3
LA HISTORIA DE LOS HERMANOS
I
El conde y el sheriff se llevaron a los príncipes a Leidhra. Allí convocaron un Thing, y, cuando los hombres estuvieron reunidos, les contaron lo sucedido. Mientras estaban subidos en la elevada piedra[14], los jóvenes vieron desenvainar las espadas, cuyas hojas relucieron un instante en lo alto para golpear los escudos, mientras la multitud gritaba aclamándolos como a sus reyes.
Ellos, a su vez, prometieron comportarse de acuerdo con las antiguas leyes, impartir justicia y devolver las tierras de las que la banda de Frodhi se había apropiado. Dieron las gracias al marido de su hermana, Saevil, por la ayuda prestada, así como a su padre adoptivo Regin, y a los hombres de ambos; y repartieron regalos a muchos, regalos procedentes de la gran mansión y de los almacenes que ahora eran suyos.
Desde allí viajaron por toda Dinamarca acompañados por sus dos mayores y una tropa bien armada. En cada condado fueron reconocidos como señores.
En el camino, Hroar preguntó a Helgi si estaba de acuerdo en que se repartiesen el gobierno entre ellos, uno en Selandia y otro en Escania. Regin se tiró de la barba y dijo:
—No estoy seguro de que sea sensato, si recordamos lo que antes sucedió.
Helgi se ruborizó.
—Nunca empuñaré una lanza contra mi hermano —dijo—. Permaneceremos juntos y compartiremos todas las cosas.
Se quedarían en Leidhra. Y como Escania necesitaba un hombre de confianza que se hiciera cargo de ella, se la ofrecieron a Saevil. Éste aceptó, y se fue hasta allí con Signy y los niños, viviendo largo tiempo en paz. A menudo, él y sus cuñados se invitaban recíprocamente; pero en líneas generales, Saevil queda al margen de la saga.
Los nuevos reyes eran muy diferentes. Hroar siguió siendo de baja estatura, aunque ágil y diestro. Era de habla suave, no dado a mostrar más de lo que resultaba conveniente, apacible, amistoso y de espíritu profundo. Helgi, al contrario, creció hasta ser descomunalmente alto y fuerte, llegando a ser reconocido como el más poderoso guerrero de la región. Era tumultuosamente alegre cuando no se le contrariaba, y generoso, y la gente buscaba su casa con cualquier excusa porque sabían que la comida, la bebida y el regocijo fluían a raudales en ella. No tenía término medio: o se vestía tan toscamente como el más humilde granjero o con las más lujosas pieles y telas, equiparándose al tesoro escondido de un dragón el oro que lucía en los brazos y alrededor de su cuello. Para contrapesar lo dicho, hay que agregar que era impetuoso, impaciente, despiadado con cualquiera que contrariase el cumplimiento de sus deseos, y excesivamente irritable cuando se sentaba en consejo.
Algunos pensaban que Hroar era como su padre Halfdan, y Helgi como el tío Frodhi, y temían que se produjese la ruptura. Pero esto nunca se produjo. El amor entre los dos hermanos permaneció inquebrantable mientras ambos vivieron.
El primer año debieron estar en continuo movimiento, aprendiendo los entresijos de su reino, obligando a sus lugartenientes a que les fuesen leales. Así no hubo razón para preocuparse de que les ocasionasen ulteriores problemas. Hroar se estableció tranquilamente para dominar el oficio de la realeza, mientras Helgi se entrenaba en la lucha y en los caminos del mar.
Y aquel trato funcionó. Tan pronto como el tiempo lo permitió al año siguiente, Helgi encabezó una expedición de guerreros. Siempre habían hostigado la región bandas de salteadores y nidos de vikingos, lo que había ido a peor bajo Frodhi. Helgi recorrió los bosques y las aguas, persiguiéndolos con el fuego y la espada, con el hacha y la soga; los labradores bendijeron su nombre. Al principio viajó bajo la guía de expertos guerreros. Para el otoño, éstos reconocieron que ya no los necesitaba.
Pasó el invierno en una ronda de joviales fiestas, mientras planeaba los viajes del verano. Estos consistieron en una expedición por la mayor parte de Jutlandia, Fyn y todas las islas que pudo, comerciando, peleando y explorando aquellas tierras para una posterior visita.
Cuando Helgi se había ido aquel año, Regin, que entonces ya era conde, fue a visitar a Hroar. Aparte, sin que nadie los oyese, estuvieron hablando.
—Estoy mal —le dijo al rey su padre adoptivo—. Cada vez con más frecuencia me duele el corazón, que palpita como un pájaro tratando de escapar de la jaula. Me gustaría, antes de que me vaya, poder apuntalar con una viga más fuerte la casa de los Skioldungos.
Hroar le apretó la mano. Nada más era necesario entre los dos. Regin prosiguió.
—He inquirido al respecto, y enviado a algunos de mis hombres para que lo averigüen. Creo que he encontrado una esposa para ti que no solamente te traerá una rica dote y sólidos amigos, sino que es la dama que te conviene.
—Siempre he hecho bien al seguir tus consejos —dijo Hroar en voz baja.
Se trataba de Valthjona, hija de Aegthjof, el principal conde de Götaland y pariente cercano del rey. De esta manera, Hroar conseguiría tener alguien que hablase a su favor en aquel reino situado entre el suyo y el de los suecos Ynglingos.
Se entablaron conversaciones al respecto, con envío de mensajeros y regalos. Antes del Yule, Valthjona llegaba a Leidhra. Era una mujer robusta y de buen aspecto, firme cuando era necesario y amable en caso contrario, perspicaz y resuelta. Ella y Hroar fueron felices juntos.
Poco después de que el Martillo los hubiese santificado, Regin murió. El pueblo lo consideró una pérdida irreparable. Los reyes le dieron entierro en un barco cargado de lujosos bienes, y levantaron un túmulo que dominaba el Isefjord, como si desde él tratase de ver donde yacían los huesos del viejo Vifil. Aasta no sobrevivió mucho a su marido, también ella tuvo túmulo y regalos de despedida de sus ahijados.
—Ahora tenemos que apoyarnos en nuestra propia sabiduría, tal cual es —dijo Hroar, entristecido.
—Si eso nos falla —respondió su hermano—, tenemos nuestra fuerza.
—Nuestro bisabuelo tenía más poder que nosotros, y sin embargo cayó —los dedos de Hroar se deslizaron por su reciente barba, aún rala. Estaban sentados solos en una habitación de la galería, en donde sólo una lámpara de piedra ahuyentaba la noche. El aire era el del crudo invierno—. Ahora estamos más protegidos por el Este que antes, gracias a Regin. Pero tenemos pocos amigos por el Oeste a ambos lados del Gran Belt.
—¿Quieres decir que debería buscarme una esposa?
—Bueno, deberíamos empezar a pensar en ello.
—Hum. Todavía soy demasiado joven.
—No para la vida que solemos tener los Skioldungos.
De vez en cuando en los meses que siguieron, Hroar volvió a recordar el asunto. Helgi lo dejaba a un lado, generalmente con bromas. No era a causa de su timidez. Casi lo primero que hizo Helgi cuando vinieron a Leidhra, después de la muerte de Frodhi, fue llamar a una sierva a su lecho. Desde entonces, si no estaba en el mar, rara vez dormía solo.
—Estás engendrando hijos que luego pueden socavar el reino para apoderarse de él —le respondió Hroar.
—Oh, no he tenido que coger a ninguno en mis rodillas y darle un nombre —rio Helgi—. Nunca he tenido a una muchacha demasiado tiempo. Las mando de vuelta al trabajo, o a su casa con un regalo si no son siervas, y eso es todo.
—No obstante, aunque no hablemos de los parientes políticos, deberías reconocer a los niños.
—Déjame, ¿quieres? —y Helgi se marchó ofendido de la casa.
Sin embargo, meditó, sombrío, en ello, hasta que al final decidió asombrar al mundo mostrándole cómo podía dirigir sus propios asuntos —y, al mismo tiempo, llevar a cabo una empresa que lo haría famoso fuera de Dinamarca—. Con este propósito envió dos espías en secreto, mientras abiertamente reunía barcos y hombres, prometiendo, una vez llegado el verano, emprender una expedición para ganar riquezas.
No pocos jóvenes se sintieron felices de unírsele. Después de la siembra, una gran flota salió remando de Haven.
Hroar se había opuesto a ello.
—Ya tenemos bastantes vikingos y enemigos cerca de casa, sin necesidad de convertirnos en vikingos nosotros mismos.
Pero Helgi había replicado:
—Los hombres no querrán ir bajo nuestro estandarte si no les damos la posibilidad de conseguir un botín —y no se dejó convencer.
Sus barcos fueron Sund abajo, siendo su confesado propósito el de asolar las costas meridionales del Báltico. Entonces, en Mön, cuando habían desembarcado, Helgi dijo a sus capitanes que primero girarían al Oeste. Después de que él les descubriese por primera vez sus planes, algunos dijeron que era demasiado arriesgado. Se les hizo callar y no tardaron en estar de acuerdo. Recordad que eran jóvenes. El mismo Helgi no tenía más que dieciséis inviernos.
II
Los sajones habían nacido en el istmo de la península de Jutlandia. Como todos los pueblos nórdicos, aparte de los finlandeses, hablaban una lengua que los demás podían comprender. Conforme fue creciendo su número, comenzaron a expandirse, llegando a ocupar reinos desde el Elba hasta el Rin… y también Inglaterra, junto con sus parientes anglos y jutos. Unos pocos se mantuvieron en su viejo país.
Uno de aquellos reinos estaba en la isla de Ais, entre Flensborg y los fiordos de Aabenraa. Sus señores procedían de Odín y de Freyr a un mismo tiempo, aunque también corría por sus venas sangre de las tribus vendas[15], que moran hacia el Este, más allá del Bosque de Hierro, y que no hablan ni como los daneses ni los finlandeses. Aunque valientes, carecían de gran número de hombres y debían prestar fidelidad y pagar tributo en tierra firme a los reyes de Slesvik.
El último de aquellos regios vasallos se llamaba Sigmund. Se había casado con una hija de su señor Hunding. Ella le dio una niña a la que llamaron Olof, pero ningún hijo varón que sobreviviese a la temprana muerte de la madre. Esto hizo que Sigmund educase a su hija como si fuese un muchacho, llevándola de caza, enseñándole el juego de las armas, contándole hazañas guerreras, dejándola que escuchase cuando hablaba con hombres. De tal suerte, Olof creció dura y arrogante, despreciando las tareas femeniles, incluso a veces llevando escudo y loriga, espada en la cintura y yelmo en la cabeza.
Su padre tampoco llegó a una edad avanzada. Cuando murió, su abuelo el rey Hunding de Slesvik temió una lucha por el trono que pudiese independizarlo de él. Por eso apremió a los hombres de Ais a que tomasen por reina a Olof. Aquello no era completamente insólito entre los sajones; además, los más sabios caudillos estuvieron de acuerdo en que era preferible a cualquier desorden. Y así se hizo.
Después murió Hunding y fue su reino el que cayó en desorden. Astutamente, jugando con los diversos bandos y enfrentándolos a los unos con los otros, la reina Olof fue capaz de hacer lo que se le antojase. En sus planes no entraba tomar marido. Aunque era considerada como el mejor partido del Norte —siquiera porque la isla estaba bien situada tanto para la guerra como para el comercio—, despidió a todos los pretendientes que tuvo, y no muy cortésmente que digamos.
No era muy amada de su propio pueblo, que la encontraba demasiado despótica y avariciosa. Sin embargo, no era lo suficientemente malvada para levantarse contra ella, teniendo en cuenta que era el último miembro de la familia real y, en consecuencia, seguramente estaba bajo la protección de sus antepasados los dioses.
Así habían estado las cosas durante varios años cuando los barcos de Helgi pusieron proa hacia su reino.
Él sabía que Olof pasaba los veranos en la costa este de la isla. Allí tenía una morada, que no llegaba a mansión, sino simplemente una casa con algunas dependencias, con el Pequeño Belt enfrente y millas de bosque verde detrás. Era un lugar donde podía cazar, lo que le gustaba mucho, y donde rara vez tenía que dar a los forasteros comida o regalos, de lo que se preocupaba bien poco.
La casa se levantaba en un risco con una amplia vista sobre la playa y el mar. Así, ella podía advertir la presencia de barcos con el tiempo suficiente para pedir ayuda, o, en el peor de los casos, huir rápidamente tierra adentro. Helgi se encontraba oculto detrás de la isla de Lee, al otro lado del Belt, esperando a que se levantara la niebla, lo que no tardó en suceder, dada la época del año. La flota cruzó en hilera, los hombres remando sigilosamente. A menudo, en la espesa y húmeda grisura, el timonel que iba en la popa de un barco no podía distinguir al vigía de proa del siguiente. Unas sogas les servían de enlace. A la cabeza iba el rey. De piloto llevaba a un pescador que conocía de memoria todas las mareas, corrientes, escollos y ensenadas de aquellos estrechos. Atracaron casi en su mismísimo destino. Helgi envió guerreros a tierra y después ancló debajo del risco.
La niebla se despejó repentinamente hacia el atardecer —y allí estaban los enjutos cascos de los barcos destellando con las cotas de malla y las lanzas, mientras los guerreros haraganeaban sonrientes por las lindes de los bosques—. No hicieron ningún signo hostil: el mástil del navío insignia mostraba en lo alto el escudo pintado de blanco que significa paz. En cualquier caso, la reina estaba acorralada y sobrepasada en número más allá de toda esperanza.
Con una tensa calma en el rostro recibió a los mensajeros.
—Helgi Halfdansson, rey danés, saluda a Olof Sigmundsdottir, reina de Ais, y se declara dispuesto a aceptar su hospitalidad —le comunicaron. No le quedaba otra opción que mostrarse prudente, y ordenar que tanto él como sus hombres fuesen sus invitados.
Recorrieron ruidosamente el camino de la playa y entraron en el patio: eran jóvenes, turbulentos como el viento del mar, altivos como águilas. Olof esperaba en su sitial. La luz del crepúsculo doraba la cabellera y la poblada barba de él, que entró y la saludó. Se miraron fija y solemnemente a través de las sombras que los separaban.
Helgi era más alto que la mayoría de sus altos guerreros, ancho de pechos y de hombros, de caderas estrechas, nariz aguileña, cabeza y mentón prominentes. Unos ojos de fuego azul danzaban en un rostro moreno como el cuero. Iba toscamente vestido y la humedad todavía goteaba de su cota y capa; pero los brazaletes de oro resplandecían en sus sólidos antebrazos, e incrustado de oro brillaba el mango de su espada.
Olof era más bien de baja estatura, aunque de aspecto agradable, y el ejercicio de la caza le había dado una inusual gracia de movimientos. Era de cabeza redonda, ancha de pómulos, nariz y boca; sus ojos eran grandes, del mismo color moreno oscuro que su pelo recogido; en conjunto, era bien parecida, y no muchos años mayor que Helgi. Lo miró provocativamente, y le dio la bienvenida con voz apagada.
—He oído hablar tanto de vos —rio él—, que no he podido evitar haceros una visita —sin esperar a que se lo ofreciesen, se reunió con ella en su sitial y ordenó a un criado que les trajese de beber.
—Esmeraos —dijo Olof a su gente—. Que nuestros invitados no echen nada en falta.
Preparar comida para tan grande e inesperada compañía requirió tiempo. Mientras tanto, la cerveza y el hidromiel corrieron libremente. Los daneses atestaron la casa, vociferaron, trataron de apoderarse de las mujeres, se pavonearon jactanciosos y se emborracharon. Helgi y Olof, sentados uno al lado del otro en el sitial, tenían casi que gritar para entenderse. Ella le dejó llevar el mayor peso de la conversación —que recayó sobre él mismo—, a lo que él no se opuso en absoluto, y menos todavía cuando estuvo borracho. Ella no parecía sentirse incómoda.
Cuando finalmente estaban comiendo, él dijo:
—Debes haber adivinado que he venido aquí para algo más que una fiesta. Así es: quiero que bebamos nuestra cerveza nupcial esta misma noche.
Ella se puso tensa.
—Vais demasiado deprisa, señor.
—No, no. —Helgi agitó una chuleta de buey—. Aquí hay suficiente gente para una boda. Grande será mi honor y beneficio si obtengo una reina de tan alta alcurnia y, hum, tan útil como tú para mí solo. Más tarde podemos bendecirlo, y hablar de dotes y regalos y de lo que sea. Pero esta noche dormiremos juntos, tú y yo.
—Si tengo que casarme —respondió ella, con los nudillos que se le pusieron blancos de apretar fuertemente la empuñadura del cuchillo—, en ese caso no conozco a ningún hombre que tenga más merecimientos que vos. Confío en que no haréis que me avergüence por ello.
Helgi la miró impúdicamente.
—En verdad es magnífico que tú, con lo engreída que eres que vivamos juntos mucho tiempo es lo que yo quiero.
—Hubiera deseado que hubiese más amigos míos presentes —dijo Olof—. Pero seréis satisfecho. Estoy segura de que os comportaréis decorosamente conmigo.
—¡Sí, sí, sí! —dijo Helgi sin mayor miramiento. La atrajo hacia sí de un tirón, aplastó su boca contra la suya y empezó a toquetearla a la vista de todo el mundo. Luego se puso de pie y vociferó para comunicar la noticia.
Los daneses rugieron de júbilo. Los sajones no sabían qué hacer, excepto aquellas muchachas que se reían con risitas sofocadas en los rincones oscuros al lado de los navegantes. La reina Olof se levantó, como si su túnica no se hubiese ensuciado ni su peinado deshecho, y habló:
—Bebamos para celebrar las nupcias lo mejor que tengamos. ¡Descorchad el vino!
A veces, los mercaderes del Sur lo traían a estos lugares. Era poco conocido en cualquier otra parte del Norte. Helgi dio un alarido al probarlo. Olof sonrió —en la mortecina luz poblada de sombras pareció una verdadera sonrisa— y le sirvió una y otra vez en la profunda noche.
Nadie advirtió que ella sólo pretendía aparentar beber tanto como él, excepto sus hombres de confianza, a quienes había susurrado que hiciesen otro tanto.
Finalmente Helgi dijo, entre eructos, que la llevasen a la cama, pues de otro modo su noche de bodas tendría lugar por la mañana. Gritando, aullando, desgañitándose con las más obscenas bromas y canciones, aquellos daneses que todavía podían tenerse en pie, portando antorchas, la escoltaron a través del patio a una habitación interior para pasar la noche. Es la costumbre nórdica que la novia sea conducida por delante del novio. Se supone que de este modo se espanta a los seres malignos, y que las palabras groseras traen amor e hijos. Pero a Olof no la esperaban flores y ramos verdes; ni le habían hablado largamente de antemano, ni tenía viejos amigos a su alrededor en aquel día especial de su vida, ni había sido santificada, ni llevaba su guirnalda de doncella en señal de ofrenda a Freyja.
La tropa volvió a por Helgi.
—Dentro de un momento, dentro de un momento —gruño—. Bribones, no permitiré que acabéis el vino sin mí.
La noche ya se estaba desvaneciendo cuando salió tambaleándose. Pocos eran los que estaban suficientemente despiertos para poder acompañarle. Cerraron la puerta tras él, le gritaron obscenamente sus últimos votos de felicidad, y dando tumbos volvieron a reunirse con los demás en el profundo sueño.
Una débil lámpara iluminaba la habitación…
—¡Ven aquí! —gritó Helgi, palpando en busca de la reina—. Quítate la ropa.
—Tiéndete —murmuró ella, guiándolo hasta el lecho—, y en seguida estaré contigo.
Eso hizo. Ella desapareció de la vista, como si estuviese preparándose. No había transcurrido mucho cuando oyó que roncaba.
Sin duda, ella aguardó un instante, mientras lo contemplaba tumbado en la cama, dando vueltas una y otra vez a un cuchillo entre sus manos. Sin embargo, por muy borrachos que estuviesen, sus guerreros eran demasiados para los pocos hombres de su Guardia. Y más aún, matarlo en aquellas circunstancias significaría una disputa sangrienta con los poderosos Skioldungos. Pero ella ya había decidido lo que iba a hacer.
Algunos dicen que, entonces, le clavó a Helgi una espina soporífera para evitar que se despertase. Otros sostienen que no fue necesario.
Se deslizó afuera en la fría oscuridad, bajo las pálidas estrellas, y habló a sus hombres. No se atrevieron a sacar un caballo; pero entre ellos había un corredor de fondo sumamente rápido. Emprendió en seguida el camino, bosque a través. Olof fue a buscar lo que necesitaba, y volvió acompañada de una pareja de sus hombres para que la ayudasen.
—¿Es esto prudente? —oyó que le preguntaban.
Irguió su cabeza.
—Tengo que pensar en mi honor —respondió ella—. Con vergüenza hay que vengar la vergüenza.
Ataron al rey; cogieron tijeras y navajas, y le cortaron todo el pelo de su cuerpo; luego lo untaron de brea; lo metieron junto con un montón de trapos en un saco de cuero, lo ataron para cerrarlo; y finalmente los hombres lo llevaron abajo a la playa.
Al amanecer, bajo las órdenes de Olof, sus hombres despertaron a los daneses —utilizando sin ningún reparo cubos de agua fría— y les dijeron que Helgi ya estaba en su barco y que quería zarpar, aprovechando que había marea baja y viento favorable.
Salieron tan rápidamente como pudieron, abotargados por la borrachera, sin apenas recordar dónde se encontraban. Cuando llegaron a la costa, no vieron al rey por ninguna parte «En seguida vendrá», pensaron confundidos. Entretanto descubrieron un grueso saco de cuero. Les entró curiosidad de ver lo que contenía.
Desataron los nudos y descubrieron a Helgi en un estado lamentable. Se le había pasado el efecto de la espina soporífera, si es que alguna vez existió tal cosa, y se despertó de un sueño feliz. Deliraba de rabia.
Entonces oyeron sonar cuernos, pies que corrían y galopes de cascos, ruidos metálicos, voces que gritaban. Recortados contra el cielo de la mañana en la cima del risco, divisaron una hueste de guerreros contra los cuales hubiera sido desesperado entablar combate, especialmente abatidos como estaban por el dolor de cabeza y la resaca. Remaban muy torpemente. Durante un buen trecho los siguieron las burlas de los sajones; y después los gritos sarcásticos de las gaviotas.
III
Enorme fue el asombro cuando se supo, después de que aquella historia se difundiera ampliamente, que la reina Olof se había mofado de un rey de la talla de Helgi Halfdansson. Los habitantes de Ais la miraron con temor reverencial. Eso hizo que su altivez y terquedad creciesen fuera de toda mesura. Al mismo tiempo, a partir de entonces siempre llevó una fuerte guardia a dondequiera que fuese.
Por lo que a Helgi respecta, se encontraba en tal estado de humor que nadie se atrevía a hablar del asunto en su presencia, ni siquiera a mirarle prolongadamente. Llevó la flota a Wendland[16] como había prometido, donde se comportó con una temeridad, matando y quemando, que dejó estupefactos hasta a los más duros de su tripulación. Ganaron cada batalla que emprendieron, y en el otoño volvieron a casa cargados de botín y de esclavos. Helgi no mostraba ninguna alegría.
Al desembarcar en Haven dio a regañadientes unas cuantas órdenes acerca de cómo debían descargar y cuidar de los barcos, cogió un caballo y partió solo al galope.
El rumor había llegado a Leidhra. Cuando llegó Helgi, Hroar fue a buscarlo a su casa. Subieron a una habitación de la galería para poder hablar sin que nadie los oyese.
—Te habría preparado una fiesta de bienvenida —dijo apaciblemente el hermano mayor—. Pero me pareció que este año preferirías que no lo hiciese.
—En realidad, no habría acudido —musitó Helgi, mirando al piso.
—Sobrevivirás a ello —dijo Hroar.
Helgi se encolerizó.
—¡Es una vergüenza para nosotros!
—¿Y quién la trajo? —replicó Hroar, de pronto cortante—. ¿Quién la merece?
Helgi alzó el puño como si fuese a golpearlo, luego gruñó, bajó precipitadamente la escalera y se marchó de la casa.
Durante todo aquel invierno se mantuvo tan apartado como le fue posible, violento con los inferiores, y brusco y avariento con los de más alto rango. Los hombres se susurraban al oído sus temores de que la sangre del alma más oscura de los Skioldungos estuviera bullendo en su interior. Después de que empezase a mantener conversaciones secretas con aquellos de sus guerreros que siempre le habían sido más incondicionales, muchos pensaban que estaba conspirando para hacer lo que había hecho Frodhi.
Pero cuando la oscuridad menguó ante la luz diurna, la nieve se derritió en rápidos arroyos, y las cigüeñas y las golondrinas volvieron a casa, Helgi empezó a estar más calmado. Las gentes de su casa supieron que estaba ocupado, preparando algo, pero lo que fuese no se lo dijo a nadie excepto a unos pocos elegidos. Una mañana de verano temprano, habían partido, el rey y el más veloz de sus barcos.
Se alzó el mástil y se desplegó la vela del cuervo, que voló bajo el favorable viento, viento que restallaba frío y salado, besando las mejillas y los cabellos despeinados. Las olas retumbaban y gorjeaban, el rocío saltaba por encima de sus arrugadas crestas grises y de sus azules depresiones oscuras, con los rayos del sol filtrándose a través de las nubes, encendiendo en ellas fuegos verdes. El casco saltaba, cantaban las traviesas, rasgueaban las jarcias de piel de morsa. Helgi empuñaba el timón. Cuando la tierra que era suya onduló a su lado a estribor, sonrió por primera vez en casi todo un año.
Cuando Mön quedó a popa, ordenó que colocasen en la proa la cabeza de dragón que anunciaba la guerra.
Sin embargo, el navío viajaba cautelosamente, desviándose de cualquier bajel que apareciese en el horizonte, sin hacer ningún alto. Al llegar al Pequeño Belt estuvieron al pairo hasta que oscureció, y entonces empezaron a remar hacia el Norte, a la luz de la luna.
Antes del amanecer llegaron a la cala que su piloto les había escogido. Estaba varias millas al sur de la casa de Olof. Los árboles se apiñaban en una pequeña playa. Helgi ordenó que encallasen el barco. Dejó el de Olof, que había encontrado en la cala, vigilando en la boca de la ensenada, para que el enemigo no los cogiese por sorpresa y les cortase la retirada. Después durmió unas pocas horas. Los que estaban de guardia le oyeron reír entre dientes mientras dormía.
Cuando amaneció comió algo de alimento y se puso en camino. Iba vestido con harapos de mendigo. En bandolera llevaba una espada y dos cofres llenos de oro y plata.
La marcha es dura a través de un bosque salvaje. Los árboles se elevan a las alturas, robles, hayas, olmos, alerces; sus copas susurran verdedoradas por la luz del sol que motea el oscuro sotobosque; los pájaros cantan a miles, las ardillas se deslizan vertiginosamente entre los troncos como el rojo fuego; el aire es caliente y está lleno de los olores de la tierra. Pero la maleza construye muros que estorban el paso, bloqueando el pecho y apuñalando los ojos, crujiendo desdeñosamente. Por eso no resulta extraño que a menudo determinados lugares sólo sean accesibles desde el mar.
Helgi también era cazador. Descubrió rastros y se deslizó en pos de ellos tan rápido como un ciervo. Pronto estuvo cerca de su meta. En un tronco vacío dejó la espada, medio escondió los cofres bajo un arbusto, y siguió hacia delante, en el camino, fuera de la vista de la casa, esperó.
Un siervo de la reina venía por el camino. Llevaba un cesto de huevos, que traía de una granja. Cuando vio al hombretón, retrocedió. Helgi sonrió, extendiendo las manos vacías.
—No tengas miedo —dijo—. No tengo casa, pero no te haré daño.
El siervo no se sorprendió. Los vagabundos eran corrientes en aquellos días en que Slesvik padecía disturbios. Y respecto a encontrarse en aquella parte de la isla, podía haber llegado por el más estrecho de los canales.
—¿Cómo van las cosas por aquí? —le preguntó el extranjero.
—Todo está en paz —dijo el siervo un poco más tranquilo—. ¿De dónde eres?
—Qué importa. Sólo soy un pobre tipo. Mira aquí, sin embargo. He tropezado con un tesoro en estos bosques. ¿Quieres que te lo enseñe?
El siervo no veía ninguna razón por la que el vagabundo debiese atacarle. Además, llevaba un robusto palo. Le siguió, y empezó a respirar agitadamente cuando vio el brillo bajo las hojas.
—¡Fabuloso, verdaderamente fabuloso! —dijo—. ¿Quién puede haberlo dejado aquí? Quizá, por alguna razón, el rey Helgi, antes de que buscase a nuestra reina el año pasado y ella lo convirtiese en el hazmerreír de todo el mundo.
—Ni idea —dijo el desharrapado con aspereza—. Dime, ¿le gusta a ella el oro?
—¡Huy! En eso no hay otra igual.
—Lo mismo he oído yo. Bueno, entonces, le gustará esto, y seguro que lo reclamará, al ser ésta su tierra. En tal caso no quiero que mi buena suerte se convierta en mala por tratar de ocultar el tesoro. ¿Cómo puede alguien como yo convertirse en rico de un día para otro, sin que sospechen que lo ha robado y lo cuelguen para pasto de los cuervos? No, mejor que lo coja ella y que me dé lo que crea conveniente. ¿Crees que se molestará en venir ella misma a por el tesoro?
—Seguro que sí, si puede venir sin que nadie lo sepa excepto un guerrero o dos que tengan la boca cerrada.
—Iba a decir que era lo mejor que podía hacer —asintió el vagabundo—. Si se pregona el hallazgo fuera de la isla, los caudillos del reino esperarán fiestas y regalos; y me han contado que es muy avara. Mejor que solamente lo sepáis tú y ella. Ya ves que no soy nadie de quien haya que tener miedo —se inclinó para coger algo—. Aquí hay una joya y un anillo que enterraré aparte y te lo daré después, si consigues que venga sola. Si ella se enfadase contigo por cualquier cosa, yo cargaría con las consecuencias.
Al principio el siervo se negó. Aquel cálido parloteo le hizo cambiar de opinión. Adivinaba que el extranjero sabía de más oro en otra parte, y quería regatear con la reina. Un hombre de tanta labia, seguramente podría apaciguar su cólera. Y después él, el siervo, podría darle a ella los dos valiosos objetos a cambio de su libertad y de una pequeña granja.
Así pues, dejó al vagabundo guardando el tesoro y se apresuró hasta la casa, el corazón latiéndole aceleradamente. Necesitó cierto tiempo para poder hablar aparte con Olof, y entonces le contó jadeante cómo había encontrado un tesoro fabuloso, y le pidió que lo siguiese y se apoderase de él, sin que nadie lo supiese, para que, por envidia de él, no se volviesen rencorosos.
Sus ojos de color pardo rojizo lo miraron de hito en hito. Un arrebol se encendió en las anchas mejillas de la reina.
—Si me estás diciendo la verdad —le respondió—, estas noticias te traerán suerte. De otro modo, te costará la cabeza. Sin embargo, siempre me has sido fiel. Confiaré en tu palabra.
Decidió que se reunirían después de que anocheciese. Entonces se levantó, se vistió, y a hurtadillas se deslizó de su habitación. La vigilancia estaba establecida para impedir la llegada de una banda o de una flota enemiga. Una persona sola, acostumbrada además a moverse al acecho, no tendría problemas para burlarla. Bajo un roble plateado por la luna estaba el siervo, quien la guio en la oscuridad.
Los cofres estaban cerca de un pequeño claro. La luz de la luna se deslizaba entre ramas y hojas hasta extraer destellos del metal… de la hoja de la espada que sostenía en la mano el hombre que salió de la noche.
—Salud, reina Olof —rieron sus labios que no se divisaban—. ¿Os acordáis de Helgi Halfdansson?
Ella chilló, se volvió y empezó a correr. De un par de zancadas él la atrapó. El siervo gimió y le golpeó con el palo. La espada de Helgi lo arrojó a un lado.
—Puedo matarte, compañero —dijo el rey tan serenamente como si la mujer no estuviese retorciéndose y vociferando, dándole arañazos y puntapiés—. Pero, ya que nos habremos ido antes de que puedas traer ayuda, mi consejo es que huyas a otra parte —el siervo farfulló algo. Helgi apuntó hacia abajo con la espada—. Allí está lo que te prometí —el siervo estaba demasiado aturdido para cogerlo. Helgi lo empujó con la punta de la espada—. ¡Vete! —el siervo cayó sobre la maleza.
Helgi envainó la espada.
—Cállate —dijo a Olof, y le dio una bofetada que hizo que le crujiesen los dientes—. ¿Creías que iba a dejar sin vengar tu perfidia?
Ella cayó de rodillas, sollozó un rato, y tartamudeó:
—Sí, es verdad, me porté mal contigo. Para repararlo, yo… ahora… seré tu legítima esposa.
—No —dijo él—, esta vez no saldrás del paso tan fácilmente. Vendrás conmigo a mi barco, y permanecerás en él todo el tiempo que a mí me plazca. Para vengar mi honor no puedo hacer otra cosa que tratarte tan grosera y tan vergonzosamente como tú me trataste.
—Esta noche se cumplirá tu voluntad —susurró ella.
Utilizó su conocimiento de la vida del bosque para no dejar huellas a lo largo de la primera parte del camino. Después ya no fue necesario, en aquella maleza que parecía un muro de lanzas. Tampoco fue necesario que la llevase arrastrando. Una vez, intentó escaparse del camino de ciervos que él había encontrado. Las afiladas puntas de las ramas la detuvieron.
No le fue fácil abrirse camino en la oscuridad. Ella llegó a la cala tan destrozada como él, con los pies ensangrentados, sin resuello y dando tropezones.
Las olas se estrellaban en la playa. Un ruiseñor cantaba. La luna, baja en el horizonte, tendía un puente reluciente a través de las aguas, contra el que se perfilaban oscuros el casco y la cabeza de dragón del barco varado. No muchas estrellas mostraban su brillo en el cielo crepuscular. Una fría brisa se levantó, trayendo olor a algas.
Cuando sus pasos se acercaron, los hombres de Helgi que estaban de guardia en tierra saltaron de su pequeño fuego. Él los saludó. Sus gritos de júbilo sacaron a los demás de los sacos de dormir, que fueron a agolparse a su alrededor, darle palmadas en la espalda y a ofrecerle toscamente sus mejores deseos. Él sonrió y empujó a Olof hacia un costado del buque, ya dentro.
—Ahora quítate la ropa —dijo; y ella lo hizo a la luz de la luna delante de todos.
Le señaló la cubierta de proa. Ella se arrastró en la oscuridad tan negra como la pez y se tendió en un colchón, con los puños apretados a los costados. Él se le acercó.
Al amanecer fue a buscar los cofres, y luego se hicieron a la mar a través del Belt. En la solitaria Aeró, los daneses desembarcaron fuera de peligro. Durante una semana cazaron, pescaron, pelearon, nadaron, jugaron, se contaron historias o sencillamente holgazanearon. El rey se les unía, excepto cuando estaba con la reina.
Ella no le causó problemas; sólo le dejaba hacer. Nunca lloró; ni habló más de lo estrictamente imprescindible.
—Eres una buena chica, Olof —le susurró una noche con la boca en su cabellera—. Ojalá que nuestro destino hubiese sido de otra manera —ella yacía rígida. Él suspiró—. Creo que no te puedes interesar por los hombres. Y ahora es demasiado tarde para nosotros dos.
—A pesar de todo, tú y yo no tenemos por qué romper —dijo ella.
—¿Qué? —preguntó él. Olof ya no habló más. Un zarapito chilló a través de la fría niebla que se estaba levantando. Helgi se estremeció y se apretó contra ella, sólo para calentarse. Ella no acusó el abrazo.
Al día siguiente cruzó el Belt de nuevo y la dejó cerca de su casa. Ninguno de los dos se despidió. Ella caminó por las aguas hacia la playa con los mugrientos andrajos de su vestido. Los hombres de Helgi empujaron el barco hacia el agua, subieron a bordo y cogieron los remos. Olof no vio alejarse el barco, mientras avanzaba como una araña. Acababa de regresar a su casa.
IV
Aquel mismo verano fue a Leidhra, a ver al rey Hroar, su suegro Aegthjof, conde de Götaland. Habían estallado las disputas. Aegthjof había matado a Heidhleif de la familia de los Ulfingos, pero como sus parientes habían resultado ser demasiado poderosos, tuvo que huir.
Aunque era joven, Hroar no ordenó que la flecha de guerra fuese de granja en granja.
—¿Para qué sirve reclutar un ejército, matar, quemar y saquear, granjeándonos más enemigos irreconciliables? —se preguntó—. ¡Oh, eso es lo que querrían los Ynglinglos de Uppsala! Mis posesiones de Götaland pasarían a su poder.
Envió un mensaje al conde Saevil, en Escania, que a su vez se dirigió a los cabecillas de los Ulfingos. Actuando de intermediario, Saevil acordó la paz. Aegthjof tuvo que pagar una elevada compensación, pero Hroar le ayudó. Así mismo, se concertaron un par de matrimonios para mantener las casas unidas, al menos durante cierto tiempo.
—Me has ayudado admirablemente —dijo Aegthjof, estrechando la mano de Hroar antes de regresar a su patria—. Espero que o yo o alguno de mis hijos podamos hacer algún día lo mismo por ti.
—Es un hermoso deseo —sonrió el rey—. Sin embargo, para necesitar ayuda, primero tengo que tener problemas.
—Por ahí empieza la fama —dijo Aegthjof.
—¿No se puede edificar una fama mejor y de más larga vida construyendo el país? Hemos trabajado para muchas generaciones: consolidando la paz dentro y fuera de este reino, despejando los campos, levantando casas, fletando barcos para la pesca y el comercio, haciendo buenas leyes y vigilando para que se guarden, trayendo las artes del extranjero… Bueno, pariente, no hace falta que hable como si estuviese en la Piedra del Thing.
Helgi regresó del mejor de los humores y volvió a ser el de antes. Al principio no perdía la ocasión de divulgar cómo se había vengado de la reina Olof. Con el tiempo dejó de hablar e incluso de pensar en ello.
No así la mujer.
Ella sabía que la gente adivinaría lo sucedido, y que las historias que llegasen a Saxland[17] desde Dinamarca despejarían pronto cualquier duda al respecto. Ello no la perjudicaría si se mostraba firme. En consecuencia rehusó hablar de lo ocurrido durante aquella semana. Cuando supo que un siervo y un cortesano habían estado cotilleando, hizo que se arrastrasen ante ella; y por haber mancillado su nombre, ordenó que al cortesano le fuera cortada una mano y que al siervo le azotasen hasta morir. En los demás asuntos también se comportaba ella con la misma severidad y, al mismo tiempo, con tanta habilidad que la gente decía que, más que una reina, era un rey en todo menos en el cuerpo.
Los que así pensaban desconocían cuántas veces permanecía despierta por la noche, o tenía horribles pesadillas, o cómo, cuando estaba sola en los bosques, alzaba al cielo los dedos engarabitados y gritaba.
Pero lo peor para ella fue cuando supo que estaba embarazada.
Después de que una bruja fracasase en sus planes de abortar, Olof se preparó para lo que estaba por venir. Jamás la gente se reiría solapadamente o Helgi Halfdansson fanfarronearía por su causa. Declaró que se iba a emprender un viaje a Slesvik, para ver la tierra firme y sus alrededores, y de qué manera se podía conseguir que acabasen las rencillas entre las casas que estaban asolando el reino.
Y así lo hizo, y verdaderamente lo hizo bien, reconciliando a veces a dos partidos, y echando en otras el peso de su pequeña, pero bien adiestrada hueste, en uno de los platillos de la balanza. Nadie se extrañaba de que, de vez en cuando, desapareciese. Tenía que hablar con los caudillos en secreto.
Las pesadas ropas de invierno ocultaban la redondez de su vientre. Y, si alguien sospechaba algo, sabía muy bien tener la boca cerrada.
Cuando llegó el momento, se fue a una solitaria cabaña escogida y preparada de antemano. Los hombres de su guardia la rodearon. La reina no les permitió que entrasen adentro, alegando que no había espacio y que ella necesitaba paz para pensar y, así lo insinuó, hacer magia. Los soldados levantaron unas tiendas para protegerse de la lluvia, se acurrucaron en el fango junto a los fuegos humeantes, se soplaron los ateridos dedos y procuraron que los aceros no se les oxidasen. Olof permaneció dentro, acompañada solamente de una comadrona y de dos viejas criadas.
Y en una noche tormentosa, húmeda y oscura, con el granizo estrellándose contra los muros y los árboles gimiendo en el viento, dio a luz una niña.
—Llorad —dijo la comadrona, viéndola sudorosa—. Alivia el dolor.
—No —dijo la reina con las mandíbulas apretadas—. No por esto.
No estando el padre presente, la comadrona cogió a la niña, la lavó y envolvió en los pañales, y la depositó en el piso de tierra al lado del lecho de la madre. Olof miró sombría, a través del vacilante y rojizo resplandor de las antorchas, a aquella cosa diminuta y chillona.
—¿La criaréis, mi señora? —preguntó la comadrona.
—Jamás llevaré yo eso a mi pecho —dijo Olof. Alzó una mano—. Espera. No te la lleves. Puede ser útil, de alguna manera, algún día… No sé cómo…
—Entonces, ¿qué nombre le pondréis?
La mirada de Olof recorrió apáticamente la habitación, hasta que vino a recaer en una perra suya, llamada Yrsa. Soltó una carcajada. Señaló con el dedo al animal y luego a la niña.
—Sí, le pondré un nombre —dijo—. La llamaré Yrsa —y se tumbó de nuevo.
La comadrona y las viejas criadas se estremecieron.
Sin embargo, no podían hacer más que obedecer. Y, sin que les resultase inesperado, fueron a buscar a una nodriza.
Cuando Olof estuvo de nuevo lista para viajar, se atrevieron a preguntarle qué quería que se hiciese con Yrsa.
—Una sola palabra sobre la mocosa será vuestra perdición —espetó—. Pero traedla. Ya encontraré la casa adecuada en donde pueda ser adoptada, como corresponde a los niños de alta cuna.
De regreso a Ais, fue a ver a un pobre granjero y su mujer. A ellos les entregó la niña junto con algunos regalos, diciéndoles que era la hija de una fiel sierva que había muerto en el parto, y que se llamaba Yrsa. Habrían de educar a la niña como si de veras fuese hija de ellos.
Con posterioridad, Olof jamás volvió a ver o a interesarse siquiera por la hija que odiaba.
Pasaron los años.
Dinamarca crecía en poder y riqueza. Los reyes hermanos trabajaban bien juntos. Hroar dirigía el reino y se esforzaba por mejorarlo, con una sabiduría que crecía al mismo tiempo que él. Mostrando la suficiente destreza varonil para hacerse respetar por los guerreros, además era sumamente amado. Él y la reina Valthjona tuvieron tres hijos que se hicieron mayores: una niña, Freyvar, y dos niños, Hrodhmund y Hrörik, este último nacido cuando ambos eran muy entrados en años. Eran una pareja feliz. Hroar solamente se llevaba a otra mujer al lecho cuando llevaba mucho tiempo lejos de casa.
Tenía que viajar mucho para construir el reino según sus deseos. Anualmente hacía un recorrido por los Things de los condados, y también escuchaba a solas a los hombres que tuvieran algo que decirle. Quería comprobar, en todas partes y por sí mismo, cómo iban los asuntos. Salía a navegar por el extranjero, bajo el escudo blanco, aunque más a menudo hospedaba a los extranjeros en cualquiera de las mansiones que tenía y escuchaba atentamente lo que quisieran contarlo.
Para que los hombres puedan realizar un trabajo bien hecho, han de tener la certeza de que lo que hacen no será presa fácil de los codiciosos y los despiadados. Por este motivo, Hroar tuvo que acudir personalmente al campo de batalla en algunas ocasiones. Sin embargo, la mayoría de las veces le dejaba la guerra al voluntarioso Helgi.
Cada verano, el más joven de los reyes iba a buscar pelea. A veces eran expediciones de saqueo, para mantener contentos a los hombres de su guardia y para que los terratenientes estuviesen ansiosos de unírsele entre la siembra y la cosecha. Pero generalmente, permanecía en los alrededores de Dinamarca. Durante los primeros años persiguió a los bandidos y registró las guaridas de los vikingos, hasta llegar a intimidar a cualquiera que pudiera haber tenido el más remoto pensamiento de perturbar la paz.
Pero los extranjeros persistieron, sin embargo, en estas actividades, sobre todo si eran incitados por Svithjodh o Saxland. Cuando Helgi y Hroar se sintieron al fin firmemente afianzados en su patria, Helgi empezó a hacer que se arrepintiesen de sus tropelías. Los que no se sometiesen a sus requerimientos, se negasen a empuñar la espada cuando se les pedía, a prestar juramento de fidelidad o a pagar tributo a los señores de Leidhra, una mañana se despertarían, muy probablemente, divisando en el mar los dragones, o viendo un ejército en tierra dispuesto para la batalla en la formación del puerco[18], enarbolando el escudo rojo y el Estandarte del Cuervo.
Aquellos pequeños caudillos jamás pudieron hacer frente al poder danés. Ni siquiera llegaron a coaligarse; los hermanos pronto aprendieron a hacer que las disputas brotasen entre ellos. Los choques armados regocijaron a los lobos y a las aves de rapiña. Helgi ganó cicatrices, y unas cuantas veces pareció que iba a recorrer la vía del infierno. Pero siempre sanó, y siempre se alzó con la victoria.
En el curso de aquellos años invadió Fyn y todas las islas menores. Se jactaba de que había sojuzgado a tantos reyes como mujeres había poseído.
—¿Y cuándo te casarás? —le preguntaba Hroar.
—Cuando esté preparado —se encogía de hombros Helgi—. No tengo prisa. La única vez que hice la corte no resultó —podía bromear sobre ese recuerdo, ya desvaído—. Sé lo que te atrae la idea de que yo pase a formar parte de una gran casa, para que tú consigas lo que quieras de ellos. ¿Por qué no mantener el señuelo que aún nos sirve?
—Cuando tú y yo estemos muertos…
—Pero si tú ya tienes un hijo. ¿Es que acaso temes que mis bastardos puedan desafiarlo? Parece improbable. Mis bastardos resultan baratos, son tantos… En realidad, Hroar, quizá resulte preferible para los Skioldungos que jamás tome una reina, cuyos hijos podrían sentirse con derechos a reclamar su parte. Ahora quitémonos de encima esa cara tuya tan larga y bebamos otro cuerno de hidromiel.
Los hermanos no se veían el uno al otro durante mucho tiempo, ni siquiera en invierno, y por eso sus encuentros eran una buena ocasión tanto para el regocijo como para tratar los asuntos serios. Hroar se había ido de Leidhra.
No había partido enojado. El entendimiento entre los dos hermanos era tal que, cuando volvió, Helgi dio una fiesta en su honor. Hroar pudo decirle:
—Pareces el mayor de los dos, ya que ocupas la más antigua sede de los reyes daneses; y esto yo te lo concedo gustosamente, a ti y a cualquier heredero que puedas tener. Pero a cambio quiero el anillo que guardas, porque tengo tanto derecho a él como tú.
Los que casualmente oyeron la conversación contuvieron la respiración. Sabían que Hroar sólo podía referirse a un determinado anillo. No era un sencillo anillo de oro, que se pudiera partir en trozos para recompensar a un escaldo que hubiera compuesto un lai o a cualquier otra persona por tal o cual servicio. No, era una gruesa banda en forma de serpiente que se retorcía una y otra vez sobre sí misma hasta que mordía su propia cola, allí donde sus ojos granates brillaban funestos. Se contaba que era una de las primeras alhajas que Fenja y Menja habían molido para el rey Frodhi el Pacificador. En cualquier caso, durante mucho tiempo había sido el orgullo de los Skioldungos.
Helgi se limitó a sonreír y respondió:
—Nada sería más adecuado, hermano, que tú tuvieras el anillo.
Sin embargo, Hroar tuvo buenas razones para mudarse. Dos casas reales en la misma población, cada una manteniendo su tropa de jóvenes animosos, significaba disputas que podían llegar a ser mortales. No siempre se podía detener la pelea, una vez estallada, entre familias que tenían que luchar contra los enemigos de Dinamarca y no entre sí.
Más aún, Leidhra estaba mal situada para sus propósitos. Se decía que antiguamente el fiordo llegaba más tierra adentro. Pero ya no era así. Solamente un arroyo indolente la atravesaba. En cambio, un abrigado puerto, abierto al mar pero profundamente situado dentro de la isla, atraería a los mercaderes y, con ellos, la riqueza.
Hroar fundó Roskilde en la bahía así llamada. Llegaría a ser la principal ciudad del reino. Situada a un cómodo paseo a caballo de Leidhra, estaba sin embargo lo suficientemente alejada para dejar a un lado la mayoría de sus problemas. Por aquel entonces, la llamaban Hroarskildi, la Fuente de Hroar, debido a un manantial de agua pura que no solamente daba de beber al lugar, sino que le confería santidad.
Por supuesto que el asentamiento no alcanzó su pujanza de la noche a la mañana. Al principio, allí no había más que la mansión que el rey se había edificado, con sus dependencias exteriores y las casas de los sirvientes, así como cobertizos y muelles en la costa para los barcos. Aunque los campos se extendían hacia el Sur, hacia el Este lo hacían brezales y pantanos, y hacia el Oeste se divisaban, sombríos, los bosques salvajes. Aun así, se decía que no había habido casa mejor en el Norte desde que Odín habitase en la tierra.
Era inmensa, construida con las maderas más preciosas, artísticamente talladas y pintadas. Los extremos de las vigas de encima de las alas del tejado se ramificaban en forma de poderosas cornamentas, sobredoradas para que brillasen a la luz del sol: de aquí que la mansión fuese llamada El Ciervo.
Pero sobre aquella casa se iba a cernir la aflicción.
Quizá fue la mala suerte. Quizá la ira de un dios. Generosos con los hombres, los hermanos eran bastante descuidados en hacer ofrendas a los Ases y a los Vanes. Realizaban lo que se suponía era la obligación de los reyes en los antiguos y sagrados tiempos. Por lo demás, Helgi podía sacrificar un gallo o cosas similares de vez en cuando para tener suerte; pero generalmente confiaba en su propia fuerza. Cuando los pensamientos de Hroar se apartaban de los asuntos de la realeza o de la familia, se dirigían a menudo hacia el aprendizaje de extraños saberes.
Fuera como fuese, la historia es que El Ciervo se convirtió en un lugar maldito. Hacía mucho tiempo que un rey llamado Hermodh había sido expulsado del trono por su avaricia y su crueldad: era uno de los peores de la rama más siniestra de los Skioldungos. Oculto en los pantanos, procreó hijos con una hembra de troll. A su sangre pertenecía el ser que llamaban Grendel, que entraba en la mansión por la noche y arrebataba hombres para comérselos.
En Inglaterra dicen que eso se prolongó durante doce años. Los daneses no lo creen así. ¿Cómo un guerrero como Helgi no iba a haber liberado a su hermano de aquellas tribulaciones? Suponen, más bien, que Hroar edificó El Ciervo poco después de haber protegido a Aegthjof y de que Helgi hubiese humillado a Olof. Y allí vivió durante nueve años, en los que los hermanos trabajaron juntos hasta que al fin los daneses se sintieron más felices en sus casas que nunca, desde los tiempos del Pacificador. Entonces Helgi, siempre inquieto, se embarcó en un viaje por tierras desconocidas. Quizá navegó hacia el Oeste, a Inglaterra, o hacia el Este y el Norte, a Noruega, Finlandia y Bjarmiland, o hacia el Este y el Sur, hasta los ríos de Gardaríki[19], saqueando a veces, otras comerciando, siempre saboreando vientos frescos bajo nuevos cielos; y así pasaron tres años antes de que sus barcos estuviesen de vuelta en casa.
Apenas se había ido Helgi cuando Grendel salió, arrastrándose. Durante esos tres años El Ciervo permaneció desierta, y el ceño de Hroar estuvo fruncido por la pesadumbre.
Esperó a que Helgi regresase, ya que no sabía de ningún otro que pudiese afrontar al monstruo. Sin embargo, no podía estar seguro de que los huesos de Helgi no estuviesen blanqueando en tierra extraña. Por eso acogió con agrado el ofrecimiento de ayuda hecho por el hijo del conde Aegthjof, al que anteriormente había ayudado: su pariente Bjovulf de Götaland, al que en Inglaterra llaman Beowulf.
La historia es bien conocida: cómo Bjovulf agarró a Grendel y le arrancó un brazo, cómo la madre de Grendel vino después a vengar a su hijo, cómo Bjovulf la siguió bajo las aguas y la mató también, ganando un nombre que permanecerá incólume mientras el mundo exista. Baste con esto y con decir que Bjovulf acababa de volverse a su tierra cuando regresó Helgi, para encontrarse con que a lo largo de toda Dinamarca resonaba el nombre de ese héroe extranjero, mientras apenas si había un oído dispuesto a escuchar sus propias hazañas.
No era tan cobarde que envidiase a Bjovulf su bien ganada fama. Sin embargo, recordaba melancólicamente los años en que él también era joven. No era todavía un hombre mayor —poco más de treinta inviernos habían blanqueado el mundo desde que había gritado por primera vez para salir a él—, pero sus ojos habían perdido su antigua frescura. Por lo menos, la gente daba por supuesto que Helgi Halfdansson emprendería empresas como navegar más lejos de lo que lo hubiera hecho nadie. ¡Ah, qué diferente era el mundo cuando él, un muchacho, había destronado a un rey y después se había vengado de una reina!
Quizá ésa fuese la razón de que, el verano siguiente, planease una expedición que lo llevaría cerca de Ais. Dijo que quería explorar los reinos sajones. Poco podría hacer en el norte de Jutlandia mientras no supiese cómo estaba el Sur. Sin duda estaba en lo cierto. Sin embargo…, ¿recordaba cuando se había jactado de recobrar el honor?… O, incluso, ¿se acordaba de unos ojos morenos y unos puños fieramente apretados?
No sabía nada de Yrsa. Nadie lo sabía, excepto Olof su madre, la comadrona y dos ancianas que ya habían muerto. La pareja de granjeros que la estaba criando casi habían llegado a olvidar que la niña no era su propia hija.
Vivían en la costa norte de la isla, la que da al fiordo de Aabenraa. Al Sur se extendían los brezales, moteados aquí y allá por grupos de robles bajos y retorcidos y árboles perennes, hasta que comienzan los pantanos donde crecen los sauces y después el verdor del bosque, intransitable excepto por unos pocos senderos. Al Norte estaban las grandes dunas amarillas y luego el mar, un vislumbre de tierra firme a la izquierda y por doquier olas, nubes y gaviotas. A menudo la lluvia, la niebla o la nieve, o simplemente las interminables noches de invierno, cerraban el horizonte. Era una tierra dura y ventosa, donde unas cuantas familias vivían muy apartadas unas de otras porque cada una necesitaba muchos acres para poder extraer el sustento de ella y donde nadie tenía mucho que pudiera atraer a los ladrones.
Allí creció Yrsa, hija del rey Helgi y de la reina Olof.
Ella sabía que había sido adoptada. No habría hecho falta que se lo hubieran dicho, ya que parecía completamente distinta de sus padres y de sus hermanos. Sin embargo, esto era normal. Un hombre podía morir ahogado o una mujer de tos hasta arrojar fuera sus pulmones, dejando hijos detrás. Un niño era un par de manos, por tanto, algo que siempre resultaba necesario. Yrsa pensaba poco en una madre que suponía muerta en la esclavitud, y en un padre desconocido. Ni pensaba tampoco que su destino fuese feliz o infeliz. Más tarde, recordaría estos años como mejores de lo que quizás habían sido.
Por supuesto que ella conocía lo que era el esfuerzo, el andar siempre con la azada y el hacha, el molinillo y la olla, el telar y la escoba, las nunca dichas y en realidad indecibles tareas que se suponía que debía realizar la muchacha que tendría que casarse con algún granjero. Pero la vida no consistía solamente en que a una le doliese la espalda de fatiga o que le sangrasen los dedos. Podía consistir también en cuidar de un recién nacido, o recoger nueces y frutas silvestres con una pandilla que no paraba de reírse, o cantar y soñar despierta mientras pacían los gansos.
Los vestidos eran de algodón gris, tosco y áspero. Los niños iban con los pies descalzos en verano, y en el mejor de los casos con zuecos de corteza de abedul en invierno. Pero crecían duros y rara vez les importaban las inclemencias del tiempo. La comida era basta y en ocasiones escaseaba. Pero gachas, pan negro, un poco de queso de cabra y puerros, guardados como si fuese un tesoro, la mantenían a una hasta que llegaban las estaciones en que se podía tener pescado fresco, ostras, huevos de cormorán y lo que se recogía en los bosques y en los brezales. La morada la componía una sola habitación, de por sí lóbrega, si Yrsa no tenía en cuenta la parte en donde se guardaban las cabras, los gansos y los cerdos. Sin embargo, la respiración de aquellos animales no solamente desprendía olores, sino que además daba calor, y ella se sentía unida a sus doce hermanos adoptivos, y cuando en la oscuridad escuchaba el agitarse de padre y madre, podía esperar dar la bienvenida a un pequeño recién nacido llegado el próximo año.
Sabía lo que era el miedo: cuando la tormenta se arremolinaba en el Norte, mientras padre estaba afuera pescando en la barca que compartía con los vecinos. Que no volviese a casa —o que volviese arrojado a la playa por las olas como una cosa hinchada con los ojos saltones y medio comida por las anguilas— no solamente podía significar dolor, sino también estar a punto de morirse de hambre, o de caer en la esclavitud por falta de ayuda. Ran[20] reía en el fondo del mar; las charcas de los pantanos estaban llenas de seres misteriosos; la Mujer de los Olmos tejía la niebla; los duendes cabalgaban de noche por encima del tejado, la paja crujía bajo sus zuecos tamborileantes; la más mínima cosa mal hecha podía traer una suerte funesta. O cuando un barco se acercaba como si fuese a desembarcar, o venían extranjeros a pie; y ella se metía en la maleza para ocultarse, porque ¡hasta la más pobre de las muchachas tiene lo que está buscando el bandido!
Pero también sabía lo que era la camaradería y el divertirse, tanto en casa como con los vecinos. Los vecinos podían murmurar, podían dar lugar a horribles disputas, pero al final todos permanecían juntos frente al resto del mundo. Había cuatro festividades sagradas e importantes: la de Gracia, el Solsticio de Verano, la Cosecha y el Yule, o Solsticio de Invierno, momentos que imponían un terror reverencial y que después eran ocasión de regocijo. Llegaría un día en que ya habría crecido, y durante uno o dos años se escabulliría en las noches luminosas para reunirse con los jóvenes, hasta que se casara con uno de ellos y entonces como ama de casa ofreciera leche a los elfos y cerveza a los invitados a la vista de todo el mundo. Mientras tanto, los niños veían pasar los barcos, a millas de distancia, barcos que estaba muy claro que jamás desembarcarían aquí («¡Oh, si lo hiciesen por lo menos una sola vez!»): remos alejándose a grandes zancadas o audaces velas a rayas, y un lejano, lejanísimo destello de metal brillando a la luz del sol. ¿Quién sabe, iba a bordo un rey o quizás un dios?
El invierno traía frío y oscuridad y había que apretarse el cinturón… y así mismo había que trabajar menos, había hielo que crujía bajo los pies y también hielo por el que deslizarse, bolas y muñecos de nieve, era la ocasión para contar las viejas y queridas historias. La primavera traía las labores del campo y las lluvias torrenciales, y así mismo los espinos que se volvían blancos y el cielo que se llenaba de pájaros regresando nadie sabía de dónde. El verano era verde, verde por doquier, un vértigo de olores, el zumbido de las abejas, la luz del sol brillando cegadora en cálidos torrentes —salvo cuando había tormenta, pero entonces era maravilloso: ¡fiuú!, volaba el martillo de Thor[21], y ¡plas!, aplastaba a los trolls, hasta que las ruedas de su carro conducido por machos cabríos retumbaban lejos a todo lo ancho de los cielos—. El otoño parecía arder en llamas, daba frutos a manos llenas, los vientres se llenaban hasta reventar, el brezo florecía púrpura, la luna llena inundaba la noche de una blancura que destellaba en la escarcha y en el rocío sobre las telas de araña, y construía un rocoso camino a través de las aguas que conducía hasta el fin del mundo; y muy alto, en los cielos, sonaba el canto errante del ganso salvaje…
Yrsa no comprendía por qué sus hermanos adoptivos no prestaban atención a cosas semejantes. Bueno, ella los amaba, pero eran diferentes.
V
—Me gustaría comprobar por mí mismo qué ha sucedido en esta tierra —dijo Helgi—, pero no creo que fuese muy bien acogido si me reconociesen.
Nadie pudo apartarlo de su propósito de recorrer a pie, y en solitario, la isla de Ais. Su barco lo dejó en una cala que aún recordaba y que vendría a recogerlo todos los días, después de una semana.
No esperaba sufrir ningún percance. ¿Quién iba a atacar a un sujeto tan fuerte como él, especialmente cuando estaba furioso? Además, el palo que llevaba era el mango de una lanza cuya punta y pasadores llevaba sobre su piel junto con una daga. Hizo con la mano un jovial signo de despedida y se escabulló a grandes zancadas bajo los árboles.
Se sintió un poco defraudado cuando le dijeron que Olof no estaba en casa. El superintendente le echó una mirada desabrida, pero un cortesano le sirvió una escudilla y le dejó dormir en un montón de heno, a cambio de sus canciones y de sus historias. Declaró que era un habitante de Himmerland[22] que se había quedado sin casa y que buscaba trabajo.
—Aquí no te necesitamos —le dijo su anfitrión—. Pero si vas un poco más lejos, a la costa norte, encontrarás pescando a un grupo de gente humilde. Me atrevo a decir que se alegrarán de contar con un par de robustos brazos para sus remos.
Helgi se encogió de hombros y siguió el consejo, principalmente para poder espiar aquellas playas. Ahora que Fyn estaba en su poder, necesitaba conocer mejor aquel lado del Pequeño Belt.
Y así fue como llegó arriba del todo de una alta duna, y desde allí vio a una muchacha que andaba por la playa. La noche anterior había habido tormenta. Ella iba buscando madera, o ámbar, o cualquier otra cosa que las olas pudieran haber arrojado a la costa.
Sabía que, si le veía acercarse, saldría corriendo hacia una cabaña, oculta tras unos pinos diminutos, cuyo humo tiznaba el ciclo. Sería agradable charlar un poco a solas si no era demasiado fea. En cualquier caso, habiendo mostrado que traía buenas intenciones al no ponerle las manos encima, sus parientes estarían dispuestos a recibirle. A no ser que temiesen que fuese un prófugo, o un cazador de esclavos que anduviese rondando a su alrededor.
Helgi se acurrucó detrás de la duna mientras sus ojos inspeccionaban el camino. Podía ir en zigzag ocultándose en matorrales, arbustos y rocas y usar sus trucos de cazador para moverse a hurtadillas por los brezales, hasta que estuviese casi encima de ella.
Y así lo hizo. Pero cuando, oculto en la maleza detrás de un roble, la miró de cerca, el corazón le latió aceleradamente.
Era un día ventoso. La luz del sol hería las nubes que se apresuraban, brillaba en las aguas y desaparecía cuando la sombra se extendía por el mundo. Las olas retumbaban, reventaban blancas contra los arrecifes, y luego retrocedían para en seguida volver de nuevo, grises, verdes y azules como el acero. A un lado, brumosas como un sueño, se alzaban las colinas del interior. El viento silbaba en las rompientes, rugía en las ramas y susurraba en los brezos. Sobre ese viento cabalgaban chillando las gaviotas. Era frío y salado, golpeaba y se deslizaba: agitó el cabello de la doncella que se abría camino andando con los pies desnudos por la arena, entre los desparramados filamentos morenos de las algas.
No era alta; bien erguida le llegaría a la mitad del pecho. Un vestido gris se estiraba sobre unos pechos pequeños, una cintura delgada y unos miembros flexibles, exhibiendo un aspecto juguetón sumamente atractivo. Por debajo del hollín y del bronceado del sol, su piel era blanca; la nariz salpicada de pecas. La cara era ancha y de pómulos salientes, la barbilla pequeña y fuerte, la boca ancha y suave, los labios un poco abiertos exhibiendo unos dientes sanos, los ojos grandes, muy abiertos bajo las arqueadas cejas, fulgurando como el azul grisáceo del mar. Se había tejido para su propio uso una guirnalda de dientes de león amarillos. Sus cabellos le ondeaban hasta las caderas. Cuando la fugaz luz del sol los tocaba, brillaban como si estuviesen ardiendo.
Helgi le salió al encuentro.
—¡Vaya, eres bonita! —gritó.
Ella dio un brinco hacia atrás con un grito ahogado, tiró la madera que había recogido, y echó a correr. Él la siguió con grandes zancadas.
—No tengas miedo —dijo—. No te haré daño. Sólo quiero ser tu amigo.
Ella corría encarnizadamente. Él forzó su marcha hasta adelantarla y bloquearle el camino. Ella cogió un palo, bufó como un gato montes y empezó a atizarle. A él le gustó el valor que mostraba. Extendiendo los brazos soltó unas risotadas.
—Tú ganas —dijo él—. Me rindo. Haz lo que quieras.
Ella bajó el palo y respiró más pausadamente. Él podía aplastarla, pero se limitaba a estar allí, plantado y sonriente. Además, ¡qué fuerte y guapo que era! Su porte no cuadraba con los sucios y ondeantes andrajos. Y la cara era como el cuerpo, nariz aguileña, ojos azul celeste, cabellera muy rubia hasta los hombros y barba muy recortada. Y entre los dorados cabellos sus brazos estaban llenos de blancas cicatrices.
—¿Cómo os llamáis, señora? —preguntó con acento extranjero—. ¿Y de qué pueblo sois?
Ella señaló en dirección al humo.
—Soy hija de aquel granjero —susurró en medio del viento y del oleaje—. Bueno, en realidad no, yo… mi madre era una esclava. Me llamo Yrsa.
Él fue a su encuentro. Ella permaneció inmóvil como bajo un hechizo, el corazón latiéndole estrepitosamente. Él le tomó las manos entre las suyas, que eran fuertes y cálidas. Después de mirarla detenidamente, dijo pensativo:
—No tienes ojos de esclava.
Se sentaron de espaldas al viento y charlaron. Ella nunca se habría imaginado que a un extranjero le pudieran importar los avatares de su vida diaria.
—¿Quién eres tú? —le preguntaba ella una y otra vez.
Pero él siempre desviaba la pregunta.
—Dime más cosas tuyas, Yrsa. Hay algo escondido en ti —añadió—. ¿Cuántos años tienes?
—¿Para qué? Yo… yo nunca los conté —respondió extrañada.
—Piénsalo —le cogió los dedos—. Este año; el año pasado…
Después de un buen rato jugando con los dedos, ella se sintió ruborizada y un poco aturdida, y casi llegó a adivinar que quizá tenía trece o catorce inviernos.
—Yo tenía esa edad cuando… Bueno, qué importa —dijo él—. Los dos venimos de un linaje que crece deprisa.
Compartieron el queso y la galleta que él llevaba en su bolsa. Después, cuando pasó un brazo por su cintura, ella no se apartó, sino que suspiró e inclinó la cabeza sobre su pecho.
Una gaviota revoloteaba por lo bajo, blanca como la leche en un rayo de luz.
—Me he enamorado perdidamente de ti, Yrsa —dijo Helgi—. Perdidamente.
—¡Oh, vamos! —respiró Yrsa.
Él sonrió.
—Tú, la hija de un granjero… —dijo—. Es completamente adecuado que te posea un pobre mendigo.
Ella saltó de su lado horrorizada.
—¿Qué? ¡No, no, no!
Se irguió amenazador sobre ella.
—¡Sí, oh, sí! —y la aferró con cuidado pero firmemente—. Ven conmigo, Yrsa. Debes hacerlo. Una Norna presidió nuestro encuentro.
Ella comenzó a llorar y a suplicar. Por un instante, él se sintió impaciente y confuso, hasta que dijo:
—Te podría tener contra tu voluntad. Pero tus lágrimas me harían mucho daño. Esto es algo que pocas mujeres me han oído decir. Te pido que seas mía libremente.
Ella lo miró y pensó en los patanes de la vecindad que conocía; de repente la sangre la dominó. Llorando y riendo se acercó a él.
Buscaron un refugio. Ella conocía un manantial donde el murmullo de los árboles resguardaba del viento y donde el verano había hecho madurar la hierba como si fuese heno.
Helgi permaneció oculto en los bosques, para que nadie pudiera entrometerse y espiarlos impúdicamente. Diariamente, ella venía a buscarle, trayéndole a escondidas alimentos que casi ninguno de los dos probaba. En la cabaña advirtieron que algo le había sucedido, pero ella conseguía burlar la vigilancia. Por lo demás, no tenía mayor importancia; nadie en los alrededores tomaría como esposa a una muchacha cuyo vientre no mostrase que podía dar hijos.
En el momento propicio, Helgi se fue. Le había dicho a ella que no se asustase si llegaba un barco. Cuando así sucedió y todo el mundo salió huyendo, ella se quedó. El hombre ricamente vestido que saltó a tierra le dijo que era el rey de los daneses.
—No me habría importado que solamente fueses un vagabundo —dijo ella con voz entrecortada, y se desmayó.
Después, Yrsa fue en busca de su familia adoptiva y de buena manera los convenció. Helgi les dio lujosos regalos antes de embarcarse con ella.
No pudo abandonar su flota, a la que había dicho que permaneciese en Fyn. Los hombres le despreciarían, si él renunciase a su viaje anual para quedarse mirando a las musarañas en tierra enfermo de amor. Por eso confió Yrsa a su hermano Hroar y se hizo a la mar acto seguido. Tanto para él como para ella, los meses siguientes fueron arduos.
—Me parece que esta vez será algo más que otra de las queridas de Helgi —dijo la reina Valthjona a su marido.
—Puede ser. —Hroar se tiró de la barba y frunció el ceño—. Mala cosa es ésta. ¡La mocosa de un granjero nacida de una esclava!
—Ahora ya no, es una dulce muchacha —dijo Valthjona—. Además, por el buen nombre de los Skioldungos, tendré que acogerla bajo mi protección.
Había tantas cosas que una dama debía conocer: todo lo concerniente a la forma de llevar una gran casa; técnicas como las de tejer y de hacer cerveza; las buenas maneras, la forma de bien vestir, de bien hablar; las tradiciones y ritos de los antiguos dioses y de los antepasados; quiénes eran los amigos de su señor, quiénes sus enemigos, y cómo había que tratar a unos y a otros. Yrsa no podía aprenderlo todo en un solo día.
—A pesar de todo ella se esfuerza —dijo Valthjona a Hroar—. Si yo hubiese empezado tan humildemente, habría tardado más que ella en dominar lo que tenía que saber.
Aparte de la nostalgia de Helgi, Yrsa era un alma rebosante de alegría, cantando cada día mientras revoloteaba cumpliendo sus tareas. Tenía muchos animales, perros y caballos y pájaros, cuyo número iba en aumento. No le gustaba ir de caza. En cambio, se la veía tan diestra y tan feliz en una barca como cualquier muchacho. Joven como era, se divertía con los jóvenes de El Ciervo. Humildemente criada, era de un trato más amistoso con criados y siervos —siempre dispuesta a escuchar sus largas historias de interminables infortunios y a prestar ayuda— de lo que fueran Hroar o Valthjona, aunque éstos fueran considerados como muy amables.
—Y además —dijo la reina al rey—, ella conoce tan bien su trabajo, al haberlo hecho ella misma, que no tratan de defraudarla o de mostrarse gandules por segunda vez. Ni tampoco tiene necesidad de azotarlos. Se limita a preguntarles en el tono más suave si preferirían servir a otra persona. Por supuesto que no lo prefieren.
—Hum, sí, también a mí me empieza a gustar —dijo
—Es de buena estirpe —dijo Valthjona—. Su madre puede que haya sido una esclava, como le dijeron. Pero, aunque así haya sido, juraría que era una mujer de alta alcurnia a la que habían cogido cautiva. Y su padre, vamos, puede que haya sido un rey.
Cuando Helgi volvió y vio a Yrsa vestida de lino y pieles, con adornos de oro, llevando en el cinturón las llaves de su casa y dándole la bienvenida cortésmente, se quedó como si le hubiesen golpeado con un martillo. Aquella noche, cuando ya amanecía, le dijo que no era suficientemente bueno para ella que fuese su concubina. La convertiría en su reina.
Y así lo hizo. Durante años no se habló más que de su fiesta de bodas.
Hroar aprovechó la ocasión para ofrecer su amistad a los caudillos de las islas recientemente conquistadas. Los invitó y con dádivas y buenas palabras hizo que rindieran fidelidad a los Skioldungos.
—Por lo menos, el encuentro con Yrsa nos ha servido para algo —comentó a Valthjona.
—¿Todavía sigues diciendo que ella impidió que Helgi hiciese un matrimonio mejor? —preguntó su esposa—. Vamos, él puede tener tantas mujeres como le plazca.
—Ninguna otra le gustará —dijo Hroar—. Ni siquiera ha vuelto a tener amantes —sonrió a Valthjona—. Ah, bueno, yo soy igual.
Yrsa continuó aprendiendo cómo ser una dama, hasta que la gente dijo que, por joven que ella fuese, Leidhra rara vez había tenido una reina tan primorosa. Advertían también que Helgi se iba tranquilizando cada vez más. Empezó a pasar los veranos en Dinamarca, haciendo el tipo de trabajo reservado a Hroar. Aunque menos paciente que su hermano, era igualmente justo. Los hombres eran felices de dejar los pleitos en sus manos. Pensaban que los comentaba con Yrsa y que ésta suavizaba su severidad.
Sin embargo, ella aún era joven. Durante dos años no tuvo hijos. Al tercero dio a luz un niño.
Fue un nacimiento largo y difícil, en la víspera del Yule por añadidura. Helgi estaba sentado en la sala, bebiendo, escuchando a un escaldo, hablando con sus hombres. Lo que decía tenía poco sentido; y continuamente volvía la cabeza hacia la puerta, como si se esforzase por escuchar, sobreponiéndose a la tormenta del exterior, los gritos de dolor que nacían en la habitación de la reina.
Al fin vino la comadrona. En un solemne silencio, excepto por el rugido del fuego y del vendaval, se aproximó trayendo un bulto que dejó en el suelo ante el elevado asiento. Helgi estaba sentado, inmóvil. El sudor brillaba en su frente y en sus mejillas, impregnando de mal olor sus ropas.
—Os traigo vuestro hijo, rey Helgi —dijo la comadrona.
—¿E Yrsa? —gruñó.
—Espero que esté bien, mi señor.
—Dame a nuestro hijo —le temblaban las manos cuando las alargó para coger al niño y ponerlo sobre sus rodillas.
Al día siguiente, seguro ya de que Yrsa viviría, sacrificó una manada de caballos y bueyes en el bosque sagrado, y convocó a los hombres a una fiesta casi tan espléndida como la de su boda. Él mismo roció con agua al niño y lo llamó Hrolf. Los guerreros que habían viajado a su lado de un extremo a otro del mundo conocido, hicieron resonar las hojas de las espadas contra los escudos y aclamaron a su príncipe.
Poco a poco, Yrsa fue recobrando plenamente la salud. No tuvo más hijos. Sin embargo, ella y Helgi siguieron siendo felices. Se regocijaban con su Hrolf. Era pequeño pero hermoso, alegre, rápido de pies y de inteligencia.
Fueron años tranquilos para Dinamarca. Sin embargo, los hermanos no perdían de vista a Götaland y Svithjodh, donde estaban sucediendo muchas cosas.
Hugleik, el rey de Götaland —quizá buscando fama para igualarse con Helgi—, llevó una flota de guerra, más allá de Jutlandia y de Saxland, al país de los francos. Allí estuvo asolando el reino; pero los francos le tendieron una emboscada a él y a los suyos, y cayó en la batalla. Entre los pocos geatas que lograron escapar estaba Bjovulf, que llegó nadando con loriga y el resto de su equipo encima hasta sus barcos. Triste fue su regreso a la patria. Por su esforzado valor, los geatas quisieron hacerlo su señor. Rehusó, y él mismo hizo subir al trono al hijo de Hugleik, Haerdredh, ante el Thing. Sin embargo, al ser el caudillo más poderoso, muerto Aegthjof, Bjovulf debió forzosamente regir la región en todo menos en el nombre.
En aquel momento, el rey sueco de Svithjodh era Egil. Como otros Ynglingos, era un pródigo sacrificador a los dioses, y un brujo además. Quizá uno de sus hechizos salió mal; sea lo que fuere, en una ocasión un toro que iba a sacrificar escapó, se abrió camino a cornadas entre los esclavos ya colgados en honor de Odín, y escapó. Durante mucho tiempo vagó por los campos, causando daño a mucha gente. El rey Egil dirigió una expedición de caza en su búsqueda. Una vez se apartó cabalgando de sus hombres en aquellos frondosos parajes, y repentinamente se encontró con la bestia. Le arrojó la lanza. El toro se sacudió el hierro, salió de estampía y embistió al caballo del rey, arrojando a éste al suelo. Egil sacó la espada. Pero el toro lo alcanzó antes. Un cuerno le atravesó el corazón. Entonces llegaron los hombres del rey y acabaron con el animal. Después se llevaron el cuerpo de Egil y lo enterraron en Uppsala.
Había tenido un hermano llamado Ottar, de modo que estalló la lucha por el poder entre el hijo de Egil, Aali, y los hijos de Ottar, Asmund y Adhils. Durante años asolaría Svithjodh. Asmund cayó, y el derrotado Adhils huyó a Götaland. Los geatas, bajo el rey Haerdredh, lo respaldaron. Pero cuando su ejército invadió Svithjodh, de nuevo Aali se alzó con la victoria y el mismo Haerdredh encontró la muerte.
Los geatas nombraron a Bjovulf su nuevo rey, como habían querido hacer desde el principio. Pidió ayuda a su pariente y amigo Hroar, que le envió guerreros. En otro combate, en el helado lago Vänem, murió Aali. Adhils cabalgó hasta Uppsala y fue aclamado rey de los suecos.
Hroar y Bjovulf tuvieron así la esperanza, de que el señor de Svithjodh les quedase agradecido a ambos, ya que no era hombre inclinado a la guerra. Pero Adhils profundizó en el arte de la hechicería mucho más que ninguno de los Ynglingos anteriores. Habiendo obtenido lo que buscaba, dejó al mundo en paz en la medida que le concernía.
Aun así, los hermanos Skioldungos cometieron un error al ayudarlo. Pero no se percataron de ello en un primer momento, pues antes padecieron otras tribulaciones.
Cuando ya habían transcurrido siete años desde el día en que Helgi encontrara a Yrsa en la costa, la reina Olof acudió a cobrarse venganza.
VI
El granjero no se atrevió a hacer otra cosa que ir en busca de Olof y comunicarle que un navegante que decía ser el rey de los daneses se había llevado a la muchacha que le había entregado. Ella siguió sentada, inmóvil hasta que, muy débilmente, dejó aflorar una sonrisa en sus labios. A partir de entonces, dio muestras de ansiedad por oír noticias de Dinamarca. No las obtenía abiertamente, porque como nunca dejó que supiesen que había cambiado de idea, la gente todavía temía mencionarle a Helgi Halfdansson. Pero de un modo o de otro, se enteró de que él y una tal Yrsa, de familia desconocida, estaban felizmente casados.
—Tendrás dolor y vergüenza, Helgi, en vez del honor y la alegría que ahora tienes —prometió ella, a solas con sus fantasmas.
El tiempo pasó, no obstante, porque ella no podía embarcarse en seguida como un hombre. Más aún, encontró alegría en el hecho de pensar en el terrible dolor que causaría con sus revelaciones. Primero era necesario asegurarse de que él no atacaría de nuevo. Con esta finalidad tejió una red de alianzas, tanto con otros sajones como con los juros del Norte. Después de lo que había sucedido en las islas, aquellos señores sabían que debían permanecer unidos si querían seguir siendo libres. Pero Olof trabajó pacientemente y esperó hasta que estuvo segura de que no se usaría la avaricia y la belicosidad de ellos para enfrentarlos entre sí.
Finalmente, hizo saber que viajaría a Dinamarca para llegar a un acuerdo con los Skioldungos. Al pueblo le gustó la idea. Facilitaría el comercio si se podía apartar el horror de la guerra. Ella preparó solamente tres barcos. Por eso a nadie le extrañó que escogiese un mes en el que sabía que Hroar y Helgi estarían lejos de casa, haciendo la ronda de los Things del condado. Así podría entablar relaciones con las reinas y sondearlas, ganándose su amistad, para que intercediesen en su favor ante sus maridos.
La nave sajona se adentró en el fiordo de Roskilde y amarró en los muelles delante de la ciudad. Una multitud de mercaderes ya estaba en acción. Se apresuraba en torno a los almacenes y a los puestos alegremente adornados, que los comerciantes habían instalado —hombres, mujeres, caballos, perros, vacas, cerdos, niños que se arrastraban entre el ganado, aquí una prostituta, allí un extranjero venido de tan lejos como los reinos francos, todo aquello entre un estrépito horrible y un torbellino de colores—. Detrás de aquellos puestos la empalizada se elevaba hacia lo alto, con una atalaya en cada esquina, en las que brillaban los yelmos y las lorigas de los guerreros de guardia, y las cabezas de los forajidos pudriéndose en lo alto de las estacas. Por encima de aquel muro todavía podían verse los tejados de césped de infinidad de casas, verdes y moteados de flores ya que, por entonces, era verano. El humo bogaba cargado de olores hacia las gaviotas que chillaban en una nevada de alas.
A ambos lados, la tierra formaba ondas desde las aguas rutilantes de sol, excepto donde había trozos de bosque, arada y sembrada, rica y pacífica. En lo alto de una colina, circundado de un bosque de robles sagrado, un templo construido con tablones se elevaba tejado sobre tejado. Cerca de él, destacando poderosamente entre sus dependencias exteriores, la mansión de El Ciervo alzaba sus cornamentas resplandecientes de oro.
—Lo han hecho bien esos hermanos —dijo a Olof el capitán de su barco.
Ella estaba de pie en la cubierta de proa, los puños apretados en los costados: una mujer de baja estatura, con el vestido manchado por el mar, canas en el pelo y arrugas profundamente grabadas en el rostro cuyas anchas facciones aparecían ceñudas, pero con todo, erguida y de altiva mirada.
—Quizá no lo harán de ahora en adelante —dijo ella, e hizo señas al Mariscal de su Guardia de que se le acercase. A éste le dio un mensaje más preciso. Junto con varios de sus hombres el Mariscal partió a paso largo hacia El Ciervo, con cotas de malla que habían limpiado con esmero, las lanzas en alto, las capas rojas y azules tremolando a sus espaldas.
Cuando Helgi estaba fuera, Yrsa acostumbraba a traerse a su hijo Hrolf y quedarse con Valthjona. Las dos mujeres se tenían mucho aprecio. Además, la residencia de Hroar era la mejor que había en Leidhra. Olof se había informado de ello.
Los hombres de Olof pidieron ver a Yrsa a solas. Ella los recibió en una habitación en la que se sentaba a hilar con sus doncellas. Las muchachas tenían los ojos bien abiertos cuando los velludos sajones entraron en la cámara.
—Bienvenidos —sonrió Yrsa—. Ya nos habían llegado rumores de que tres barcos más habían entrado hoy en el puerto. ¿De dónde sois y qué es lo que queréis?
—Me llamo Gudlímund, señora —las maneras del Mariscal eran tan toscas como su forma de hablar la lengua nórdica. La gente no tenía en la pequeña y apartada corte de Olof los modales que allí se estilaban—. Os traigo saludos de mi reina —y dijo de quién se trataba.
—Vaya, ¡qué estupendo! —aplaudió Yrsa, enrojeciendo tan intensamente como cualquiera de sus doncellas. Aunque la historia de las hazañas que su marido llevara a cabo antaño con Ais hacía tiempo que había dejado de formar parte de la conversación corriente, ella las había oído—. ¿Olof quiere ser al fin nuestra amiga? ¡Por supuesto, por supuesto! Que venga en seguida —se volvió a una muchacha—. Thorhild, ve a buscar a los cocineros…
—Un momento, señora —dijo Gudhmund—. Mi reina me ha dicho que os diga que de ninguna manera quiere ser invitada aquí.
Yrsa frunció las cejas.
—¿Qué?
—Tiene algo que comunicaros, señora, si queréis llegaros hasta donde está.
Yrsa frunció todavía más el ceño. Si la reina Valthjona hubiese estado presente, sin duda le habría aconsejado que rehusase una invitación tan insultante. Pero Yrsa creyó que haría mejor enterándose de lo que fuese. Empleó tiempo en arreglarse; se puso un vestido blanco recamado de pámpanos verdes, toca de lino, una cadena de oro en el cuello y brazaletes también de oro en los brazos, zapatos de cabritilla con hebillas de plata y una capa escarlata guarnecida de armiño. Requirió a los hombres de la guardia para que la acompañasen a caballo. Estuvo a punto de dejar que los sajones fuesen andando, pero en el último momento pensó que no había que humillarlos sólo porque su reina tuviese tan mal genio, y ordenó que ensillasen caballos para ellos.
Vistosa y ruidosamente, entre llamativos escudos y bajo brillantes lanzas, Yrsa cabalgaba al encuentro de su fatal destino.
Al llegar al muelle desmontó, dejó a sus hombres alineados, y sin ayuda de nadie saltó ágilmente a la cubierta de proa del barco. Durante unos instantes ella y Olof se midieron con los ojos. La multitud en tierra, contemplando atónita el espectáculo, guardaba silencio. Sólo se oían los gritos de las gaviotas, una brisa que susurraba, las olas que chocaban con el casco del barco, las jarcias que crujían.
—Bienvenida a Dinamarca —dijo Yrsa con voz tranquila—. ¿Por qué no queréis ser nuestra invitada?
Olof todavía seguía contemplándola. En siete años, la muchacha que iba por la playa con los pies desnudos se había convertido en una mujer. Aunque tampoco era alta, Yrsa andaba erguida y flexible; su cabello de bronce, ojos grises y rostro gentilmente moldeado eran agradables de ver; como lo eran los pequeños hoyuelos hechos por la risa en las comisuras de sus labios. Ni siquiera en aquel momento podía mirar ceñuda.
—No tengo ningún honor que devolverle al rey Helgi —dijo Olof con voz uniforme.
Yrsa se sintió ofendida.
—Poco honor me mostrasteis cuando vivía en vuestra tierra —sin embargo, sintió una especie de fuerza en su interior. Se inclinó hacia adelante, como si quisiese coger a la mujer mayor por las manos, y dijo, vacilante—: Me pregunto… ¿podéis hablarme de mi familia? He pensado que es posible que las cosas no sean como he oído…
Olof sonrió.
—Claro que sí, querida mía. No es imposible que yo pueda decirte algo al respecto. De hecho, si he viajado hasta aquí, ha sido sobre todo porque quería que supieses la verdad —respiró hondamente—. Dime, ¿eres feliz en tu matrimonio?
Aturdida y ruborizada, Yrsa, sin embargo, respondió con alegría.
—Sí, debo decir que lo soy, porque tengo como marido a un rey muy valiente y muy famoso.
Estremeciéndose de gozo, Olof habló en voz alta, de tal modo que pudieran oírla no solamente los hombres que había en el barco sino también los que estaban en el muelle.
—Tienes menos razones para estar contenta de lo que te crees. Él es tu padre, y tú eres mi hija.
Yrsa dejó escapar un chillido.
Después dijo a gritos que eso era una sucia mentira y que Helgi quemaría toda Ais hasta que su honor quedase limpio. Olof insistió, implacable. Durante años había estado preparando aquel momento. Se había traído como testigo a la comadrona que extrajo a Yrsa de su vientre y oyó por qué le habían puesto aquel nombre: hasta se había traído la calavera del perro.
Los hombres de su guardia vieron cómo la reina de los daneses se derrumbaba en la cubierta, sumida en llanto, mientras la mujer sajona permanecía en pie encima de ella y sonreía. Levantaron las armas y se abalanzaron hacia adelante.
—No, deteneos, deteneos —musitó su capitán—. Temo… que se trate… de algo que no podemos matar. ¡Oh, Elfos de la Luz[23], ayudadnos en este día!
Pero nada voló sobre Yrsa excepto los gritos de las gaviotas.
Finalmente, ella se levantó y dijo jadeante:
—Creo que mi madre es la peor mujer y la más despiadada que… que haya vivido nunca. Nadie ha oído otra cosa igual. Nunca, nunca se olvidará.
—Puedes agradecérselo a Helgi —dijo Olof.
Y, para asombro de los que allí estaban bajo el sol, dio unos pasos hacia adelante, cogió a su hija en sus brazos, estrechó la cabeza de trenzas anudadas contra su pecho, y dijo:
—Vente conmigo, Yrsa. Vente a casa con honor y respeto, y haré lo que pueda para que todo sea bueno para ti.
Yrsa se soltó. Esperó hasta que hubo reunido suficiente fuerza, y entonces contestó sin alterarse:
—No sé cuál será el resultado de todo esto. Pero aquí no puedo quedarme por más tiempo, sabiendo la imposible situación en que me encuentro.
Y volviéndose, abandonó el barco, montó en su caballo, y regresó cabalgando con trote ligero. Era una Skioldunga.
La historia no nos dice lo que pasó entre ella y la reina Valthjona, o entre ella y Hrolf Helgisson.
Ni siquiera nos dice lo que hizo Olof. Sin duda mantuvo otras conversaciones con su hija, y hábilmente, con la astucia aprendida durante los años de ejercicio de la realeza, apremió a Yrsa a que volviese con ella a Ais. En verdad, si abandonaba a su marido, ¿en qué otro lugar podría encontrar cobijo? Una mujer sola era fácil presa. Asimismo, es muy probable que Olof no se demorase allí mucho tiempo. Lo que había sucedido habría llegado a conocimiento de Helgi, que estaría reventando un caballo tras otro para regresar cuanto antes. Sin dilación, los sajones debieron irse remando. Su mejor plan habría sido apostarse más allá del estrecho que une el fiordo de Roskilde con el Isefjord, de tal manera que en cualquier momento pudieran huir por el Kattegat. La historia no dice poco más, salvo que Helgi e Yrsa volvieron a verse. El encuentro debió de ser a solas, y ni siquiera el pequeño Hrolf estaría presente para no asustarse de la ira y el dolor de su padre. Yrsa habría enviado a doncellas, criados y guardias fuera del pabellón en donde dormía con Helgi, y en el que, antaño, se sentara cantando a la rueca, mientras esperaba su regreso para contarle que estaba embarazada.
La habitación de ambos estaba en el piso superior. Las puertas daban a una galería desde la que se podía tener una visión panorámica de la mansión, del patio y de la vida que en él hormigueaba y, siguiendo hacia adelante, la vista llegaba hasta la ciudad y su bahía, y también se extendía hasta los prados de verde intenso donde pastaban las vacas, los frondosos árboles susurraban, los campos de cereales aparecían listos para la cosecha, los tejados humeaban del simple fuego del hogar, hasta atisbar en el horizonte un dolmen en la cima de una colina. Las nubes parecían cumbres nevadas, un halcón se remontaba hacia lo alto, una alondra cantaba. Los rayos del sol fluían sobre el entarimado pulido con arena, brillaban misteriosamente en los revestimientos de las paredes y en los muebles labrados, acariciaban la piel de un oso cuya pista Helgi había seguido y matado después con su lanza, sólo para darle a Yrsa una cálida manta, y hacían brotar olores de cedro del arcón en que ella guardaba algunos vestidos de ricas y exóticas telas que, así mismo, él le había regalado.
El robusto Helgi se debatía impotente ante su enamorada y balbució:
—Tu madre está loca y es despiadada. Que todo siga entre nosotros como antes.
—No, no, no puede ser —le suplicaba ella, y se apartaba cuando él trataba de cogerla entre sus brazos—. Tú… yo… No. Helgi —decía poco menos que llorando—, ¿qué suerte conocería una tierra cuyo rey duerme con su propia hija?
Entonces fue él quien se derrumbó. Campos devastados, mohos en los graneros, epidemias extendiéndose entre el pueblo famélico, Dinamarca, guarida de cuervos y lobos, asesinos y locos, hasta que un hacha extranjera talase el árbol de los Skioldungos… Posiblemente aquel horror del incierto futuro le dejó abatido y sin habla.
—¡Yrsa! —exclamó finalmente; pero ella se había ido.
Puede que ella diese a su hijo un beso de adiós. Puede que un hombre la llevase en su bote de remos, a través de la bahía, en medio de la noche y de la lluvia, hasta encontrar los barcos de su madre.
VII
Yrsa pasó tres años en Ais. Su madre la trataba correctamente, si bien con frialdad. Estaba mucho tiempo sola, y cuando permanecía en compañía hablaba poco. Sus días menos desgraciados eran aquellos en que navegaba en una tía que tenía, como ella y Helgi solían hacer. Incluso entonces, nadie la oyó cantar jamás.
Aunque la posición de Olof convertía a Yrsa en un buen partido como reina, ningún rey acudió a hacerle la corte. Esto se debió en su mayor parte a que no estaban seguros de que Helgi no volviese por ella, o a que tomara a mal que ella se casase con otro.
Pero él nunca se movió. Había divagado con Hroar, después de que su hermano se le uniese, respecto a la idea de dirigir una flota y un ejército en busca de su esposa.
—Eso no tiene sentido, y tú bien lo sabes —le espetó Hroar—. No podemos pelear con media Jutlandia, que es lo que supondría hacerle la guerra a Ais. ¿Y qué podrías ganar con ello? Una muchacha que es tu propia hija y a la que tendrías que mantener enjaulada para que no huyese de ti, además de que, con toda seguridad, los dioses nos volverían la espalda, si hicieses a sabiendas una cosa semejante. ¡No!
Derrotado, Helgi pasó mucho tiempo acostado, mirando al vacío. Después de aquello estuvo siempre irascible y violento y, casi siempre, borracho. Cuando iba con mujeres, no podía hacer nada con ellas —se susurraba que la misma Frigg[24] le había castigado—, y al final dejaron de preocuparle. Se construyó una choza en los bosques, donde permanecía a menudo completamente solo, a veces durante semanas enteras.
Hroar y Valthjona criaron a Hrolf. Cualquiera que fuese la maldición que se cernía sobre su familia, no parecía haberle alcanzado. Era un muchacho de temperamento alegre que se ganaba los corazones de las mujeres que le servían maternalmente y de los más severos hombres de la guardia. Diestro en aquellas habilidades de muchacho que luego llegan a ser las del hombre, era, así mismo, inclinado a pensar, a hacer conjeturas, preguntando siempre en voz alta si las respuestas que le habían dado contenían toda la verdad: en resumen, igual que había sido su tío a su edad.
Al tercer verano llegó a Ais una flota bajo el escudo blanco. Jamás antes había albergado Olof a tropa tan grande y espléndida. A su cabeza venía Adhils, el rey de los suecos, había viajado directamente desde la ciudad de Uppsala.
Olof le recibió con el mayor respeto. En las habitaciones de los invitados dispuso lo mejor que tenía. Yrsa estuvo simplemente cortés, y pronto se retiró a la casa apartada en donde vivía. Esa noche Olof y Adhils bebieron juntos en el sitial.
—He oído hablar de vuestra hija —le dijo—, y veo que es verdad lo que se dice de lo hermosa que es y de lo poderosas que son las familias de que procede. Señora, os pido su mano.
Olof le miró atentamente. Adhils era un hombre joven alto y fuerte, aunque con tendencia a la obesidad. Su cabello y su barba eran largos, de color de ámbar, y grasientos; con sus pecosos dedos jugueteaba con sus patillas. Una nariz afilada como una espada parecía fuera de lugar entre sus anchos pómulos rojizos. Aunque iba vestido con las más finas ropas de lino y con adornos de oro, no estaba tan aseado como debiera; un olor desagradable se desprendía de su persona.
Además, nunca reía. Su voz sonaba lenta y pesada como el oleaje del Mar del Norte. Los pequeños ojos pálidos como el hielo, hundidos bajo las cejas, miraban fijamente. Se sabía que era muy versado en brujerías. Su gente sentía el peso de su codicia y de su severidad, pero él los regía con una astucia impropia de su edad. Svithjodh era el mayor de los reinos del Norte, extendiéndose desde las colinas de la frontera con Götaland hasta los interminables y húmedos yermos de Finlandia.
Docenas de reyes subsidiarios y de reyezuelos tribales pagaban tributo a Adhils, por lo que así tenía tanta riqueza y guerreros a su disposición como los Skioldungos.
—Ya sabéis lo que le pasa —dijo Olof muy despacio—. Sin embargo, si ella lo desea, yo no me opondré.
—Espero que no, mi señora —dijo Adhils sin sonreír.
Y aunque la noche era cálida y los fuegos ardían altos, Olof no pudo evitar un escalofrío.
Sin embargo, pensó que, teniéndolo de aliado, no habría por qué temer a Helgi ni a ningún otro.
Al día siguiente, Adhils fue al encuentro de Yrsa. Ella estaba sentada fuera, en un banco, bajo el sauce de un herboso jardín detrás de su morada. Un par de muchachas la ayudaban a coser un vestido. Tenía poca servidumbre, y ni un solo esclavo. Discretamente como vivía, no le faltaban nunca criados, porque sabían que los trataría amablemente.
Aquel día iba vestida como siempre con un vestido sencillo y sin adornos. La luz del sol se filtraba entre la penumbra, despertando matices rojizos en sus trenzas. El aire estaba pesado e inmóvil, lleno de los olores de hierbas culinarias o medicinales: el afilado puerro, el cerafolio, el ajenjo, la gualreria; la acedera agria como la leche; la amarga ruda, el dulce tomillo, el tímido berro. Un par de golondrinas de color azul pastel se lanzaban en persecución de un mosquito. Cuando la grava del sendero crujió bajo los pasos de Adhils, Yrsa alzó la vista.
—Buenos días, mi señor —dijo con voz apagada.
—Os echamos de menos en la fiesta de anoche —contestó él con voz grave.
—No tengo humor para diversiones.
—Había esperado haceros un regalo. Aquí está. —Adhils sacó un collar. Las criadas pusieron el grito en el cielo. Aquellos lazos y láminas de oro bruñido, aquellas joyas destellantes, podían valer lo que un navío largo[25].
—Gracias, mi señor —dijo Yrsa turbada—. Sois demasiado amable. Pero…
—No quiero oír peros. —Adhils dejó caer el objeto en su regazo y despidió con la mano a las doncellas, que se escabulleron para cuchichear sin ser oídas por la escuadra de guerreros suecos que había seguido a su rey. Él se agachó para sentarse a su lado.
—Vuestra madre es una reina rica —dijo—. No deberíais llevar una vida tan solitaria como la que lleváis.
—Así lo he elegido —dijo Yrsa.
—En otro tiempo erais más felices.
Ella palideció.
—Eso es asunto mío.
Adhils giró la cabeza para atravesarla con su fría mirada.
—No, estáis equivocada. Lo que un gran señor o una gran señora hagan es asunto de todo el pueblo. No solamente porque quieran inmiscuirse en lo que no deben, sino porque sus vidas dependen de las nuestras.
Ella intentó alejarse de él sin parecer demasiado grosera ni asustada.
—Yo he renunciado a eso —susurró.
—No podéis renunciar a vuestra sangre —replicó él con su lenta y machacona voz.
—¿Qué queréis, rey Adhils?
—Que seáis mi esposa, reina Yrsa.
Ella se puso tensa.
—No.
La sonrisa de Adhils apenas se dibujaba en sus labios.
—No soy tan mal partido.
De un salto, se puso en pie y estalló:
—¡No veo nada bueno en tamaña elección! ¡Bien sé lo odiado que sois!
—Soy temido, Yrsa —dijo él, desconcertantemente impertérrito.
Ella le devolvió el collar.
—Idos. Os lo suplico, idos —furiosa, señaló el nido de cigüeñas en lo alto del tejado—. Esos pájaros se supone que traen hijos y buena suerte. Yo no tengo ninguna. Vos no querréis una reina estéril.
—Aquí habéis dormido sola —le recordó él.
—¡Y siempre lo haré!
Alzó su pesada silueta, interponiéndose ante la puerta.
—En efecto, podéis haberos convertido en estéril después de dar a luz ese niño que nunca debisteis tener —dijo con franqueza—: No importa. Yo engendraré otros. Con vuestra madre y sus amigos sajones como aliados, y vos como mi esposa, los Skioldungos tendrán que saber comportarse conmigo —apretó el collar en la mano de ella—. Más aún —dijo—, seréis para mi casa un adorno incluso más brillante que éste —no hablaba alegremente, como habría hecho Helgi; al contrario, era como si lo dijese todo a la vez y lo hubiese aprendido de antemano.
—No quiero causar problemas, ni tampoco quiero ofender a… a tan grande rey —dijo Yrsa. Estaba cubierta de sudor; y quizás a punto de llorar—. Sin embargo, idos. Idos.
Él le dio la espalda y regresó andando parsimoniosamente. Cuando estuvo fuera de su vista, Yrsa tiró al suelo el collar y se acurrucó en el banco, respirando con dificultad.
Olof se enteró de lo sucedido y acudió a verla a su casa. Era después del atardecer. El crepúsculo invadía la habitación. Yrsa no pidió que le trajesen fuego para encender una lámpara. Las dos mujeres sentadas se veían como si fuesen sombras. Una ventana abierta dejaba entrar el frío del exterior. En aquel momento, eran murciélagos los que revoloteaban, y en algún lugar un búho ululó.
—Eres una tonta, Yrsa —le espetó Olof—. Una completa tonta, cabeza de chorlito. No hay nadie como el rey Adhils.
—Lo hay… había uno mejor para mí —se lamentó su hija.
—¡Cha, un carnero sin esquilar siempre encerrado en su madriguera! —se mofó Olof—. Ya has oído en lo que se ha convertido Helgi.
—No pierdes ocasión de injuriarlo.
—Yaciste con tu propio padre…, el mismo cuerno que me corneó malamente, Yrsa. Que no hayas sido castigada con la muerte o con la ceguera…, que ahora el señor más poderoso de la tierra venga a cortejarte, sí, que te dé un regalo que podría ser el mismo Brisingamen[26], que tú lo tires a la basura…
Yrsa sacudió la cabeza.
—Para conseguir el Brisingamen, Freyja se abrió de piernas para cuatro horribles enanos.
—Sólo necesitas ir, santificada y con honor, a un gran rey. —Olof se calló por un instante, luego continuó—: Nunca deseé a los hombres; no, sólo los aborrecí. Tú eres de otra manera. Me enteré, aunque estuviese lejos, de cómo tu mano en la suya y tu forma de mirarlo decía a todo el mundo lo feliz que eras con Helgi. En los años que llevas aquí, he notado que sonreías a cosas que yo no podía ver, como acariciar un manzano bañado por la luz de la luna, o (¡no me contradigas!) dejar la mirada perdida en un joven guapo. Yrsa, necesitas un hombre.
—No ese hombre.
—Ese precisamente. Como te iba diciendo, a pesar de tu anterior matrimonio, que ha hecho que te parezcas a esa perra cuyo nombre te di; a pesar de haberlo tratado hoy de una manera que le daría todo el derecho a declararnos la guerra, Adhils tiene paciencia. No puede ser sólo simple suerte. Una Norna está cerca, y es tu sino que te conviertas en la reina de Svithjodh.
Uh-uh, ululó el búho. Yrsa se encogió, como si fuese a ella a quien estuviese persiguiendo el animal.
—Mucho peor podría ser ese sino —prosiguió Olof—. Y mucho peor será, si dejas que tu empecinamiento se convierta en locura. No tengo herederos, Yrsa. Los hombres de Ais no desearán que los gobiernes cuando yo haya muerto ni tú sabrás hacerlo aunque ellos quisieran. ¿Qué preferirías ser, la presa de algún vikingo, la querida de grado o por fuerza de algún mugriento reyezuelo, o la señora de la gran Uppsala? ¿Qué es más adecuado para una Skioldunga?
—No —suplicó Yrsa—, no, no, no.
—Si tú eres su reina —dijo Olof—, Adhils tendrá derecho a reclamar este reino. Podrá establecer un conde en él cuando yo no esté, un hombre fuerte que lo mantenga a salvo. De otro modo… bueno, piensa en tus hermanos adoptivos de la costa norte. Piensa en tus hermanos, muertos, con los cuervos comiéndoles los ojos; piensa en tus hermanas destrozadas y arrastradas lejos para mover el molino de un extranjero. ¡Entonces dirán que su madre hizo bien al darle a Yrsa el nombre de un perro!
Olof se levantó y se marchó. Yrsa lloraba.
Al día siguiente tenía el semblante tranquilo. Cuando vino Adhils, lo saludó cortésmente. Él le ofreció más regalos, más adornos y costosas telas. Sin embargo, ella no dijo en voz alta que se pondría aquellas cosas, aunque fuese su esposa.
Después de un par de semanas en compañía de él y de su madre, Yrsa inclinó, cansada, la cabeza y dijo:
—Sí.
Cuando los suecos zarparon, llevándose a la novia, Olof permaneció de pie en la ribera viéndolos alejarse. Cuando el casco del último barco se perdió de vista en el horizonte, se rio y exclamó:
—¡Esto también es para ti, Helgi!
Pero sólo vivió unos pocos años más: un tumor la mató.
VIII
Cuando el rey Helgi se enteró de la noticia, estuvo de peor humor todavía y se retiró por completo a su casa.
La había construido él mismo, talando troncos como si fuesen enemigos, en la escasamente poblada región norte de Selandia. En caso necesario podía andar varias millas hasta la granja más cercana y comprar comida y cerveza. El carretero que se las traía no tardaba en marcharse, y nadie venía a molestarlo. Decían que era una tierra embrujada. A su espalda se extendía un yermo de malezas y árboles bajos retorcidos por el huracán. Delante, un brezal, salpicado aquí y allá de matorrales, se extendía hasta un pantano en donde siempre estaba arremolinándose una húmeda neblina. A la vista de la casa se alzaba una adusta sierra, en cuya ladera, el Pueblo Antiguo[27] había construido en otro tiempo una tumba de cámara.
Había poco que cazar en los alrededores, unos cuantos ciervos, sobre todo liebres y ardillas y otros animalillos que se escabullían asustados; sin embargo, los lobos aullaban a menudo. El pantano atraía aves acuáticas cuyas alas y estruendo llenaban el cielo; pero los hombres no cazaban cerca de esas profundas y verdosas charcas. Las aves de rapiña y de carroña vivían en bandadas: águilas, cernícalos, azores, esmerejones, milanos, grajos, cuervos, chovas y otras más. Helgi cogía a las crías y trataba de amaestrarlas. Nunca lo conseguía, principalmente porque siempre estaba borracho. Pero le gustaba tenderse de espaldas en los mullidos brezos, contemplando cómo se remontaban y revoloteaban.
Cuando vino el invierno, no pudo seguir contemplándolas.
Antes del Yule hizo mal tiempo. En Roskilde, en Leidhra, en cualquier hogar a lo largo de Dinamarca, las personas se apretaban entre sí, atizaban el fuego, y creaban un entorno apacible como un muro que los separase de los seres que rondaban por aquella noche. Helgi engulló deprisa pan rancio y bacalao seco, se bebió a grandes tragos muchos cuernos de cerveza, y dando tumbos se metió en su cama de paja y pieles de oso. Dejó una lámpara de aceite encendida.
Después de un rato se despertó y frunció el ceño en la oscuridad. En la habitación hacía un frío cortante; la noche parecía emanar de la arcilla del suelo. El viento silbaba. Donde encontraba un resquicio sin tapar entre los troncos, hurgaba con los dedos en su desnudez. Un sonido diferente, un débil quejido y rasguño en la puerta… ¿Por qué lo había hecho levantarse?
¿Alguna bestia extraviada? Sentía la cabeza extrañamente despejada, como si no hubiese bebido cerveza corriente sino que en su lugar hubiese probado el hidromiel que, según se dice, prepara Odín para sus invitados de medianoche. Pensó que no sería digno de un rey dejar a una criatura viva fuera si podía evitarlo.
Cogió la lámpara, y a tientas sobre el rigor de la escarcha que cubría el suelo, a través de las vastas y vacilantes sombras, fue a abrir la puerta. La nieve silbaba en el viento. Un montón informe de harapos grises se acurrucaba temblando en el umbral. Él se inclinó, apremió a la pobre criatura a que entrase, cerró la puerta de nuevo y alzó la lámpara para verla mejor.
Era una muchacha. Estaba escuálida como la muerte. Un cabello negro y lacio colgaba alrededor de un cráneo mal formado en el que castañeteaban los dientes que todavía no se habían podrido. Sus pies estaban desnudos e hinchados por el frío. Se acuclilló en el suelo, intentó taparse con las azuladas manos que remataban unos brazos que parecían palos de escoba, y gimió.
—Habéis hecho bien, rey —oyó él.
Helgi hizo una mueca. Sin embargo… volvió a dejar en el suelo la lámpara, atravesó la habitación de un par de zancadas, se agachó y empezó a coger paja y una piel de su cama.
—Ponte esto alrededor y no tendrás frío —dijo.
—No, déjame meterme contigo —gimoteó la mendiga—. Déjame acostarme junto a ti. De otro modo moriré. Tengo tanto frío, tanto frío.
Helgi frunció el ceño. Pero, habiéndola acogido como su invitada, no le quedó más remedio que decir:
—Eso me contraría enormemente. Sin embargo, si lo necesitas, entonces acuéstate a mis pies sin quitarte la ropa. Eso no puede hacerme daño —confiaba en que se le hubiesen muerto pulgas y piojos.
Como una torpe araña, ella se arrastró hasta donde le había dicho y se echó una piel encima. Helgi se tumbó de nuevo en la paja y estiró las piernas. La desamparada mozuela podría, al menos, calentarse con sus pies, pensó él.
¿Qué era aquello? No tocaban sucios andrajos ni raquíticos huesos. No, era algo suave como la seda; la sensación le hizo estremecerse por completo.
Se sentó y apartó las pieles. Allí estaba tendida una mujer con una camisa escarlata. Nunca había visto tanta belleza. La paja apenas crujió cuando ella se puso de rodillas y le sonrió. Sus pechos plenos y sus caderas anchas se dibujaban bajo el vestido y brillaban a través de él; su encanto aniquiló todo hedor y el frío del invierno, de suerte que él se encontró inmerso en pleno verano. Unos bucles, del mismo color que el de un cuervo, enmarcaban su rostro pálido y extraño, tallado con demasiada perfección para ser del todo humano. Sus ojos eran de un dorado imperturbable, como los de un halcón.
—Pero… pero tú… —el miedo le aguijoneó. Retrocedió e hizo el Signo del Martillo. Ella sonrió, y el temor huyó de su mente y de su corazón. Mortecina como era la luz de la lámpara, destellaba en su piel, venciendo a la oscuridad del interior. Muy lejano y débil parecía el aullante viento. Extendió los brazos temblorosos para alcanzarla.
Casi parecía que ella cantaba cuando dijo:
—Ahora tengo que irme. Me has salvado de la aflicción y de la adversidad, cuando había sido hechizada por mi madrastra. He ido en busca de muchos reyes. Sólo tú, Helgi Halfdansson, tuviste el coraje de hacer lo que podía librarme.
—No hacía falta coraje —cuando él la tocó, su virilidad se despertó.
Ella lo miró, y alzó una mano.
—No —dijo dulcemente—, no debes acostarte conmigo. No me quedaré aquí por más tiempo.
Él la agarró y le contestó con creciente alegría:
—Bueno, no podrás irte tan pronto. No nos separaremos así.
Ella le cogió por los hombros. La sensación le llegó a él hasta la médula.
—Me has hecho mucho bien, Helgi. No quiero llevar aflicción a tu casa.
—Lo que has llevado es una alegría mayor de lo que pueda expresar con palabras —balbució—. Me casaré contigo tan pronto como sea posible. Esta noche…
El pesar ensombreció aquellos ojos de halcón.
—Como queráis, señor —luego volvieron a brillar, y ella se quitó la camisa y fue a su lado.
Mucho, mucho después, la mañana se deslizó gris como un lobo a través de un mundo blanco y silencioso. Él la había amado más veces y más ardientemente de lo que hubiera pensado que fuese capaz un hombre. Agitándose en el duermevela, la vio en la semioscuridad de pie, encima de él. Estaba vestida. ¿De dónde había sacado ese vestido verde y ese manto, o la guirnalda roja de serbal que ceñía su cabeza? Ella se inclinó, puso un dedo en los labios de él, y le dijo sigilosamente:
—Se ha hecho tu voluntad, rey. Has de saber que hemos engendrado una niña. Cuando me tomaste, te deseé el bien por eso no quiero hacerte daño. Haz lo que te digo, y quizá podamos detener la aciaga suerte que sembraste en mi vientre. Nuestra niña tiene que nacer bajo el mar, porque soy del linaje de Ran. El próximo invierno, por estas fechas, dirígete a los cobertizos de tus barcos y búscala —su boca se contrajo en una mueca de dolor—. Si no lo haces, los Skioldungos sufrirán.
El rey Helgi pensó, entonces, que ella se iría. Cuando despertó del todo, ya no estaba.
Salió a los campos de nieve, y la vio en cada sombra azul y en cada destello del hielo; cuando el corto día concluyó y las estrellas empezaron a parpadear en el cielo, ella susurró a su alrededor. No era Yrsa, sin embargo, un corazón arrancado de cuajo que había dejado un vacío sangrante. Era de la raza de los elfos, era como un viento de primavera, que pronto se va y nunca se recuerda cómo fue, pero que deja tras de sí flores que acaban de nacer.
Advirtió que había recobrado al mismo tiempo su virilidad y su deseo de ser un hombre. Cantando, volvió a Leidhra a caballo.
Hroar había hecho lo que había podido durante los años en que su hermano andaba desesperado. Sin embargo, muchas cosas se habían torcido. Un rey era un gran terrateniente, un gran propietario de mercancías y de barcos mercantes. Los mayordomos y capitanes mercantes de Helgi se atrevían a hacer poco sin las órdenes precisas que rara vez llegaban. Volvió a hacerse cargo de sus asuntos y en breve los enderezó. Lo mismo hizo en lo concerniente al reino, a su hermano y su cuñada, y a su hijo Hrolf.
Tan ocupado como estaba —también por las mujeres—, se olvidó de lo que su amante élfica le había pedido. Realmente, ella era tan diferente a todo lo que conocía, que a veces se preguntaba si no habría sido más que un sueño. Entonces, ¿quién le había enviado ese sueño y qué significaba? Eran pensamientos pavorosos. Los dejó de lado y se zambulló en el mundo de los hombres.
En la tercera víspera del Yule, estaba de nuevo solo en la casa cerca del túmulo.
Pensó que había sido debido al azar. Un hombre, recientemente proscrito por asesinato, había estado merodeando por los alrededores, causando daños. Cuando Helgi pasó por allí, los granjeros le pidieron ayuda.
—De poco servirá organizar una batida en su busca —rio el rey—. Bueno, quizá yo y mis sabuesos podamos encontrarlo.
Así lo hicieron. Helgi mató al individuo y le cortó la cabeza para que lo vieran. Para entonces había anochecido, y se acordó de su choza. Deshabitada durante tres años, era un lugar poco acogedor para pasar aquella noche. Sin embargo, sus paredes le dieron algún abrigo.
Alrededor de la medianoche, el ladrido de los perros despertó a Helgi. Cogió la espada y fue a la puerta. El cielo estaba muy claro y calmo. Las estrellas cubrían de escarcha la vasta oscuridad; el puente brillaba frío como la plata; abajo relucía la nieve, excepto donde se alzaba el montículo con la tumba.
Cuatro seres, tres con aspecto de hombres y un cuarto con apariencia de mujer montaban cabalgaduras que rielaban, pálidos y mudables como cascadas, con largas crines y colas, cuyos cascos no hacían crujir la helada nieve sino vibrar rítmicamente: caballos élficos. Los caballeros iban vestidos con lorigas tintineantes en consonancia, con botas de oro engastado que parpadeaban como el fuego. Sus rostros eran demasiado hermosos para ser humanos. La dama… Helgi la conocía.
Ella se inclinó. Asustado, Helgi arrojó el arma para coger el bulto de piel de foca que ella sostenía en sus brazos. Con un tono lleno de tristeza, le habló.
—Rey, tus parientes sufrirán por no haberte preocupado de lo que te pedí. Con todo, las cosas te irán bien, ya que me libraste de la desgracia. Aquí está nuestra hija. La he llamado Skuld.
Más velozmente que si hubieran sido de carne y hueso, los caballos desaparecieron de la faz del mundo.
Helgi jamás volvió a ver a la dama élfica. Se quedó de pie sosteniendo a una niña dormida que se llamaba Skuld: Lo que Habrá de Ser[28].
IX
Entonces, la aflicción volvió a apoderarse de él. No recayó sin embargo en sus antiguos salvajismo y ebriedad. Pero hablaba poco más de lo necesario, nunca reía, y salía a cabalgar durante mucho tiempo en solitario o se sentaba mirando el fuego hora tras hora.
Hroar se enteró, y hacia la primavera le mandó que viniese a El Ciervo para la ceremonia de la Gracia. Era un año dulce y precoz. Los espinos aparecían ya blancos, secos los caminos y el cielo lleno de los cantos de los pájaros, cuando los reyes salieron a caballo del templo siguiendo el carro de Ereyr. Brillaba en él el oro del relicario que ocultaba la imagen del dios; majestuosa era la dama escogida para asistirlo durante el mes; con guirnaldas iban los bueyes que tiraban del carro, y con guirnaldas las muchachas de Roskilde que danzaban a su encuentro. Los cánticos resonaban por encima de la vigorosa alegría de los enamorados; el agua que se fundía de las nieves gorjeaba en los arroyos; los árboles alzaban sus ramas, que una diosa había cubierto con el primer y tierno verdor, hacia un cielo de oblicuos rayos de sol y encumbradas nubes; las vacas parecían una mancha rojiza de óxido en las brumas que avanzaban por los prados; una brisa soplaba fría y húmeda, henchida de los olores de la vegetación.
Las noches negras como el carbón y el apretujarse puertas adentro habían terminado. El día había vuelto otra vez. La nueva vida estaba en camino; uno no podía sino oír cómo se agitaba el suelo. Que la alegría se alce con la creciente savia. ¡Que el hombre también se alce, y que fecunde a su mujer una y otra vez, para que Freyr y los elfos de la tierra no dejen de hacer que fructifique nuestra Madre Tierra! Después de que el carro del dios se hubiese ido de Roskilde para recorrer el condado, hubo una fiesta. La gente se apresuró como nunca, cogidos de las manos, no sólo los jóvenes sino también los graves patriarcas y sus esposas.
Helgi estaba sentado, taciturno. Lo poco que hablaba se refería a su hijo Hrolf, preguntando cómo se comportaba el muchacho y qué planes tenía. De once años de edad, Hrolt era delgado y de baja estatura. Sin embargo, se movía como un ciervo, y los ricos trajes le sentaban bien. Su cabello era rubio, con tintes rojizos, más sombrío que el de su padre. Los ojos eran grandes y grises bajo las oscuras cejas —los ojos de Yrsa— y había mucho de ella en su rostro de piel clara, además del mentón prominente de los Skioldungos. Contestaba con presteza. Por otra parte, Helgi podía seguir tranquilo, contemplando lo que los demás hacían y sumido en sus pensamientos.
Aquella noche Helgi durmió solo.
Hroar le buscó por la mañana.
—Ven, vamos a montar un poco a caballo —dijo el hermano mayor.
Helgi asintió. Los mozos de cuadra les ensillaron los caballos y partieron rápidamente al trote. Los hombres de su guardia comprendieron que querían hablar y permanecieron bastante detrás.
La bahía centelleaba, los bosques respiraban y retoñaban, el viento daba alaridos. Muy alto, por encima de sus cabezas, iba una bandada de cigüeñas. Finalmente Hroar dijo:
—No te diré lo que tienes que hacer, Helgi. Pero algunos dirán que es un mal presagio que tú, un rey, estuvieses tan melancólico durante la ofrenda y la fiesta, y que luego no dieses tu semilla a ninguna mujer.
Helgi suspiró.
—Que digan lo que quieran.
—Me contaste que la dama élfica te advirtió de que habría problemas. Bueno, siempre hay problemas, de un modo u otro; por lo menos te dijo que tenía buena disposición para contigo. Respecto a la niña…
Helgi se volvió hacia él y dijo roncamente:
—Te diré lo que pasa. Al verla por segunda vez y comprobar que después de todo era real, y desde entonces estar viendo a nuestra hija, que llora tan rara vez y cuyos ojos son demasiado despiertos para ser los de un recién nacido… me acuerdo de Yrsa.
—¿Qué? Creía que la habías alejado de tu pensamiento.
—Nunca. Oh, comprobé que podía vivir sin ella. Pero… no sé… la Otra Gente[29] tiene una extraña influencia sobre nuestros corazones… Quizá recuerdo a Yrsa porque tengo miedo de pensar en la que vino a buscarme… y además Hrolf, el hijo que Yrsa y yo tuvimos, tiene sus mismos ojos…
Helgi pareció derrumbarse.
—Ella vive en Uppsala, y no muy feliz, por lo que he oído —musitó—. Yo me siento en la casa que fue nuestra y me hago viejo.
Hroar miró a su hermano. Los huesos sobresalían en la cara de Helgi, tenía la piel surcada por profundas arrugas, los cabellos le comenzaban a encanecer. Hroar se llevó la mano a su propia, y también, canosa barba y dijo:
—Todos nos hacemos viejos.
—¿Es necesario que nos pudramos antes de estar muertos? —dijo Helgi con aspereza.
—Aún tenemos grandes cosas por delante. —Hroar trató de sonreír—. En cualquier caso, aunque lo dije para animarte, te has ganado el afecto de un ser más poderoso todavía…
De pronto se detuvo, porque de repente su hermano dio una sacudida en la silla. El vello se erizó en los brazos de Helgi; miró fijamente hacia delante y silbó como un lince.
—¿Qué sucede? —preguntó Hroar intranquilo.
Helgi levantó el puño. Su voz resonaba como si fuese de hierro.
—¡Por el Martillo! ¡Tienes razón! ¿Por qué tengo que estar abatido toda mi vida?
—Bravo, me alegro de oír… —comenzó Hroar. Pero el grito de su hermano le cortó.
—¡Iré a Uppsala y la traeré de vuelta!
—¿Qué? —gritó Hroar—. ¡No!
Helgi habló precipitadamente.
—Sí. Óyeme. He estado triste pensando en ello, hasta que en un instante me has hecho ver… —cogió a Hroar por el antebrazo con tanta fuerza que le dejó las marcas de los dedos—. Yo, yo tengo el favor de alguien que ocupa un lugar elevado entre los Otros, que es de la misma sangre de Ran. Engendré a su hija, que yo mismo estoy criando. ¿Permitiría ella que se le hiciese daño a nuestra hija? ¿Qué necesidad hay de que siga temiendo una maldición? ¿O de que la temas tú, o el reino danés? ¿Qué necesidad tenemos? ¿Sería Hrolf tan apuesto y tan prometedor como es, si hubiese una maldición en su nacimiento? No, nuestro pesar no procedía de nadie más que de esa loba de Olof, que ahora está muerta y que no puede volver a hacernos daño —alzó las manos al cielo y vociferó—: ¡Somos libres!
—Ningún hombre está libre de su destino —dijo Hroar.
Pero Helgi no le escuchó, sino que espoleó su caballo y partió a todo galope.
A ello siguió un torbellino de preparativos. Febrilmente alegre, Helgi se impuso a todas las negativas. Las tropas de su casa estaban tan felices de verlo nuevamente animoso que lo habrían seguido a cualquier parte. Los que habían estado previamente en Uppsala contaban tales historias al respecto, que los jóvenes partían en bandadas de las granjas para engrosar la tripulación de los barcos, tan pronto como el equipo estuvo listo.
—Viajaremos con ánimo pacífico —hizo saber Helgi—. Si Adhils corresponde a mi buena voluntad, puedo ofrecerle buenas relaciones en cuestiones importantes tales como el comercio del ámbar. Si no… Adhils demostrará que es un insensato.
Hroar protestaba en vano.
—Bjovulf y yo trabajamos esforzadamente y perdimos nuestros hombres para tener a un Ynglingo que no fuese enemigo nuestro. ¿Quieres echar todo esto por tierra, para satisfacer tu lujuria?
—¿Qué amenaza supone ese haragán? —se burló Helgi—. Podríamos saquear sus costas a todo lo largo, y nunca se movería de sus malditos altares de piedra —y añadió—: No podría llamarme señor, si dejase a mi Yrsa con quien no hace más que darle pesares.
Sólo una vez se sintió desconcertado. Él y su hijo Hrolf habían ido a cazar con halcón. El ave había abatido una grulla. Helgi dijo en plena luz del día:
—Así te traeré a tu madre.
—¿Muerta como esa presa? —respondió gravemente Hrolf.
—¿Qué quieres decir?
—Me han dicho que ella nos dejó en contra de tu voluntad. Pudiera ser que en contra de la suya volviese.
Helgi se quedó callado por un instante en el vibrante aire, antes de decir con los labios prietos:
—Bueno, tendré que darle la oportunidad.
Hablando a solas con su marido, la reina Valthjona expuso la misma duda.
—Si conozco a Yrsa, Helgi habrá hecho el viaje en vano.
—Espero que el resultado no sea peor —dijo Hroar preocupado.
—Yrsa hará lo que pueda por la seguridad y el honor de Helgi.
—Pero Adhils… Nunca me gustó Adhils, aunque pareciera que podía sernos útil. Y lo que he oído de él desde entonces no es precisamente para sentirse tranquilo.
Valthjona sonrió inquieta…
—Nunca harás que Helgi se desvíe de su propósito —advirtió—. Por eso no hagas que se rompa el vínculo que os une a los dos. No te alteres, deséale el bien, y dale una despedida lo más amistosa que puedas.
X
Adhils rara vez salía de Uppsala. Pero un reino tan vasto como Svithjodh, que abarcaba tantas tribus diferentes, reyes subsidiarios y reyezuelos, era proclive a padecer tumultos de vez en cuando. Aunque no intentasen dejar de pagar tributo o separarse por completo, se enzarzaban continuamente en disputas los unos con los otros. Para atajarlo, mantenía una extensa guardia real. En ella ocupaban un lugar principal doce berserkir [30].
Eran descomunales y fuertes, pero desagradables de contemplar, desaseados y descuidados, hoscos y brutales. En la batalla, la locura se apoderaba de ellos: aullaban, les salía espuma por la boca, se les hinchaba y enrojecía el rostro, roían los bordes de sus escudos, y arremetían como uros furiosos. Entonces su fuerza era tal que ningún hombre normal podía resistirse a ellos. Se decía que ni siquiera el hierro podía herirlos. La verdad era que las heridas que sufrían, salvo las más profundas, apenas sangraban y se cerraban casi al instante. Una vez que se les había pasado aquel ardor, se encontraban débiles y temblorosos. Para entonces, sin embargo, la mayoría de los que hubiesen intentado luchar con ellos habrían muerto o huido.
La buena gente detestaba a los berserkir… y los temía. El miedo que despertaban servía tanto como su fuerza para romper una línea de batalla. Aunque Adhils no era el primer monarca que utilizaba aquel tipo de hombres, el hacer tal cosa iba en contra del prestigio del rey. Pero poco le importaba a él todo aquello.
En cambio, sí se preocupó cuando, estando lejos los doce y la mayoría del resto de sus guerreros, entró a galope un explorador y dijo, jadeando, que una veintena de barcos había remontado el canal entre el mar Báltico y el lago Malar, que ahora estaban cruzando. Poco después, un muchacho trajo un mensaje de la flota. Ésta se había quedado en la desembocadura del río, ya que remontando su corriente no podría darse a la fuga. Su jefe había cogido al muchacho y le había dado una pieza de plata para que fuese a la mansión real y dijese:
—Helgi, el Rey de los Daneses, viene en son de paz, para visitar a su aliado y hablar de los asuntos que puedan ser de interés para ambos.
La reina Yrsa estaba presente. Adhils se volvió hacia ella.
—Bien —preguntó, medio sonriendo—, ¿cómo te gustaría que lo recibiese?
Ella había permanecido completamente en silencio, salvo que primero palideció, y después enrojeció en frente y mejillas, notando un vacío y una opresión en la garganta y en el pecho. Tragó saliva, y su tono fue indeciso.
—Debes decidirlo por ti mismo. Pero ya sabes de antes… que no existe hombre… a quien yo deba más que a él.
Adhils se acarició la barba, dio unos cuantos pasos, murmurando entre dientes, y al fin dijo:
—Bueno, entonces, lo recibiremos como nuestro invitado. Mandaré a alguien que pueda, hum, hum, hacerle saber sin que se sienta ofendido, hum, hum, que mejor será que no traiga hasta aquí todas sus fuerzas.
Yrsa se volvió y se fue rápidamente.
Adhils envió el mensaje. Después buscó en secreto a otro nombre de su confianza.
—Apresúrate para llegar a donde están los berserkir y sus secuaces —le ordenó—. Diles que dejen lo que estén haciendo y que regresen tan rápidamente como puedan. Que se oculten en los bosques cerca de Uppsala, sin que nadie sepa de su llegada, excepto yo. Ya les diré lo que tienen que hacer.
Cuando Helgi recibió la indirecta con la invitación del rey sueco, dijo, riendo entre dientes, a su primer capitán:
—¡Con razón llaman a Adhils tacaño! Me pregunto si los que se queden vigilando los barcos no comerán mejor que nosotros, que vamos a su casa.
El marinero frunció el ceño.
—Si preparan una traición…
Helgi bufó.
—No le creo capaz, siendo tan cauteloso. Recuerda, además, que nos aseguramos de que sus principales guerreros estuviesen lejos. Él no arriesgará su propio pellejo contra nosotros —giró sobre los talones, temblando de impaciencia—. ¡Venga, en marcha!
Él y sus capitanes montaron en los caballos que habían traído. Un centenar de hombres iba detrás, a pie. Era un vistoso espectáculo, marchando a lo largo del río Fyris que se deslizaba reluciente, entre las ricas granjas de las tierras bajas de la margen oriental y el alto y verde bosque de la orilla opuesta. Helgi cabalgaba altivo, con cota de malla gris, yelmo dorado y capa escarlata. Por encima de él, llevado por un joven también a caballo, flotaba su estandarte, el cuervo negro de su antepasado Odín, sobre campo rojo de sangre. Detrás de los jinetes ondeaban las puntas de las lanzas iluminadas por el sol.
Aquella noche, sin embargo, hospedado por un rico hacendado, durmió poco. Despertó a sus hombres antes del amanecer y les hizo llevar un paso rápido. Al anochecer llegaron a Uppsala.
La empalizada que la rodeaba surgió por encima de ellos, oscura contra un cielo pálido, conforme fueron subiendo del camino del río. Los hombres de la guardia del rey salieron a su encuentro con destellos y tintineos de metal y mugidos de cuernos de bronce; en las sombras del crepúsculo, los escudos brillaban como lunas. Puertas adentro se encontraron con una gran ciudad que se extendía desgarbadamente, bulliciosa de gentes que moraban en recias casas de madera sin orden ni concierto, que generalmente eran de dos pisos. Sin embargo, a esa hora aquellos muros sumían las calles en la oscuridad, convirtiendo a hombres, mujeres y niños en contornos imprecisos que zumbaban y desaparecían en seguida. Parecía haber curiosamente muchos verracos por allí… animales preferidos de Frey, quien fuera el primer Ynglingo. Los animales gruñían, hozaban en el estiércol, apoyaban pesadamente los gruesos lomos llenos de cerdas sobre las piernas de los que pasaban cerca.
En una cumbre fuera de la ciudad se alzaba el mayor templo del Norte. Estaba hecho a la manera usual de un edificio dedicado a los dioses, con un tejado apilado sobre otro como si el conjunto intentase volar hacia los cielos. Pero aquellos tejados y las cabezas de monstruos que remataban los extremos de las vigas se destacaban claramente contra el bosque que descendía por la parte de atrás, al no estar embreados ni pintados sino revestidos de oro. Dentro estaban las imágenes, de madera pero altas y ricamente engalanadas, de los doce dioses principales: Odín con la Lanza; Thor con el Martillo; Frey con su Verraco, blandiendo el descomunal signo de su virilidad; Balder, a quien Hel escogió para que gobernase a su lado el Reino de los Muertos; Tyr, cuya mano derecha se comió el lobo Fenrir; Aegir del Mar, cuya esposa Ran echa redes para atrapar los barcos; Heimdal, que lleva el cuerno Gjallar, con el que anunciará el Fin del Mundo, y otros más de quienes se cuentan menos historias. En los tiempos sagrados, la mayoría de la gente de la región podía congregarse dentro del templo. Entonces, los hombres principales sacrificaban caballos, recogían la sangre en escudillas, la asperjaban sobre la multitud con ramitas de sauce, y hervían su carne en ollas gigantes de la que todos comían. Por lo demás, había mujeres que cuidaban el templo, limpiándolo y lavando a los dioses con agua procedente de una fuente sagrada.
Pero en el bosquecillo se colgaba tanto a hombres como animales, se los alanceaba, y se los dejaba para alimento de los cuervos. Hacia allí solía ir personalmente Adhils, para hacer sacrificios y brujerías.
—Admirable espectáculo —dijo el portaestandarte de Helgi.
El rey danés frunció el ceño.
—Tenemos que tratar más con hombres que con dioses, eso espero al menos —respondió.
Los aposentos de Adhils se encontraban en el centro de Uppsala, una ancha plaza cubierta de edificios, con su propia empalizada. Los edificios eran hermosos, y en medio de ellos había un ancho patio empedrado que resonaba bajo los cascos y el calzado. Con todo, el gesto de Helgi se hizo más sombrío cuando vio la mansión.
—Esto es demasiado lóbrego para que Yrsa viva dentro —le oyeron murmurar.
Los criados se movían de aquí para allá en el anochecer. Un mozo de cuadra le cogió el caballo por la brida. Desmontó y a grandes zancadas se encaminó a la puerta que se abría como la boca de una cueva. Entonces, se paró en seco, como muerto, y fue como si nada existiese para él, excepto la mujer vestida de blanco que iba a su encuentro.
—Bienvenido, rey Helgi —dijo ella, y titubeando casi imperceptiblemente añadió—: Mi pariente.
—¡Oh, Yrsa! —exclamó él, cogiéndole las manos entre las suyas. En el azul del ocaso apenas si podía verle el rostro; pero el resplandor de Poniente persistía en los ojos de ella. En el cielo, la estrella vespertina parpadeaba.
—Mi señor os espera —dijo el jefe de la guardia.
—Sí, vamos —dijo Yrsa, y le fue mostrando el camino. Helgi la siguió envarado.
Adhils estaba sentado envuelto en pieles en su sitial. El oro brillaba en torno a su frente, en su pecho, muñecas y dedos, aunque de alguna manera los fuegos y las velas lo eclipsaban. Quizá se debiera a que despedían mucho humo, un humo gris que escocía.
—Sed bienvenido, rey Helgi, amigo mío —ronroneó por debajo del ruido que hacía la leña que crepitaba—. Me siento feliz de que hayáis venido a verme.
De mala gana, Helgi estrechó la gordezuela mano. Adhils siguió hablando, en términos que nunca decían claramente que el Skioldungo había venido para reconocerle como su jefe supremo. Yrsa le interrumpió.
—Deja que se sienten nuestros invitados, y bebamos cada uno en honor del otro antes de cenar.
Llevó a Helgi al asiento enfrente de su anfitrión. A lo largo de la velada le estuvo sirviendo cerveza e hidromiel. En tales ocasiones él dejaba que sus dedos se tocasen, sostenía su mirada y le sonreía con una sonrisa extrañamente trémula para un guerrero tan famoso. En los intermedios, y escogiendo las palabras, él y Adhils se intercambiaban noticias de sus respectivos reinos. Los hombres de ambos comenzaron a charlar más alegremente. Un escaldo cantó lais. Entre ellos, uno en loor de Helgi, que le valió un brazalete de parte del rey danés. Miró a Yrsa, que estaba sentada al lado de su marido, como diciéndole: «Tú le dijiste que compusiera esos versos, ¿verdad?».
Pasó una semana. Adhils hospedaba y alimentaba bien a sus invitados, les enseñaba los alrededores, hacía que los llevasen de caza, hablaba sobre el comercio, la pesca y otros asuntos semejantes; nunca sobre aquello por lo que debía de saber que Helgi realmente había venido. Tampoco el rey danés mencionó la cuestión. Acalló sus sentimientos y esperó la ocasión de ver a Yrsa a solas.
Hubo más de una. La primera fue dos días después de su llegada. Había estado cazando uros y, ya de regreso, entró a caballo en el patio cerca de la caída de la noche, húmedo de sudor y manchado de barro, con sus hombres detrás, el arco colgando de su silla. Desmontó y cogió el arma para desencordarla.
—Mi señor Adhils está fuera —dijo el mozo de cuadra.
Helgi miró hacia arriba. En la galería de un dormitorio exterior estaba Yrsa. Allí en lo alto, todavía alcanzaba a tocarla la luz del sol, que brillaba, leonada, en su vestido y encendía chispas de fuego en las profundidades de su cabello. El cielo detrás de ella era de un azul infinito.
La cuerda del arco resonó.
—¡Bienvenido, pariente! —le saludó. El tono de su voz bajó claro y frío entre los vencejos que se precipitaban como saetas—. Venid a beber una copa y a charlar un poco hasta que el rey Adhils regresen.
—Gracias, mi señora —contestó él, y procuró que no pareciese que se apresuraba al trasponer aquella puerta y subir la escalera…
Una criada les sirvió hidromiel. Leyendo la mirada de la reina, la muchacha cerró la puerta al marcharse. Estaban en la galería, donde podía verlos todo el mundo; nadie podría murmurar sobre ellos, pero nadie tampoco podría oír lo que decían. El patio se extendía por debajo, lo mismo que la humeante y sombría ciudad, y los campos de cereales siguiendo el curso del río Fyris hasta que se perdía en los bosques, más al Sur. Hasta ellos llegaba un débil estruendo de ruedas, cascos de caballos, pasos, voces; en alguna parte un herrero estaba golpeando el hierro, arrancándole sonidos de campanas; de vez en cuando un perro ladraba. Pero, por lo general, era silencio lo que reinaba alrededor de Helgi e Yrsa. La brisa le hizo sentir frío en sus ropas empapadas de sudor.
Ella alzó la copa de cristal, traída del extranjero:
—A tu salud —dijo. Él chocó su copa con la suya y bebió un largo y reconfortante trago. Bajaron los vasos y permanecieron un momento en silencio antes de que ninguno de los dos supiese qué decir.
—Me alegro de verte —dijo él al fin—. Después de siete años.
Ella se había convertido por entero en una mujer. Delgada, de esqueleto grácil, se movía más despacio —casi pesadamente— que antes. Las sombras se dibujaban bajo sus pómulos y en torno de sus grandes ojos grises. Las arrugas habían empezado a aparecer en su piel. Más pálida que antaño, parecía embeber los rayos del sol poniente, cuyo resplandor se escurría sobre su pecho hasta hacer notar lo tensos que estaban sus dedos, al apretar el pie de la copa.
—Te han marcado estos años —dijo ella inexpresivamente—. Estás más flaco. Te estás volviendo canoso.
—Te he echado de menos, querida mía —Helgi hizo una pausa—. Y también tu hijo —añadió—. Te alegraría ver lo hermoso que es el muchacho.
—¿Tu hijo…? El nuestro… —ella torció a un lado la cabeza—. No. Eso ya acabó para mí.
—¿Para siempre? No he venido hasta aquí para hablar de la pesca o… ya me entiendes. Quiero llevarte a casa.
—No. Te lo suplico, por todo lo que una vez compartimos, no…, padre.
La boca de Helgi se contrajo. Miró por detrás de ella, al templo de la colina y a los sombríos árboles.
—¿Cómo es tu vida aquí? —le preguntó.
Ella no contestó, pero se le aceleró la respiración.
—¿Cómo te trata él? —casi gritó Helgi.
Ella echó una mirada al patio, donde se movían las gentes de la casa, y a la puerta de atrás donde se sentaban sus doncellas, todas ojos y oídos, ojos y oídos, sin parar de hablar.
—¡Cállate! —le suplicó—. No trates de hacerme hablar mal de aquél a quien di mi fe.
—A mí me la diste antes —dijo Helgi.
Ella tiró la copa. Se partió en mil pedazos. El hidromiel formó un charco a sus pies y cayó goteando por la barandilla de la galería. Sus manos se retorcían nerviosas.
—¡No sabíamos lo que hacíamos!
—¿Lo sabes con Adhils? —atacó él.
Ella se irguió.
—Sí.
—¿Y?
—Ha sido más o menos como yo esperaba.
—Te guarda el honor debido, ¿no?
Ella podía ver cuánto ansiaba él que dijese que no.
—Sí —contestó—. Lo has visto con tus propios ojos. Me comporto como la Primera Dama de un gran país. Él… ni siquiera tiene otras mujeres —hizo una pausa para enmudecerse los labios y aclararse la garganta—. En realidad, no me solicita a menudo, lo que se ajusta bastante bien a mis propios deseos.
—¡Qué sola estás! —dijo él, como si le hubieran clavado una lanza.
—No, no, no. Las cosas no están tan mal como piensas. Tengo a mis doncellas, tú las has visto, ellas me miran como a una especie de madre. Escucho sus penas, les doy consejos y… y trato de que hagan un buen matrimonio… Tengo mis obligaciones, en la casa, en el templo, en todo lo que concierne a una reina. Puedo ir a navegar por el lago cuando estoy aquí. Tenemos invitados…
—¿Muchos? Nunca oí que Adhils fuese hospitalario.
Ella se sonrojó. Él sabía que se avergonzaba de la tacañería de su marido, y evitó decir que estaba enterado.
—Gente que viene aquí a prestar servicio —dijo ella precipitadamente—: Condes, caudillos, escaldos, mercaderes, forasteros. Traen noticias del mundo de fuera. Y yo…, yo me ocupo de la cocina —su sonrisa era triste—. No te creerías lo experta que me estoy haciendo en hierbas. También en hierbas curativas, todo tipo de medicamentos, vamos, yo, yo… voy camino de convertirme en una sabia.
Él miró al templo en lontananza.
—¿O en una bruja? —rezongó.
—¡No! —su voz era presa del horror. Él pensó en cuerpos muertos balanceándose en el viento bajo aquellas ramas, y en Adhils en su escabel de hechicero, enconado sobre una olla en donde se cocían cosas innombrables—. ¡No, no tengo nada que ver con eso! —ella se volvió hacia él, apretó los puños y dijo temblando—: No haré nada indigno de un Skioldungo. Ni siquiera… regresar contigo… oh, querido.
No pudieron seguir hablando mucho más. Ella tuvo que ir a comprobar que todo estuviera listo para recibir a su marido y para la velada. Helgi estuvo seco durante la comida y bebió enormemente.
Volvió a hablar con Yrsa a solas unas pocas ocasiones más. El final era siempre el mismo. Con Adhils hablaba más a menudo, naturalmente, y hacía todo lo posible por sondear al Ynglingo. Éste se comportaba correctamente.
—Sí, sí —decía, cogiendo a Helgi por el brazo como si no advirtiese la mueca de desagrado del danés—, me alegra que hayas venido, pariente, me alegra que podamos entendernos. Nunca debe haber disputas entre parientes, como ambos sabemos bien, ¿eh? Y me parece que los dos estamos más estrechamente unidos que la mayoría… Mi esposa, tu hija…, esa desgracia que pasó entre tú y ella y que se me puede permitir creer que yo he enderezado, al darle un honorable matrimonio con ofrendas a los dioses y, hum, hum, con otras cosas.
Más de uno de sus hombres advirtió a Helgi:
—Algo marcha mal aquí, señor. No he hecho amistad con ninguno de los capitanes suecos, no. Pero me he emborrachado y he ido a pescar o a cazar o a participar en juegos y diversiones con algunos de los que están a su mando (ah, sí, también me he divertido con una o dos muchachas), y algo están tramando. Me han contado lo cautelosos que se comportan sus jefes y cómo cuchichean en los rincones. Observadlos, señor, vos que os sentáis todas las noches entre ellos, y ved si sus maneras no os chocan lo mismo.
Él, con el corazón lleno de Yrsa, solía responder:
—Oh, probablemente será por ese problema que tienen en el Norte, que ocupa la mayor parte de sus guerreros lejos de aquí. Tomarían a mal que yo me entrometiese.
Transcurrida una semana, le llegó en secreto a Adhils la noticia de que sus tropas habían regresado velozmente según su mandato y que estaban en los bosques a la espera de sus órdenes. Dio una excusa y se apresuró a salir. Al jefe de los berserkir, una peluda y verrugosa mole que arrastraba los pies y que se llamaba Ketil, le contó lo que había sucedido y le ordenó que se quedase emboscado con su banda, para caer sobre el rey Helgi cuando los daneses regresasen a sus barcos.
—Enviaré cierto número de hombres desde la ciudad para ayudarte —prometió—. Atacarán por la retaguardia y pondrán a nuestros enemigos en apuros. Porque son nuestros enemigos. Pondré todo en juego para asegurarme de que Helgi no escape. He notado de sobra que ama tanto a mi reina que nunca estaré a salvo mientras él esté vivo.
Mientras tanto, Helgi e Yrsa tuvieron una última conversación a solas.
—Ya que no quieres venir —dijo él—, tendré que despedirme.
—Sé feliz —susurró ella—, querido mío.
—Lo llevas con entereza —replicó él—. Yo no puedo ser menos. Pero desearía que… —dio una palmada y la dejó. Ella le vio alejarse, con la mirada fija mucho tiempo después de que hubiera desaparecido de su vista.
Helgi comunicó a Adhils su intención de regresar a su casa. La reina Yrsa dijo a su señor, no a gritos, pero sí lo suficientemente alta para que lo oyesen todos los que estaban en la sala:
—Ya que nuestro huésped vino por propia iniciativa para establecer la amistad entre nuestras casas, creo que nos corresponde ofrecerle regalos de despedida que pongan de relieve todo lo que esto significa para nosotros.
—Claro, por supuesto, por supuesto —dijo Adhils al instante.
—Ni siquiera palidece —murmuró uno de sus hombres que estaba borracho—. ¿Qué le pasa al gordo avaro?
Todo el mundo estaba demasiado feliz en un final tan espléndido para darse cuenta de nada. Hasta Helgi se puso de algún modo contento. Nadie podría decir ahora que había viajado para nada.
A la mañana siguiente, a la vista de la gente que se habían congregado, Adhils mandó que sacasen un carro tirado por seis caballos blancos procedentes del Sur.
—Te doy el carro y los caballos, pariente —sonrió—, y algo más.
Gritos de júbilo se alzaron cuando empezaron a traer las cosas de los depósitos: pesados anillos y broches de oro, estuches de plata llenos de monedas procedentes de Romaborg, hachas y espadas relucientes, marfiles artísticamente tallados de morsa y narval, copas con joyas incrustadas, prendas de lujosas telas y vistosos colores, ámbar, pieles, objetos extrañamente trabajados nadie sabía en dónde, hasta que los ejes del carro crujieron…
Helgi enrojeció y tuvo dificultades para encontrar las palabras adecuadas con que dar las gracias. No llegaba a saber si aquel joven de sonrisa satisfecha y hablar zalamero se estaba burlando de él o lo que pretendía era comprar su regreso. Entonces su mirada recayó en Yrsa, y la vio tan anhelante que supuso que todo debía de ser por causa de ella.
El rey y la reina de los suecos montaron a caballo para acompañarlo parte del camino. Adhils charlaba con una elocuencia sospechosa; Helgi e Yrsa iban en silencio. Después de un rato, el Ynglingo se detuvo.
—Bueno, pariente —dijo—, me temo que tenemos que despedirnos, en espera de la próxima vez que podamos estar juntos.
—Venid a ser nuestros invitados —dijo Helgi con voz ronca—. Los dos.
—Ya hablaremos de ello —dijo Adhils—. Mientras tanto, viaja con prontitud, rey Helgi, al lugar a que estás obligado —y volvió grupas.
Helgi cogió las manos de Yrsa.
—Vive en paz —le susurró precipitadamente—. Siempre te amaré. Algún día…
—Algún día —ella le dio la espalda, espoleó su caballo y trotó detrás de su señor y sus hombres.
Helgi cabalgaba a la cabeza de su tropa. El río murmuraba y parpadeaba a la luz del sol. Las sombras de los árboles lo moteaban. Se precipitaba un martín pescador, azul como las libélulas que flotaban en el aire. Se oían las pisadas de los cascos, el cuero crujía, el metal tintineaba. La atmósfera era espesa y caliente; los hombres sudaban y aplastaban las chinches. Hacia el Oeste, por encima de las hojas, se estaba formando una montaña de nubes violeta, y los truenos retumbaban a lo lejos.
Repentinamente, se levantó un estrépito. Saliendo de la maleza para apostarse en el sendero venía una hueste de gentes armadas. Entre ellos una docena de gigantes, la mayoría sin cota de malla, gruñendo, babeando y royendo los bordes de los escudos.
El caballo de Helgi se encabritó.
—¿Qué sucede, en nombre de Loki?
—Me parece —dijo el jefe de su flota— que el rey Adhils no quiere que guardéis lo que os ha dado.
—No… no, Yrsa… —Helgi estuvo a punto de darse la vuelta, como si fuese a batirse en retirada por primera vez en su vida.
En la retaguardia, por un recodo del camino, venían más hombres. Debían de haber salido de Uppsala por un camino lateral —incluso a aquella distancia y pese a las guardas nasales de sus yelmos, Helgi reconoció a algunos— y haber estado acechando a que él hubiese pasado.
Helgi descendió a tierra, descolgó su escudo de la grupa del caballo y lo empuñó por su asa. Alto como era, destacaba entre sus hombres; sólo su estandarte, ondeando en la brisa cada vez más fuerte, sobresalía por encima de él.
—Bien, estamos entre la espada y la pared —dijo—. Pero puede que descubran que somos más resistentes de lo que se piensan.
Entre el río y el escarpado terreno, como la ribera no dejaba espacio para adoptar adecuadamente el orden de batalla de la formación del puerco, sólo pudo formar en cuña a sus hombres con cota de malla, disponiendo detrás a arqueros y honderos. Por su parte, apiñados juntos, con la muerte saludándolos por delante y por detrás, los daneses dejaron oír su grito de guerra y arremetieron lo mejor que pudieron. A su vanguardia iba Helgi. Su espada silbó fuera de la vaina, brillando y gritando. Se lanzó contra el primero de los suecos, voluminoso en su reluciente cota de malla. Su escudo paró el golpe, pero él se tambaleó. Helgi lo hostigó, dando alaridos. Su espada brincaba, arriba, abajo, alrededor, chocando estrepitosamente con el yelmo y con el borde del escudo, siempre haciendo que el hombre retrocediese entre los suyos. El sueco creyó ver la oportunidad de tajar el muslo de Helgi. Lo intentó, pero se encontró con que el brazo que sostenía la espada chorreaba sangre. Vaciló antes de derrumbarse para que lo pisoteasen.
Un hacha retumbó contra el propio escudo de Helgi. Aquel arma, manejada con las dos manos, podía aplastar por su solo peso a la mayoría de los hombres por muy en guardia que estuviesen. Helgi se echó a un lado. Solamente por pura fuerza paraba esos golpes. Aventuró su espada por debajo del mango del hacha y le cortó una pierna a su enemigo.
Una lanza le alcanzó en la pantorrilla. Apenas si lo notó.
—¡Adelante, adelante!
Sabía arrancar gritos de las profundidades de sus pulmones, de tal manera que venciesen a todos los demás, gruñidos, golpes, ruidos y quejidos de muerte.
—¡Abrámonos paso! ¡Salvémonos!
Había visto, por encima de los oscilantes yelmos y rostros desencajados, que si su gente podía abrirse paso entre sus atacantes, no habría nadie a sus espaldas. Volviéndose, podían avanzar y contener las embestidas mientras se iban retirando, de suerte que la mayoría pudiese llegar a los barcos.
Aquella podía ser una larga batalla de retirada. Se lanzó contra un berserkr. Rodeado como estaba, no pudo tomar velocidad. El monstruo hizo oscilar un hacha en lo alto y la dejó caer con tremendo estruendo. El escudo de Helgi se hizo pedazos. Y poco faltó para que su brazo izquierdo corriese igual suerte. Retrocedió tambaleándose. Habría atacado al berserkr de nuevo, pero había demasiados en su camino.
Sus hombres luchaban a su lado con tenacidad. Sobrepasados en número, iban cayendo uno a uno. Las lanzas le atravesaban donde no estaba protegido por el yelmo o la cota de malla; chapoteaba sobre su propio sudor y sangre; y aunque el metal parase los golpes, éstos le magullaban los huesos. Sin embargo, él seguía luchando. Su espada se agitaba frenética como si estuviese segando. Un berserkr alcanzó al portaestandarte. El muchacho no tuvo ninguna opción. Con los sesos aplastados, se vino abajo, y la bandera cayó en el polvo. En adelante, los daneses no tuvieron ninguna referencia que les indicase el lugar donde debían estar. El verraco dorado[31] ondeaba en lo alto. Los suecos no dejaban de acosarlos.
Las nubes corrían negroazuladas por el cielo, se levantó un viento frío, la luz se volvió de un extraño amarillo cobrizo.
Helgi, separado del último de sus hombres, retrocedía, siempre empuñando la espada, cuyo filo estaba ya mellado y embotado. Los muertos y heridos marcaban su paso. Pero el enemigo no cejaba en su persecución. Se adentró en el río, que enrojeció con su sangre. Ketil, el principal berserkr, fue a su encuentro, dando alaridos, aullando y lanzándole un golpe tras otro como el granizo que había empezado a caer y, sin embargo, sin acusar ninguno de los golpes del rey.
—Garm se ha soltado. Se ha tragado la Luna[32]… —oyeron los hombres que decía Helgi. Cayó, y el río llevó hacia el mar lo que todavía quedaba de su sangre.
Con él murieron todos los que habían desembarcado. El resto se enteró de lo sucedido por los exploradores que habían destacado y huyó de regreso a Dinamarca. Yrsa lloró. Aquí termina la historia del rey Helgi.