4
LA HISTORIA DE SVIPDAG
I
Yrsa lloraba.
No se enteró de lo que había decidido Adhils hasta el final. Deseó que sobre él cayese todo género de males, que su barco no navegase aunque soplara viento favorable, que su caballo no corriese aunque huyera de sus asesinos, que su espada nunca mordiera hasta que cantase sobre su propia cabeza[33].
—¡Que no seas digno del barco ni del caballo ni de la espada, tú, afeminado cocinero de hechizos, tú, grajo que te alimentas de cadáveres! —se decía ella.
Adhils esperó a que se le pasase la ira con aquella calma vigilante que aterraba a los hombres. Cuando ella no hacía más que llorar, le decía él suavemente:
—No he podido comportarme de otro modo. Bien sabes que Helgi finalmente, y ni siquiera hace tanto, habría conseguido deponerme y acabar conmigo, para llevarte a una vida de vergüenza de la que tú misma habías huido.
Yrsa se tragó las lágrimas, le devolvió la mirada de tal modo que casi se oía el sonido que hizo al cruzarse con la suya, y dijo:
—No hay decoro en jactarse de haber traicionado a ese hombre al que yo debo tanto y al que tanto he amado, y por este motivo nunca te seré leal cuando tengas que tratar con los hombres del rey Helgi. Y ya veré cómo se puede eliminar a tus berserkir que lo asesinaron, tan pronto como encuentre jóvenes lo suficientemente audaces para intentarlo por mí y por su propio renombre.
—No divagues, Yrsa, que es inútil, y bien lo sabes —le dijo Adhils—. Suponiendo que te dejase partir, ¿adónde irías? No trates de amenazarme a mí o a mis berserkir, porque no ganarás nada con ello. Sin embargo, ennobleceré con ricos presentes la muerte de tu padre, con tesoros y la mejor de las tierras, si quieres.
La reina se alejó, para volver al cabo de un instante y aceptar, fríamente, su ofrecimiento. Algunos se preguntaron por qué ella, en vez de obrar así, no intentó reunirse en Dinamarca con el rey Hroar. Sus hombres pensaron que quizá fue por una triple razón. Ella, hija y esposa del rey Helgi, no huiría como una fugitiva ni como una mendiga. Ni tampoco dejaría de lavarlo y amortajarlo, de cerrarle los párpados, de anudar en sus pies, y con sus propias manos, los zapatos mortuorios, de verificar que tanto él como sus seguidores tuviesen un entierro digno y de que se tratara con el debido honor sus tumbas. Ni tampoco perdería la esperanza de conseguir su venganza, pues estaba claro que Hroar no tomaría ninguna.
Después de aquello, nadie volvió a ver alegre a la reina. La hostilidad en la mansión fue peor que antes. Luego de intentarlo una vez, Adhils no volvió a compartir más la cama con ella. Tan a menudo como Yrsa veía la más remota oportunidad de contradecirle, se enfrentaba abiertamente a él. Sin duda Adhils la mantuvo únicamente a su lado debido a sus parientes, a sus seguidores suecos y a su dote.
Mientras tanto, los barcos habían llevado las noticias a Dinamarca. Hrolf Helgisson no era el único en desear la guerra.
—Eso escapa a nuestros deseos —decía su tío—; pero ni pienses que dejo de dolerme por mi hermano —y se alejó, con la capucha echada sobre su cabeza, para llorar a solas.
Más tarde llegó una embarcación de Svithjodh. Su capitán habló en nombre de Adhils. Aunque Helgi había caído por sus propias acciones, decía el mensaje, ya que había urdido planes contra el señor de Uppsala, sin embargo éste estaba deseoso de llegar a un acuerdo que guardase la paz entre ambos reinos.
Hroar recibió el weregild por Helgi y juró que no enarbolaría la lanza para vengar su muerte.
Adhils lo había previsto. De otro modo, nunca se habría atrevido a descargar el golpe. Por medio de sus espías y, quizá, de su brujería, bien sabía cómo estaban en aquel momento las cosas en la casa de los Skioldungos. La verdad era que Hroar tenía tales problemas que no podía permitirse pelear con Svithjodh.
Su cuñado Saevil, conde de Escania, había fallecido recientemente. Hrok, el hijo de Saevil, era un joven hosco y codicioso que pensaba que se le debían muchas cosas a causa de la ayuda que su padre había prestado a Hroar y a Helgi. Cuando le rehusaron el gran brazalete que Fenja y Menja habían molido, se puso furioso. En parte en atención a la madre de Hrok, la hermana de Hroar, Signy, y en parte por miedo a los desórdenes, el rey no quiso expulsarlo de su puesto. Pero en adelante, Escania no volvió a conseguir la confianza de Hroar.
Más aún, una de sus empresas había salido mal y eso suponía que la guerra sería inminente.
Su tío Frodhi, a quien él había ayudado a quemar, había tenido un hijo, Ingjald, de su primera mujer, Borghild de Saxland. Había enviado al muchacho fuera para que se educase con su abuelo, un poderoso rey que vivía en la desembocadura del Elba. Ahora Ingjald se estaba abriendo camino en la vida; pero era un cabecilla poderoso y probablemente sucedería como rey a su actual pariente. Y, como recientemente había enviudado, Hroar pensó que un aliado semejante aseguraría su flanco sudoeste: entonces ya no importaría que un conde sueco gobernase la isla de Ais y estuviese en tratos con el rey de Slesvik. Hroar ganaría una paz duradera que le dejaría libre para fortalecer su reino.
Así pues, esperó poder casar a su hija Freyvar con su primo Ingjald.
Los mensajeros fueron de uno a otro lado, y al principio todo parecía prometedor. Pero sucedió que Starkadh estaba en la ciudad sajona.
Sobre él se cuenta una larga saga. Era, según dicen, descendiente de los Jötuns, y había nacido con seis brazos. Thor le cortó cuatro, pero no dejó de odiarle por su ascendencia. Cuando Odín, que lo favorecía, dijo que viviría las vidas de tres hombres, Thor dijo que tendría que hacer una penosa hazaña en cada una de ellas. Odín le dio la mejor de las armas; Thor dispuso que nunca poseería ninguna tierra. Odín dijo que siempre tendría dinero; Thor añadió que nunca tendría bastante. Odín le dio la victoria en todos los combates; Thor hizo que siempre resultara herido. Odín hizo de él el mejor de los escaldos; Thor hizo que se olvidase de sus estrofas una vez las había pronunciado. Descomunal, violento y desgraciado, Starkadh pasaba como una tormenta por aquel siglo, y su llegada siempre significaba problemas.
En la fiesta de bodas de Ingjald y Freyvar, se levantó, reprochó al novio el casarse con la hija del hombre que había asesinado a su padre, y recitó a gritos versos que hicieron hervir la sangre. Daneses y sajones, por igual, recordaron entonces lo que habían sufrido unos a causa de los otros. Se llegó a las manos y hubo muertos. Ingjald expulsó a Freyvar de su lado y la envió a su casa con el mensaje de que él mismo, por su honor, llevaría una tea para incendiar El Ciervo.
Por eso Hroar no podía permitirse tener a los guerreros de Svithjodh a sus espaldas.
La víspera del Yule, Hrolf, el hijo de Helgi, cumplió doce años y, desde entonces, se le consideró ya un hombre. Cuando se pasó el verraco entre la asistencia para hacer los votos, puso las manos sobre él y juró:
—¡Nunca huiré del fuego o del hierro!
Los hombres exclamaron que en verdad era el hijo de su padre. Sin embargo, algunos pensaban que, sobre todo, se parecía a su tío; pero otros decían que por su calma y por ser siempre un soñador podía convertirse en uno de los Skioldungos perezosos. Después de todo, el suyo había sido un nacimiento extraño, y su hermana aún era más misteriosa todavía.
Los que dudaban cambiaron de opinión al verano siguiente. Cuando los sajones cruzaron el Pequeño Belt, los daneses les hicieron frente en las playas de Fyn y tuvo lugar una batalla que atrajo a lobos y a cuervos de una gran extensión a la redonda. Hrolf no había crecido del todo, aunque nunca llegaría a ser muy alto, y naturalmente necesitó la ayuda de los mayores. Sin embargo, se comportó tan valiente y, para su edad, tan diestramente, que se ganó las simpatías de todos los guerreros.
Con estruendo y fragor, gritando y chillando, mutilando y matando, los daneses hicieron retroceder a los sajones y los aplastaron por completo. Allí cayó Ingjald, el hijo de Frodhi.
Y también Hrodhmund, el hijo mayor de Hroar.
Apenado, el rey de los daneses regresó a casa. Desde entonces, su único cuidado fue tener paz. Aquello pudo deberse a que su hijo menor, Hrörik, aunque un año mayor que Hrolf, había tenido un comportamiento muy pobre.
Y los años siguientes hicieron patente que era en Hrörik, y no en Hrolf, donde corría la mala sangre. Hrörik era haragán, cobarde y codicioso. En torno suyo se congregó una pandilla de matones y aduladores, y pronto supo cómo debía lisonjear a este caudillo, sobornar a ése y amenazar a aquél. Su padre, que envejecía rápidamente, mostraba cada vez más predilección por su sobrino Hrolf.
La reina Valthjona murió.
Un fuego se propagó a partir de las cocinas y El Ciervo se quemó por entero.
Hrörik y su padre iban en barco a Escania, donde el rey presidiría los ritos de la Cosecha, para que el pueblo no se olvidase de él, para hacerse respetar y —así lo esperaba— para ganarse la amistad de Hrok Saevilsson. El viaje a través del Sund es corto, por lo que quienes iban a bordo llevaban puestos sus mejores trajes. En el brazo de Hroar brillaba el brazalete de la serpiente.
—Deberías darme eso —dijo Hrörik. Estaba completamente borracho.
—Me lo dio mi hermano —dijo Hroar—, y lo llevaré puesto hasta que muera.
—Bueno, déjame que lo vea de todos modos —le apremió su hijo—. Se supone que es el mayor tesoro que tenemos, ahora que tu mansión ha desaparecido, pero nunca lo he mirado de cerca.
Hroar se lo quitó y se lo pasó. Hrörik lo hizo girar entre sus dedos. Los ojos de la serpiente que rodea el mundo[34] relucían rojos.
—Bueno —dijo el joven—, lo mejor será que ninguno de los dos lo tenga —y tiró el brazalete por la borda.
El canto del nostromo se calló y los remos se movieron alborotadamente. Un quejido se extendió a lo largo del casco. Era el peor de los augurios.
Hroar echó un pliegue de su manto sobre su cabeza gris.
Murió aquel invierno.
Hrörik ya lo había preparado todo, aunque no lo necesitase. Hrolf nunca se opondría al hijo del hombre que había sido como un padre para él. Por lo tanto, los daneses aclamaron a Hrörik como su rey.
Casi de inmediato, aquellas tierras que Helgi había regido por sí mismo comenzaron a separarse. Había en ello algo más que antiguo orgullo. Los caudillos no tenían fe en un soberano célebre por su pereza y su avaricia; y cuando él se limitó a hacer algún que otro débil intento para intentar que volviesen a él, ellos pudieron comprobar que lo habían juzgado correctamente.
«Si no somos necios —se dijeron—, de ahora en adelante nos cuidaremos nosotros mismos».
La más grave pérdida se produjo cuando el conde de Odense —el Lago de Odín— dijo que sería rey lo mismo que su padre lo había sido. Era una ciudad tan grande como Roskilde y mucho más antigua, el sitio más sagrado de Dinamarca. En breve, la isla de Fyn se separó de Leidhra.
Empezaron a hacer su aparición los bandidos; los vikingos hostigaban las costas; jutos, sajones y vendos hacían incursiones sin dificultad y estaban planeando una guerra a fondo.
Entonces los caudillos de Selandia se agruparon y se alzaron. Hrolf les dijo que no lucharía contra su pariente. Ellos le dijeron que lo harían ellos mismos, dijera lo que dijese, y que después lo nombrarían su señor.
Furioso, Hrörik envió hombres a la casa donde vivía Hrolf. El príncipe escapó vivo de milagro. En lo sucesivo, no le quedó otro remedio que desenvainar su espada contra el hijo de su tío y de su tía, a los que tanto había amado.
Hrörik cayó en la batalla. Guerreros y terratenientes se congregaron en la piedra del Thing para proclamar a gritos que Hrolf, hijo de Helgi, era ahora su rey. Apenado, aferró los anillos del juramento y asumió la soberanía de una tierra al borde de la desintegración.
Mientras tanto, en Svithjodh, Adhils se había hecho rico y poderoso, de tal forma que los hombres consideraban un alto honor ir a servirlo.
II
Al Oeste de las tierras bajas que se dominaban desde Uppsala, se alzaban altas, abruptas y espesamente cubiertas de bosque las montañas de Svithjodh: una tierra para las águilas y los osos, con arroyos caudalosos y valles profundos. Allí moraba un granjero llamado Svip. Su granja estaba muy alejada de las demás; sin embargo era de buen tamaño y albergaba a mucha gente, porque era de posición acomodada. De joven había sido un guerrero valiente y viajado mucho. Era más sabio de lo que parecía —un hombre canoso y fornido, un poco bizco, con la nariz rota— y se formaba su propia opinión sobre cualquier asunto. Aunque no fuese brujo, algunos pensaban que poseía la clarividencia, y, en efecto, a menudo tenía sueños admonitorios.
Tenía tres hijos, Hvitserk, Beigadh y Svipdag. Los tres eran fuertes, capaces y guapos. A pesar de ser el menor, Svipdag superaba a sus hermanos tanto en estatura como en fortaleza.
Cuando tenía dieciocho inviernos, luego de meditarlo largamente, fue a ver a su padre y le dijo:
—Ésta es una vida monótona, estar aquí siempre entre las montañas, sin ir a visitar a nadie, ni que nadie venga a visitarnos a nosotros. Deberíamos ir a unirnos al rey Adhils y sus guerreros, y ver si nos acepta.
Svip el labrador frunció el ceño y contestó:
—No creo que fuese sensato. Conozco al rey Adhils de antiguo. Sus palabras pueden ser sucias al mismo tiempo que hermosas, por grandes que sean sus promesas. Y si sus hombres son suficientemente valientes, también son gente indisciplinada que no sabe comportarse —suspiró en su presencia y añadió—: Sin embargo, el rey Adhils es tan fuerte como famoso.
Svipdag levantó un puño.
—Algo hay que arriesgar para ganar algo, y nadie puede saber de antemano las vueltas que dará su suerte. Lo único que sé es que no permaneceré aquí por más tiempo, a pesar de lo que pueda aguardarme.
El labrador miró atentamente a su hijo. Alto, de hombros anchos, huesudo, la barba amarilla ya espesa en su rubicunda y austera cara, Svipdag estaba erguido con la melena brillando bajo el sol, perfilándose contra los verdes pinos y el cielo azul. La cosecha del heno acababa de terminar y la granja estaba llena de ese dulce olor de paz.
—Qué se le va a hacer —dijo Svip—, también yo he sido joven.
Hvitserk y Beigadh decidieron seguir los deseos del padre y permanecer en casa un poco más. Para el viajero, Svip trajo excelentes regalos: un caballo lo suficientemente grande para que los pies del jinete no fuesen arrastrando por el suelo, el equipo completo de un combatiente, y una larga hacha, extrañamente reluciente y afilada. También le dio muchos consejos tales como:
—Nunca te fíes de los demás y nunca fanfarronees; con esto no se gana sino un mal nombre. Pero si alguien te acosa, entonces defiéndete, porque la forma de comportarse de un hombre hábil es hablar con moderación, pero en el peligro lanzarse con energía hacia adelante.
No temía por la suerte de Svipdag en una pelea. Él mismo había sido su maestro; los hermanos habían empleado multitud de horas atizándose, sin dejar pasar casi un solo día, entrenándose en el uso de las armas.
De tal suerte, Svipdag abrazó a sus parientes, a sus mejores amigos entre la gente de la granja, y a todas las muchachas con las que últimamente hubiese estado retozando, y partió a caballo. Durante un rato estuvieron escuchando sus canciones. Pero al fin se perdieron en el ruido de una cascada.
No pareciendo especialmente vulnerable, no tuvo problemas en su viaje. Su buen humor resplandeció en las casas en las que se quedaba para pernoctar. Preguntando por el camino, se enteró de que el rey Adhils y la reina Yrsa no estaban entonces en Uppsala, sino en un sitio que tenían a orillas del lago Malar, donde ella pasaba mucho tiempo todos los veranos, mientras él estaba haciendo su ronda real.
Svipdag llegó al atardecer. Bosques y campos de cereales ondulaban el terreno hasta el borde de una vasta lámina de agua, cuya superficie, brillante por los rayos del sol poniente, solamente la interrumpían algunas islas emergentes. El aire era frío y húmedo, y reinaba el silencio, excepto por el bullicio y los gritos procedentes de la casa, cuyos ecos resonaban hasta perderse en el cielo. Svipdag se detuvo en una puerta enrejada de la empalizada que rodeaba la mansión y sus dependencias exteriores. Estaba cerrada por dentro, y nadie la custodiaba. Los hombres pululaban por el patio interior, algunos jugando y otros contemplando un entretenido partido de pelota. Svipdag llamó para que le dejasen entrar. Los pocos que lo oyeron se limitaron a mirarlo un instante y continuaron con su deporte.
Espoleó el caballo para que se encabritase. Los cascos golpearon la empalizada, la cerradura se rompió, crujió la puerta y Svipdag entró ruidosamente en el patio.
El rey Adhils estaba sentado fuera de la mansión, espléndidamente vestido, en una silla dorada. Sus doce berserkir se encontraban de pie o en cuclillas a su alrededor, peludos, sucios, hoscos, tan desagradables de ver como de oler. Gruñeron y miraron fijamente en medio del silencio que se había hecho en el gentío. Las palabras de Adhils fluyeron lentamente:
—Ese hombre sigue adelante sin hacer caso de nada. Nunca se había visto que nadie se atreviese a tanto. Debe de tener buen concepto de sí mismo.
Svipdag se detuvo, desmontó y sonrió alegremente.
—Salud, rey Adhils, mi señor —dijo—, porque seguramente un hombre tan ricamente ataviado debe ser el Rey. Me llamo Svipdag, hijo de Svip Arnulfsson, quien vive en las tierras del Oeste y al que conocisteis en otro tiempo.
—Vienes aquí con mayor temeridad de la que tu padre debería haberte aconsejado.
—No, señor. Pedí permiso para entrar, y nadie me contestó. Una grosería semejante por parte de vuestros hombres os deshonra, y confío que consideréis apropiado el que les enseñe cómo deben comportarse.
—¿Qué? —retumbó Ketil, el principal de los berserkir—. Te aplastaré como la cucaracha que eres…
Se movió pesadamente hacia adelante. Svipdag, siempre sonriente, cogió el hacha del arzón delantero.
—¡Deteneos! —ordenó Adhils—. Hablemos primero. Me acuerdo de Svip. Luchó valientemente por mí contra Aali, aquel día en el hielo. ¿Qué quiere su hijo de nosotros?
—Me gustaría mucho entrar a vuestro servicio, señor —dijo Svipdag.
Adhils le mandó que se sentase. Lo hizo en un trono que había visto junto a la silla, y se puso a mirar el partido de pelota luego de que se reanudase, mientras conversaba con el rey de modo amistoso. A los berserkir esto les pareció mal, y rezongaron y murmuraron. Cuando se oyó la llamada para ir a comer y el rey encabezó la comitiva hacia el interior, rodeado de sus doce guardias, Ketil le dijo:
—Vamos a desafiar a ese cabeza de lobo[35] y a cortársela antes de que cause más problemas.
Adhils arrugó la nariz.
—No creo que sea fácil de manejar —respondió con voz tranquila—. Sin embargo, hum, hum, sí, me gustaría comprobar si es tan fornido como parece.
Ketil dibujó la mueca de una sonrisa en su cara verrugosa. Mientras los hombres se dirigían a sus asientos, dejó al rey, se abrió camino hasta el joven, lo agarró por la capa debajo de la garganta, y bufó:
—Bien, ¿crees que eres tan buen guerrero como nosotros los berserkir, para comportarte tan descaradamente?
Svipdag se sonrojó, sofocado en la vacilante luz de las antorchas. Apartó de un golpe la mano del hombretón y habló para que lo oyese toda la sala:
—Sí, soy tan bueno como cualquiera de vosotros.
Un bramido se levantó al unísono de los doce. Se acercaron para rodear a Svipdag. Nadie llevaba armas puertas adentro, y él había dejado yelmo y loriga en la habitación de la entrada. Quizá una docena de hombres como aquellos pudieran desmembrarle a uno. Los hombres se alejaron de su camino, tratando de que no pareciese que huían para ponerse a salvo.
—¡Deteneos! ¡Deteneos, os digo! —gritó Adhils desde su sitial—. Quedaos tranquilos. No habrá lucha aquí dentro, no a esta hora esta noche.
Los berserkir aullaron. Ketil escupió a los pies de Svipdag.
—¿Te atreves a luchar con nosotros mañana? —rugió—. Entonces tendrás que usar algo más que baladronadas y fanfarronería, y podremos comprobar de qué madera estás hecho.
Svipdag se echó para atrás.
—Me enfrentaré con vosotros uno a uno. Así veremos quién es el mejor.
Adhils asintió. Le gustaba la idea de una prueba, porque en el curso de los años de paz se había hecho difícil saber hasta qué punto un guerrero era realmente útil.
—Ese hombre será bienvenido en este lugar —dijo una voz clara.
Svipdag miró a través de las sombras y del parpadeo del fuego a la mujer que había hablado. Estaba sentada al lado del rey, no más cerca de lo necesario: no era alta pero su porte sí era orgulloso, vestida sobriamente y marcada por la pena, aunque todavía con sus ojos grises encendidos y el cabello moreno rojizo que le relucía. Debía de ser la reina Yrsa.
Ketil encogió los hombros y rechinó:
—Ya hace tiempo que os gustaría vernos en el Infierno. Pero no somos tan débiles para rendirnos ante meras palabras y mala voluntad.
Ella se volvió a su marido y dijo:
—No conseguirás nada bueno si los sacas del apuro, tú que sientes necesidad de usar una escoria semejante.
Lívido de rabia, Ketil aulló:
—¡Maldita sea! ¡No nos da miedo enfrentarnos a él!
Adhils hizo señas a las mujeres para que trajesen rápidamente las bebidas. La velada transcurrió en paz, aunque intranquila. Los berserkir estaban de mal humor; el resto de los cortesanos parecían más animados. La mirada de Yrsa se mantuvo perdida en Svipdag, en un extremo de la sala donde él estaba sentado, hablando, bebiendo, festejando, el hombre más alegre bajo aquel techo.
Por la mañana tuvo lugar «la ida a la isla[36]».
Es uso corriente entre los paganos, cuando los hombres desean batirse en desafío, que vayan a un islote, a una isla pequeña, donde pocos o nadie puedan verlos ni ir a alborotar. Cuatro varas de sauce señalan el campo, y el que es arrojado fuera de él se considera que ha perdido. De otro modo se establece que los golpes vayan por turnos. Y el asunto se decide al primer derramamiento de sangre, por abandono, o por muerte.
Aquel día había más testigos que de ordinario. El mismo Adhils había venido a remo junto con los doce y estaba sentado entre ellos, en un tocón, contemplando el prado señalado con estacas. Bajo los árboles del lado opuesto, el hierro refulgía en torno a una delgada figura con una capa azul. Yrsa también había venido, y una veintena de los guerreros que la escoltaban y que se sentían más obligados a ella que al rey.
Svipdag estaba erguido con túnica y calzones. Sólo llevaba el yelmo y se había quitado la cota de malla, porque no quería que lo considerasen desleal con sus enemigos en aquella prueba de su valor. Tampoco llevaba escudo, al ser su hacha un arma que había que manejar con ambas manos. Yrsa se mordió el labio cuando lo vio; e inclinó, desanimada, la cabeza.
Ketil se dio cuenta, y la miró impúdicamente antes de entrar en la alta hierba. Empezó a bambolearse, esforzándose por entrar en el frenesí típico de los suyos. La baba corría por su barba. Sus mejillas soplaban y enrojecían. Mordía el borde del escudo, blandía la espada, y hacía ruidos que parecían de animal.
Svipdag bostezó.
—No te habría dejado que dieses el primer golpe —exclamó—, si hubiese sabido el rato tan fatigoso que ibas a pasar para levantar ese corazón de mula que tienes.
Ketil chilló y embistió. Su espada remolineó en lo alto y silbó al caer. El hacha de Svipdag la encontró a mitad de camino, con un estruendo y una lluvia de chispas. Luego, la pesada cabeza del hacha osciló hacia atrás, y de nuevo hacia adelante, para estrellarse contra el escudo y hacer que el berserkr se tambalease.
Yrsa apretó los puños contra su pecho y respiró agitadamente.
Ketil se recobró. Dio un tajo tras otro —sin pensar más en guardar el turno— y fuertes eran los golpes. Pero Svipdag siempre los paraba, y siempre, a su vez, golpeaba el escudo de su enemigo. Asía con ambas manos el hacha, y la guiaba con las muñecas y los hombros, que habían talado árboles y empujado rocas por las montañas. El estruendo hacía que las bandadas de pájaros gritasen en lo alto.
De repente, el hacha cayó de lleno en el yelmo de Ketil. Medio aturdido, el guerrero soltó el escudo. Svipdag le atizó en las costillas. Ketil dio un quejido y cayó sobre una rodilla. Tenía inclinado el cuello. Svipdag se lo cortó de un golpe. Ketil se derrumbó mirándose boquiabierto.
—¡Svipdag, Svipdag, oh, Svipdag! —Yrsa reía y lloraba.
—¡Por mis pelotas —gritó otro berserkr— que te las cortaré por lo que has hecho antes de que mueras! —y se lanzó en busca de venganza.
Svipdag, aunque mojado de sudor y resollando, esbozó una sonrisa y se lanzó resueltamente a su encuentro. Imprudente, aquel hombre era una partida más fácil. Svipdag fue recobrando el aliento mientras jugaba con él como, en la granja de su padre, solía jugar con los toros para divertirse. En el momento oportuno, le abrió el vientre a su enemigo. La sangre salía a borbotones.
Enloquecido, un tercer berserkr saltó del lado del rey. Ganó velocidad conforme corría a través del prado, balanceando su hacha por encima de la cabeza. Svipdag lo esquivó, echándole al mismo tiempo la zancadilla. El monstruo tropezó. El arma de Svipdag le partió el espinazo.
Horrorizado, Adhils gritó a sus hombres que se quedaran en su sitio. Un cuarto no prestó atención. Svipdag giró sobre sus talones con el tiempo justo de hacer frente al ataque desde atrás. El berserkr saltó sobre él para derribarlo al suelo. El hacha de Svipdag voló de tal modo que, por un instante, se formó como una cola de sangre. No pudo evitar caer bajo el escudo del otro hombre; pero le había aplastado una rótula. De un tirón se liberó, rodó limpiamente, agarró el hacha y se puso en pie de un salto. El enloquecido guerrero no sentía dolor, quizá ni siquiera sabía que estuviese tullido. Sin embargo, no pudo levantarse, y en su delirio se defendió pobremente sobre una sola pierna. Svipdag, rápidamente, esquivó su guardia. Nuevamente, el hacha golpeó. Cuatro hombres yacían en la hierba, las moscas ya revoloteando a su alrededor. Yrsa no cesaba de aplaudir.
Svipdag, salpicado de sangre, con heridas frescas, las ropas mojadas y el cabello lacio de sudor, jadeaba para recobrar el aliento. Frenético de rabia, el rey Adhils se levantó y gritó:
—¡Gran daño me has hecho, y ahora lo pagarás! ¡Mis hombres, todos juntos! ¡Matadlo!
—¡Jamás mientras vivamos! —gritó Yrsa, y corrió hacia delante. Los hombres de su guardia se precipitaron tras ella para adoptar la formación de tortuga en torno a Svipdag según ella les ordenó.
Los ocho berserkir que rondaban en torno gruñían, bufaban, escupían juramentos y maldiciones, como si de un momento a otro fuesen a lanzarse al ataque. Los hombres de la reina permanecían firmes, lanzas y espadas en alto. Detrás de ellos, los arqueros encordaban y tensaban los arcos, haciendo un ruido sordo como un enjambre de furiosas avispas. No era una empresa fácil tratar de vencer a tantos hombres.
Yrsa fue al lado de su marido, quien no cesaba de estremecerse y de gruñir, se plantó ante él y dijo:
—Llama a tus perros. Mis hombres van a defender a Svipdag hasta que hagas las paces con él.
—Oh, es un día feliz para ti, ¿verdad, Yrsa, perra? —respondió Adhils. Hizo ademán de pegarle. Ella apretó los puños, le devolvió la mirada y dijo:
—La lucha no partió de él. Vino de buena fe a ofrecernos sus servicios. Ellos lo provocaron, esos trolls. Bien, ¡ya has visto lo que valen! Deberías alegrarte de tener esa grasa de ballena fuera de tus tropas. ¡Haz las paces, te digo! Ganarás más honor con este solo hombre que con todos los berserkir que hayan ensuciado la tierra.
—¿Qué te importa a ti mi honor, Yrsa?
—Bastante poco, en verdad; sin embargo, más que a ti, a lo que parece.
Acto seguido, Yrsa habló con suavidad. Los años le habían dado una hábil lengua a la hora de mostrar dónde estaba la sabiduría. Finalmente, consiguió hacer las paces entre Adhils y Svipdag. Cuando el recién llegado volvió a tierra firme y las gentes de la casa conocieron lo sucedido, lo rodearon y confesaron que nunca antes una criatura semejante había venido a ser su hermano de armas.
Sin embargo la reina, en un momento en que nadie lo advertía, le susurró:
—Ten cuidado. Esos ocho se olvidarán en seguida de la palabra que te dieron.
Asintió con la cabeza. La víspera, al final de la velada en la sala, había oído detalladamente la muerte del rey Helgi ocurrida nueve años antes. Pensó con el calor de la juventud que había sido la peor de las hazañas; y aquel día, esa mujer que tanto había sufrido por ello le había salvado la vida.
—Sí, me parece que les he hecho menos daño hasta ahora de lo que debería, señora —le dijo él.
Los ojos de ella se abrieron asustados.
—¿Qué quieres decir? ¡No, Svipdag! ¡Cuidado! ¡Nunca estés solo! —entonces se acercaron otras gentes y ya no pudo haber más intimidad entre ellos.
Por indicación de la reina, Adhils le ofreció a Svipdag aquella noche el asiento de honor enfrente del suyo, y lo alabó cortésmente todo el rato que los hombres estuvieron bebiendo juntos. Los berserkir no estaban presentes. Adhils ya había hablado con ellos, en un lugar apartado. Después dijo que había estado tranquilizándolos. Svipdag había advertido cómo habían salido arrastrando los pies, al parecer contentos, pero con una cara siniestra. El hijo del labrador se había comportado como si no esperase nada adverso, y como si hubiese empleado la tarde en afilar el hacha solamente porque cualquier buen trabajador habría hecho otro tanto. Cuando el rey le dijo que no dormiría en un banco aquella noche, sino en una casa de invitados, al otro lado del patio, Svipdag se lo agradeció… y luego, sigilosamente, bajo la protección de la oscuridad, hizo un fardo con la cota de malla y las armas y se lo llevó, no a la casa que le había indicado, sino a una esquina del vestíbulo del palacio.
Llevaron mucha bebida. Era muy tarde cuando Adhils le dio las buenas noches. En las tinieblas de fuera lloviznaba. La cámara de la entrada estaba oscura como la pez. Svipdag se alegró. Podía ponerse a tientas el yelmo y la cota de malla, sin que nadie lo viese.
Andando resueltamente —había bebido mucho menos de lo que había aparentado— cruzó el patio. Cerca de la casa de invitados, sucedió lo que esperaba. Los ocho berserkir salieron de las sombras para caer sobre él.
Rio entre dientes, retrocedió hasta la pared, y dejó que se acercasen. En la oscuridad era difícil ver. Solamente él podía golpear a su antojo, e iba vestido de hierro.
Había matado ya a uno cuando el estrépito de lo que tendría que haber sido un rápido y sigiloso asesinato atrajo a los hombres, que salieron a trompicones de la mansión. Rápidamente detuvieron la lucha, y se enfurecieron por la vergüenza que había caído sobre ellos.
Adhils no pudo hacer otra cosa que decir lo mismo, y afirmar que los berserkir mentían al pretender que él los había impulsado a ello. Los expulsó del lugar. Salieron bajo escarnios y mofas, bramando en la lluviosa noche, jurando volver y asolar todo Svithjodh.
—No le concedo ningún valor a esa amenaza —dijo Adhils, de nuevo en el interior de la casa—. Tú has demostrado que no hay nada que temer de esos bobos.
—No estoy tan seguro, señor —respondió Svipdag.
Ahora que se sentía seguro, se bebió una gran jarra de hidromiel.
—Bueno, ahora tienes que convertirte en lo que se suponía que ellos eran, y darme no menos protección que la que los doce me daban —dijo el rey con una débil sonrisa. Su mirada cayó sobre Yrsa, cuyos ojos brillaban al mirar a Svipdag, como si fuesen soles—. Sobre todo —añadió lentamente—, porque la reina quiere que ocupes su puesto.
—¿Quieres hacerlo? —le preguntó ella anhelante—. ¡Ojalá que una buena Norna haga que aceptes!
Svipdag estuvo un instante en silencio. Realmente había dejado de interesarle servir a este Adhils. Sin embargo, habiendo ganado un gran nombre, podía esperar conseguir más honor, y riquezas, de las que había venido buscando. E Yrsa suplicaba…
—Sí —dijo Svipdag—. Os lo agradezco, mi señora.
III
Hrolf Helgisson sólo tenía dieciséis inviernos cuando los caudillos lo hicieron rey de una quebrantada Dinamarca. Aunque ellos tenían buenas intenciones en los consejos que le daban, ninguno era un Regin o un Saevil. Debió ir con pies de plomo en el dominio del ejercicio del poder. A pesar de sus aptitudes, era seguro que cometería disparates. Era demasiado blando con los hombres de su guardia, que así se convirtieron en una salvaje y despótica tropa; y a mucha gente le desagradó cuando siguió el ejemplo de Adhils y, uno a uno, tomó doce berserkir a su servicio.
Pacientemente explicó a los que estaban en contra de tal proceder:
—Yo soy más parecido a mi tío Hroar que a mi padre Helgi. Antes prefiero construir que arrasar. Sin embargo, Hroar no podría haber sido lo que fue ni haber hecho lo que hizo, si no hubiese tenido a su hermano como espada y escudo. Yo estoy solo, estos son tiempos difíciles, y, antes de que podamos tener esperanzas de paz, tenemos que acabar con la violencia. Con este fin, usaré los medios a mi alcance.
Había heredado grandes tesoros y los regalaba generosamente. Ningún cortesano era mejor albergado, festejado, vestido, armado y adornado de anillos que los suyos. Y aunque fueran toscos, lo amaban. Si él hubiese querido, habría podido conducirles al asalto del Asgard. (Algunos decían esto con estas mismas palabras, porque Hrolf, como sus predecesores, no se preocupaba mucho de adorar a los dioses). Siempre encontraba alguna tarea para que ellos la realizasen. Y durante todo el tiempo, no dejaba de aprender.
En cuatro años limpió de bandidos los bosques de Selandia y de vikingos las costas. El conde Hrok se levantó en Escama; Hrolf cruzó las aguas y ganó la batalla en la que Hrok cayó; en atención a Signy, su madre, Hrolf le dio a su enemigo un lujoso entierro, pero también se aseguró de dejar en aquella región a alguien en quien poder confiar. Recobró Mön, Langeland y otras islas menores. Una vez más a salvo, Roskilde floreció. Como el pequeño puerto pesquero en el Sund, que atraía a los mercaderes hasta que empezaron a llamarlo Köbenhaven[37]. Entre una y otra expedición de guerra, Hrolf acudía a los Things de condado, o se sentaba en su trono de Leidhra, para escuchar a los hombres, pronunciar juicios y esforzarse por lograr que se hiciesen mejores leyes.
—Me gustaría ver que volvéis a estar como en los tiempos de Frodhi el Pacificador y Hroar el Sabio —les decía—, en un reino tan grande y tan fuertemente edificado que no pueda desmoronarse de nuevo sobre vosotros.
Mientras tanto, su hermana de padre, Skuld, seguía creciendo.
Después de que Ingjald el Sajón devolviese a Freyvar Hroarsdottir a su casa, ella se casó con Ulf Asgeirsson, un poderoso caudillo del norte de Selandia. Hrolf lo ascendió de sheriff a conde y dejó a Skuld bajo su custodia. Ulf gobernaba bien sus tierras, por lo que el ocupado rey tenía escasos motivos para verlo. Pero al cabo de esos cuatro años, envió un mensaje a Leidhra para invitar a su señor a que viniese a visitarlo pasadas las ofrendas de la Cosecha. El mensajero añadió al oído de Hrolf:
—Dice que es un asunto importante; no me ha dicho cuál.
Hrolf lo miró con atención.
—¿Puedes adivinarlo al menos? —le preguntó. El hombre pareció apesadumbrado. Hrolf sonrió, aunque con poca alegría—. Bien, no te presionaré —dijo—. Simplemente, iré.
Dio un vistoso espectáculo cuando entró cabalgando en el patio de Ulf. Hrolf no destacaba como lo hacía su padre; de complexión menuda, no era más alto que la mayoría. Silencioso, se movía como un gato montés, ganando peleas con hombres mucho más fuertes por pura rapidez y habilidad. En medio de las ondas de su cabello amarillo rojizo, su rostro era de pómulos salientes, ancho entre los grandes ojos grises bajo los oscuros arcos de las cejas, con la nariz recta y un poco ladeada, y boca de labios gruesos con propensión a doblarse hacia arriba. Pero, por debajo de la suave y recortada barba ambarina, sobresalía el mentón de los Skioldungos. Su voz era ligera, generalmente hablaba despacio y rara vez gritaba.
También se parecía a los gatos monteses en la pulcritud. Si una casa de baños se encontraba cerca, iba a meterse en el vapor; él mismo se frotaba y lavaba todos los días. Los hombres decían en broma que el rey Hrolf era hospitalario con todo el mundo excepto con las pulgas. Le gustaban los buenos vestidos. Aquel día llevaba camisa blanca de lino, jubón rojo cosido con hilo de oro, cinturón de cuero labrado con una ancha hebilla de plata, pantalones azules y polainas blancas, zapatos de piel de foca con espuelas doradas, manto azafranado con guarniciones de marta y cerrado por un broche tachonado de granates, y el oro brillando en su cabeza, en los brazos, en los dedos y en la vaina de la espada.
Se había traído solamente una veintena de hombres. Siendo el norte de Selandia una tierra pobre y escasamente poblada, no quería ser una carga para el conde. Sin embargo, aquellos jóvenes iban con sus lorigas de hierro que brillaban y tintineaban, y con capas de vivos colores. Cuando se acercaban a su meta, cada uno sopló un cuerno y rompieron al galope. Era una tormenta, ruidosa y llena de arcos iris, la que se adentró en el patio.
Ulf y Freyvar les dieron la bienvenida. Sin embargo, estaba claro que era una pareja apesadumbrada. Hrolf dijo que le gustaría ver las tierras por la tarde, y sus anfitriones le tomaron la palabra.
Salieron a pie de la mansión, con unos cuantos hombres que los seguían a distancia. Era un día frío de otoño. El viento rugía a través de los campos de rastrojos y de los grises brezales más a lo lejos. Las nubes se apresuraban en un cielo pálido como el hielo, en el que una bandada de cigüeñas emprendía la marcha, cada vez más arriba. Más cerca del suelo, algunos cuervos aleteaban oscuros. En la lejanía, a un lado se alzaba un bosque, las hojas llameando con todos los matices del rojo, rojo bermejo, rojo cobre, rojo bronce, hasta que se soltaban y se arremolinaban en las ráfagas del viento. Hacia el Norte un vislumbre de acero señalaba el mar.
—¿De qué queréis hablar? —preguntó Hrolf.
—De tu hermana Skuld —dijo Freyvar. Era una mujer delgada; su marido era bajo y rechoncho—. Nos da miedo por nuestros hijos, por lo que ella pueda enseñarles.
—Estoy preocupado por lo que pueda traer a toda la región —dijo Ulf. Señaló con la mano a su alrededor—. Ésta es una tierra dura en el mejor de los casos, llena de lugares secretos y de seres misteriosos. Hay pantanos de los cuales muchos hombres, niños y animales no han vuelto nunca. Hay túmulos donde después del anochecer se ven fuegos sin calor y formas que andan. A menudo yo mismo he oído pisadas de cascos y aullidos de sabueso vagando en el aire nocturno. La gente prudente evita encontrarse con esas cosas. Me temo que Skuld no.
—Ella fue siempre una niña rara —suspiró Freyvar—. Apenas lloraba, ni siquiera cuando era muy pequeña, ni mostraba cariño ni parecía necesitarlo. Generalmente se comportaba como si se bastase a sí misma. Era testaruda, chillaba cuando se enfurecía, despreciando siempre los trabajos de mujer, más inclinada a subirse a los árboles, a nadar (¡oh, nada como una nutria!), a vagar por los yermos, más tarde a cazar y a pescar y, sí, si es necesario, a afilar cuchillos…
—Ya había oído algo de ello, por supuesto —dijo Hrolf—. Bueno, si su alma se parece tanto a la de un hombre, pensad en quién era su padre.
—Pienso más bien en quién era su madre —refunfuñó Ulf—. Muchachas que se comportan como muchachos ya las había visto antes. La mayoría cambian cuando les crecen los pechos. Skuld… es tranquila, aunque no menos terca y mordaz. Los sirvientes la temen, por el rencor con que los trata. Lo que más me inquieta es lo aficionada que es a todo lo que huele a hechicería. No es sólo una runa grabada en una uña por diversión; no, la he oído murmurar y visto dar pases de modo desconocido para mí, que he tratado con tantas clases distintas de gente. La han vislumbrado en los brezales, acuclillada ante un dolmen, sus manos llenas de la sangre de un pájaro despedazado por ella misma. Se marcha a aquellos bosques sin preocuparse de los lobos, ni de los proscritos, ni de los trolls. En ocasiones desaparece durante mucho tiempo, y luego no dice ni dónde ha estado ni lo que ha hecho. Pero cuando su manto se desliza a un lado, hemos visto que lleva un omóplato de oveja[38] con signos grabados en él. No sé dónde ha podido conseguir una cosa semejante.
Hrolf se estremeció.
—No me gustan estas cosas —dijo—. Sin embargo, podría estar simplemente jugando, quizá burlándose de vosotros. ¿Qué edad tiene ahora… doce años? Veamos si puedo ganar su confianza y sondearla un poco.
Esa noche le pidió a Skuld que se sentase a beber a su lado en el sitial que Ulf le había cedido al rey. Ella se apresuró a sentarse.
A la brillante luz del fuego, en una habitación cálida y llena de los olores del humo de la leña, de la carne asada, de los juncos del suelo, donde las llamas crepitaban y fluían las charlas y la risa, Skuld no parecía ningún ser de las tinieblas. Era muy hermosa. Tenía la delgadez propia de su edad, pero no su torpeza; corría más que andaba. Los sueltos cabellos de doncella caían lacios y negros sobre un sencillo vestido blanco, hasta más abajo de la cintura. Era una negrura que brillaba, como brilla un lago iluminado por las estrellas. Su cara era delgada y finamente cincelada, la piel de una blancura de cisne, los labios intensamente rojos. Pero sobre todo, uno se fijaba en los ojos, grandes y de largas pestañas, de un verde cambiante que oscilaba casi del azul al dorado, como las olas del mar. Su voz era ronca, aunque cuando se enfurecía se convertía en chillona y cortante como una sierra.
Aquella noche sonrió y alzó la copa para chocarla con el cuerno que sostenía su hermano.
—Salud —dijo—. Bienvenido. He sabido demasiado poco de ti.
—Tenemos que arreglarlo —contestó Hrolf.
—¿Cuándo? —ella se estremeció al instante—. Estoy aquí en este charco de ranas, bostezando y enmoheciendo, mientras que tú… ¡Llévame contigo!
—A su hora, a su hora —dijo Hrolf—. Todavía tienes que aprender lo que corresponde a una mujer.
—¡A una mujer! —se mofó—. Cocinar, hacer cerveza, lavar, barrer, vigilar, y servir a una jauría de zoquetes borrachos… y ser poseída cuando le plazca al que me llame suya, y poner cada año mi vida en peligro, con sangre y angustia, para parir… ¡No!
—Tendrás una alta posición, Skuld. Pero tienes que ser digna de ella, y eso significa cumplir sus funciones. ¿Crees que no preferiría estar cazando ciervos antes que estar sentado oyendo malditas disputas de patanes y pronunciando juicios que los apacigüen? ¿Crees que guerrear o perseguir bandidos no significa largas jornadas en medio de la lluvia, y acampar en el fango, y pasar hambre y sed, y estar expuesto a las sabandijas y a las diarreas? ¿Crees que…?
—¡Termina ya! Tú vives en grandes mansiones, te diviertes con amigos y amantes, viajas por tierras y mares, conoces gente nueva y oyes nuevas historias, los escaldes cantan tus alabanzas, celebras juegos en reinos enteros sirviéndote de los hombres como si fuesen piezas de ajedrez, y cuando estés muerto te recordarán, no te pudrirás en el olvido… ¿No crees tú que a la hija de tu padre, nacida en la profundidad del mar de una dama élfica, le gustaría lo mismo?
—Bueno… bueno, tenemos que sopesar el asunto… —incómodo, Hrolf recordó las cosas extrañas que le habían contado de ella—. Dime, ¿conservas algún recuerdo de tus primeros años?
Ella se calmó, su estado de ánimo siempre era muy cambiante; miró hacia delante fijamente y murmuró:
—No estoy segura. ¿Qué es lo que se recuerda? A veces me parece que había… un inmenso frescor verde, en el que había formas que pasaban rápidamente y las mareas latían como música… Canciones, punteo de cuerdas y tubos vibrantes de plata, o ¿era únicamente los pájaros del mar, o un sueño? Mis sueños no son los mismos que los de las demás gentes.
—Me dicen que te escapas sola. Eso no es prudente, tú lo sabes.
—Para mí lo es.
—¿A dónde vas?
Skuld rio, y su risa era dulce.
—No, hermano mío, ahora me toca a mí. Háblame del mundo de fuera, Leidhra, Roskilde, todo espléndido. ¡Oh, cuéntame!
Deseando ganarse su amistad, él obedeció. Ella le escuchaba seductoramente, la cabeza ladeada, la reluciente mirada fija en él, haciendo preguntas inteligentes y apremiantes. Hrolf llegó a pensar que quizá su padre se había equivocado y no había ninguna maldición en ella después de todo.
Pero aquella noche había luna llena, y Ulf le había dicho que a veces Skuld salía afuera después del crepúsculo. Antes de que su séquito se fuese a dormir, Hrolf se llevó aparte a dos de sus mejores hombres y ordenó:
—Buscad un lugar donde podáis esconderos y desde donde se pueda ver el patio. Vigilad por turnos. Si veis a mi hermana que sale, venid en seguida a despertarme.
—¿Despertar al Rey, señor? —inquirió uno de ellos lleno de dudas—. Podríais estar teniendo un sueño…
—Que podría estar lleno de significado para el Reino —le atajó Hrolf—. Ya lo sé. Bien, el asunto de mi hermana es quizás aún más grave. Por eso, mientras estemos aquí, derogo esa ley. Vosotros me llamaréis… sigilosamente, sin que nadie más lo sepa.
Por la misma razón rehusó el ofrecimiento de Ulf de llevarle una sierva y se metió solo en la cama cerrada. No se desvistió. Su intención fue recompensada cuando, en las espesas tinieblas, un panel se deslizó a un lado y una mano le zarandeó el hombro.
Siguió al hombre al exterior, donde se ciñó la espada.
—Ella se fue hacia allá —dijo el guerrero, señalando hacia el bosque.
—Bien hecho —dijo el rey—. Esperadme aquí.
—¡No vais a ir solo, mi señor!
—Sí que voy a ir, y no tengo tiempo de discutir.
Hrolf salió precipitadamente del patio.
La luna era alta y pequeña, pero tan brillante que eclipsaba la mayoría de las estrellas. La atmósfera estaba inmóvil y fría. La escarcha cubría los rastrojos y los brezos que había más a lo lejos. Apenas podía distinguir la figura, con un ondulante y pálido vestido, que se deslizaba por delante de él. Ella no miraba hacia atrás. Él advirtió que, si lo hubiese hecho, habría podido permanecer sin ser visto bajo aquella engañosa luz.
Cuando llegó a los bosques, su persecución se hizo más dificultosa. La maleza arañaba, crujían las hojas secas, había ramas que se partían. El brillo de la luna no hacía sino motear de manchas de luz la oscuridad. Skuld se movía más rápida y sigilosamente de lo que Hrolf se habría imaginado.
De repente se encontró en un prado. Se paró en seco respirando ansiosamente.
Los árboles con las copas peladas disminuían en torno de la hierba seca, cuya escarcha relucía bajo la luna. En el medio se alzaba un menhir, recubierto de liquen, erigido hacía mucho tiempo por un pueblo desconocido a un dios desconocido. Llegó el aullido de un lobo, reducido por la distancia a poco más que un estremecimiento, como si el frío que le roía por dentro la carne hubiese cobrado voz.
Ante la piedra estaba una mujer. Alta y plenamente formada, con lustrosos vestido y manto, inspiraba temor reverencial. Unos cabellos más oscuros que el cielo de la noche ondulaban detrás de un rostro que recordaba al de su hermana. Sobre todo, Hrolf se fijó en sus ojos. Incluso a la macilenta luz de la luna, brillaban dorados como los de un halcón. Sus manos alzadas hacia lo alto llevaban una espada desnuda.
—Alto, caminante —cantó ella más que habló—, y no busques más, antes de que al final te veas obligado a detenerte.
—¿Estoy soñando y no despierto del todo? —preguntó. Su voz parecía tan lejana como la del lobo y se sentía fuera de sí mismo—. ¿Habrán cumplido mi orden?
—Estés dormido o despierto, di lo que buscas, Hrolf hijo del rey Helgi.
—Sigo a mi hermana.
—No la sigas más. La búsqueda solamente te depararía dolor. Ya son bastantes los sufrimientos dados a los hombres; jamás pretendas conocer de antemano tu destino. Vuélvete a casa, rey, hazte cargo del timón y gobiérnalo vigorosamente. Alza poderoso lo que los hombres puedan recordar.
—¿Quién eres tú que estás saludando a Hrolf?
—No me preguntes eso, porque solamente los condenados a muerte necesitan llevar nombres para lamentarse.
—¿Cómo es que estáis aquí y por qué me estáis advirtiendo, Señora de la Hermosura? ¿Acaso alguna vez debajo de vuestro corazón la habéis llevado a ella, a la muchacha que me causa pesar?
—Una palabra no puede cambiarse una vez que ha sido pronunciada. Ni siquiera las Nornas pueden hacerlo. Óyeme, sin embargo, hijo de Helgi mi amado: que tengas bienestar te deseo yo. Deja que la muchacha se vaya, y vive tu vida. Profundamente puedes beber de la luz del sol y vivir cada día con amor y alegría, sin temor de que se haga la oscuridad; al final puedes permanecer firme y reírte de las Nornas, y de este modo ganar la batalla que pierdes. Mira lo que llevo, esta espada que se llama Skofnung. A un alto precio la obtuve de los enanos. Empuña bien la hoja, y ancha crecerá su fama, tan alta como la de Hrolf mismo. Golpea al malhechor, defiende al pueblo, ¡oh, Hrolf, hijo de quien yo amaba!
Se arrodilló para recibirla de ella, y vio que se había ido; él emprendió el regreso.
Con Gram, que Sigurd dirigió contra Fafnir, y con Tyrfing la infausta, y con Lövi, de la que se hablará más tarde, Skofnung era una de las espadas mágicas, que nunca se oxidaban y siempre mordían. Agradable era de ver, larga y ancha, reluciendo a veces oscura y otras azul. El mango era de oscura, dura y desconocida madera, entretejida de oro, y en el pomo había una piedra de múltiples facetas, blanquecina pero descomponiendo la luz en ardientes matices. Había runas grabadas en el guardamano, que nadie sabía leer.
Hrolf no volvió a intentar descubrir lo que Skuld hacía en el bosque.
IV
Svipdag tuvo que acompañar al rey Adhils en sus giras y después en Uppsala. Pero cuando la reina Yrsa regresó a la capital, el joven estaba a menudo a su lado. Aquello desagradaba al rey. Pero no pudo hacer nada al respecto, porque nada adverso sucedió. Cuando los dos estaban juntos, era siempre a la vista de otros. Y si no, siempre se podía escuchar lo que hablaban, los retazos de su conversación que se percibían eran inofensivos. Svipdag hablaba generalmente de lo que había sucedido y de lo que había sabido acerca de la solitaria granja de su padre, y ella del más amplio mundo que conocía, añadiendo muchos sabios consejos para él.
Conforme fue creciendo su amistad, él se atrevió cada vez más a confesarle sus sueños y esperanzas, mientras que ella, a su vez, rememoraba cada vez más en su charla sus días con el rey Helgi. Hicieron lo posible para que no oyesen que hablaban de él. Sin embargo, no siempre se le podía ocultar todo a Adhils, hacia quien soplaba el viento.
Él guardaba silencio y se comportaba amablemente con Svipdag. En realidad, había salido ganando con aquel nuevo hombre. Svipdag era el más fuerte y hábil de toda la tropa, incluso el vencedor en la mayoría de los juegos y deportes. Por eso, siendo imparcial, cortés, deseoso de escuchar cuando los otros hablaban, y alegre por añadidura, se ganó sus simpatías.
De tal modo transcurrió el año, y llegó de nuevo la primavera, en la que Svipdag e Yrsa pasearon entre las flores, y los grandes verdores del estío.
Entonces el rey recibió un mensaje de guerra. Los berserkir que había expulsado regresaron a Svithjodh. En las islas del Báltico y a lo largo de las costas de Finlandia y Wendland, se habían hecho con barcos, habían reunido tripulaciones de rufianes, y ahora se encontraban en el lago Malar, saqueando, matando y quemando por doquier.
Adhils le hizo un guiño a Svipdag.
—Esto es en cierto modo por causa tuya, amigo mío —le dijo con su tono más melifluo—. Por tanto, marcha contra ellos. Tendrás tantos hombres como necesites.
El joven se ruborizó.
—Apenas estoy preparado para dirigir una hueste… —comenzó a decir.
—¡Y marchar a su vanguardia para que lo maten! —dijo Yrsa calurosamente.
—¡No, no, aquí está tu oportunidad de probarte a ti mismo! —Sonrió Adhils—. Serás el jefe.
Svipdag meditó un instante antes de responder.
—En ese caso quiero que me concedáis mi propio séquito de doce hombres, a los que yo mismo escogeré.
Adhils torció el gesto.
—Sea como quieres —no le quedó más remedio que decir.
—Cualquiera de los míos —le ofreció Yrsa. Svipdag enrojeció aún más, al darle las gracias.
Escogió a los doce cuidadosamente, entre los partidarios de la reina y entre los que incuestionablemente sostenían al rey. Todos eran fuertes guerreros y estaban contentos de tenerlo de jefe después de Adhils. Se juraron fraternidad en el templo, sobre el brazalete de tres gruesas espiras de oro, después de mojarlo en la sangre de un novillo, poniendo por testigo a Freyr en la tierra, Niord en el mar y Thor en los cielos. Después, él y sus capitanes salieron al mando de la hueste. El rey se quedó en casa.
Atentamente había escuchado Svipdag a los más ancianos durante el año anterior. Cuando tuvo que establecer la línea del puerco y los estandartes, ya conocía muchos ardides de guerra, tales como poner trampas para los caballos en la hierba alta.
Los vikingos cargaron. La lucha fue encarnizada. Se les hizo retroceder, y los que cayeron en las trampas lo pasaron mal. Un berserkr murió, y un montón de bandidos. El resto huyó a los barcos y zarparon apresuradamente.
Svipdag llevó las nuevas a Uppsala. El rey se lo agradeció mucho. La reina Yrsa dijo ante la atestada sala:
—En verdad, mejores hombres se alojan aquí, cuando un hombre como Svipdag se sienta entre nosotros, que cuando lo hacían los berserkir.
El rey asintió a regañadientes. Dio una fiesta y regalos a los guerreros. Pero no fue nada en comparación con la que dio la reina una semana más tarde.
Transcurrió el año. Svipdag se convirtió en Mariscal de la Guardia, lo que le supuso multitud de obligaciones. Así mismo, a menudo cazaba, pescaba, navegaba, nadaba, hacía visitas o las recibía. En su casa, además de los sirvientes, mantenía a una o dos alegres mozuelas. Sin embargo, siempre encontraba excusas para ver a Yrsa. Su marido fruncía el ceño.
Mientras tanto, los berserkir que quedaban con vida meditaban sombríamente su venganza. Reunieron una banda mayor que la de antes, y a comienzos del verano siguiente estaban navegando otra vez de vuelta a Svithjodh. Les parecía que habían cometido un error la vez anterior al desembarcar cerca de Uppsala, donde se encontraban los mejores soldados del rey. Aquella vez dejaron los barcos muy al norte, en el golfo de Botnia, y viajaron por tierra hasta las montañas, y luego hacia el Sur hasta que llegaron a Westland. Desde allí pensaban atacar rápidamente a Uppsala. A lo largo del camino saqueaban, mataban, torturaban, violaban, devastaban y acogían en su banda a todo tipo de proscritos y malhechores.
Las noticias llegaron a Adhils. De nuevo ordenó a Svipdag que fuese contra ellos. En esta ocasión tendría menos gente que la vez anterior —un tercio menos que la manada de lobos—, porque los berserkir habían escogido el momento apropiado. Los hombres más robustos estaban diseminados aquí y allá, dedicados a la cosecha.
—Yo iré por un camino diferente con las tropas de la Guardia —dijo Adhils—, dando un rodeo, sin que el enemigo se entere. Llegaremos al mismo tiempo que tú, que marcharás con los labradores más viejos y los jóvenes más inexpertos que podamos reunir. Ataca al enemigo de frente. Cuando sólo piense en vosotros, yo caeré sobre él desde atrás.
Svipdag frunció el ceño.
—Señor, no será fácil seguir no ya el rastro de los vikingos sino uno el del otro.
—Emplearemos vigías y mensajeros —dijo Adhils altivamente, y no quiso saber nada más.
Yrsa encontró una oportunidad de hablar con Svipdag, junto a la orilla del reluciente río, sin nadie, excepto una vieja criada, sorda además, que pudiese espiarlos.
—Temo por tu vida —dijo ella afligida—. Tengo el presentimiento de que Adhils piensa que no pasará nada si eres derrotado y caes en la batalla. Entonces, podrá hablar con esos locos para que piensen que su honor ha sido vengado. Se les podrá comprar por poco, o incluso —una desagradable sensación la recorrió— traerlos de nuevo entre nosotros.
Él miró su cabeza ladeada y respondió lentamente.
—Todos los hombres deben aceptar su destino. Sin embargo, lo que teméis no sucederá mientras me quede una gota de sangre en las venas, mi señora.
Ella le echó una mirada que él ya había visto antes en los ojos de un terso cisne.
A pesar de lo apresurada que fue la leva realizada, Svipdag y sus capitanes se las arreglaron para llegar antes de lo que se esperaban los berserkir. En un valle de escarpadas y rojizas laderas y caudalosos arroyos, bajo la arboleda y en medio de los floridos prados, comenzó un violento combate.
Los berserkir habían adiestrado a sus revoltosos seguidores hasta formar un equipo. Hicieron retroceder cada vez más atrás a los inexpertos suecos, que se veían sobrepasados en numero. No había el menor signo del rey ni de las tropas de la Guardia.
Ahora debiera hablarse de Svip el granjero, quien se despertó del sueño, suspiró hondamente y dijo a Hvitserk y Beigadh:
—Vuestro hermano Svipdag se ve en una dolorosa necesidad, porque está batallando no lejos de aquí contra fuerzas muy superiores. Ha perdido un ojo y recibido además muchas heridas. Ha derribado a tres berserkir; quedan otros tres.
Rápidamente se armaron y reunieron los hombres que pudieron, y se apresuraron adonde su padre les había indicado. Cuando llegaron al valle, la lucha continuaba todavía en la luminosa noche. Para entonces, los vikingos tenían el doble de hombres que Svipdag. Había luchado valerosamente, pero retrocedía a causa de sus heridas y sus hombres yacían muertos por todo el campo. El rey aún no había acudido a ayudarle.
Sin embargo, los enemigos también estaban agotados. No es poca cosa blandir el hierro hora tras hora; y también ellos habían recibido heridas y pérdidas en abundancia. La refriega se había dividido en grupos de hombres que se tambaleaban, golpeando con armas embotadas como si fuesen mazas, o que se arrastraban, respirando afanosamente. De repente cayó sobre ellos una banda pequeña pero fresca, empuñando aceros recién afilados, y ansiosa de venganza.
Los hermanos fueron directamente adonde estaban los berserkir, y el intercambio de golpes terminó con la muerte de los que quedaban. Se necesitaron sólo unas cuantas muertes más para que el miedo se extendiese entre los forajidos. Los hombres de Svipdag se reagruparon y cargaron sobre ellos. Los vikingos se vinieron abajo. Suplicando por sus vidas se entregaron voluntariamente a los hermanos, quienes se apoderaron asimismo de un enorme botín.
Como querían regresar a casa, y en cualquier caso en ninguna mansión de los alrededores se podía alimentar a todos ellos, los suecos retornaron directamente a Uppsala. Svipdag iba en una litera, al cuidado de sus hermanos. Se había desvanecido y no estaban seguros de si sobreviviría.
Al llegar a la ciudad y a la mansión real, se encontraron con que allí estaba Adhils. Él les agradeció en voz alta su viril comportamiento, lamentando haber perdido el contacto con la hueste de Svipdag y no haberlo podido restablecer a tiempo. Pero en seguida se extendió la voz de que el rey había estado cerca del lugar, y prohibido a sus tropas seguir adelante.
Svipdag sufría penosas heridas. Las más graves eran dos cuchilladas en los brazos y una en la cabeza, que hubo que coser. Y había perdido el ojo izquierdo. La enfermedad se apoderó de su carne. Durante mucho tiempo yació ardiendo de fiebre, murmurando, delirando o durmiendo pesadamente. La reina Yrsa lo cuidó. Sin mostrar repugnancia por el pus y el hedor, lo lavaba y lo tranquilizaba como si hubiese sido su propio hijo y su propio hombre, y cuando empezó a mejorar, le traía leche y caldos y pasaba tantas horas al lado de su cama como él podía permanecer despierto.
Al fin curado, aunque débil y moviéndose con dificultad, fue, acompañado de sus hermanos, a presentarse ante el rey Adhils una noche en la sala.
—¡Qué alegría volver a verte! —dijo el rey, mintiendo—. ¿Qué quieres de mí?
—Permiso para partir —dijo Svipdag sin mirar a Yrsa, que jadeó y se llevó una mano a los labios—. Buscaré un señor que me muestre más honor del que vos me mostráis. Mal me pagáis el trabajo de custodiar esta tierra y las victorias que tengo que ganar en vuestro nombre.
—Bien, ya he dicho que fue sólo mala suerte lo que me impidió reunirme contigo. Quedaos aquí, los tres hermanos, y bien os recompensaré. Ninguno estará por encima de vosotros.
Svipdag se abstuvo de decir al rey que mentía; y Adhils realmente no insistió en que se quedase. Los ojos de Svipdag brillaban cuando por un instante miró a Yrsa. Ella estaba sentada sin decir palabra. Pronto Adhils le preguntó adonde pensaban dirigirse.
—Todavía no lo tenemos decidido —admitió Svipdag—. Quiero conocer las costumbres de otros pueblos y de otros reyes, y no hacerme viejo aquí en Svithjodh.
—Bien —dijo Adhils feliz—. Para mostrarte que no tengo malos sentimientos, te prometo que te daré salvoconducto siempre que quieras venir a visitarnos.
Svipdag miró a Yrsa.
—Lo haré —dijo.
A la mañana siguiente, los hermanos se prepararon para partir. Cuando lo tuvieron todo listo, Svipdag buscó a la reina en sus habitaciones. Desde la cámara en que estaba con sus doncellas se tenía una vista de árboles que susurraban, cuyas verdes fragancias las traía el soplo del viento, y del cielo en que navegaban blancas nubes. Ella miró fijamente su cara llena de cicatrices y envejecida, sus huesos sobresaliendo por debajo de la piel cetrina, un parche negro donde había estado un ojo. El silencio creció.
—Yo querría… daros las gracias…, mi señora —dijo al fin, muy despacio—, por el honor que me habéis mostrado.
—No ha sido nada —respondió ella, apenas audible bajo el viento de fuera—. Ahora Helgi descansa en paz. Y yo, yo no tengo necesidad de ver diariamente a sus asesinos a mi alrededor —la rueca se le cayó de las manos. Ella la recogió—. ¡Oh!, ¿por qué tienes que irte?
—No sería bueno para ninguno de nosotros —dijo él con dificultad—. Quizá os he liberado de algo, pero… he notado que me he convertido en una espada tendida entre vos y el rey.
—Nunca hubo mucho más entre nosotros —dijo Yrsa, como si sus muchachas no estuviesen a su alrededor.
—Solamente agravaría vuestras penas, mi señora —dijo Svipdag—. Y al final, por culpa mía, hasta podría estar en peligro vuestra vida.
Ella asintió desolada.
—Lo más probable es que yo fuera la causa de tu caída. Tienes razón, éste no es un sitio adecuado para ti. Vete, pues, y que la suerte y la alegría cabalguen a tu lado —y dejó caer el escudo—. ¿Te veré de nuevo algún día?
—Si ese es mi destino, como verdaderamente es mi deseo, lo prometo.
Hablaron sólo unas pocas palabras más antes de que Svipdag saliese de la habitación. Ella escuchó los cascos de su caballo perdiéndose con huecas sonoridades en la lejanía.
V
Los hermanos se fueron a casa de sus padres, donde Svipdag pasó los meses siguientes recobrando fuerzas y aprendiendo a asestar sus golpes con un solo ojo. Estaba menos alegre que antes.
Sin embargo, todavía era joven, y el mundo se abría ante él. La ilusión fue creciendo conforme lo hizo su salud. Hvitserk y Beigadh no estaban menos ansiosos de partir. Preguntaron a Svip adonde podrían dirigirse con mejor fortuna.
—Bien, el más alto honor, las mayores oportunidades de conseguir oro y renombre, están con el rey Hrolf de Dinamarca y sus guerreros —les dijo el granjero—. He oído decir que, sin duda, a él acuden los mejores soldados de los países del Norte.
—¿Qué puesto crees que me darán? —quiso saber Svipdag.
Su padre se encogió de hombros y dijo:
—Eso en cierto modo depende de ti. Pero he oído decir que no hay otro igual al rey Hrolf. Nunca escatima el oro y demás cosas de valor a cualquiera que deba recibirlas de él. Es pequeño de estatura, según he oído, pero grande por su forma de pensar y su saber, un hombre cabal, altivo con los que no son pacíficos, pero de fácil y amistoso trato con la gente de a pie y con cualquiera que no se interponga en su camino. Un pobre no tiene mayores dificultades para ir a su encuentro y obtener de él una palabra agradable que la que pueda tener un rico. Al mismo tiempo, está consiguiendo que los reyes vecinos se le subordinen. Algunos voluntariamente le prestan juramento, porque tras él hay paz y leyes justas. Sí, no se olvidará su nombre mientras el mundo dure.
Svipdag asintió. Había oído lo mismo en Uppsala.
—Después de lo que nos has dicho —dijo, mientras sus hermanos se apresuraban a corroborar sus palabras—, creo que deberíamos buscar al rey Hrolf, y ver si nos coge a su servicio.
—Eso debéis comprobarlo vosotros mismos —replicó el granjero. Y añadió tristemente—: Por mi parte, preferiría que os quedaseis en casa con nosotros.
No quisieron oír nada de quedarse, como ya él había previsto. No había transcurrido mucho tiempo cuando se despidieron de sus padres. Entonces, su madre juntó las manos y dijo:
—La que cría águilas y no puede volar… Bueno, tenemos a nuestras hijas y a nuestros nietos.
Del viaje al Sur no hay nada que contar. Al llegar al Sund, los hermanos pagaron el peaje para pasarlo en barco, ellos y sus caballos, y desde Köbenhaven cabalgaron a través de Selandia hasta llegar a Leidhra.
Roskilde había atraído a la mayoría de los que una vez vivieron allí. Hrolf, al igual que Helgi antes de él, pensaba que era mejor mantener a sus pendencieros soldados lejos de la ciudad. Más aún, Leidhra era la más antigua sede de los reyes daneses, fundada por el mismo Dan, santificada por el recuerdo de Skiold, el Niño de la Gavilla. Y no era meramente una fortaleza. La empalizada rodeaba, además de la mansión real, grandes casas, así como moradas menores, cobertizos, casas de baño, graneros, establos, caballerizas, perreras, herrerías que resonaban estruendosamente durante el día. Aparte de esto, muchos de los que estaban relacionados con la Casa Real vivían en casas esparcidas por esa tierra de granjas y bosques que se extendían arrebatadoramente verdes desde Leidhra hasta los Confines del Mundo.
Al Norte, Sur, Este y Oeste, cuatro caminos, siempre en buen estado, llegaban hasta las puertas de la ciudad. El tráfico corría denso por ellos, ruedas, cascos, pies. Fuera de los muros había siempre puestos y tiendas de mercaderes, para regatear unos cuantos días antes de irse a otra parte: un remolino de ropas brillantes, una batahola de charlas y de risas, quizá un rugido cuando dos hombres se enzarzaban en una pelea entre sus garañones. El humo de las chimeneas convertía el aire en agridulce, por encima de los aromas de la carne asada, del heno, de la brea, del estiércol, del sudor, de las tablas de pino bajo el sol de verano. Aquí rodaba un carro de bueyes, allí parloteaba un guerrero, más allá un herrero golpeaba el martillo en la fragua, la sierra de un carpintero hacía ris-ras, chiquillos desnudos rodaban, en medio del ladrido de los perros, en la tierra que había entre las casas, una mujer sacaba agua de un pozo que aprovechaba las aguas de un arroyo cercano, una doncella movía sus pestañas al mirar a los tres mozos altos recién llegados.
—Es más pequeño que Uppsala —dijo Hvitserk.
—Bueno, sí, teniendo en cuenta que la mayor parte del comercio está en otra parte —dijo Beigadh—. Ésta es una ciudad de caudillos.
—No me has dejado terminar: parece como si su alma fuese más noble.
—Su mansión real al menos lo es —dijo Svipdag, señalando. Pues un año antes, en el séptimo de su reinado, Hrolf había edificado una nueva, tan grande en todos los aspectos como había sido la de su tío. Solamente que renunció a las cornamentas doradas, para que no le trajesen la misma mala suerte; pero todo tipo de tallas artísticas adornaban los tejados y los extremos de las vigas.
—Después de esa lóbrega cueva de Adhils… ¡qué luminoso parece esto! —dijo Svipdag, conforme entraban.
El rey se encontraba presente, jugando al ajedrez con un hombre mayor. Cuando los hermanos lo saludaron, se echó hacia atrás en el banco, sonrió y les preguntó sus nombres.
Ellos se lo dijeron, añadiendo que Svipdag había estado cierto tiempo con el rey Adhils.
La frente de Hrolf se ensombreció. Habló con la suficiente calma:
—Entonces, ¿por qué venís aquí? Entre Adhils y yo no existe estrecha amistad.
—Ya lo sé, señor —dijo Svipdag—. No obstante, me placería mucho ser vuestro hombre, si fuere posible, y a mis hermanos también, aunque, como podéis ver, están poco acostumbrados a este tipo de cosas.
—Espera —el rey Hrolf se irguió en el asiento—. ¿Svipdag…? Claro, sí, he oído hablar de ti, si es que eres tú: vosotros tres acabasteis con los berserkir de Adhils e hicisteis otras valerosas hazañas.
—Somos nosotros, señor —dijo Svipdag; y no tan rotundamente, añadió—: Vuestra madre la reina Yrsa era amiga mía.
Hrolf se animó. Les ordenó que se sentaran y pidió a gritos que trajesen de beber. Hablaron largamente. Esa noche el rey los puso de pie junto a su sitial, y una vez que llegaron los hombres de la guardia, declaró en voz alta quiénes eran.
—Nunca pensé que nadie que hubiese servido al rey Adhils llegaría a ser camarada mío —dijo—. Pero ya que ellos han venido a buscarnos, los tomaré a mi servicio y creo que esto redundará en beneficio nuestro, porque veo que son individuos esforzados.
—¿Dónde nos sentamos? —preguntó Svipdag un tanto fríamente.
Hrolf señaló hacia la derecha, donde había un trecho de banco vacío antes del primero de la fila de los guerreros.
—Junto a ese hombre que se llama Starulf; pero dejad espacio para doce.
Era un sitio bastante honorable. Después de todo, los hermanos todavía no habían mostrado en aquel lugar su valía. Cuando estuvo sentado, Svipdag preguntó por qué debían permanecer doce plazas vacías. Starulf le dijo que pertenecían a los berserkir del rey, que estaban lejos, batallando. Svipdag frunció el ceño.
Hrolf no se había casado, porque hasta entonces no había encontrado ninguna casa regia con la que estuviese seguro de anudar lazos. Sin embargo, con las hijas de dos granjeros había tenido dos niñas, Drifa y Skur. Todavía eran jóvenes, aunque suficientemente mayores para servir en la sala, las dos bonitas, y las dos se ocupaban de los hermanos de Svithjodh y les mostraban buena voluntad, como el resto de los hombres de la guardia, conforme fue madurando la amistad.
El año siguiente, el rey saldría a batallar en persona, pero no en una expedición de unos cuantos barcos. Por entonces, ya estaría preparado para recuperar Fyn, la segunda de las islas danesas. Muchas oportunidades habría de que un guerrero pudiese ganar renombre. Mientras tanto, hubo tranquilidad, alegría, viajes a los lugares de los Things, partidas de caza, fiestas, y una vida cordial bajo un generoso señor. Svipdag, Hvitserk y Beigadh estaban de acuerdo al afirmar que habían acertado al llegar a buen puerto.
Y así, después del verano y el otoño, los berserkir regresaron.
Los cabellos de Svipdag se erizaron al ver entrar a aquellas peludas moles, armados como para la batalla, tan semejantes a los otros que tanto habían hecho sufrir a Yrsa. Le habían advertido de sus costumbres. Su jefe iba preguntando a los que se sentaban allí si eran tan buenos como ellos. Ni siquiera el rey se libraba de la pregunta. Para guardar la paz con aquellos hombres animalizados, que eran de gran valor en la guerra, él acostumbraba a responder algo así:
—Es difícil de decir, porque ciertamente vosotros no conocéis el miedo, vosotros que habéis ganado tanto honor en la lucha de las armas y derramado la sangre de tantas gentes del Norte y del Sur.
El resto de la tropa hacía otro tanto, declarándolo con diferentes palabras que no pareciesen completamente serviles. A pesar de todo, era fácil percibir el miedo y la vergüenza en sus voces.
Un gigante barbudo surgió por encima del sueco del parche en un ojo y chillando como un halcón le espetó la pregunta. Svipdag se puso en pie de un salto. Su espada silbó al salir de la vaina. (Hrolf dejaba que sus hombres llevasen armas en la sala, alegando que no los deshonraría desconfiando de ellos).
—¡De ningún modo soy inferior a cualquiera de vosotros! —exclamó.
El sobresalto trajo el silencio más allá del mordiente y aleteante fuego. Los berserkir se quedaron boquiabiertos, hasta que su jefe se estremeció y le retó:
—¡Raja mi yelmo!
Svipdag lo hizo. El metal resonó. Su filo no mordió ni el yelmo ni la cota de malla que aquella gente llevaba a pesar de su apelativo. El berserkr gritó y desenvainó. Se prepararon para la pelea. Hvitserk y Beigadh asieron sus armas.
El rey Hrolf llegó a la carrera. Se interpuso entre ellos, y a punto estuvo de recibir los golpes.
—¡No quiero que peleéis! —gritó—. Ya tenemos suficientes enemigos sin necesidad de que nos dediquemos a despilfarrar nuestra propia sangre. De ahora en adelante, Aguar, Svipdag, seréis considerados iguales, y los dos buenos amigos míos.
Los hombres gruñeron y se miraron con fiereza. Pero el rey permaneció en medio y habló palabras que, al mismo tiempo, eran duras y suaves. Demasiadas reyertas había habido ya en aquella tropa, dijo. No habría ninguna más. Todos eran fuertes, y él detestaría perder a cualquiera de ellos. Sin embargo, quienquiera que provocase una pelea con un hermano de armas, fuesen estos tres de Svithjodh que habían matado a los doce de Adhils —al oír aquello los berserkir parecieron pensativos, en la medida en que estaba a su alcance serlo— o alguno que llevase allí más tiempo y tuviese mayores honores, sería expulsado para siempre y proscrito de Dinamarca. ¡Qué hicieran las paces!
Al final, Hrolf impuso su voluntad. En adelante, el tuerto recién llegado sería mirado con temor reverencial.
VI
Cuando llegó de nuevo la primavera, el rey danés reunió una hueste y se embarcó para Langeland. Desde allí invadió Turó y después toda la mitad sur de Fyn. Dondequiera que fueron obtuvieron victoria. A todos los reyes que Hrolf derrotaba les hacía jurar fidelidad y pagar un tributo. Sus partidarios aumentaron conforme pasaban las semanas, porque los hombres se apresuraban a unírsele, al saberse que era más imparcial y generoso que los demás señores. Así podía él seleccionar y escoger a los que consideraba dignos de ingresar en su Guardia.
Sin embargo, hubo una contrariedad. Svipdag le recordó los tesoros que el rey Helgi, su padre, había obtenido del rey Adhils. Éste se había apoderado de ellos tan pronto como Helgi había muerto.
—Pero son vuestros con todo derecho —decía Svipdag—. No redunda en vuestro honor que no los reclaméis. Además, por vuestra forma tan expeditiva de repartir anillos, tendréis necesidad de tantos como podáis conseguir.
Hrolf se rio, pero pronto envió hombres a su madre la reina Yrsa para pedirle el tesoro.
Ella respondió que su obligación era, en la medida que pudiese, procurar que se lo devolvieran, pero que aquello estaba fuera del alcance de sus fuerzas.
—El rey Adhils es demasiado codicioso; no hace voluntariamente nada que pudiera alegrarme. Decid a mi hijo que si él viene aquí en persona en busca de los bienes, lo ayudaré con mis consejos y con todo lo que pueda —los mensajeros creían que ella había susurrado—: Y te veré de nuevo, Hrolf —sin embargo, no podían asegurarlo.
Le llevaron el mensaje adonde estaba acampado. Habiendo tantas cosas que hacer, decidió posponer aquella búsqueda.
Estaba entonces en medio de graves asuntos. El anciano rey de Odense, que había roto con Leidhra, había muerto. Su hijo Hjörvardh le había sucedido, pero era bastante cobarde. Aunque hubiese podido reclutar más hombres en los alrededores de los que Hrolf hubiese podido pasar en barco cruzando el Belt, se avino a hablar de paz. Hrolf lo recibió bien y entablaron negociaciones. De todos modos, los daneses estaban dispuestos a suspender la guerra aquel año. Para la época en que ya habían establecido firmemente su control en lo que habían conquistado, nombrado condes y sheriffs de confianza, se aproximaba la estación de la cosecha.
Hrolf no dejó pasar por alto su exigencia de que Hjörvardh se convirtiese en su súbdito, aunque éste respondió con evasivas y habló en su lugar de una alianza. ¿No era acaso Skuld, la hermana de Hrolf, de edad casadera? Al final, se separaron de modo amistoso, y Hrolf invitó a Hjörvardh a que fuese a visitarlo el próximo año.
Así lo hizo el rey de Odense, acompañado de un séquito que ofreció un vistoso espectáculo. Hrolf lo hospedó con todos los honores. Skuld se encontraba en Leidhra. Tenía entonces diecisiete años.
Cuando Hjörvardh la vio por primera vez, se quedó boquiabierto. La sangre se le subió a las mejillas. Era un joven coloradote y chato, al que empezaba a escasearle el pelo castaño al mismo tiempo que a abultarle el vientre. En conjunto, presentaba un buen aspecto, porque llevaba la barba y las uñas bien cortadas y no vestía sino las más finas ropas.
—Había, había oído decir que erais blanca, mi señora —balbució—. No comprendo… Sois más que blanca.
—¿Morena[39], entonces? —sonrió burlonamente Skuld, mientras sus dedos jugaban con sus trenzas, negras como la medianoche. Ello no hacía sino destacar mejor lo clara y blanca que era su piel, lo tormentosamente verdes que eran sus ojos. Los últimos rasgos infantiles habían desaparecido de esa cara estrecha. El cuerpo, ricamente vestido, era delgado pero por entero el de una mujer, salvo en que se movía de un modo sigiloso y ondulante que inquietaba a algunos.
Otros hombres podrían haberla cortejado antes, de no haber sido por el desasosiego que provocaba. Había aprendido a hablar afablemente y a parecer que cedía, cuando en realidad conseguía lo que pretendía. Pero seguía siendo cruel con la gente humilde, dada a chillar en sus accesos de cólera, sedienta de oro y avara a la hora de darlo. Todo el mundo sabía que practicaba la brujería; nadie sabía hasta dónde había llegado a conocerla y lo que hacía cuando estaba a solas.
La gente se extrañó de que ella, que hasta entonces se había burlado siempre que se había hablado de bodas, se comportase de repente dulcemente con un hombre que sabía que tenía esperanzas de conseguirla.
—Quisiera ser hermosa para vos, rey Hjörvardh —murmuró, y le cogió de la mano.
—Quisiera… quisiera que no fueseis de otro modo… que como sois —dijo él.
—Venid, sentémonos y bebamos juntos —le ofreció ella.
En lo sucesivo cada noche la pasaron juntos, hablando tan ilusionados que apenas prestaban atención a nadie más. Svipdag habló con voz cansada a sus hermanos:
—Por lo que sé de ella, está tratando de convertirse en una reina. Y no precisamente en la esposa de un rey tributario. No me extrañaría que instigase a Hjörvardh a que se resista y no preste juramento a Hrolf…
—¿Cómo va a hacer que resista? —preguntó Hvitserk, y soltó una risotada.
—Si Hjörvardh no se somete, habrá guerra —dijo Beigadh—, porque le apoya la mitad de Fyn. Hrolf está empeñado en recuperar todo lo que pertenecía a sus antepasados.
—Y si los reyes se separan como enemigos —preguntó Hvitserk—, ¿cómo se casará Skuld?
Al haber muerto el padre, era el hermano quien decidía con quién se casaban las hermanas y en qué términos. Entre los paganos, una mujer puede escoger a su segundo marido y los sucesivos por sí misma, si ha enviudado o se ha divorciado; pero en lo que concierne al primer matrimonio, los familiares rara vez contradicen los deseos de la hermana. Por eso, Svipdag contestó:
—No digo que ella no sea capaz de escaparse con Hjörvardh. Pero no es eso lo que temo. Nuestro Hrolf es un hombre que ve lejos y seguro que tiene algún plan.
Ese plan se descubrió varios días después. Los dos reyes habían salido de caza a la cabeza de toda una tropa. Alegremente sonaban los cuernos y ladraban los sabuesos, a lo largo de los frondosos espacios del verde bosque, mientras los ciervos daban saltos para escapar, la piel moteada de doradas manchas de luz solar, hasta que caían ante los vibrantes arcos; un jabalí se volvió y atacó, temblando en el suelo al chocar con la lanza; cuando la partida se detuvo a descansar en un claro, todo el mundo estaba feliz y distendido.
Hrolf, de pie, se desabrochó el cinturón de la espada.
—¿Quieres tenerme esto? —le pidió a Hjörvardh.
El hombre de Fyn asintió y cogió la empuñadura. De alguna manera la vaina se salió, y Skofnung brilló desnuda en su mano. Hrolf sonrió.
—Es perfecta —dijo mientras se bajaba los pantalones—. Se maneja bien, ¿verdad?
—¡Magnífica! —gritó Hjörvardh, y la blandió antes de devolverla a la vaina que Hrolf le había alcanzado.
Una vez que hubo orinado, el rey danés cogió de nuevo el arma, se la ciñó, y dijo en voz alta y clara:
—Los dos sabemos que cualquiera que sostenga la espada de un hombre mientras se quita el cinturón de sus pantalones será su súbdito en adelante. Y ahora tú serás mi rey vasallo, y cumplirás mis órdenes como los demás.
Atónitos, todos quedaron en silencio. Hjörvardh farfulló que aquello no tenía sentido: que sí lo tenía, en efecto, si al prestar fidelidad uno tocaba con la mano la espada del señor, pero no de aquel modo, y él no había jurado nada, y… Tranquilamente, incluso sonriendo y dándole palmadas en la espalda, Hrolf le habló de su deseo de seguir siendo amigos, de ahorrar a ambas tierras una costosa guerra, de convertirlas en un solo país. Como rey tributario, dijo, Hjörvardh ganaría más renombre y riqueza que antes, dentro de un reino cada vez más rico y poderoso, sobre todo porque Skuld era su hermana…
Las discusiones continuaron durante días, a menudo con duras palabras, y los hombres guardaban sus armas consigo. Pero, al final, Hjörvardh se reconoció súbdito de Hrolf, y se casó con Skuld en una fiesta de rebosante esplendor.
—Creo que nuestro señor no gastó aquel día ninguna broma en el claro del bosque —dijo Svipdag a sus hermanos—. Ya debía de haber hecho saber a Hjörvardh que podía aplastarlo. Por supuesto, habría significado graves pérdidas para nosotros. De esta forma, Hjörvardh podía salvar su orgullo diciendo que lo habían engañado; y, para asegurarse, obtenía la mujer que deseaba.
—Con todo, parece rencoroso —dijo Hvitserk.
—Creo que Skuld lo está más que él —dijo Beigadh.
Svipdag asintió.
—Sí. Ese haragán, por sí solo, no sería peligroso. Pero teniendo en cuenta que está ella…, todavía la bestia no ha enseñado el rabo.
Skuld y su marido se fueron a su mansión de Odense, pagaron tributo a su hermano, enviaron guerreros cuando se les requirió, y gobernaron la tierra de acuerdo con las leyes de aquél. Mejor dicho, ella lo hacía, porque pronto dominó a Hjörvardh en todos los aspectos. Una vida dura le dio, y además resultó estéril. Sin embargo, él nunca se atrevió a yacer con otra, ni le prohibió a ella practicar las brujerías finlandesas[40] y marcharse cuando y adonde quisiese.
Un pescador contaba en voz baja cómo, en cierta ocasión, el viento lo había llevado lejos de sus aguas habituales, hasta que al fin él y sus hijos pudieron desembarcar en una solitaria playa de Hindsholm. Los dejó al cuidado de la barca mientras él se fue en busca de agua fresca, pues la que llevaban se les había acabado en los días que había durado la tormenta. Al atardecer, vio a alguien en un alto risco de los acantilados, su silueta oscuramente perfilada contra las aceradas nubes que fluían; tras sopesar su hacha, fue a ver si esa persona les podía prestar ayuda. Pero, al acercarse, oculto en un espeso matorral, vio que era la reina Skuld —sí, con toda seguridad era ella, pues la había visto antes una vez que había ido al Lago de Odín para hacer una ofrenda que le trajera suerte— la que estaba al borde del promontorio. Salvajemente flotaban sus vestidos y sus sueltos cabellos. Había alzado un poste que sostenía el cráneo de un caballo, la peor forma de desear mal a alguien, y apuntaba con las vacías cuencas al Este, hacia Selandia. Sacudía el puño y vomitaba horribles maldiciones, mientras lloraba de pura rabia.