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ACERCA DE LA NARRACIÓN

Había un hombre llamado Eyvind el Rojo, que vivía en el Danelaw[2] de Inglaterra cuando era rey Aethelstan. Su padre era Svein Kolbeinsson, que había llegado allí procedente de Dinamarca y a menudo había vuelto en viajes comerciales. Cuando fue suficientemente mayor, Eyvind se marchó. Sin embargo, como era más inquieto y ambicionaba más que Svein hacerse un nombre, al final entró al servicio del rey. En unos pocos años fue ascendiendo, hasta que en Brunanburh luchó tan vigorosamente y condujo tan bien a sus partidarios que Aethelstan le otorgó su completa amistad y quiso que residiese para siempre en la corte. Eyvind no estaba seguro de que eso fuese lo que deseaba para el resto de su vida, por lo que le pidió permiso para ir a visitar su antiguo hogar.

Encontró a Svein preparándose para otro viaje, y decidido a embarcar. En Dinamarca gozaron de la hospitalidad del caudillo Sigurd Haraldsson. Éste tenía una hija, Gunnvor, una bella doncella a la que Eyvind pronto empezó a cortejar. Los padres pensaron que sería un buen partido para ambas casas; y cuando Eyvind regresó a Inglaterra, se llevó a Gunnvor como su novia.

Entonces tuvo que acompañar al rey, que estuvo viajando ese invierno. Gunnvor fue también. Ella se ganó el corazón de las damas de la corte, porque podía hablar largamente sobre tierras y caminos extranjeros. Aunque Aethelstan no estaba casado, le llegaron noticias de ello: especialmente de una larga saga de los viejos días que ella estaba relatando. La llamó a su pabellón donde se sentaba con sus hombres.

—Éstas son noches lóbregas —la reprendió riendo—. ¿Por qué das a las mujeres un placer que a mí me rehúsas?

—Solamente contaba historias, señor —dijo ella.

—Bastante buenas, según he oído —respondió el rey.

Se la veía cohibida. Eyvind tomó la palabra en su nombre:

—Señor, conozco estas historias, y puede que no sean adecuadas para vuestra compañía —su mirada cayó en el obispo que se sentaba cerca—. Es un cuento pagano. —Eyvind mantenía en secreto que aún daba culto a los elfos.

—Bien, ¿y qué importa? —preguntó Aethelstan—. Si yo contase entre mis amigos con un hombre como Egil Skallagrimsson…

—No hay nada malo en oír hablar de los antepasados, mientras no olvidemos que estaban equivocados —dijo el obispo—. Más aún, nos puede ayudar a comprender a los paganos de nuestro tiempo, y así enseñarnos el mejor camino para conducirlos a la Fe —después de un instante, añadió pensativo—: Debo confesar que pasé mi juventud estudiando en el extranjero y conozco menos sobre vosotros los daneses que la mayoría de los ingleses. Os estaría agradecido si pudierais explicarme las cosas a vuestra manera, mi señora Gunnvor.

Y así quedaron las cosas, de suerte que aquel invierno ella pasó muchas noches hablándoles de Hrolf Kraki.