gaviotas y de todo tipo de aves. La mayoría de los árboles habían sido talados, pero la vegetación todavía crecía salvaje en la parte sur del lugar; más cerca, subsistían pequeños bosquecillos por los que trepaban las ardillas y los muchachos. A través de los campos se extendían, diseminadas, las casas de los pequeños propietarios, construidas con tablas, con tejados de césped, de cuyas chimeneas salía en espiral el humo negro que el viento salado esparcía rápidamente. Era aquélla una buena tierra, en la que el centeno, la cebada, el trigo y el lino parecían sonreír bajo el sol y las nubes de verano vertiginosamente altas.
Aunque la morada de Regin no era una mansión real, su fachada pintada de negro venía a formar uno de los lados de un patio empedrado. Los otros tres estaban dedicadas a cobertizo, establo, caballeriza, taller y otras dependencias menores. En los saledizos de las vigas se habían tallado cabezas de dragones para espantar a los trolls. Hacia el Este, la casa daba a un promontorio desde el que Regin presidía a la vecindad en las ofrendas a los dioses.
Un sendero conducía en declive hasta un embarcadero. Había varias islas en la bahía. La más cercana, aunque pequeña, estaba espesamente cubierta de bosque. Allí moraba un anciano labrador llamado Vifil, al que solamente dos grandes sabuesos hacían compañía. La mayoría de la gente lo esquivaba, porque era un individuo extraño y de habla cortante, y además se decía que en ocasiones practicaba la hechicería.
Pero Regin y él eran viejos amigos. «Si puede encerrar el viento en una bolsa, ¿porque tendría yo que prescindir de su ayuda? —se dijo el sheriff riendo para sí—. Entonces, ¿es que pretendes remar en el tumultuoso viento?». Más aún, Viril había sido siempre un incondicional partidario de Halfdan, cuando los jóvenes rezongaban que el rey era un haragán. A veces, Hroar y Helgi cogían una barca e iban a visitarlo.
Ningún regocijo se levantó cuando Regin entró montado en el patio de su casa. Los muchachos salieron rápidamente al oír los cascos de su caballo. Gritos, preguntas, baladronadas salieron a raudales de sus labios. Entonces miraron a su padre adoptivo, y fue como si una espada segase sus voces. Aasta vino detrás de ellos, seguida de los criados de la casa, vio y no dijo nada. Por un momento, el silencio llenó la luz de la tarde.
Al fin el sheriff desmontó, haciendo crujir el cuero y tintinear el hierro. Se quedó encorvado, las manos colgando vacías. Sin decir ni palabra, uno de sus hombres se llevó el caballo. Hroar apretó los puños contra los costados y gritó:
—¡Nuestro padre ha muerto! Ha muerto, ¿no es verdad?
—Sí —susurró Regin—. Vi caer al suelo su estandarte, cuanto intentábamos reagruparnos a la luz de las antorchas, después de que Frodhi nos sorprendiese en nuestro campamento. Después me oculté…
—Yo no me habría escondido si mi padre me necesitase —dijo Helgi, medio sofocado por las lágrimas que no podía contener.
—No podíamos hacer nada —le contestó Regin—, y yo tenía que pensar en vosotros, sus hijos. Hacia el amanecer, los de Isefjord empezamos a encontrarnos los unos con los otros. Uno había sido herido y yacía sin que nadie le prestase atención hasta que al fin tuvo suficientes fuerzas para arrastrarse. Nos contó cómo Frodhi asesinó a Halfdan, que estaba atado —tras un instante, añadió—: Primero hablaron. Frodhi dijo que tenía que hacerlo porque sólo así podía reunificar el reino, como en los días de su homónimo el Pacificador. Halfdan le contestó resueltamente: «Ojalá que encuentres su mismo final».
Los dedos de Aasta retorcieron la toalla que llevaba.
—¡Tan joven! —sollozó.
Regin asintió gravemente. Una brisa agitó su sudorosa cabellera; una gaviota chilló.
—No creo que Frodhi, habiendo matado al lince, deje ahora los cachorros en la madriguera —dijo.
Su mirada cayó sobre ellos. Hroar tenía doce inviernos y Helgi diez; pero el hermano menor era el más alto y de hombros más anchos, pues el mayor era bajo y delgado. Los dos tenían largas cabelleras aclaradas por el sol, que caían alrededor de sus cuellos y de sus rostros morenos que ya empezaban a mostrar los rasgos de los Skioldungos; entre todo ello, sus grandes ojos destellaban como rayos azules. Iban vestidos iguales, con jubones de cuero encima de camisas y calzones de algodón gris claro. Pero Hroar empuñaba un palo de madera donde había estado grabando runas, para ayudarse a aprender estos signos, mientras que Helgi llevaba en su cinturón una honda, una bolsa llena de piedras y un cuchillo de caza.
—Ojalá… que… hubiese podido conocer mejor a mi padre —susurró Hroar.
—Me sentiré contento si lo vengo. —Helgi tragó saliva. No parecía que aquellas palabras las hubiese dicho un niño.
—Para eso tienes que seguir vivo —advirtió Regin—. No puedo teneros a mi lado. Si lo intentase, arderíamos en esta casa después de que los hombres de Frodhi nos hubiesen cercado. Es mejor para vosotros que vuestros amigos vivan, y así poder ayudaros en otra ocasión.
—No pueden huir a los bosques como si…, ¡como si fuesen proscritos! —gritó Aasta.
Helgi meneó la cabeza.
—Podemos vivir perfectamente entre los lobos, madrina —dijo.
—Quizá; pero los lobos nunca vencen a las espadas —dijo Regin—. Tengo un plan. Ya hablaremos de él más tarde —arrastró los pies hacia donde estaba su esposa—. Ahora dame comida y un trago de cerveza, y déjame dormir. ¡Oh, dioses, dejadme dormir!
Fue una silenciosa fiesta de bienvenida.
Regin se levantó antes del amanecer. Fue a la cama cerrada[7] que los hermanos compartían, descorrió las cortinas y los sacudió para que se despertasen, un dedo puesto en la boca. Sin decir palabra se pusieron las ropas y lo siguieron hasta la orilla. Era pleno verano y la noche luminosa derramaba sobre sus cabezas una palidez en la que sólo centelleaban unas cuantas estrellas, que hacía aparecer la bahía como un escudo bruñido. Lo más despacio y sigilosamente posible, para reducir al mínimo el chapoteo de las olas, los condujo remando hasta la isla de Vifil.
Después de encallar la barca, el hombre y los muchachos desembarcaron en medio de espesas tinieblas. Ladrando amenazadoramente se aproximaron dos negras formas, los sabuesos a los que llamaban Hopp y Ho. Cuando reconocieron a los invitados que acababan de llegar, menearon las colas y les lamieron las manos.
El granjero vivía en una cabaña al norte de la isla. Una vez levantado, Vifil reavivó el fuego del hogar en la única habitación, medio subterránea, que constituía su morada. El ambiente estaba cargado de humo y hedor. A través de la oscuridad uno podía atisbar sus pocas y pobres herramientas —un cuchillo, un hacha, una red de pescar, anzuelos de hueso, un plato de esteatita y otras cosas semejantes—, así como la olla, los bastones rúnicos y las cuerdas extrañamente anudadas mediante las cuales se decía que hacía magia. Era alto y flaco, con la barba blanca, sucio y maloliente en sus apolilladas ropas de lana y en su manto de piel de tejón. Con todo, bajo sus prominentes cejas, sus ojos no escudriñaban con enemistad a los príncipes.
Regin le contó lo sucedido. Vifil asintió; ¿conocía las noticias de antemano?
—Bien, espero que puedas esconder a estos chicos —concluyó el sheriff—, porque, si tú no puedes, entonces no conozco ninguna otra forma de salvarlos.
Vifil se tiró de los pelos de la barba.
—Es un mal asunto enfrentarse con ese Frodhi —masculló, pero finalmente estuvo de acuerdo en que tenía la obligación de ayudarlos en la medida de lo posible.
Regin los abrazó para despedirse.
—Ojalá que la suerte no os abandone —dijo torpemente.
—Me parece que las Nornas que les cantaban en la cuna no les anunciaron un destino ordinario —dijo Vifil.
Regin se apresuró a llegar a la orilla antes de que hubiese amanecido. Pasó el resto del día moviéndose a sus anchas por el Isefjord, para asegurarse de que lo veían. De esta manera, cuando Hroar y Helgi no apareciesen en su casa, la gente adivinaría que se los habría llevado, pero no sabrían adonde.
Vifil los proveyó de pan, queso y pescado seco antes de llevarlos a los bosques. Allá tenía un sitio en donde almacenaba en frío la carne y la leche que le daban los pocos animales que poseía. Era poco más que un hoyo con un techo de ramas y de césped. Uno bajaba y salía de él por medio de un kraki, un tronco de abeto cuyos tocones, al haberlo podado de ramas, formaban una especie de escalera. Los tres se afanaron juntos, colocando de nuevo la maleza para enmascarar toda huella de trabajo humano.
—Probablemente, los hombres del rey vengan a inspeccionar la isla —dijo Vifil—. Frodhi no es tonto, y sabrá que vuestro padre adoptivo y yo éramos antiguos amigos. Quizá no os encuentren si os agazapáis aquí. Mientras tanto, que nadie os vea desde la costa. Yo… haré todo lo que pueda.
No permitió que le viesen hacer lo que hizo acto seguido, tanto en la cabaña como en un dolmen que se alzaba en medio de retorcidos árboles.
Poco después, Helgi y Hroar estaban completamente acomodados. Ningún muchacho puede afligirse por mucho tiempo; y en cualquier caso, ellos nunca habían conocido de verdad a su padre. Si tenían que dormir en la tierra desnuda…, bueno, pues ya lo habían hecho antes a menudo cuando iban de caza. Que Vifil era un hombre de pocas palabras no tenía nada de malo; al contrario, les dejaba tiempo para charlar de sus sueños. Cuando el sol estaba en lo alto, debían permanecer dentro del bosque, que ellos recorrían con Hopp y Ho jugando o persiguiendo nidos de pájaros. En las noches luminosas, antes de descansar, podían nadar y hasta pescar. A veces, mirando a través de las aguas la casa de Regin, les parecía un sueño que se había marchitado, que había dejado de pertenecer a la realidad.
Pero su paz fue de corta duración. Cuando una concienzuda inspección de la propiedad del sheriff no pudo descubrirlos, Frodhi ordenó a sus hombres que registrasen el reino entero. Cerca y lejos, al Norte, Sur, Este y Oeste, envió observadores; prometió rica recompensa a cualquiera que le diese noticias de sus sobrinos, y amenazó con torturar hasta la muerte a quien se atreviese a ocultarlos. Sin embargo, ni una sola palabra útil llegó a sus oídos; y en la expresión de la reina Sigridh empezó a añorar una glacial alegría.
Al final, Frodhi llegó al convencimiento de que detrás de ello debía esconderse alguna magia, y envió a buscar a aquellos que tuvieran conocimientos de lo oscuro.
III
Durante cierto tiempo la gran mansión de Leidhra albergó a hechiceras y sabios en rápida sucesión. Frodhi les dijo que usasen su clarividencia para explorar Dinamarca de arriba abajo, tanto islas y arrecifes como la tierra firme. Pero no vieron nada.
Después solicitó el favor de los brujos, no solamente de los expertos en ensalmos y en pronosticar sueños, sino también de los hombres que hervían pociones mágicas en calderas y de los que se decía que cabalgaban en el viento nocturno o levantaban a los muertos o convocaban a seres más temibles todavía. Eran, en su mayoría, vagabundos a los que rehuía la gente de bien. Los mercenarios y esclavos de la casa retrocedían ante ellos y hacían signos para protegerse de la maldición; los miembros más corpulentos de la guardia no podían reprimir del todo un escalofrío. Finalmente vinieron tres a los que Frodhi recibió bien, sentándolos enfrente de él al otro lado del fuego y mandando a la reina que les trajese personalmente de comer y de beber.
—Han cambiado los días en que yo servía a reyes y guerreros —dijo con tristeza la mujer alta de rubias trenzas—. Jamás seré la anfitriona de aquellos que tienen que descubrir a los hijos de mi cuerpo.
Su nuevo marido le echó una fría mirada.
—Sírvelos, Sigridh mía —respondió; y ella se rindió.
Se cuchicheaba entre los sirvientes, que a veces oían casualmente lo que sucedía en las habitaciones reales interiores, que Frodhi la estaba amansando rápidamente, no con golpes que habrían despertado su rabia, sino con lujuria experta e inflexible voluntad. Era uno de los Skioldungos de baja estatura, rápido de pies, más rápido todavía con la espada, y velocísimo y mortal en su astucia. Lustrosos cabellos castaños y una tupida y recortada barba enmarcaban un rostro enjuto, de nariz ganchuda y mirada glacial. Vestía bien: aquella noche llevaba una diadema y un brazalete de oro, una túnica verde guarnecida de marta, calzones rojos y polainas de cabritilla blancas.
Con Sigridh había hecho un acuerdo legal, pagándole el weregild[8] por haber asesinado a Halfdan y haciéndole un costoso regalo de duelo después que se casaron. Ella hablaba poco y nunca reía, pero sin duda esperaba influir lo suficiente en él para salvar algo del naufragio. Respecto al resto de los daneses, la mayoría le tenían aversión por los pesados tributos con que los cargaba y por los juicios que pronunciaba cruelmente en provecho propio. Pero como ningún otro Skioldungo estaba a la vista, la cólera de Odín caería sobre aquella tierra si no estuviera regida por un hombre de su propio linaje.
Los brujos eran una desaseada cuadrilla de raídos mantos negros. Por sus venas corría sangre finlandesa. Después de que se hubieron recogido las mesas, se pusieron de pie, colocaron sus ollas en el fuego, echaron las runas y chillaron sus desiguales cánticos ante el sitial de Frodhi. En el poste de la derecha estaba tallada la figura de Odín, padre de la magia; en el de la izquierda la de Thor, pero era como si aquella noche la oscuridad envolviese al Portador del Martillo. En algún sitio un lobo aulló, y maulló un gato montés, sonidos que no se habían oído en las proximidades de Leidhra durante años. Los hombres se acurrucaron en los bancos. Frodhi estaba sentado inmóvil, esperando.
Al final, el gris y arrugado portavoz de los tres brujos dijo:
—Señor, sólo nos hemos enterado de que los muchachos no están en tierra firme; sin embargo, no están lejos de vos.
El rey se acarició la barba y habló tranquilamente:
—Los hemos buscado por todas partes. Me cuesta creer que puedan estar en las proximidades. No obstante, ahora recuerdo que hay islas en la costa donde se encuentra la casa de su padre adoptivo.
—Entonces, buscad primero en la más cercana de todas, señor —dijo el brujo—. Nadie vivía en ella excepto un pobre granjero. Sin embargo, había tal niebla alrededor de la isla, que no hemos podido mirar en su vivienda. Pensamos que tiene que ser muy sabio y de ninguna manera lo que aparenta.
—Bien, lo intentaremos —dijo el rey—. Es extraño que un miserable pescador pueda ocultar a esos individuos y atreverse a tenerlos a mis espaldas.
En verdad, una espesa neblina se había levantado en Isefjord aquella noche. Por la mañana temprano, Viril se despertó y dijo a sus protegidos:
—Hay cosas extrañas volando, y poderosos fantasmas han llegado hasta nosotros. Los oí susurrar en la oscuridad, todavía los oigo en la penumbra. ¡Levantaos, Hroar y Helgi Halfdansson, y escondeos en mis bosques este día!
De un salto, se apresuraron a cumplir su mandato.
Antes del mediodía, una tropa de la Guardia Real cabalgó hasta la costa y comunicó a Regin que debía suministrarles unas barcas. Para entonces, la niebla se había despejado y la luz del sol brillaba en yelmos y lanzas. Vifil los saludó tan hoscamente como pudo, en cuanto se dio cuenta de lo que estaban buscando. Después de varias horas enteras, no consiguieron encontrar nada. Por la noche, Regin tuvo que hospedarlos, cosa que hizo con poco esmero.
Al día siguiente regresaron a Leidhra y comunicaron su fracaso al rey.
—Habéis sido malos cazadores —atajó el rey—. Ese granjero es un maestro de la brujería. Volved de nuevo y ved si podéis cogerlo por sorpresa.
Una vez más, los hombres del rey fueron a registrar el lugar. Aunque Vifil les enseñó todo lo que pidieron, no vieron ni rastro de sus presas. De nuevo tuvieron que volverse con el rabo entre las piernas.
Mientras tanto, los brujos habían contado más cosas a Frodhi acerca del misterio que se agazapaba en aquella isla, y de la ceguera que ni ellos ni los que enviaban para espiar por cuenta suya podían penetrar. Cuando escuchó al Mariscal[9] de su Guardia, Frodhi enrojeció y palideció alternativamente. Golpeó el sitial y gritó:
—¡Ya hemos tolerado bastante a ese patán! Mañana por la mañana yo mismo me encargaré de la búsqueda.
Al amanecer, Vifil se despertó de un sueño pesado. Turbado, levantó a Hroar y Helgi y les dijo:
—Ahora las cosas se ponen feas, porque vuestro pariente Frodhi está en camino, y buscará vuestras vidas con todo tipo de engaños y de malicias. No estoy seguro de poder salvaros —se tiró de la barba y meditó tristemente—. Si tratáis de permanecer todo el tiempo escondidos en el almacén como antes, con el tipo de búsqueda que va a emprender puede muy bien que os encuentre. Mejor os estáis revoloteando entre la maleza y los árboles. Por supuesto, ojearán los bosques buscándoos, por lo que necesitaréis esa guarida en el momento preciso… Bueno, permaneced a la escucha. Y, cuando me oigáis llamar a los sabuesos, Hopp y Ho, recordad que es a vosotros a quienes me refiero, y meteos bajo tierra.
Hroar asintió sombrío, con el rostro sudoroso. Helgi sonrió; para él se trataba de un gran juego.
El rey llegó, no a caballo sino en un barco que había salido de lo que hoy llamamos el fiordo de Roskilde. El casco soportaba muchos más hombres de los que las barcas de Regin hubiesen podido transportar. Encallaron en un banco de arena, echaron el ancla, y saltaron a tierra. Viril permaneció apoyado en un bastón, bajo los árboles que estaban empezando a cambiar de color. Un frío y estridente viento se levantó, revoloteando en las capas. Las puntas de las lanzas oscilaban, las cotas de malla crujían.
—¡Cogedlo! —gritó Frodhi.
A empujones llevaron al granjero ante el rey.
Frodhi lo miró ceñudo y dijo, recalcando bien las palabras:
—Eres un loco, y un taimado, ¿verdad que sí? Dime en seguida dónde están mis sobrinos…, ¡porque yo sé que tú lo sabes!
Vifil se encogió de hombros.
—¡Salud, rey! —respondió—. ¿Cómo puedo defenderme de una acusación semejante, cuando, si me retenéis aquí, ni siquiera puedo mantener al lobo alejado de mi pequeño rebaño? —los hombres de la guardia se estaban desplegando por el terreno, en dirección hacia los bosques. Vifil llenó los pulmones de aire y gritó—: ¡Hopp y Ho, alejad a las bestias!
—¿A quién estás llamando? —preguntó Frodhi.
—Son los nombres de mis perros —dijo el granjero con voz calmada—. Mirad todo lo que queráis. No creo que encontréis por aquí a los hijos de ningún rey. Y, verdaderamente, no entiendo lo que os hace pensar que yo estuviese ocultando nada de vosotros, un pobre viejo como yo.
Frodhi gruñó, ordenó a un guerrero que vigilase al isleño, y él mismo tomó el mando de la caza. Aquel día descubrieron el almacén. Sin embargo, para entonces los hermanos lo habían abandonado —después de que los ojeadores hubiesen pasado— y estaban en las cimas de los árboles muy detrás de las tropas que avanzaban hacia adelante.
Al anochecer, los hombres regresaron a la cabaña. Vifil esperó. Temblando de rabia, el rey le dijo:
—En verdad que eres un tipo taimado, por lo que debería haberte matado.
El anciano le devolvió la mirada y replicó:
—Eso está al alcance de vuestro poder, si no de vuestro derecho. Así por lo menos habréis obtenido algo de vuestra excursión. De otro modo, regresaréis a casa sin botín, ¿eh?
Frodhi apretó los puños y miró en torno al círculo de sus guerreros. Su asesinato de Halfdan, una vez que estuvo atado, no les había caído bien. Ordenar la muerte de un anciano indefenso contra el cual no podía alegarse nada habría supuesto que le motejaran de inhumano. No pocos le abandonarían en esa situación si un solo enemigo se alzase contra él.
—No puedo hacer que te maten —dijo Frodhi entre dientes—; pero es insensato dejarte con vida.
Se volvió y con paso majestuoso se dirigió al barco.
La tripulación llegó remando hasta la morada de Regin, donde pasó la noche. Ya en ella, pidió al sheriff que le jurase fidelidad, como ya habían hecho los demás caudillos daneses.
—Me dejáis poca elección —dijo Regin—. Además de mis propiedades, tengo mujer, hijos y nietos. Que así sea, entonces. Y respecto a la pregunta que me habéis formulado, os diré lo que ya dije antes a vuestros hombres: no sé dónde están Hroar y Helgi Halfdansson.
—No —se mofó el rey—. No con un error de un pie o dos —sin embargo, no insistió más en el asunto. No podía permitirse provocar a aquella gente que veía en Regin a su jefe.
Vifil vio adonde iba el barco, y adivinó o previó lo que sucedía. Llamó a los muchachos y les dijo:
—Aquí no podéis permanecer por más tiempo. Estaremos estrechamente vigilados, cada vez más, conforme los hombres de la vecindad vayan perdiendo las esperanzas de destronar a Frodhi. Esta noche os llevaré a la otra orilla. Apartaos de los caminos principales hasta que hayáis salido del condado.
—¿Adónde iremos? —preguntó Hroar.
—Bueno —dijo Vifil—, como he oído que el conde Saevil es vuestro cuñado, pienso que debe tener una gran casa, donde dos recién llegados no llamarán demasiado la atención. Pero como ahora también es la mano derecha del rey, no os apresuréis a daros a conocer a él ni a nadie. Los cachorros del lince tienen que moverse cautelosamente.
IV
Saevil y Signy residían cerca de Haven. Cada año, durante la pesca del arenque, aquella aldehuela se llenaba de pescadores que habían recorrido las aguas hasta el sur del Kattegat o hacia el Norte, fuera del Báltico; los mercaderes se les unían, con lo que se formaba un bullicioso tumulto en las barracas de la ribera. En otras estaciones, Haven se convertía en una base de barcos de guerra, que se apostaban vigilantes para evitar que los vikingos se infiltrasen y hostigasen las costas danesas. Por eso no era poca la responsabilidad que tenía Saevil, el cual no era hombre al que Frodhi ofendiese gravemente adrede. Quizá una de las razones del rey para casarse con la madre de Signy era tratar de establecer un lazo que lo uniese con el conde de la ribera.
Cuando los ingleses llegaron a esta isla por primera vez, sus principales construyeron sin duda mansiones como las de las tierras del Norte. No hicieron más. Permitidme, por tanto, que os hable sobre una de esas casas. Es un gran edificio de madera, con tejados de césped o de tierra batida, a menudo con una claraboya; las cabezas de las vigas están talladas en formas fantásticas. Si hay dos pisos, una galería corre alrededor de los muros. Las ventanas tienen las contraventanas echadas en el mal tiempo y, quizá, están cubiertas con pieles adelgazadas hasta hacerlas transparentes. En el interior, se entra por un vestíbulo, donde se limpia uno los pies y se dejan colgando las prendas exteriores. A no ser que el señor sea desconfiado y mande a sus invitados que dejen aquí también las armas, éstas se llevan a la habitación principal, en donde se cuelgan, para que el brillo del metal y del cuero pintado de los escudos ayude a iluminar su lobreguez.
El piso del suelo de la casa es de tierra batida, espesamente cubierta de juncos, ramas de enebro, o de otras cosas semejantes, que se cambian a menudo. Hacia la mitad corren dos o tres zanjas, o a veces sólo una, donde ruge el fuego, que los sirvientes alimentan con madera que cogen de unos montones que hay en el extremo. En los flancos hay una doble fila de grandes pilares de madera, que sostienen el piso de arriba, o, si no lo hay, las vigas. También están grabados y coloreados, mostrando dioses, héroes, bestias y vides que se entrelazan. Contra los muros entablados, plataformas de tierra, de dos o tres pies de alto, levantan los bancos por encima del suelo. Hacia la mitad de uno de los muros, generalmente el del norte, se encuentra el sitial del amo de la casa y de su señora, sostenido por dos postes menores que son especialmente sagrados. En línea recta a través de la cámara hay un asiento un poco inferior para los invitados más honorables. Entre las armas colgadas detrás de los bancos hay otras esculturas, pieles, cuernos, antorchas y velas de sebo y junco brillando en sus soportes.
A la hora de las comidas, las mujeres y los sirvientes ponen una especie de armazones enfrente de los bancos y ajustan tableros sobre ellos. En estos tableros sirven la comida y la bebida, que generalmente ha sido preparada en una cocina aparte por temor a los estragos del fuego. Después se retiran las mesas, y cuando los hombres han bebido lo suficiente, los de más alta posición se tienden en los bancos para dormir; su séquito lo hace en el suelo.
Puede haber, en cualquiera de los extremos, camas cerradas para el dueño y la dueña de la casa y para los principales invitados; o bien pueden existir habitaciones superiores; o quizá un cenador al lado de la casa, un estrecho edificio de uno o dos pisos donde durante el día las mujeres hilan y tejen en una atmósfera bien iluminada, y donde, por la noche los bien nacidos duermen libres de ronquidos y de escuchas furtivas.
Alrededor de un patio se agrupan las dependencias. Más allá de éstas se pueden encontrar las casas, cobertizos para las vacas y talleres de las familias humildes; y una cerca puede rodearlo todo. De este modo, muchas mansiones con su servidumbre constituyen por entero una pequeña ciudad, llena de hombres y mujeres, niños y animales en permanente bullicio, y desbordante de vida por sus charlas, sus canciones, sus gritos, los trabajos del herrero, del panadero, del cervecero, los juegos, las bromas, los noviazgos, los llantos, y todo lo que hacen los seres vivos.
Además de los moradores —el señor, la señora, los niños y los parientes; guerreros, labradores, artesanos, artífices, mercenarios, esclavos—, con toda seguridad hay visitantes. Algunos son hombres de la vecindad, que vienen a negociar algo, a charlar un poco o a tratar de materias más profundas. Otros son invitados que vienen de más lejos, como cuando hay una boda o es la fiesta del Yule[10]. Otros son viajeros de paso. Y otros son vagabundos, pasando malos días si es que alguna vez los conocieron buenos, y a los que se da de comer y un poco de paja en el establo por el buen honor del señor y por cualquier tipo de historias que puedan contar de cualquier otra parte.
Hacia una casa semejante se encaminaron Hroar y Helgi. Vifil les había dado comida para el camino, y no les faltaron los arroyos donde beber. Sin embargo, fue un duro y peligroso viaje. Así mismo les había remendado un par de mantos con capucha, y despedido dándoles consejos perspicaces.
Llamaron poco la atención cuando al fin entraron en el patio de Saevil y pidieron refugio. Aquel año había muchas personas vagando por los caminos, a quienes las huestes de Frodhi habían arrojado de sus tierras para apropiárselas a cuenta de su salario. Los dos muchachos se sentaron tranquilamente en la oscuridad, y al día siguiente echaron una mano para dar de comer a las vacas y limpiar los establos. «Esperad vuestra hora —les había dicho Vifil una y otra vez—. Creced primero, y luego vengaos».
Después de una semana, el capataz del ganado pensó que sería mejor que hablasen con el conde si querían permanecer más tiempo. Se le acercaron al anochecer, cuando ya se había bebido varios cuernos de cerveza antes de comer y se sentía jovial. Mantuvieron las capuchas en las cabezas y los mantos sobre los hombros. En la polvorienta y vacilante luz, ni Saevil ni su ocupada hermana Signy los reconocieron. De todos modos, la familia rara vez había estado junta después de que Regin se hiciera cargo de los muchachos. El conde se encogió de hombros y dijo:
—Me parece que podéis ser de poca ayuda; pero no os negaré la comida por algún tiempo más.
Helgi se sofocó y a punto estuvo de hablar más acaloradamente, si Hroar no le hubiese dado un apretón de advertencia. Musitaron las gracias, hicieron una reverencia y se fueron.
Y durante tres inviernos permanecieron con Saevil.
Apenas lo vieron ni a él ni a su esposa, excepto en lo alto de su sitial o a caballo. La mayor parte del tiempo hacían las más humildes tareas de guardar los rebaños, cosechar y cuidar las aves del corral, más apropiadas para dormir en un montón de heno o en una pradera que en una casa. Siempre guardaban el secreto de quiénes eran. Hroar se llamaba a sí mismo Hrani, y Helgi era Ham, y explicaban en pocas palabras que eran hijos de un pequeño granjero muerto en combate, que habían sido expulsados de su tierra. Con el mismo propósito, siempre iban cubiertos cuando estaban a la vista de cualquiera.
Algunos criados los fastidiaban diciéndoles que debían tener los cráneos deformados o pechos como mujeres. Ellos mantenían su boca cerrada y aguantaban. Cuando estaban solos, podían contarse sus sueños sobre lo que algún día sería suyo, o desahogar su furia en liebres y gallinas, o pasar hora tras hora magullándose en la práctica de las armas, usando palos en vez de espadas y escudos hechos de tablas robadas.
Pero pasados los tres años, Helgi tenía trece y realmente estaba empezando a crecer. Hroar, que tenía quince, era más bajo, aunque enjuto y ligero; era el más sensato de los dos.
El rey Frodhi había estado en paz todo aquel tiempo, y así sus temores se habían apaciguado bastante. Envió un mensaje para invitar a Saevil y Signy a una fiesta de invierno. Cuando lo oyó Helgi, golpeó el suelo helado y dijo:
—Hroar, es nuestra ocasión.
Y nada pudo hacer su hermano para quitarle aquella idea. Al contrario, fue el otro el que le contagió, hasta que ambos estuvieron impacientes por ejecutar su venganza.
V
Saevil se alejaba a caballo con su señora y cuarenta hombres. Los traviesos Ham y Hrani le tiraron del brazo y le pidieron permiso para acompañarlo. Lanzó una carcajada y dijo:
—Por supuesto que no.
Poca nieve había caído hasta entonces. El aire estaba helado bajo un cielo bajo y pesado como una losa de pizarra. Los campos se extendían parduscos, los árboles sin hojas, las granjas como encogidas hacia dentro. Aquí y allá una bandada de grajos se mofaba: «¡Croac, croac!». En el camino resonaba el ruido de los cascos de los caballos y de las ruedas. Contra aquel deslucido paisaje, las tropas del conde aparecían refulgentes. Todos sus guerreros llevaban yelmos, y más de la mitad tenían lorigas, que destellaban; los tonos azules y verdes, amarillos y rojos de las capas aleteaban a su espalda; eran en su mayoría hombres jóvenes, cuyo alborozo brotaba en bocanadas de vaho. Sus peludos caballitos trotaban enérgicamente hacia adelante.
Signy iba en un carro labrado y pintado, guarnecido de oro y plata, tirado por cuatro caballos de pura raza meridional. Con ella iba el conductor, dos criadas que la servían, y provisiones y regalos. Era una mujer de elevada estatura, cuyo rostro y cuyas ambarinas trenzas reflejaban la hermosura de los Skioldungos. Bajo un abrigo de piel vestía ropas de colores alegres y preciosos adornos. Pero en sus ojos no se reflejaba ninguna alegría.
Traqueteando lentamente sobre los senderos, su carreta iba al fin de la comitiva. De ahí que oyese el alboroto a sus espaldas antes que su marido o sus hombres lo percibiesen. Al volverse, vio que la alcanzaban dos sucios y harapientos encapuchados.
Como a los animales aptos para cabalgar se los habían llevado de la mansión, Ham y Hrani habían atrapado en un corral un par de potros sin domar. Con bridas de soga y varas cortadas de espino, de alguna manera habían conseguido que aquellas monturas los llevasen sobre sus lomos. El efecto que producía contemplar los corcóveos, saltos y respingos de las bestias era de lo más extravagante. Ham se sentaba detrás, vociferaba, agitaba los brazos, y se comportaba en todo como un loco. Hrani cabalgaba más sobriamente. Con todo, fue su caballo el que dio tal brinco que poco faltó para que se le cayese la capucha. Signy vio unos hermosos cabellos revolotear en torno de una cara en la que, a través de la suciedad, de la delgadez y del desaseado vello de la barba, reconoció los rasgos de su padre. Recordó…, y quizá, durante los tres años pasados, ¿no había empezado ya ella a sospechar?
—¡Hroar! —dijo con voz entrecortada, como si él la hubiese apuñalado—. Entonces…, entonces tu compañero tiene que ser Helgi.
Hroar luchó con su corcel hasta que logró dominarlo. Se cubrió de nuevo y buscó a su hermano, que se movía torpemente. Signy ocultó la cara entre las manos y lloró.
A lo largo de la formación fue pasando la voz de que ella tenía algún problema. Saevil cabalgó hacia atrás. Era un hombre moreno, de barba partida, dado a mantener su propia opinión. Allí en el carro, bajo la asustada mirada de sus sirvientes, estaba sentada su esposa llorando. Se puso a su lado y le preguntó qué le pasaba. Lo que ella le contestó no necesita imaginárselo un narrador posterior. Se esperaba de los bien nacidos que pudiesen hacer un verso en cualquier ocasión, y cierto talento para el arte de los escaldos corría por sus venas.
Ha llegado el fin
de los príncipes Skioldungos.
El roble ha caído,
sólo quedan las ramas.
Mis queridos hermanos
cabalgan a pelo,
mientras la gente de Saevil
marcha a la fiesta.
El conde permaneció inmóvil en la silla de montar durante un instante, hasta que dijo, muy severamente, mirando al conductor y a las muchachas:
—Grandes noticias, pero que no trasciendan.
Picó espuelas hasta los muchachos. Éstos desmontaron para ofrecerle sus respetos y escucharle más atentamente.
—¡Volveos a casa, críos desvergonzados! —rugió—. ¡Debería colgaros! ¡No está vuestro lugar en una tropa de hombres de verdad! —giró rápidamente su caballo y se volvió a medio galope.
Helgi sintió un escalofrío.
—Si se le ocurre… —comenzó a decir.
Hroar lo atajó.
—Si se te ocurre pensar, hermano, recordarás cómo movió la mano sin que su séquito lo viese. Nos dio una advertencia, no una amenaza. Y mira, nuestra hermana está llorando. Debe de haberme reconocido y habérselo dicho. Y él no quiere que nadie más lo sepa.
—Bien —dijo Helgi—, ¿qué haremos ahora?
No tenían ningún plan establecido. Solamente esperaban observar cómo iban las cosas mientras los tomaban por imbéciles y, después, hacer lo que mejor les pareciese. Intentar acercarse lo suficiente al rey Frodhi para clavarle sus cuchillos, y luego, antes de que los hombres de la guardia los hubiesen asesinado, decir a gritos quiénes eran. Pero Hroar llamaba a esto soñar despierto.
—Mejor no seguimos con estos rocines —decidió el hermano mayor—. Sería un abierto desafió a Saevil. Y si entonces no nos castigase, los demás se preguntarían por qué. De todos modos, están más preocupados de lo que se merecen. Dejémoslos en aquel corral y sigamos a pie.
Y eso hicieron. Cuando empezó a anochecer, Saevil y Signy fueron hospedados por un labrador. Sus gentes desplegaron afuera los cálidos sacos de dormir. Hroar y Helgi tiritaban hambrientos en la espesura.
No tuvieron que viajar muy lejos, sin embargo. Frodhi no estaba pasando el Yule en Leidhra, sino en una mansión más pequeña que tenía al norte de Haven. La mayoría de los reyes se pasaban parte del año viajando, ya fuera para reunir noticias, para atender reclamaciones o para pronunciar juicios, o sea, para afianzar su poder. Además, la verdad sea dicha, había que limpiar, airear y acicalar de vez en cuando las residencias principales.
Aquella extremidad de Selandia está continuamente azotada por el viento y es una tierra de páramos y colinas arenosas, escasamente poblada. La mansión y sus dependencias se elevaban solitarias, lindando al norte con una extensión ondulada de brezo que en invierno se ponía gris, y al sur con un misterioso bosque de árboles pelados que parecían esqueletos; apenas se divisaba una granja a lo largo de millas vacías. La mayoría de los meses nadie residía allí, excepto unos pocos vigilantes, que cuidaban, mataban, ahumaban y salaban las vacas y cerdos que luego se comerían los invitados. El edificio principal tenía una sola planta, y una sola puerta en la fachada principal; por la parte de atrás confinaba con un cobertizo.
Frodhi el Pacificador había construido la mansión por dos razones. Primera, porque el sitio estaba prácticamente a mitad de camino entre la costa norte, donde vivían los pescadores, y la bahía Oeste, donde los granjeros araban los brezales y los cazadores y carboneros recorrían los yermos. Segunda, porque allí había un grupo de robles más altos que en ningún otro sitio de la zona, donde siempre se habían celebrado sacrificios. Una mansión que estuviese cerca de aquel lugar ganaría en santidad, y cuando su propietario la habitase sería el sacrificador principal y el que se dirigiese a los dioses.
Por aquel motivo, su nieto Frodhi había escogido pasar allí el Yule. Entre los paganos, los ritos del solsticio de invierno honran sobre todo a Thor, que se encuentra entre nuestra tierra y los gigantes del hielo y de la noche interminables. Se cree que, en la víspera, todo tipo de trolls y de espectros andan sueltos por la tierra; pero al día siguiente el sol vuelve de nuevo a casa y renace la esperanza.
Pero aún había más, pues el rey quería conversar con diferentes caudillos, para sondearlos y ganar su amistad haciendo uso de una generosidad que interiormente le repugnaba. Por eso, durante unos días, las carretas no dejaban de rechinar yendo y viniendo, trayendo comida, cerveza, hidromiel y regalos —brazaletes dorados y demás joyas, armas, pieles, vestidos, arneses y cuernos para beber recubiertos de plata, copas de cristal y monedas acuñadas de los lejanos países del Sur—. En los corrales se apiñaban las vacas, ovejas y caballos que iban a ser sacrificados a los dioses y servidos a la gente. Los siervos ocupaban los lugares más humildes que podían encontrar. Entonces llegaron el Rey, la Reina y la Guardia Real.
Como él había pedido a los principales nobles que fuesen a verle trayendo cada uno de ellos su séquito, las tropas de Frodhi eran menores en aquella ocasión de lo acostumbrado. Aparte de los sirvientes, sólo había llevado sus berserkir y una selección de esos jóvenes hijos de terratenientes que más a menudo entraban al servicio del rey —escogidos sobre todo por su apariencia, por sus maneras y su garbo—. A los demás les dio permiso para que pasaran la estación sagrada con sus familiares. Como ya he dicho, Frodhi empezaba a mentir asegurada su soberanía.
Pronto empezaron a llegar los invitados, hasta que el lugar se convirtió en un atronador remolino de voces. La mayoría de los habitantes del condado se quedaron en casa. No habría espacio dentro para ellos, y no les agradaba el pensamiento de acampar al aire libre la víspera del Yule. Cierto número de vagabundos se aventuró a ir, para disfrutar de comida y cerveza durante unos pocos días de sus famélicas existencias. Entre ellos se encontraba una bruja conocida como Heidh. Cuando Frodhi se enteró de su presencia, dijo que entrase en la mansión.
VI
Hroar y Helgi llegaron al lugar a media tarde, una hora o dos después que lo hiciese la comitiva del conde Saevil. Se mezclaron sin dificultad con la muchedumbre que atestaba el patio. Se habían abierto barriles, y distribuido pan, queso y comida fría a todo el que le apeteciese; el olor a buey asado salía de la cocina, calentando la atmósfera inclemente. Los hombres reían y fanfarroneaban, las damas charlaban mientras escudriñaban los vestidos y adornos de las otras, los niños tropezaban jugando, los perros se quejaban.
Entre su propia inexperiencia y la inspiración que una copa o dos de cerveza pueden dar a un vientre vacío, los hermanos cumplieron por completo su propósito de comportarse como unos simples. Corrieron por los alrededores, dieron vueltas de campana, contaron bromas disparatadas, se pusieron boca abajo, agitaron las piernas en el aire, y en todo se manifestaron como unos estúpidos que sólo sabían gritar. Así la gente solamente los miraba con desprecio, o se apartaba de ellos.
El día llegó a su fin. En aquella época del año, era poco más que una trémula luz entre dos oscuridades que la aniquilaban. Los invitados pasaron al interior. Frodhi exigió que dejasen las armas en la habitación de la entrada. La excusa que dio fue que la víspera del Yule los hombres siempre bebían demasiado, por lo que era muy posible que estallase una disputa, y si un metal afilado se encontraba a mano, aquello podía perfectamente transformarse en una pelea sangrienta. Pero la verdad era que no se fiaba de ellos. Claro está que tuvo que dar la misma orden a sus propios guerreros; cualquier otra cosa hubiese sido un insulto imperdonable. Pero, estando armados únicamente con los cuchillos de comer, difícilmente atacarían a las tropas de la casa, que, sobrepasadas en número o no, de todas formas estaban formadas por expertos luchadores.
La habitación de la entrada, por lo tanto, pronto estuvo atestada e iluminada. A pesar de los grandes fuegos y de muchas llamas menores, las cámaras posteriores seguían pareciendo lóbregas. Los respiraderos no estaban funcionando bien, por lo que se estaba formando una neblina azul que escocía en ojos y pulmones.
Cuando se introdujeron entre la multitud, los muchachos se pusieron rígidos de repente. Reconocieron a un hombre sentado cerca del asiento del invitado de honor que Saevil y Signy debían compartir. Robusto, encanecido, toscamente vestido, debía de haber permanecido allí todo este tiempo.
—¡Regin! —gritó Helgi con alegría—. ¡Antiguo padrino!
Se dirigió hacia el sheriff Hroar lo agarró por el manto.
—Estate quieto, cabeza hueca —le susurró el hermano mayor—. ¿Es que quieres que nos maten?
Helgi obedeció, pero no pudo evitar saltar y danzar a lo largo de la sala. Hroar tuvo que llamar al orden a su hermano. A través de la atmósfera en penumbra y maloliente y de la gente que parloteaba y se abría paso a codazos, echó un vistazo hacia el sitial. Allí estaban sentados su tío y su madre. El rey se inclinaba hacia delante, hablando con gran solemnidad con una vieja de aspecto miserable que llevaba un cayado. De tal manera que no se fijaba en lo que hicieran los demás. Al otro lado estaba Signy. Su marido todavía no se había reunido con ella. Los fuegos rugían elevando por los aires llamaradas rojas, azules, amarillas, echando chispas y esparciendo un oleaje de calor. Entre vastas y corcovadas sombras brillaba el oro en los brazos de Signy, en su garganta, en los enrollados bucles que llevaba por debajo de su tocado. Estaba haciéndoles signos a sus hermanos.
Hroar instó a Helgi a ir a su encuentro. Se plantaron ante ella, sus caras exultas por las capuchas. La de ella estaba tensa y ojerosa. Les hizo señas para que se le acercasen y les susurró palabras poco amistosas, de modo que sólo ellos pudieron oírlas en todo aquel estrépito:
—No os quedéis aquí en la sala. ¡Idos! Disponéis de pocas fuerzas.
Helgi empezó a responder. Hroar lo empujó hacia delante. No sería apropiado que viesen a la dama del conde suplicando a dos simples. Se fueron al extremo de la sala y se sentaron en cuclillas entre perros y vagabundos a la espera de cualquier cosa que el rey ordenase que les diesen o que se dignasen arrojarles los nobles.
Comenzó la fiesta. Buena y abundante fueron comida y bebida: los trincheros estaban repletos de jugosa carne; rebanadas y hogazas de pan se apilaban en las bandejas junto a recipientes de mantequilla y queso, los criados acudían incesantemente a mantener los cuernos llenos de cerveza o de hidromiel. Sin embargo, no había alegría. La conversación zumbaba aburrida y taciturna. Unos cuantos jóvenes invitaron a las doncellas a sentarse y a beber a su lado. Un escaldo se puso a cantar viejas trovas y otras recientes en loor del rey Frodhi, pero sus acentos parecían difuminarse entre el humo. Sólo se oía de verdad el rugido del fuego, alborotando y chisporroteando sobre los carbones candentes.
Aquella falta de calor humano se debía al humor mismo del anfitrión. Estaba sentado encerrado en sí mismo y sin apenas hablar, despidiendo frío como un iceberg. La reina Sigridh parecía completamente afligida, retorciendo sus dedos sin cesar.
Al final se retiraron las mesas. El rey se levantó e hizo el signo del Martillo[11] sobre una gran copa de plata que apuró acto seguido. A continuación le tocaba el turno al dios de la tierra, Freyr. En su honor, se debería haber transportado un verraco hecho de oro, para que quienes lo deseasen pusiesen las manos encima y ofrecieran votos.
En lugar de aquello, Frodhi dijo, con voz átona y los labios apretados, mientras la melancolía se cernía sobre su cabeza:
—Quiero que sepáis que la mala fe se encuentra entre nosotros esta noche, sí, y también la voluntad homicida. Si no acabamos con ello en seguida, seguramente los dioses se sentirán agraviados, y podemos esperar que el próximo año haya escasez o algo peor —guardó silencio durante un instante; se vio relucir el blanco de los ojos de los presentes al caer sobre él; algunos invitados no pudieron evitar una tos, por feo que pareciese—. Una bruja me ha dicho —prosiguió Frodhi—, que huele el peligro cerca, procedente de mi propia sangre.
»Bien, ya sabéis cómo he perseguido a los hijos de mi hermano y mi señora. Quiero curar la herida, restablecer la paz que debería haber entre parientes. Sin embargo, siempre se me han escapado. ¿Por qué sino con la esperanza de levantarse y matarme? ¿Y quién podía estar rondando por aquí, deseándome daño, sino esos dos?
»Recompensaré abundantemente, y perdonaré cualquier cosa que antes haya hecho o tramado contra mí, a cualquiera que me diga dónde se encuentran Hroar y Helgi Halfdansson».
La reina Sigridh intentaba no llorar. El rey Frodhi miraba a su alrededor, sin poder distinguir bien en la oscuridad. Además, las caras de los hombres como el conde Saevil y Regin eran frías e impenetrables.
—Ponte de pie, Heidh —ordenó el rey—, y dime lo que necesitas para que yo conozca lo que he de conocer.
La mujer se levantó del asiento cojeando. Las sombras se combinaban con sus harapos mientras el resplandor del fuego enrojecía sus despeinados cabellos grises. Se apoyó en su cayado y habló en voz baja.
Helgi y Hroar seguían acuclillados en el suelo, entre los hediondos mendigos, sin soltar sus cuchillos. Un sabueso les olió el sudor y gruñó.
Frodhi habló a sus asustados siervos. Trajeron una mesa de practicar brujerías. Como a menudo había tratado con hechiceros, tenía cosas semejantes en todas sus mansiones. Era un alto taburete de madera de haya cuyas tres patas eran de fresno, olmo y espino. Heidh lo colocó delante del rey y ella misma se encaramó como un cuervo sobre el taburete. Cerró los ojos, movió sus marchitas manos, y murmuró.
No había ningún hogar encendido entre el sitial regio y el lugar de honor enfrente de él. Frodhi miró de soslayo a Signy y Saevil. El conde estaba sentado inmóvil —los tallados pilares parecían tener más movimiento en aquella luz intranquila—, pero su esposa respiraba fuerte y su mirada iba de un sitio a otro. Heidh se hundió en el silencio.
—Bueno, ¿qué has visto? —chilló Frodhi—. Sé que se te han desvelado muchas cosas. Veo que has tenido suerte. ¡Contéstame, bruja!
Ella abrió sus mandíbulas y jadeó. Un cascado graznido brotó de su boca:
Aquí hay dos
en quienes yo no confío,
esos que se sientan
al lado del fuego.…
El rey tembló. Su mano se crispó en la empuñadura de su puñal.
—¿Te refieres a los muchachos —preguntó— o a quienes los ocultan?
Dijo ella:
Esos que estaban
allí con Vifil
y que tenían
nombres de sabuesos.
Hopp y Ho.
Al oír esto, Signy la interpeló:
—¡Bien dicho, sabia mujer! Has hecho más de lo que podía esperarse de ti —quitándose su brazalete, tiró la pesada joya de oro a través de la habitación, hacia el regazo de Heidh.
La bruja lo cogió al vuelo.
—¿Quieres explicarme qué significado tiene? —dijo Frodhi con voz áspera.
Heidh le miró y luego a Signy y luego otra vez a él.
—Disculpadme, señor —dijo ella—. ¿Qué fue ese despropósito de que hablé? Todos mis hechizos han fallado su destino durante todo el día.
Estremeciéndose y tragando saliva, Signy se levantó para irse. Frodhi también se puso de pie, amenazó con el puño a la bruja y vociferó:
—¡Si no sueltas lo que tienes que decir, te torturaré hasta que lo hagas! De momento no sé más que antes de lo que piensas sobre los que están en esta mansión. ¿Por qué se ha levantado Signy del asiento? Me pregunto si los lobos no estarán aquí en consejo con las zorras.
—Yo… os suplico que me dejéis salir —balbució su sobrina—. Me he puesto enferma del humo.
Frodhi la miró ferozmente. Saevil le dio un tirón para que volviera a sentarse a su lado.
—Seguramente otro cuerno de hidromiel le hará sentirse mejor —dijo afablemente el conde. Hizo señas a una doncella, que se apresuró, castañeteándole los dientes, a servir a su esposa. Ella bebió largamente. Él se inclinó, rodeó su talle con el brazo como para sujetarla, y le susurró al oído:
—Estate quieta. Permanece en tu sitio. Los muchachos todavía pueden salvarse, si es ése su destino. Hagas lo que hagas, no muestres lo que piensas. Tal y como están las cosas no podemos hacer nada para salvarlos.
Frodhi casi chilló:
—¡Di la verdad, bruja, o te despedazaré y te echaré al fuego!
Heidh se encogió ante él. Sin embargo no soltó el brazalete, sino que se quedó boquiabierta, esforzándose por continuar con sus hechizos, hasta que profirió:
Veo sentados
a los hijos de Halfdan,
Hroar y Helgi,
los dos robustos.
Vienen a ejecutar
su venganza en Frodhi…
«A no ser que alguien se apresure a impedirlo, pero decir esto sin duda sería poco sabio», añadió por lo bajo y, saltando del trípode, cacareó:
Con dureza los miran
a Ham y a Hrani.
Han crecido los niños
que son dignos de un reino.
Un revuelo de susurros se hizo entre los hombres de Saevil que recordaban los nombres.
—¿Ham y Hrani? —dijo el rey—. ¿Quiénes? ¿Dónde?
Pero la adivina, a su manera, había advertido a los hermanos. Se habían acercado cautelosamente, mezclándose con los mendigos, hasta la puerta del cobertizo. Cuando estalló el tumulto, se deslizaron fuera y huyeron hacia los bosques.
—¡Alguien ha salido corriendo! —vociferó un mendigo.
—¡A por ellos! —chilló el rey.
Seguido de sus guerreros se precipitó hacia aquel extremo de la casa. Regin se levantó de su asiento. Dando traspiés, como si estuviese impaciente por prestar ayuda, pero bastante borracho, tiró al suelo unas cuantas antorchas de sus soportes. Los hombres de su séquito vieron lo que sucedía e hicieron otro tanto. La oscuridad y el tumulto llenaron el espacio más allá del fuego de la última zanja. Los hombres de Regin fueron detrás de los de Frodhi. Para cuando se puso orden en la confusión, no había ni rastro de los muchachos. Fuera no había nada salvo la niebla.
Frodhi se mordía el bigote cuando regresó. Sigridh y Signy sollozaban abrazadas. Heidh se había escabullido por la puerta de la entrada llevándose su brazalete de oro. Pero poco le importó a Frodhi. Cuando las luces se encendieron de nuevo, permaneció de pie ante todas las miradas atónitas y dijo a los concurrentes con amargura:
—Otra vez los he perdido. Aquí parece haber mucha gente en connivencia con ellos, a la que castigaré en su momento. Mientras tanto, los que parecéis tan contentos de que hayan escapado, podéis seguir bebiendo.
—Señor —dijo Regin entre hipos—, vos nos malinterpretáis. Seguramente mañana habrá más fortuna que hoy. Esta noche, bebamos en verdad… como amigos… porque ¿quién sabe cuánto tiempo más dejarán las Nornas que sigamos al lado de aquellos a quienes amamos?
Y pidió a gritos que le trajeran cerveza. Inquietos por lo que había sucedido, los hombres del rey y la mayoría de los presentes se sentían contentos ante la posibilidad de emborracharse tanto como sus gaznates se lo permitiesen. Regin —y, después de que Regin se lo hubiese susurrado, Saevil— pasó la contraseña entre su séquito.
—Simulad que estáis tan borrachos como los demás, pero mantened despierta la cabeza. Están en juego los hados poderosos, y nosotros estamos lejos de casa.
Pronto se alzaron las voces y las risas, chillonas, no verdaderamente de felicidad, pero que por lo menos conjuraban el silencio de la noche. Corrió la borrachera hasta que las tropas de la casa y muchos más cayeron dormidos, unos apoyados sobre otros. Para entonces, Frodhi y Sigridh se habían ido a la cama. Por eso Saevil y Regin no atrajeron la atención cuando condujeron a su gente a un establo que se había limpiado y cuyo piso se había cubierto de paja y de pieles debido al aluvión de invitados, aunque aquel alojamiento no estaba destinado para ellos. En la sala sólo resonaban ronquidos que parecían de cerdos y el chisporroteo de los mortecinos fuegos.
VII
Durante aquellas horas, la brisa despejó los encapotados cielos. Acurrucados y tiritando en un soto al borde de los bosques, Hroar y Helgi veían parpadear los signos celestes: la Osa Mayor, la Osa Menor, en cuyo extremo está la Estrella Polar, el Huso de Freyja, y otros más hasta que la tierra se volvió gris y la mole de la mansión apareció oscura bajo la luz helada.
—No hemos conseguido nada —dijo Hroar.
—Al contrario, hemos hecho mucho —le replicó Helgi—, porque ahora la gente sabe que los hijos de Halfdan viven. ¡Mira! ¡Allá!
Un hombre venía a caballo de los establos, atravesando el espacio abierto entre las viviendas y los bosques. Al principio era una mancha y un fragor rítmico de cascos. Cuando estuvo más cerca, lo reconocieron.
—¡Regin! —gritó Helgi. Y corrió a su encuentro, con Hroar detrás—. ¡Oh, padrino, te hemos echado tanto de menos!
El sheriff no los saludó. La oscura silueta de él y de su corcel dieron media vuelta y regresaron hacia la mansión. Dolidos, los muchachos le miraban boquiabiertos. El frío les mordía más profundamente los huesos.
—¿Qué pasa? —susurró Hroar. La luz de las estrellas se reflejó en sus lágrimas—. ¿Reniega de nosotros? ¿Va a contárselo a Frodhi?
—No, nunca lo creeré de él —dijo Helgi con expresión vacilante.
Regin volvió grupas a su caballo. Por segunda vez se les acercó. Sacó la espada y, cuando estaba encima de ellos, vieron que fruncía el ceño. Hizo como si fuese a herirlos. Hroar se sofocó pero permaneció en su lugar. Helgi chasqueó los entumecidos dedos y dijo en voz baja:
—¡Eh!, me parece que sé lo que quiere decir.
Regin envainó la hoja, tiró bruscamente de las riendas, y de nuevo cabalgó hacia la mansión. Iba a un paso muy moderado. Helgi apremió a Hroar, y lo siguieron de cerca.
—No comprendo —dijo este último, débilmente.
Helgi le respondió con voz resonante:
—Mi padrino se comporta así porque no quiere romper el juramento que hizo a Frodhi. Por eso no quiere hablarnos; pero de todas formas quiere ayudarnos.
Se acercaron, rodeando el patio. Unos perros ladraron. Ningún hombre se levantó, ni había nadie vigilando. La sombra de unos árboles amenazantes se tragó a Regin. Los jóvenes lo oyeron hablar en voz alta:
—Si tuviese que vengarme por algo grande del rey Frodhi, quemaría este bosque.
Acto seguido espoleó al trote su caballo, rodeó el edificio principal y desapareció de su vista.
Los muchachos se pararon.
—¿Quemar el bosque sagrado? —se preguntó Hroar—. ¿Qué puede significar esto?
Helgi aferró a su hermano por el brazo.
—No los árboles. Dice que prendamos fuego a la mansión, lo más cerca posible de la puerta.
—¿Cómo podemos hacer eso nosotros, dos simples muchachos, con todo ese poder que está en contra de nosotros?
—No se puede evitar —gruñó Helgi—. Alguna vez tenemos que atrevernos, si es que al fin queremos vengarnos del daño que nos han hecho.
Después de un instante, y hablando lentamente, dijo Hroar:
—Sí. De acuerdo. Aquí hay gente que sabrá que lo hemos hecho nosotros. Y si damos el primer paso, algunos de ellos nos seguirán, en consideración a nuestro padre y con la esperanza de que los tratemos mejor que Frodhi. Una oportunidad como ésta puede que no vuelva a presentársenos.
—¡Vamos, entonces! —rio ruidosamente Helgi.
Impacientes o no, se movieron haciendo uso de todo el sigilo y disimulo que habían aprendido cazando. Y, sin lugar a dudas, el corazón les martilleó con fuerza cuando volvieron a entrar en la mansión.
Las armas amontonadas brillaban en la habitación de la entrada. La cámara posterior era una oscuridad atestada de humo amargo, calor, olor a humanidad y de los ronquidos de los borrachos. Los hogares del fuego relucían con un rojo apagado, pero apenas se distinguían los dioses de los pilares que sostenían las vigas.
Con mano insegura, los herederos cogieron los equipos de combate. De nuevo afuera, se ayudaron el uno al otro a ponerse la camisa y la cofia de guata, el yelmo con el protector para la nariz, la loriga de cota de malla cuyo peso sólo sintieron por un breve instante, la espada a la cintura y el escudo en la mano. No les sentaban demasiado mal los que habían escogido, si pensamos que Hroar tenía quince años y Helgi trece, aunque crecido para su edad.
—¡Armas de hombre! —dijo Helgi aturdido de la alegría—. Después de pasar tres años como esclavos, ¡por fin guerreros!
—¡Silencio! —le amonestó Hroar, aunque la esperanza también había expulsado en él el invierno de su alma.
Lo más sigilosamente posible, se llevaron todo lo que pudieron de la habitación de la entrada y lo dejaron en el suelo. Luego se deslizaron a la habitación principal. Apoyándose en manos y rodillas, fueron a tientas entre los cuerpos tirados por el suelo. Cuando alguno se removía o rezongaba, se quedaban helados. Sin embargo, una marea de seguridad los impulsaba hacia delante. Ningún muchacho piensa realmente que puede morir.
En uno de los hogares encontraron astillas no apagadas del todo, que cogieron para llevárselas afuera. La luz que brotaba de ellas les prevenía de no dar un tropezón que pudiese despertar a nadie. Helgi llevaba una astilla más entre los dientes.
Una vez bajo las estrellas, se irguieron. Avivaron los tizones hasta que de nuevo aletearon con vida. Empinándose lo más que podían, trataron de prender fuego a los aleros que caían hacia abajo.
Al principio no prendieron. Helgi masculló una serie de juramentos. Hroar trabajaba pacientemente, intentando primero en un sitio y luego en otro.
Por fin brotó una llama. Era diminuta, de color azul pálido, un pájaro de Surt[12] recién salido del cascarón, sumamente frágil. Temblando en la gélida brisa, se encogió entre dos estremecimientos y pio una débil cancioncilla como para mantener el ánimo. Pero durante todo el rato no dejó de alimentarse, y creció; ahora era el viento el que le insuflaba fortaleza; se irguió temerariamente, se pavoneó de sus brillantes plumas, miró alrededor y crepitó dando la bienvenida a las hermanas que habían aparecido.
La madera de la mansión estaba vieja y gastada. El musgo que crecía en las rendijas se había secado con la caída de las hojas. La brea del tejado embebía el fuego como en otro tiempo en los pinos había embebido el sol del estío.
Helgi se apostó a la puerta de la entrada.
—Si se despiertan los de dentro antes de que este camino esté bloqueado —dijo—, tendremos que mantenerlos a raya hasta que estén bien cocidos —frunció el ceño—. ¡El cobertizo! Mejor será que vayas a prenderle también fuego.
—¿Qué pasa con nuestra madre? —se inquietó Hroar. Con la emoción no se había acordado hasta entonces de la reina Sigridh.
—Oh, los guerreros siempre permiten que salgan las mujeres, los niños, los siervos y gente por el estilo —dijo Helgi—. Pero… —calló repentinamente y se dio la vuelta. Del patio salía una banda de hombres armados.
A su cabeza iba Saevil. Se volvió a sus hombres y les habló:
—Avivad el fuego y ayudad a estos muchachos. Vosotros no tenéis ninguna obligación hacia el rey Frodhi.
Se apresuraron a obedecer. Muchos llevaban ya antorchas, los demás se alinearon con los príncipes. Helgi vitoreó. Hroar tartamudeó:
—Se… señor Conde…
Saevil se acarició la barba.
—Me parece que de aquí en adelante tú serás mi señor…, Hrani —murmuró.
—Hay una salida por el cobertizo…
—Regin se ocupa de ello.
El sheriff se les unió. El resplandor del fuego creció hasta que brincó sobre el metal y atrajo a los severos rostros fuera de la sombra. Sin embargo, todavía no había prosperado mucho el incendio. Ni el ruido ni el calor despertaron al rey Frodhi.
Se removía en su cama cerrada. Una cama semejante es de escasas dimensiones, porque los que la utilizan duermen en ella sentados. El colchón crujía bajo él.
—¡Uf, uf! —se sofocaba—. Se está tan apretado y oscuro aquí dentro como en una tumba —corrió la cortina. Un sangriento resplandor se arrastró hasta él desde los hogares del fuego.
—¿Qué pasa? —preguntó a su lado la reina Sigridh.
Suspiró hondamente antes de gritar:
—¡Despierta! ¡Despertad, mis leales! He tenido un sueño que no presagia nada bueno.
Por mucho que hubieran bebido, sus guerreros se habían acordado de permanecer a su lado. La llamada los sacó bruscamente de su sueño.
—¿Qué sucede, mi señor? —preguntó un hombre. En el hedor de las tinieblas, parecía tener la forma de un troll.
Frodhi resopló en busca de aire.
—Te diré lo que sucede. Soñé que alguien nos gritaba: «Por fin has llegado a casa, rey, con tus hombres». Y alguien preguntó, con un tono macabro: «¿Qué casa?». Entonces gritaron tan cerca de mí que hasta llegué a sentir la respiración del que gritaba: «¡La casa de Hel[13], la casa de Hel!». Y me desperté.
—¡Oooh! —gimió Sigridh.
Los perros que había dentro de la casa no habían advertido nada, mientras dormían, por lo que valiese la pena ladrar. En aquel momento, también ellos se removieron, olfatearon la primera vaharada de muerte y armaron una tremenda barahúnda.
Los de fuera lo escucharon. Era necesario tranquilizar los temores hasta que la trampa se hubiese cerrado de manera efectiva. Frodhi tenía dos herreros que eran ambos buenos operarios, ambos llamados Var, que significa «Prudente». Regin exclamó:
Fuera está Regin (que puede significar «lluvia»).
y los hijos del rey,
fieros enemigos;
se lo digo a Frodhi.
Un prudente forjó clavos,
un prudente las cabezas,
y para un prudente, un prudente
forjó clavos prudentes.
Un hombre de la Guardia refunfuñó:
—¿A cuento de qué vienen ahora unos versos? Que está lloviendo, o que los herreros del rey estén trabajando, poco importa…
Frodhi respondió, ceñudo:
—¿No te das cuenta de que son un aviso? Les encontraremos un significado diferente, estate seguro de ello. Regin me juró fidelidad, y por eso me advierte del peligro. Pero ese sujeto es astuto y solapado.
La mayoría de los que después discurrieron sobre ello pensaron que Regin mantuvo así su palabra diciendo que Hroar —un prudente— estaba realizando algo tortuoso que Helgi —otro prudente— ejecutó, mientras que Regin —un tercer prudente— avisaba de ello a un cuarto prudente que era el mismo Frodhi. El sheriff jamás le había prometido que no le daría las noticias en forma de acertijos tan retorcidos que no resultase fácil interpretarlos.
No encontrando reposo, Frodhi se levantó poco después. Echó un manto sobre su cuerpo desnudo y fue a la habitación de la entrada. Allí descubrió que el tejado estaba ardiendo, que las armas habían desaparecido y que unos hombres armados esperaban fuera. Después de parpadear habló firmemente:
—¿Quién controla el incendio?
Helgi y Hroar dieron un paso hacia delante. En sus jóvenes rostros no había piedad.
—Nosotros —dijo Hroar—, los hijos de tu hermano Halfdan a quien asesinaste.
—¿En qué términos queréis la paz? —preguntó Frodhi—. Resulta indecoroso entre parientes que uno busque la vida de otro.
Helgi escupió.
—Nadie puede confiar en ti —dijo—. ¿Estarías menos dispuesto a traicionarnos de lo que estuviste con nuestro padre? Esta noche lo pagarás.
Un rescoldo cayó sobre Frodhi y le chamuscó el cabello. Retrocedió a la sala gritando que todo el mundo se aprestase a la batalla.
Los hombres de la Guardia no tenían cotas ni escudos ni armas mejores que cuchillos de mesa. Echaron leña en los hogares para iluminarse y rompieron los muebles para hacerse con palos y arietes. Algunos de los invitados los ayudaron. Los demás estaban demasiado aturdidos, y no hacían más que tropezar farfullando en busca de la salida.
De común acuerdo, juntos, al menos en la medida en que las estrechas puertas lo permitían, los hombres del rey atacaron. La mayoría cayeron, alanceados o cercenados o traspasados conforme salían. Un puñado, llevando un banco entre ellos, irrumpió violentamente entre el enemigo y ganó cierto espacio. Las gentes de Saevil los rodearon. Uno era un berserkr, un gigante peludo del que se había apoderado el frenesí. Aullaba, echaba espuma por la boca, hacía oscilar su maza que era uno de los soportes del sitial, y golpeaba con ella sin prestar atención a los cortes y estocadas que se clavaban en su desnudo cuerpo. La estrelló sobre un yelmo, que vibró y se desfondó; el hombre que lo llevaba quedó muerto.
Helgi salió de la línea que estaba guardando la puerta, y se lanzó contra el berserkr.
—¡Nooo! —vociferaron a un mismo tiempo Saevil y Regin, horrorizados.
El príncipe no los escuchó. Se apostó con los pies separados, las piernas dobladas y tensas, el escudo cubriéndole el cuerpo desde debajo de los ojos, la espada inclinada sobre el hombro. Después de tres años ensayando con tablas y palos, era como si aquellos ejercicios bien hechos cobrasen vida. La maza cayó con rabia. Aflojó la rodilla derecha y así rápidamente lo esquivó. El golpe rozó meramente el borde del escudo. Fue suficiente para hacerlo tambalear y que la muñeca izquierda le doliese durante días. Pero su hoja ya estaba en movimiento. Silbaba por encima del escudo. Mordió profundamente en el cuello del berserkr. La sangre brotó a borbotones. Se derrumbó. Por unos instantes luchó por levantarse. Luego perdió la vida y quedó allí en medio de un charco creciente.
—¡Tu primer hombre, tu primer hombre! —Saevil abrazó a Helgi. Regin se apresuró a acudir a la parte trasera de la casa.
Frodhi no había estado en aquella carga a la desesperada. Cogió a su esposa por el brazo.
—Ven —dijo—. Quizá nos quede todavía una salida.
Corrieron al cobertizo. Apostados en la puerta estaban los nombres de Regin y el mismísimo sheriff.
—Nosotros los Skioldungos no somos una raza de larga vida —dijo Frodhi, y se volvió.
El último de los hombres del rey había muerto. Las llamas seguían creciendo, devorándolo todo a su paso sin limitarse al tejado. Se propagaron a los muros. Martilleaba el calor. La casa crepitaba llameante. Helgi gritó con su desigual voz de muchacho:
—¡Que salgan las mujeres y los criados, y los hombres que sean amigos de los hijos de Halfdan! ¡Rápido, antes de que sea demasiado tarde!
No eran muchos. La mayoría de los criados, siervos y mendigos habían dormido en otra parte y estaban reunidos aterrorizados, contemplando el fuego. Unos pocos se arrastraron fuera, y bastantes de los que salieron eran pequeños propietarios que habían sido invitados, aquellos que no habían trabajado de manera infame al servicio de Frodhi. Balbuceaban de la esperanza que siempre habían tenido de que llegase aquel maravilloso día.
—Pero ¿dónde está mi madre? —preguntó Hroar.
Sigridh fue a la puerta. Las llamas brotaban de los lados y de arriba.
—¡Aprisa! —gritó Helgi. Ella se detuvo, con un manto que le ceñía el vestido, y miró a sus hijos.
Finalmente dijo (apenas podían escucharla a través del rugido del fuego):
—Bien os habéis vengado, Hroar y Helgi, os deseo toda clase de bienes para la vida que os aguarda. Pero respecto a mí, abandoné a un marido después de su muerte. Mal hablarían de vuestra madre, queridos míos, si ahora ella abandonase a su segundo marido mientras todavía estaba vivo —alzó una mano—. Mis bendiciones para vosotros.
Y entró de nuevo en la casa.
Los hermanos chillaron e intentaron seguirla. Los hombres, rápidamente, los contuvieron. La puerta se derrumbó con estrépito. El tejado comenzó a desplomarse. Las estrellas se borraron en la humareda. El ruido se hizo insoportable y ahogó el llanto de Hroar y de Helgi.