7

LA HISTORIA DE SKULD

I

Entonces, por espacio de siete años, no hubo guerra ni dentro ni fuera de Dinamarca.

Esto no significa que todo estuviese tranquilo.

Al llegar, Bjarki fue alegremente recibido por su esposa Drifa —que tenía un hijito que mostrarle— y por la gente, no solamente de las tierras que poseía sino de los alrededores. Sabían que, como brazo derecho del rey, era su principal guardián contra proscritos e invasores extranjeros. Los soldados a los que se había hecho regresar estaban menos contentos; sentían que había sido mancillado su honor. Hrolf encontró palabras para dulcificar el dolor: mágicos poderes habían estado en juego, y su hombría no era menor porque las Nornas no hubiesen grabado runas en sus cunas que dijesen que tendrían que viajar fuera de los dominios de la humanidad. Después les dio tales regalos en oro y armas, que todo el reino supo la alta estima en que los tenía. Mientras tanto, la franca alegría de Bjarki los hizo sonreír de nuevo.

Había doce a los que no hubo forma de tranquilizar: los berserkir. Además de ser en su mayor parte de ingenio demasiado débil para comprender que ningún hombre vale para todas las tareas, eran turbulentos. Para ellos no había nada más en la vida que pelear, engullir, emborracharse y acostarse con mujeres. Estas actividades, las tres pacíficas, pronto empezaron a empalagarles y Hrolf Kraki no volvió a enviarlos a batallar.

Una tarde, a fines del verano, Aguar su cabecilla se encolerizó con Bjarki en la sala de la mansión de Leidhra. Hrolf detuvo la pelea y reprendió al berserkr ante toda la concurrencia. Agnar se marchó melancólico. Al final regresó cabizbajo para hablar con el rey. Para compensar la vergüenza en que lo había puesto, rezongó, debía darle por esposa a su hija Skur, con la correspondiente dote.

Horrorizada, la muchacha corrió a contárselo a su hermana Drifa, quien la consoló y habló con su marido. Bjarki se apresuró a ir a ver al rey. Hrolf estaba sumamente perplejo por el dilema de cómo mantener por un lado la paz, sin violar los juramentos de sus hombres, y por el otro cómo mantener a aquel patán fuera de su familia.

—Señor —dijo el noruego—, habéis prohibido justamente las peleas cuando estamos todos reunidos. Pero nada se ha dicho sobre las idas a la isla, ¿no es así? Personalmente preferiría estar muerto antes que tener a ese hijo de mula por cuñado; y seguramente me obligará a ello.

Agnar bramó. Hrolf trató de hacer las paces, sobre todo porque temía por la vida de su mariscal, pero no se pudo arreglar. Al final, Agnar y Bjarki partieron a remo a un pequeño islote y colocaron las varas que acotaban el campo del desafío.

Al berserkr le correspondió el primer golpe. Su espada, que se llamaba Hóking, cayó estrepitosamente sobre el yelmo de Bjarki, rompió los remaches y desgarró las planchas de acero. A punto estuvo de penetrar hasta el cráneo; la sangre corrió por la guarda de la nariz. Antes de que pudiese retirar la espada, la otra hoja ya estaba arriba, la mano izquierda aferrando la muñeca derecha y un pie sobre un tocón para darle más fuerza.

Lövi golpeó de lleno. Más tarde, Bodhvar-Bjarki compondría un poema:

Esto os diré en verdad, al más bravo de los ciervos golpeé,

espantosamente herido en la lucha con la larga y afilada espada, llamada Lövi,

ganando una enorme fama el día en que yo abatí

a Agnar, el hijo de Ingjald. ¡En alto aclamaron nuestros nombres!

Levantó la espada llamada Hoking y la lanzó contra mi yelmo.

¡Bien que estaba gastada la hoja para que su gimiente filo no pudiera herirme!

Amargamente habría mordido si el acero hubiera seguido su camino.

Velozmente me aparté y mi espada lo hendió por la mitad,

cortándole la mano derecha y dejándolo sin el pie izquierdo,

mientras en el remolino entre ambos, le arrancaba el corazón hasta las raíces.

Diré la verdad: nunca, vi que un hombre muriese tan valientemente.

Se iba a pique pero no se desmayaba, y sobre los codos se afanaba por alzarse.

La risa brotaba de su boca, indemne quedó en su desprecio por la muerte.

Felizmente marchó de aquí a la morada de los héroes.

La audacia moraba en ese pecho, y burlonamente se reía de las tinieblas.

Lo indecible pienso que sufrió, tanto en el cuerpo como en el alma,

porque la suya no me hirió; sin embargo, abatido, aún sabía reír.

Bjarki procuró que Agnar tuviese un entierro honorable. Aquello no apaciguó la cólera del resto de los berserkir. Cayeron sobre él cuando se dirigía a casa. Hjalti y Svipdag habían ido como testigos. El resultado fue que hubo dos berserkir más muertos y ninguno de los otros salieron sin heridas.

Por lo que habían intentado hacer, el rey Hrolf los proscribió. Partieron gritando promesas de venganza. Pero a diferencia de los que habían sido expulsados de Uppsala, no parecían tener ningún lugar a donde acudir en busca de ayuda, tan firme era la paz que reinaba en el país y el temor reverencial que inspiraba en el extranjero la Dinamarca de Hrolf. Todo el mundo estaba de acuerdo en que no solamente el palacio, sino toda la tierra estaba mejor sin ellos.

Skur, después, se convirtió en la novia de Svipdag. Dicen que fue bastante feliz, por severo que él fuese.

Al año siguiente llegaron grandes noticias: el rey Adhils había muerto.

Había estado dirigiendo las ofrendas de primavera a las Potencias de la fertilidad. Conforme cabalgaba en torno a sus altares manchados de sangre, su caballo tropezó. No estando en condiciones de mantenerse bien en la silla como antes, salió despedido y se golpeó la cabeza contra una piedra. Se le reventó el cráneo, los sesos se le salieron fuera. Los extraños dioses a los que servían los Ynglingos no les eran demasiado favorables.

Los suecos le levantaron un túmulo y eligieron por rey a Eystein, un hijo que había tenido con una amante hacía años. Sin embargo ellos, y también él, sentían todavía amor por la reina Yrsa; ¿y no era ella, acaso, madre y hermana al mismo tiempo del gran rey danés? Así pues, siguió formando parte de los consejos del país, y contó con la amistad de muchos hombres. De buena gana habría visitado a Hrolf, pero la edad estaba empezando a debilitarla. Él, por su parte, pensaba que sería imprudente imponerse al nuevo señor de Svithjodh, ya que parecería despótico en vez de amistoso. Por eso, Yrsa y él siguieron aplazando un nuevo encuentro.

Una de las cosas que preocupaba por entonces a Hrolf Kraki era el dejar de hacer ofrendas.

—Odín se ha convertido en nuestro enemigo —dijo—. Además, nunca me gustó colgar y ahogar a hombres indefensos[47], y por eso siempre ofrecí sólo animales. Y respecto a los cruentos, no veo que los sacrificios que hizo Adhils le sirviesen de mucho.

Al principio, el pueblo temió que hubiese hambre o algo peor, porque su rey había dejado de entrar en el templo. Para apaciguarlo tuvo que hablar con cierto número de sus portavoces. Pero los años que siguieron fueron buenos; el comercio crecía y se extendía; la paz parecía inquebrantable.

Cada cual podía hacer lo que mejor le pareciese. Aparte de ofrendas a las tumbas de los antepasados y a los pequeños seres que andan por las casas y los campos, el rey y sus hombres dejaron de solicitar ayuda de ninguna de las Potencias, pues sólo confiaban en su propia fuerza.

Por supuesto que aquello no era así en lo que concernía a sus reyes tributarios, y menos que a ninguno a Hjörvardh en el Lago de Odín, el marido de su hermana Skuld, la hija de la dama élfica.

En los años que siguieron a su boda, habían permanecido más bien aislados. Luego de que Bjarki matase a la bestia que asolaba el ganado, Hjörvardh, particularmente, estuvo ansioso de mostrar buena voluntad. Durante unas cuantas estaciones participó en las guerras de Jutlandia, y nunca dejaba de enviar hombres, así como de pagar el tributo en oro y especies. Por lo demás, se preocupaba de las tierras que poseía y de dirigir el norte de Fyn. Era de algún modo un haragán, que se sentía feliz de que otro hiciese por él las cosas, y podría haber terminado sus días en paz, de no haber sido por su reina.

En todos los asuntos de importancia, aquel hombre, que se había quedado completamente calvo, era dominado por la delgada mujer de cabello negro cuyos ojos eran como un cambiante lago verde en un campo de nieve. A causa de ella, los veredictos del monarca eran crueles. El pueblo pronto supo que les daba lo mismo protestar que si fueran las propias esclavas de Skuld. Quienes causaban problemas a la reina o a su marido acababan víctimas de la mala suerte: una enfermedad, una plaga que se cebaba en sus ganados o en sus cosechas, un fuego, o algo peor. Ella no hizo un secreto de su brujería, aunque nadie se atrevía a espiarla cuando salía sola a los bosques o a los brezales. Había quien susurraba que la había visto cabalgar de noche, en un flaco caballo que galopaba más rápido que ningún otro animal viviente, y que una tropa de sombras y de cosas deformes la seguía.

Sin embargo, Skuld y Hjörvardh debían de estar a bien con los dioses, porque con ellos eran liberales. En las fiestas sagradas siempre ofrecían a cada uno de los Doce las vidas de los seres a ellos asociados: machos cabríos a Thor, cerdos a Freyr, gatos a Freyja, toros a Heimdal, caballos a Tyr, y así a los demás hasta llegar a Odín, quien siempre recibía vidas humanas.

Prosperaban, mantenían una gran mansión con su correspondiente séquito, sus arcas estaban repletas. Si no mostraban un esplendor semejante al de Hrolf Kraki se debía más a la tacañería de Skuld que a la falta de recursos.

Ella odiaba hondamente que su marido fuese el súbdito de su hermano. Cada año, cuando salía el tributo para Leidhra, era como si la sangre de su propio corazón fuese en el cargamento.

Siempre incordiaba a Hjörvardh sobre su bajeza. Esta forma suya de comportarse fue a peor después de que el Alto Rey regresase de Uppsala, para no volver a guerrear y para mantenerse alejado de los dioses.

—No debe continuar —decía ella.

Hjörvardh suspiraba, tendido en la cama de al lado.

—Mejor será para nosotros, y los demás, que lo suframos y dejemos las cosas en paz.

—Poca hombría tienes —le recriminaba ella en la oscuridad— si permites que continúe esta vergüenza.

—Es imprudente desafiar al rey Hrolf. Nadie se atreve a levantar el escudo contra él.

no te atreves, porque te falta valor. El que nada arriesga nada gana. ¿Quién puede saber antes de intentarlo, si es cierto o no que hay alguien que pueda derrotar al rey Hrolf y a sus guerreros? Creo que se le han acabado por entero las victorias, y él lo sabe, por eso se queda en casa. Bien, ¡nosotros podemos ir allí!

—Skuld, es tu propio hermano…

—No lo perdono por eso.

—Alégrate de lo que tenemos, querida —se acercó a ella en la oscuridad, sintiendo la fría tersura de su piel, aspirando el verano en su cabello. Ella le rechazó y le volvió la espalda. Hjörvardh no intentó poseerla. Hacía mucho tiempo que había aprendido que solamente podía hacerlo cuando a ella le apetecía, y entonces generalmente era ella la que le montaba a él, y no a la inversa.

No volvió a insistir en el asunto durante cierto tiempo, aunque su irritabilidad fue creciendo. En realidad, el derrocamiento del rey Hrolf no era algo que se pudiese emprender a la ligera. Durante cuatro años más se afanó en profundizar en los saberes de la brujería.

—Ten cuidado con esos hechizos —le suplicaba Hjörvardh—. El rey Adhils era un gran brujo. No le fue bien.

La risa de Skuld lo dejó helado.

—¿Adhils? ¿Ese pobre infeliz? Él únicamente creía que sabía algo; y había pocos seres que le prestasen atención. Yo tengo maestros… —se calló repentinamente y no dijo más.

Entonces, cuando llegó la víspera del Yule, ella salió cabalgando sola, como era su costumbre. El pueblo la vislumbró desde lejos, montada en el feo y viejo rocín que solía usar en tales ocasiones, el cabello y una capa igualmente negra agitándose sobre sus hombros. Iba armada únicamente con un cuchillo y un bastón grabado con runas; pero de los hombres no tenía nada que temer. Desapareció en el crepúsculo, y aquellos que la habían visto alejarse se apresuraron a entrar en sus casas al calor del fuego.

A algunas millas de Odense, en las riberas de la bahía, se alzaba una colina. Árboles y matorrales retorcidos por el viento, despojados de sus hojas por el invierno, crecían a su pie. Brezos y tojos cubrían el resto, hasta llegar a la cima en la que se levantaba un dolmen. Ese año había caído poca nieve; la tierra estaba oscura, los arbustos reían torvamente en respuesta al quejido del viento del Norte. Las nubes bogaban por el cielo, orladas de la palidez emanada de la torva luna que fluía entre ellas. Las olas se estrellaban en la playa, traqueteando sobre las piedras. El aire era áspero. Transportaba sabor a sal y el hedor de una foca muerta que había sido arrastrada a la orilla. Tierra adentro, los lobos aullaban.

Skuld desmontó y se introdujo en el dolmen. Allí había una marmita y leña para realizar los hechizos. Alguien o algo lo había preparado ya para ella, por lo que no tuvo que afanarse con yesca y pedernal para encender la hoguera. Eran llamas bajas, azules, que no calentaban la piel sino el agua, y que hacían moverse tan monstruosamente las sombras en las paredes de piedra que la oscuridad, en vez de alejarse, se acrecentaba.

Acurrucada en la baja y estrecha cámara, Skuld mantuvo el bastón rúnico sobre el brebaje y gritó ciertas palabras.

Llegó un sonido como de succión. Ella dio unos pasos afuera. Cualquier otro caballo que no fuese el suyo habría chillado desbocado según el agua borbotaba más abajo y algo salía de ella hacia la orilla. La tierra temblaba al sufrir el peso de cada lenta pisada. Lo que estaba subiendo por la colina chorreaba agua que brillaba fríamente blanca. Frío era también el aliento de su húmeda carne, que despedía un olor a pez y a extensiones submarinas. El pelo y la barba eran como algas, y como lámparas los ojos.

—Atrevida eres para haberme llamado —susurró.

Ella miró su enorme tamaño y dijo:

—Necesito que me ayudes, pariente.

Él esperó.

—Sé cómo convocar seres de fuera del mundo de los hombres —dijo ella—, pero pueden destruirme a no ser que un poder como el tuyo les ordene que se guarden de atacarme.

—¿Por qué debería yo protegerte?

—Para que pueda acabar la paz del Alto Rey.

—¿Qué me importa a mí eso?

—¿No surcan tus aguas los barcos, más cada año, sin que siquiera haya un homicidio a bordo para alimentar a tus congrios? ¿No viajan los hombres en mayor número cada año, sin temer nada, para matar a golpes tus focas, arponear tus ballenas, asaltar los nidos de los cormoranes y alcatraces, arrastrar sus redes llenas de tus peces, y arruinar la soledad únicamente cubierta por el cielo de tus más remotas islas? Te lo advierto, yo que sólo soy humana a medias, te lo advierto: el hombre es el enemigo de la Vida Antigua, lo sepa o no, y al final, sus obras cubrirán el mundo entero, y ya nunca se volverá a conocer la libertad ni la magia de la vida salvaje, a no ser que lo abatamos, que lo hagamos retroceder antes de que sea demasiado tarde, y que pueda volver la hermandad de animales, árboles y aguas. ¡Por tu propio bien, ayúdame!

—¿No te limitarás a reemplazar un rey por otro?

—Sabes que no. En absoluto. Yo utilizaré a la gente.

Durante un largo rato la estuvo contemplando, allí en la ventosa oscuridad, hasta que ella empezó a tener miedo. Finalmente él soltó una carcajada, un extraño y estridente chillido como el de una gaviota brotando de aquella enorme garganta.

—¡Hecho! ¿Sabes cómo se sella un pacto semejante?

—Lo sé —dijo Skuld.

Cuando ella se desnudó y lo siguió al interior del dolmen, tuvo que morder sus labios para aguantar su fría, escamosa y maloliente gordura, y apretar los puños contra la mole que la estaba magullando tan terriblemente. Y sabía que aquello tendría que volver a repetirse a menudo.

Pero él estaría a su lado cuando invocase a los horrores que no son de este mundo.

Hacia el amanecer cabalgó de vuelta a casa. El cielo estaba completamente amortajado de nubes. El rocín tropezaba en la oscuridad. Una nieve seca caía sobre la tierra. Temblando de frío, con el cuerpo fatigado y dolorido, mantenía sin embargo erguida la cabeza con un orgullo que ningún halcón habría podido igualar.

De repente, resonaron ruidos de cascos de caballo. No golpeaban, sino que tintineaban, e iban más veloces que los rayos de la luna. El corcel que alcanzó al suyo era del color de la leche y de la plata, de una blancura sobrenatural. Lo mismo que la mujer que iba en la silla. Vestida con un manto que relucía y rielaba como si estuviese tejido de arcos iris, tenía la misma faz que Skuld y los mismos cabellos, negros como la medianoche; pero sus ojos eran como el oro, y estaban apenados.

—¡Hija —gritó—, espera! ¡Óyeme! No sabes lo que estás haciendo…

Otros cascos —infinidad de cascos— atronaron el cielo. Los sabuesos aullaban, sonaban los cuernos, destellaba el acero. El que cabalgaba a la cabeza de la tropa iba en un semental que tenía ocho patas, y llevaba un manto que ondeaba como si fuesen alas y un sombrero de ala ancha que mantenía entre sombras su único ojo. Alzó la lanza como para arrojarla contra la mujer. Esta gimió, volvió grupas y huyó llorando. Skuld permaneció donde estaba, contempló cómo la Caza Salvaje se precipitaba a toda velocidad, y soltó una carcajada.

Por la mañana, cuando ella y su marido se preparaban para las ofrendas del Yule, hizo que se fuesen los sirvientes. Atravesó la habitación con grandes zancadas y agarró a Hjörvardh por la muñeca. Sus uñas le hicieron sangre. Él la miró: agotada, los hundidos ojos sumidos en las tinieblas, y pese a todo parecía una llama vestida de carne.

—¡Óyeme! —aunque el tono de su voz era bajo, de alguna manera le hizo estremecer—. Ya te he dicho antes lo incorrecto que es que te rebajes ante Hrolf Kraki. Te lo digo ahora, no hace falta que continúe, y no continuará.

—¿Qué… qué…? —tartamudeó él—. ¿Qué estás pensando?

—He recibido signos que nos prometen la victoria.

—Di mi palabra, lo juré…

—La noche pasada oí otros juramentos. Hjörvardh, eres mi hombre. Tienes que ser lo suficientemente hombre para poder vengarte de la ruin artimaña que te jugó mi hermano hace tiempo, y, más aun, obtener la soberanía de Dinamarca —él abrió la boca. Ella le tapó los labios con un dedo, sonrió, y ronroneó—: He ideado un plan que funcionará. Escucha.

»Fuerte es la casa del rey Hrolf. Sin embargo, podemos reunir más soldados que los que él tiene y, si lo cogemos por sorpresa, no tendrá oportunidad de enviar la flecha de la guerra de granja en granja. Sin duda te preguntarás cómo podemos reunir ese ejército sin que llegue a enterarse. Bueno, mucha gente no siente amor por él, jefes que ha humillado, berserkir que ha expulsado, proscritos acechando hambrientos, sajones, suecos, geatas, noruegos, sí, hasta finlandeses que se sentirán felices de verlo derrocado y… otros que yo conozco.

»Necesitamos riquezas para los sobornos y para comprar armas en el extranjero y traerlas aquí de contrabando. Se me ha ocurrido la forma de poder conseguirlo, conservarlo, mejor dicho, conservar lo que es nuestro por derecho. Enviaremos un mensaje a Leidhra, pidiendo permiso para aplazar el pago del tributo durante tres años, añadiendo que al final de este período lo pagaremos todo de una vez.

—¿Por qué? —preguntó Hjörvardh.

—Le explicaremos que lo necesitamos para comprar barcos y mercancías, con el fin de promover nuestro comercio exterior. A Hrolf le tiene que gustar la idea. Y nos ayudará a llevarla a cabo, ya que el asunto parecerá inofensivo.

—Pero… pero…

—¿Cuál es el riesgo? En el peor de los casos puede negarse, y entonces tendremos que permanecer en paz. No creo que sea necesario. Si podemos estar sin pagarle, entonces tantearemos el camino a seguir, no haciendo nada sin estar seguros del próximo paso a dar, no dando ningún movimiento hasta que no haya ninguna duela de que podemos aplastarlo.

Hjörvardh no estaba de acuerdo, pero Skuld siguió insistiendo día tras día, noche tras noche. Al final asintió, y los mensajeros cruzaron el Gran Belt.

Regresaron con la noticia de que el rey Hrolf se sentía feliz de dejar que su cuñado pospusiese el pago durante el plazo que le solicitaba, y que le deseaba el mayor éxito en sus empresas.

Después, Hjörvardh empezó a buscar a aquellos que tuvieran motivos de queja contra su soberano, y a malhechores de todo tipo. Aguijoneado por Skuld, cada vez se fue ilusionando más con el asunto, conforme fueron engrosando sus fuerzas. Ella, por su parte, se las ingeniaba para mantener oculto ante Leidhra lo que realmente estaba sucediendo. Si alguien que fuese leal a Hrolf Kraki empezaba a hacer preguntas sobre los hombres que estaban llegando a Odense, y si la historia que le contaban no calmaba su inquietud, en ese caso siempre tenía hechizos a mano con los que cegar y deslumbrar.

No volvió a incordiar a su marido. Al contrario, estaba tan amable con él que éste llegó a convertirse en una especie de perrito faldero. Pero ni aun así se atrevía a preguntarle qué hacía aquellas noches en que salía a caballo sola de la mansión. Así pasaron tres años.

Respecto a lo que fue del rey Hrolf y de sus hombres durante aquel tiempo, ¿qué se puede decir sino que vivieron felices, como feliz vivió la tierra que regía? En el bienestar y la seguridad del pueblo, en leyes y juicios justos, en buenas cosechas y mercados que proliferaban, en el crecimiento de ciudades y la siembra de nuevos campos, en el hombre viviendo en paz con su vecino, en nada de esto hay historias que contar: solamente, cuando el tiempo ha pasado, quedan recuerdos.

Ciertamente, los soldados tenían mucho que hacer. Además de servir al rey, tenían sus propios barcos y granjas que cuidar. Sin duda, Bjarki volvió a las Tierras Altas a saludar a su madre y a su padrastro, llevando consigo muchos y ricos regalos; y Svipdag se fue hasta Finlandia en busca de pieles, y Hjalti viajó a Inglaterra para ver cosas nuevas; y puede ser muy bien que llegasen a remo hasta los ríos de Gardaríki o a lo largo del Rin, en tierras de los francos. De ser así, eran comerciantes. Fuertes y bien armados como iban, nadie osaba atacarlos.

En Palacio había regocijo, cada noche una fiesta en la sala del rey donde los tableros de las mesas casi se combaban bajo el peso de la carne y los cuernos estaban siempre llenos, los escaldos cantaban, los viajeros contaban historias de sus viajes, y Hrolf Kraki el Donante de Anillos no escatimaba nada. Había a diario instrucción con las armas, y el cuidado del acero, y tareas semejantes; pero también había caza, pesca, partidos de lucha, carreras a pie o a caballo o en barco, combates de sementales, juegos de habilidad como las damas o las tabas, largas charlas indolentes, viajes por los alrededores, el regatear con los labradores, hacer planes y soñar despierto; y, en alguna parte, dentro o cerca de la ciudad de Leidhra, cada hombre tenía por lo menos una mujer, y así caía en los lazos que tejen las manos de los niños pequeños.

No hay nada que contar sobre aquellos años de paz, salvo que Dinamarca nunca los ha olvidado.

Al final, el rey Hjörvardh y la reina Skuld enviaron un mensaje a su pariente el rey Hrolf. Querían ir a pasar el Yule con él, y así traerle el tributo que le debían.

—Diles que me congratulo de ello, y que serán bienvenidos —comunicó a los mensajeros.

II

La semana en que caía el solsticio de invierno era tiempo de fiesta, de reuniones junto al fuego con alegría y amor, una ruptura en esa estación en que el día no es más que una luz trémula en medio de la noche. Pero nunca hubo allí más honesto regocijo que en la sala de Hrolf Kraki.

Esa víspera del Yule las llamas crepitaban alborozadamente, se entrechocaban los cuerpos, y las copas, la risa, las charlas y las canciones iban en oleadas de aquí para allá haciendo retumbar los muros. Con un manto guarnecido de cebellina recamado de rojo y azul, pantalones de blanco lino, pesados oros en brazos, cuello y frente, el rey en su sitial brillaba a la vista de todos. A sus pies jadeaba el sabueso Gram, en sus hombros se posaba el halcón Calzaslargas, y a ambos lados estaban los compañeros de sus viajes, y más allá los hombres y las damas más renombrados de todo el ancho reino que él había forjado. Sin embargo, una ligera pena ensombrecía su semblante y dijo a Bjarki:

—¿Porqué no están entre nosotros Skuld y Hjörvardh? ¿Habrán naufragado?

—Es poco probable, señor, en un viaje tan corto y con el tiempo tan calmado —respondió el noruego—. Seguramente algo los habrá hecho retrasarse, y habrán desembarcado para pasar la noche en la costa oeste de Selandia y mañana llegarán a remo al puerto de Roskilde.

—A no ser que ella haya sufrido un desastre en uno de esos asuntos que siempre se trae entre manos —musitó Svipdag. Nunca le había gustado la hermana del rey ni sus oscuras artes.

—Oh, no seas aguafiestas. —Bjarki apuró la copa de plata, llena de cerveza, se limpió la espuma de su rojizo bigote, y pidió a gritos que le trajesen más.

Vögg se apresuró a obedecer. El niño de Uppsala se había convertido en un joven. Pero apenas podía decirse; seguía siendo bajo, escuálido, casi imberbe en el pequeño mentón que tenía, el pelo siempre enmarañado por más cuidado que pusiese en peinarlo. Los soldados habían renunciado a hacer de él un guerrero. Practicando con las armas, débil, lento, desmañado, sólo ganaba magulladuras y, a veces, huesos rotos. Sin embargo, le querían bien —y sus ojos pálidos se posaban sobre ellos con temor reverencial—, le hablaban amablemente, procuraban que estuviese bien alimentado y vestido. A cambio, él se desvivía por hacer cualquier encargo o trabajo que le encargasen. Su mayor proeza consistía en haber llegado a ser el copero del rey y de sus doce capitanes.

—Gracias —dijo Bjarki. Le contempló a través del molesto y cálido humo con olor a enebro y añadió en medio del estrépito—: Vaya, estás tan empapado de sudor que pareces un bacalao recién pescado. Siéntate, muchacho, toma un trago y deja que las mujeres sirvan por un rato.

—E-e-es un honor para mí estar a vuestra disposición —tartamudeó Vögg. Volvió la cabeza, parecida a la de un pájaro, de un lado a otro de la fila de guerreros—. ¿Q-quiere alguien, alguno de mis señores quiere más?

—Sí, puedes llenarme esto —dijo Hjalti, tendiéndole un cuerno de uro engastado en oro. Vögg salió de estampía, meneando aguadamente brazos y piernas. Hjalti se rio—. Sabes, creo que lo que le pasa es que necesita ser útil. Y eso intento, por lo que a mí concierne.

—Bueno, tienes una amante muy bonita —dijo el rey—, ¿por qué no la trajiste esta noche?

—La asustaba demasiado la idea de tener que volver a casa la víspera del Yule después de que hubiese oscurecido. Y tenía que irse de todos modos, porque aquí no hay sitio donde albergarla, estando los invitados apilados como leña.

A diferencia de Bjarki y de los otros hombres de alto rango, Hjalti no poseía una casa en o cerca de Leidhra. Pensaba que le daría demasiados problemas cuando estuviese fuera cazando o pescando.

Vögg regresó con el cuerno lleno y dobló la rodilla al ofrecérselo. Hjalti se acarició la corta barba rubia —todavía no tenía treinta inviernos a sus espaldas— y dijo:

—Naturalmente, siempre puede haber un montón de heno en el granero o algo por el estilo. Vögg, amigo mío, ¿te gustaría como regalo del Yule que dijese a una esclava que fuese complaciente contigo?

El joven abrió la boca desconcertado. Se ruborizó, farfulló algo, se balanceó de un pie a otro, hasta que al fin soltó:

—Yo, yo, yo os lo agradezco, señor, p-p-pero… no, si ella no quisiera… —hizo rápidamente una reverencia y desapareció. Hjalti se rio entre dientes y se encogió de hombros. Bjarki se volvió para mirar al rey con solemnidad.

—Mi señor —comenzó a decir—, ya os he hablado de ello antes, pero disculpad que vuelva a recordároslo: vuestros únicos actuales descendientes son mujeres.

—Y debería engendrar un hijo, preferentemente de una esposa legítima —dijo Hrolf Kraki.

—Sí. Un heredero para que nosotros o nuestros hijos lo alcemos sobre el escudo, y así pueda continuar existiendo Dinamarca después de vos.

—Hay buenos partidos en Svithjodh, después de que el rey Adhils nos librase de su presencia —dijo Svipdag.

Hrolf Kraki asintió.

—Tenéis razón todos vosotros, ya he esperado demasiado tiempo. Una vez hubo una muchacha… —una nota de dolor se percibía en su voz—. Ella murió. Algún día tendré que liberarme de su fantasma. Hablaremos más de esto los próximos días.

Trajeron el verraco dorado. Aunque el rey y sus hombres habían dejado casi por entero de tener trato con los dioses, no habían renunciado a la vieja costumbre de hacer votos cuando el Yule. Él fue el primero. Se levantó, puso la mano derecha sobre la imagen, asió una copa de vino con la izquierda, y pronunció las mismas palabras de todos los años:

—Me esforzaré todo lo que pueda por ser el Padre de la Tierra… para todos —su voz era baja pero se oyó de un extremo a otro de la habitación. Los hombres permanecieron sentados en silencio mientras él apuraba la copa. Entonces, con gritos fervorosos, lo aclamaron.

Poco después, Hjalti pidió permiso para marcharse. Tenía unas cuantas millas por delante para poder apaciguar su lujuria. Un mozo de cuadra, soñoliento y tiritando, le trajo al patio su caballo enjaezado. Sobre la grupa estaban colgadas la cota de malla y el escudo, y llevaba lanza, además de espada y cuchillo. Parecía improbable que pudiera necesitar nada de aquello en la paz del rey. Montó. Los cascos golpearon el empedrado, martillearon a lo largo de las calles donde las casas se alzaban como riscos, y cruzaron las puertas, dejando la ciudad atrás.

Cabalgó hacia el Norte con paso rápido. La noche era fría y silenciosa; el aliento del hombre y del animal formaban vaho, el acero se cubría de escarcha, el ruido que hacían los cascos al golpear sobre las piedras del camino resonaba a través de los prados grises y de las granjas lóbregamente acurrucadas. Por encima de su cabeza se veían incontables estrellas y un vasto y tembloroso haz de Luces del Norte[48], del que rayos de un pálido rojo y de un verde glacial se desparramaban por la mitad de los cielos. El Puente brillaba, las Osas giraban en su interminable vuelta anual. En un momento, un búho pasó a su lado sigiloso, y Hjalti pensó en los ratones de campo acurrucados temiendo por el miedo a esas alas… ¿igual que los hombres temían a los Poderes?

Irguió su cabeza. ¡No él!

Thyra, su amante, vivía en una cabaña, pequeña pero sólida, que él había comprado para las mujeres que encontraba entre los esclavos o los granjeros pobres. Cuando se quedaban embarazadas, o por cualquier otro motivo se cansaba de ellas, su costumbre era despedirlas con el oro suficiente —y la libertad, si es que no la habían conseguido antes— para que pudiesen casarse bastante bien. Con todo, a veces lloraban.

Metió el caballo en el establo, tanteando el camino en la oscuridad, y golpeó la puerta de la casa.

—¿Quién es? —dijo una voz temblorosa desde detrás de las contraventanas.

—¿Quién te crees? —bromeó Hjalti.

—Yo… no te esperaba…

—Bien, aquí estoy, ¡y por cierto que necesito calentarme!

Habiendo dejado encendida una lámpara de terracota, pudo desatrancar la puerta y dejarlo entrar en seguida. Sus manos fueron a calentarse a la luz de la mecha y luego a las ascuas del fuego del hogar. Thyra era una joven robusta, de cabello rubio, pechos macizos, agradable de contemplar.

Ella se abrazó a él, los dedos tensos, como si quisiera desmentir la redondeada suavidad de todo lo demás.

—Oh, estoy contenta, estoy contenta —susurró—. Estaba asustada. He tenido sueños horribles, me despertaba y trataba de quedarme despierta, pero siempre volvían…

Él frunció el ceño; porque siempre sucedían cosas extrañas fuera de casa en la víspera del Yule.

—¿Qué sueños son ésos?

—Águilas desgarrando las entrañas de hombres muertos, hombres que habían sido horriblemente acuchillados… cuervos sobre ellos, y oscuridad a lo lejos, iluminada por relámpagos, como esas luces de allí fuera esta noche… Teníamos un viejo vecino cuando yo era pequeña, que llamaba a las Luces del Norte la Danza de los Hombres Muertos… Entonces oía una y otra vez una voz en mis sueños, sin cesar nunca, como si la voz y yo cayésemos por una grieta sin fondo que atravesase el mundo, pero no podía comprender lo que decía…

Por el espacio de un latido Hjalti se acobardó, recordando lo que había pensado cuando cabalgaba hasta la casa; sonrió de nuevo.

—Yo haré que esas cosas se alejen de ti en seguida, querida.

Se apresuraron a meterse en la cama, donde él le hizo tres veces seguidas el amor en muy poco tiempo. Después cayeron dormidos uno en los brazos del otro.

Pero los sueños se cernieron también sobre él: galopes y gritos a través de un cielo ventoso, golpes de alas, picos y garras crueles, un sentimiento de pérdida innombrable e insondable.

Luchó por despertarse.

—¡No volveré a quedarme dormido! —dijo en voz alta.

Thyra gimió a su lado. ¿Y quizá oyó él otro ruido en la espesa noche en que yacía?

Sí, algo se movía y chillaba, millas lejos a través de la soledad. Hjalti se deslizó fuera de las mantas. El frío le roía la carne desnuda. A tientas, a través del cuarto, fue a una ventana y abrió las contraventanas.

La tierra estaba todavía gris y vacía, bajo las lanzas que saltaban de las luces y las completamente apartadas estrellas. Aquí y allá, los árboles se alzaban como esqueletos ennegrecidos. Bordeando los Confines del Mundo, del fiordo de Roskilde hacia Leidhra, se movía un ejército.

Hjalti tenía la vista aguda; y sabía demasiado bien lo que significaba aquello del acero, las masas de hombres apiñados por centenares, los sonidos apagados de las pisadas de las botas y de los cascos, el rechinar de las ruedas de los carros cargados con pertrechos de guerra. Sin embargo no era del todo una tropa humana. Había alas que se afanaban oscuras y ásperas por encima de las cabezas; monstruosas cosas deformes marchaban, se arrastraban, se retorcían al lado de los guerreros.

De pronto comprendió la verdad. Gritó.

Thyra salió del sueño.

—¿Qué pasa? —gimoteó.

—Ven aquí —fue su brusca respuesta—. Mira.

Y señaló en aquella dirección.

—La gente amistosa no viaja así —dijo—. Demasiado tarde veo lo que se traían entre manos el rey Hjörvardh y la reina Skuld. Reclutaron soldados en Fyn, desembarcaron en un lugar despoblado, y ahora… y ahora… ¡Tienen que ser ellos! ¿Quién si no esa bruja podría traer seres semejantes?… Y ella retuvo el tributo… ¡Oh, dioses!

Tienen una forma de vengarse en el Norte a la que llaman «grabar el águila de sangre»; mantienen al hombre tendido sobre el vientre, y con la espada le desgarran las costillas del espinazo hasta que estén extendidas como si fuesen alas. Ello no habría sacado de la garganta de Hjalti el grito que aquella noche oyó la mujer.

—Son muchos más, nos han cogido de improviso —gruñó. Y gritando de nuevo—: ¡Luz! ¡Enciende la lámpara, golfa perezosa! ¡Tengo que prepararme y avisar al rey!

Puede ser que a ella le molestase el quedar de pronto convertida en nada a los ojos de él, y que quisiera devolverle el golpe, para recordarle su presencia. O quizá lo que pasaba es que era frívola, y no comprendía el peligro que acechaba al rey Hrolf, que había sido siempre todopoderoso tan lejos como llegaba su memoria, y esperaba alegrarle a su amante el ánimo por medio de una broma. Es difícil de saber, pues lleva muerta cientos de años y no puede hablar. Cuando Hjalti, con cota de malla y yelmo, sacaba el caballo, Thyra estaba en la puerta. La lámpara que sostenía arrojaba un parpadeo amarillento sobre el manto que se había echado sobre los hombros y el orgullo de su hermoso cuerpo. Sonrió y exclamó, con voz de algún modo trémula:

—Si caes en la batalla, ¿de qué edad será el hombre con el que tendré que casarme?

Hjalti se paró en seco como si se hubiese quedado congelado bajo las estrellas. Finalmente rechinó:

—¿Qué preferirías, dos de veinte o uno de ochenta?

—Oh, los dos jóvenes —dijo, con risa insegura. Quizá estaba a punto de añadir algo así como: «Aunque ellos dos no podrían reemplazarte a ti solo, querido». Pero él vociferó:

—¡Pagarás por lo que has dicho, ramera! —saltó sobre ella; su cuchillo fulguró; la agarró por el pelo y le cortó la nariz.

Ella retrocedió tambaleándose. La lámpara se estrelló en el suelo y se apagó. La sangre chorreaba entre los dedos que se había llevado a la cara.

—Acuérdate de mí si alguien viene a jadear sobre ti —se mofó Hjalti—, aunque creo que la mayoría te encontrarán poco apetecible en lo sucesivo.

Demasiado aturdida para llorar, ella replicó (su dulce voz ahora desapacible y ahogada):

—Te has portado mal conmigo. Nunca esperé eso… de ti.

El cuchillo se le cayó a Hjalti de las manos. Se quedó un rato inmóvil, viendo con horror que en nombre de su señor y de sus hermanos de armas se había convertido en un berserkr. Inclinándose, recogió el arma, porque todavía podía necesitarla, y la metió en la vaina de nuevo, aunque estuviera tinta de sangre.

—Nadie puede preverlo todo —dijo apenado.

Podía haber intentado besarla, pero ella retrocedió ante él horrorizada. Y… estaban dormidos en Leidhra. Saltó a la silla y partió al galope.

La hueste enemiga se movía deprisa y avanzaba muy por delante de él. Iba por la tierra como una exhalación. El viento rugía en sus oídos, y también en sus pulmones y en su sangre. Era como si las Luces del Norte le atiborrasen el cráneo. Era consciente de que debía dar un largo rodeo, para no ser visto por el enemigo, o, peor todavía, para que la noche hecha carne que marchaba y se agitaba en torno a ellos no le detectase. Llegó a la empalizada de la ciudad de Leidhra con el tiempo justo de que su caballo cayese muerto.

Saltó limpiamente, rodó por el suelo, se levantó de nuevo y gritó al cielo:

—¡Ahora quédate con él si quieres[49]!

Pasó furioso ante los soñolientos centinelas y cruzó las calles hasta llegar a la dormida mansión. Allí cogió un rescoldo del mortecino fuego de uno de los fosos, lo avivó hasta que las llamas volvieron a crecer, y gritó para advertir a todo el mundo.

Salió de nuevo a toda velocidad en medio de las casas, llamando a todo hombre que alguna vez hubiese dado su palabra a Hrolf Kraki para que se despertase y se preparase para el combate. Un antiguo Bjarkamaal pone estas palabras en su boca:

¡Guerreros, despertad para defender al rey!

Todos los que sean leales a su señor,

sepan que ha llegado la hora de luchar.

Te digo que aquí, portando armas crueles,

ha llegado, Hrolf, la hueste enemiga,

y cercan nuestras casas, las espadas en alto.

Creo que el tributo de tu hermana Skuld

no ha traído oro que en las salas brille,

pues busca contiendas con los Skildungos.

No como un amigo viaja el falso Hjörvardh,

para deponerte y que el reino sea suyo.

Condenados a muerte en verdad estamos

si ninguna venganza tomamos de la víbora.

¡Señores, levantaos y honrad vuestra palabra,

todo lo que jurasteis, por la cerveza vehementes!

Sean favorables o contrarios los vientos,

mantened la lealtad dada a vuestro señor,

él que no retuvo para sí tesoro

sino que generoso os daba oro y plata.

Lucha con las espadas os ofrece y las lanzas,

con lorigas y yelmos que de él obtuvisteis;

que brillen los escudos que compañía con vosotros,

para que honradamente os ganéis lo que os dio.

Como hombres debemos sostener el derecho

a los bienes que logramos en una hora más feliz.

Fiestas y regocijos se han terminado.

Los cuernos alzábamos brindando y bebiendo;

mucho nos jactábamos comiendo en las mesas;

mucho nos divertíamos sentados con las muchachas,

y las doncellas se alegraban al vernos pasar

con coloridas capas que nos dio nuestro rey.

¡Pero ahora dejad a vuestras queridas! Que él nos necesita

en el duro juego de Hild, de cortantes espadas,

para alejar la amenaza de su garganta y las nuestras.

Hombres temerosos no deben seguirlo;

más bien necesitamos los que ignoran el miedo

y no piden cuartel ni a flechas ni a hachas,

mirando impertérritos los helados aceros.

Los campeones sostienen el honor de su jefe;

mejor es que marche con audaces por séquito,

hombro con hombro listos a ser su escudo.

Férreamente el soldado empuñará el mango,

oscilando veloz sobre el enemigo la espada,

o con el pico del hacha partiéndole el pecho.

No retrocedáis, por más que las contrarias

fuerzas os sobrepasen. Malo es siempre que el noble

no le planta cara a la suerte adversa.

De un salto se levantaron Hromund el Duro, Hrolf el Veloz, Svipdag, Beigadh, y Hvitserk el quinto, Haaklang el sexto, Hrefíll el Fuerte el séptimo, Haaki el Osado el octavo, Hvatt el de la Alta Cuna, Starulf el décimo, y en la vanguardia Bodhvar-Bjarki y Hjalti el Noble; y otros muchos, hasta que la ciudad se llenó con su estruendo y el estrépito de las armas.

Mientras tanto, habían llegado las tropas de Hjörvardh y Skuld, cercando Leidhra con un número de gentes que hormigueaban más allá de lo que la vista podía alcanzar en la oscuridad. Algunos ya se apresuraban a traer arietes para echar abajo la empalizada, aunque sin duda estarían dispuestos a salvar la ciudad luchando en campo abierto si sus defensores accedían a ello. En perspectiva, se divisaban algunas casas ardiendo a las que habían prendido fuego. Por encima de las cabezas se oían los susurros de extrañas cosas que volaban, y en medio del estrépito y del tumulto de los hombres se percibían gruñidos inhumanos. Habían levantado unas tiendas negras de feas formas; podía verse que dentro de ellas ardían fuegos brujeriles.

—Ahora el rey Hrolf necesita compañeros que no se asusten de nada —dijo Bjarki—. Los que no se queden acurrucados detrás de él deben tener valor en el pecho.

—Hablas extrañamente, viejo amigo —le dijo su señor.

Bjarki se estremeció. Encorvado en una atalaya, su grande y velludo cuerpo parecía menos el de un hombre que el de un oso.

—El aire hiede a hechizos —musitó—. Siento… ¿cómo una conmoción? ¿Algo que mi padre conoció antes de que yo hubiera nacido, y que su fantasma recuerda…?

Arrastrando los pies, entró de nuevo en la sala.

Allí el rey Hrolf estaba sentado en su sitial y permitió que los mensajeros de Hjörvardh y Skuld fuesen a su presencia. Dijeron, con una firmeza que vacilaba ante las severas miradas que se clavaban en ellos, que si quería conservar la vida, debía someterse a su cuñado.

La cabellera de color oro rojizo de Hrolf Kraki parecía arder entre las sombras iluminadas por el fuego.

—Eso nunca sucederá —respondió—. Debo demasiado a los que han confiado en mí. Oídme, y llevad de vuelta las palabras que yo digo a los hombres de mi guardia —levantó la voz—. Tomemos la mejor bebida que tengamos —exclamó—, y alegrémonos y veamos qué clase de hombres hay aquí. Lucharemos por una sola cosa, para que nuestro valor y nuestra audacia sobrevivan en la memoria. Porque hasta aquí han venido verdaderamente los más fuertes y bravos guerreros procedentes de todas las partes de los alrededores —y, dirigiéndose a los mensajeros, dijo—: Decid a Hjörvardh y Skuld que beberemos alegremente antes de recibir su tributo.

Cuando se lo comunicaron a la reina, que estaba sentada en su tienda, acurrucada en su escabel de brujería, inclinada sobre un fuego que hacía hervir una caldera, se quedó callada unos instantes. Finalmente resolló:

—No hay otro hombre como mi hermano el rey Hrolf. Una lástima, una lástima… —la pena oscilaba en su voz, y dijo, totalmente sombría—: Sin embargo, haremos que conozca el fin.

Mientras tanto, los hombres del rey estaban sentados amistosamente y de buen humor. Bjarki, Hjalti y Svipdag mostraban por diferentes motivos una tristeza que trataban que no cundiese. Los demás hablaban de los viejos días, y fanfarroneaban sobre lo que harían, y alababan a su rey; y él era el más alegre de todos.

Llegó el amanecer cruzando la tierra invernal. Hrolf Kraki y sus hombres cogieron las armas. Y salieron fuera de las puertas de Leidhra.

III

Se habían levantado las nubes. Lejos de los muros de la empalizada, la tierra ondulaba parda, veteada de delgadas franjas blancas, bajo un cielo acero mate. El aire era gélido pero sin viento. No había mucho color en las tropas del rey Hjörvardh. Hasta sus banderas parecían sombrías. Era una abigarrada multitud que había reclutado de donde había podido, entre la que no escaseaban proscritos asesinos y bandidos, el mal percibiéndose bajo los yelmos que les había dado. Contra ellos, la banda del rey Hrolf lucía capas de brillantes tonalidades; la suya era tan roja como el más vivo fuego. Pájaros y bestias retozaban sobre los estandartes multicolores de sus capitanes, espaciados a lo largo de la línea de puerco a ambos lados del suyo, que mostraba un verde fresno sobre campo dorado.

—¡Adelante! —gritó.

La espada Skofnung osciló en lo alto. Sus seguidores lo corearon con sus gritos, sonaron los cuernos de bronce, los sabuesos de guerra aullaron. Como un solo hombre, los guerreros se lanzaron desde la ciudad hacia sus enemigos. Aunque excesivamente sobrepasados en número, no eran pocos. A lo largo de sus filas podía observarse esa ondulación semejante a la que produce el viento en un campo de centeno, que indica un sólido entrenamiento.

Las flechas silbaban en lo alto. Las lanzas ondeaban severas entre ellas. Las piedras de las hondas golpeaban sordamente en los escudos. Hrolf cambió del trote al galope. Su banda venía con él como si formase parte de su propia carne.

Cayeron sobre las líneas de Hjörvardh. El acero resonaba. Un hombre golpeó a Hrolf con una alabarda. El rey era más bajo y delgado que él. Sin embargo no se detuvo. Paró el retumbante golpe con su escudo mientras la hoja de su espada brincaba y chillaba. El hombre se vino abajo. Saltando por encima de él, Hrolf abrió un hueco más profundo en las filas rebeldes. A su derecha resonaba la espada Empuñadura de Oro de Hjalti, a su izquierda retumbaba el hacha de Svipdag. El sabueso Gram desgarraba piernas y saltaba a los cuellos. Por encima de sus cabezas se encumbraba el halcón Calzaslargas con sus brillantes alas.

Golpe tras golpe sonaba en los yelmos, escudos y lorigas, cuando no en la carne y en el hueso. Lanzas y flechas volaban densamente por lo alto. Los hombres se hundían, atravesados, acuchillados, acelerando la sangre en un esfuerzo supremo. Sobre ellos marchaban pesadamente los impetuosos guerreros de Leidhra. Hombres a caballo en los flancos, que buscaban un lugar débil por donde conducir el ataque, no encontraban sino una tormenta humana, o sus propias muertes.

Hjalti el Noble cantó jubiloso:

—Muchas lorigas están ahora hechas jirones, muchos yelmos hendidos y muchos valientes jinetes acuchillados han caído de la silla. Sin embargo, nuestro rey está de buen ánimo, tan contento como cuando alegremente bebía cerveza, y temibles son los golpes de sus manos. No hay otro rey igual en la refriega, porque parece que tiene la fuerza de doce, y a no pocas robustas criaturas ha muerto ya. Así, ahora el rey Hjörvardh podrá ver cómo muerde la espada Skofnung; cómo grita hondamente al entrar en los pechos.

Riendo, llamando a sus hombres, manchado de rojo pero apenas tocado, Hrolf Kraki indicaba el camino a seguir. Lentamente, las filas ante él se rompían, se apartaban a derecha e izquierda si es que no se hundían o salían huyendo. Implacable era el combate. Si las fuerzas de los dos bandos hubiesen sido más parejas, entonces allí mismo habría concluido. Pero el señor de Leidhra no tenía suficientes hombres para rebasar la hueste enemiga. Aunque la hendiese por la mitad, los flancos quedaban ilesos. Bajo las banderas y los bocinazos de los cuernos de sus capitanes, se movieron a un lado, no muy debilitados.

Nada podía hacer la gente de Hrolf sino contener la respiración mientras esperaban el ataque. Svipdag rugió a algunos que eran vehementes en exceso:

—¡Retroceded a vuestras filas! ¡Quieren que nos extenuemos persiguiéndolos! Sin embargo —añadió ceñudamente, mirando a su señor—, si no penetramos pronto en sus líneas y llegamos a las tiendas en que la reina Skuld está preparando sus hechizos, tendremos que luchar con cosas peores que con hombres. Esos seres monstruosos que vislumbramos pueden ser tímidos a la luz del día, pero esa bruja hará algo con ellos si tiene ocasión —su único ojo recorrió mortecino los furiosos muertos vivientes y los heridos retorciéndose quejumbrosos, hasta las líneas que se reagrupaban para un nuevo combate. Hjalti se enjugó el sudor del rostro, miró alrededor y dijo asombrado:

—¿Cómo, dónde está Bjarki? Pensé… él debía fijar nuestra ala derecha… allí está su estandarte, sus hombres, pero no lo veo por ninguna parte.

La alegría del rey se ensombreció. Se dio la vuelta, y parpadeó atónito al descubrir cerca al pequeño Vögg. El joven sueco lo había revuelto todo hasta que al fin había encontrado un jubón de cuero, una vieja y oxidada marmita que llevaba de yelmo, y un cuchillo de carnicero. Entrechocaba las rodillas. Le caía un hilo de sangre de sus mordidos labios.

—¡Ven aquí! —le gritó Hrolf. Vögg obedeció—. Deberías haberte quedado atrás, muchacho —dijo el rey.

—Yo… yo también soy hombre vuestro, señor —contestó—. ¡Lo soy!

—Bien, en ese caso puedes servir de mensajero. Ve a ver qué le ha pasado a Bodhvar-Bjarki. Si lo han matado, capturado, o lo que sea, alguien tiene que haberlo visto… un hombre de su tamaño, con la barba rojiza…

Vögg se escabulló a toda prisa. Hrolf lo siguió con la vista.

—No creo que tiemble de miedo —murmuró el rey—. Hay corazón en ese delgado pecho.

Hjalti se mordía el bigote, daba patadas en el suelo y se palmoteaba los brazos, tratando de mantener el calor en aquella espera interminable. ¿Nunca iba a comenzar de nuevo el combate? El primer encuentro había llevado no poca parte de ese día que era el más corto del año. Poco había faltado para que el sol se hubiese puesto detrás de la grisura.

Vögg regresó.

—Señor —jadeó—, nadie ha visto a Bjarki. Ni rastro desde que s-s-salimos de la mansión…

—¿Cómo puede ser? —interrumpió Hjalti—. ¿Cómo puede escurrir el bulto y no venir al lado del rey…, él que pensábamos que era el más intrépido de todos nosotros?

El rey Hrolf le dio una palmada en el hombro y dijo:

—Debe de estar donde pueda ayudarnos mejor. No puede querer otra cosa. Vela por tu propio honor, sigue adelante y no te mofes de él, porque ninguno de vosotros podéis compararos con él —y se apresuró a añadir—: No desprecio a ninguno, sin embargo; todos sois guerreros sobresalientes.

Hjörvardh y sus capitanes habían estado arengando a sus propios hombres y situándolos en mejor orden que hasta entonces. Ahora todos ellos, en masa, se movieron hacia los defensores. Hrolf levantó de nuevo la voz y condujo a su gente hacia adelante.

Una vez más silbaron lanzas y flechas, una vez más hubo choques y estruendo y gritos roncos. Encontrándose con enemigos contra los que no habían tenido que pelear antes, los de Leidhra podían haberse visto en mala situación. Sin embargo, a fuerza de tajos y de golpes se iban abriendo paso. Nada podía resistir su empuje.

Por delante de la cuña que formaban, cerca del rey, iba un gran oso rojo. De cada zarpazo arrojaba muerto por tierra a un hombre; desgarraba con las quijadas; alzándose, tiraba a los jinetes de las sillas o mataba a los mismos caballos; y ningún filo podía morderlo.

Pocos de ambos bandos podían verlo, de lo estrechamente apretados que estaban los combatientes. La gente de Hrolf, que no padecía los ataques del oso, sólo sabía que las filas contrarias estaban perdiendo terreno de nuevo. Tajaban vigorosamente, sin pensar en nada más. Mientras tanto, el terror empezó a extenderse por la hueste de Hjörvardh. Éste, montado y a cierta distancia para dominar el campo con la vista, observó lo que pasaba. Llamó a sus capitanes que tocasen retirada antes de que sus partidarios huyesen en desbandada.

Hjalti, por su parte, no había prestado mucha atención a la bestia. Estaba demasiado ocupado parando y lanzando golpes. A través del fragor de las armas, de los escudos, yelmos, rostros que lo odiaban, no podía distinguir lo que el oso hacía en realidad. Oscuramente suponía que era uno de los enviados de la reina Skuld, que sin embargo no podía servirle a ella de ayuda mientras durase la luz del día.

Sobre todo, en medio del rugiente tumulto, pensaba tristemente en Bjarki, que había sido para él más que un padre, en la vergüenza que empañaría indeleblemente la memoria de Bjarki por no haber estado allí aquel día.

Cuando el enemigo se dispersó de nuevo y vio que habría otro alto en el combate, Hjalti echó a correr. Regresaba a la ciudad, saltando por encima de muertos y moribundos, pisoteando los charcos de sangre, dispersando asustadas a las aves de carroña que ya se habían congregado en la retaguardia. Se precipitó por las puertas abiertas, cruzó las calles vacías, entre puertas atrancadas y ventanas cerradas detrás de las cuales las mujeres y los niños se acurrucaban atemorizados, hasta que llegó a la casa de Bjarki.

Allí ningún cerrojo lo detuvo. Abrió de una patada la puerta y se precipitó en la habitación. Estaba fría y su oscuridad invernal apenas era despejada por el pequeño fuego del hogar. Vislumbró a la mujer de Bjarki, Drifa, la hija de Hrolf Kraki, en una esquina entre las sombras, sus hijos apretados en torno suyo. En una cama yacía el hombre. Llevaba la loriga, pero la espada estaba envainada y miraba fijamente hacia el techo.

La mujer soltó un grito y corrió a cortarle el paso a Hjalti. Éste la rozó al pasar sin prestarle atención, aferró a Bjarki por el ancho hombro, lo sacudió y gritó:

—¿Cuánto tiempo tendremos que esperar al primero de los guerreros? ¡Esto es insólito, que no estés levantado, usando tus brazos que son fuertes como los de un oso! ¡Arriba, Bodhvar-Bjarki, maestro mío, arriba o quemaré esta casa y contigo dentro! ¡La vida del rey está en peligro, ayúdanos! ¿Quieres destruir el buen nombre que te has labrado con tanto esfuerzo?

El noruego se removió. Se volvió, se sentó, se levantó. Era mucho más alto que su amigo. Suspiró hondamente antes de responder.

—No hay necesidad de que me llames temeroso, Hjalti. No he tenido miedo. Nunca huí del fuego o del acero; y todavía hoy podrás ver cómo sé luchar. Siempre el rey Hrolf me ha llamado el principal de sus hombres. Y tengo mucho que agradecerle, porque me dio a su hija y doce ricas casas y otros muchos tesoros. Marché contra vikingos y bandidos; guerreé a lo largo y ancho de la Dinamarca que construimos con nuestra sangre; fui contra Adhils, y maté a Agnar, y a otros muchos hombres…

Sus palabras, que él casi había canturreado como si estuviera soñando, se quebraron. Miró intensamente a Hjalti, que fue sacudido por un repentino escalofrío. La voz de Bjarki se avivó de nuevo.

—Pero aquí tenemos que habérnoslas con más y peores brujerías que antes. Y tú no has hecho al rey el servicio que pensabas; porque ahora no falta mucho para el fin del combate —y añadió, con un acento de benevolencia—: Oh, has obrado inconscientemente, no porque no quisieses el bien del rey. Y nadie excepto tú y él podrían haberme llamado como tú lo has hecho; a cualquier otro lo habría matado —y dijo, tristemente—: Ahora las cosas deben seguir su paso. No hay ninguna escapatoria, y ahora menos ayuda puedo darle al rey Hrolf de la que le di antes de que vinieras[50].

Hjalti inclinó la cabeza, entrelazó los dedos, y dijo tragándose las lágrimas:

—Bjarki, tú y él siempre habéis ocupado el lugar más alto en mi estima. ¡Es tan difícil saber lo que uno tendría que hacer!

El noruego se puso la cofia y el yelmo en la cabeza. Drifa fue a su lado. Él cogió sus manos entre las suyas.

—Me entristece el no poder velar más por ti —dijo—. Cuida bien de los niños que tuvimos juntos.

—Con un padre como el suyo —le dijo ella—, tendrán poca necesidad de ayuda.

Los abrazó también. Con un escudo en la mano y otro colgado de la espalda para emplearlo cuando el primero hubiese quedado inservible de los golpes, siguió a Hjalti a la salida.

El día había empezado a oscurecer. Bjarki se presentó ante el rey Hrolf y le dijo:

—Saludos, mi señor. ¿Dónde debo hacerme fuerte?

—Donde tú mismo escojas.

—Entonces será cerca de vos —la espada Lövi relució fuera de la vaina.

Un mensajero se acercó al rey Hjörvardh desde la negra tienda en la que la reina Skuld estaba sentada en cuclillas. Miró en el crepúsculo y no vio rastro del oso rojo; ni se le volvió a ver más. Fortalecido en su ánimo, dijo a sus capitanes que incitasen a sus tropas.

Su hueste se movió hacia delante lenta y desordenadamente. Habían sufrido espantosas pérdidas. En el bando de Leidhra habían caído muchos menos hombres, y la fortaleza no había disminuido en los que quedaban. Sin embargo —quizá porque todavía temían más a la bruja—, los rebeldes volvieron al combate.

Sola, aunque no del todo, la reina Skuld echaba las runas y cantaba unas estrofas. El fuego crecía cada vez más alto; había cosas que se movían entre el humo y el vapor que salía de la caldera.

De las filas del rey Hjörvardh salió corriendo un horrible verraco. Gris como un lobo, enorme como un toro, hacía temblar la tierra bajo sus pezuñas. Sus colmillos destellaban como espadas. El sonido de sus gruñidos y chillidos infundía miedo en las almas de los más valientes.

Sobre él saltaron los sabuesos de Leidhra. Ladrando y aullando, lo rodearon. Moviendo el hocico a derecha e izquierda, enganchaba a uno y a otro. Acuchillados, desgarrados, los perros de guerra pronto yacieron amontonados a su alrededor. Por un instante, el sabueso Gram colgó aferrado a su garganta. Al final el verraco de una sacudida lo tiró por los aires, y al caer al suelo lo corneó de lleno.

Entonces la bestia corrió furiosa hacia adelante. De las cerdas de su piel empezaron a volar flechas. Ningún escudo podía detenerlas. Los hombres de la guardia del rey Hrolf caían a racimos. Empezaron a verse huecos en sus filas que no podrían rellenarse de nuevo.

El hacha de Svipdag osciló en lo alto.

—¡A él! —vociferó—. ¡Acabemos con ese engendro de los trolls antes de que alcance al rey!

Se lanzó hacia adelante. Sobre su cabeza volaba el halcón Calzaslargas. Una flecha atravesó el hombro izquierdo del guerrero. No la sintió. La galopante bestia estaba casi encima de él, que seguía moviendo su arma, listo para partir aquel horrible cráneo. Dos cuervos volaron hacia Calzaslargas. El halcón salió a su encuentro con pico y garras. Ilesos, lo picotearon hasta matarlo. El único ojo de Svipdag había captado lo sucedido, sólo con un rabillo, pero no lo suficiente para advertir lo cerca que estaba del puerco. Los colmillos le atravesaron loriga y estómago. Despedido hacia el cielo en una nube de sangre, el cuerpo de Svipdag cayó pesadamente.

El verraco alcanzó la línea de defensa de Hrolf Kraki. A todo lo largo, moviéndose a uno y otro lado, corneó y desgarró.

No podía estar en todas partes. Podía desbaratar un ala. La otra continuaba. Como asimismo el centro, donde brillaban las espadas del rey, de Bjarki y de Hjalti.

Sin embargo, la presión del combate rompió pronto las dos líneas. La batalla se convirtió en un combate cuerpo a cuerpo, barrera de escudos contra barrera de escudos, agitación, estruendo, golpes, jadeos, hombres que caían en la enrojecida tierra invernal en la que el crepúsculo y el frío se hacían más intensos.

Más fuertemente que la bestia rugía Bodhvar-Bjarki. Su espada chillaba, tronaba, bramaba, aplastaba. Aquí alcanzaba una cabeza, una mano, una pierna; allí hendía un escudo o un yelmo, penetrando hasta el hueso; un enemigo caía después de otro. Sus brazos estaban ensangrentados hasta los hombros. No pretendía sino acabar con tantos como pudiese, antes de caer él a su vez. Hrolf Kraki ya no reía. Solamente golpeaba. Hjalti estaba a su lado, tratando de detener los golpes enemigos. El resto de los hombres de Leidhra no luchaban con menos valor.

Sin embargo, conforme aumentaba la oscuridad, no parecía que, por muchos que matasen, menguara el tropel de los enemigos. Bjarki reconoció a uno de los guerreros. Lo conocía de antiguo, de cuando el reino estaba intacto. Ahora era un hombre de Hjörvardh e iba por él. Agotado, muchas veces herido, el noruego no se defendió bien. Sintió que una lanza se abría paso por un desgarrón de su loriga, si bien era una sensación apagada y lejana. Su espada partió el escudo del contrario. Durante unos instantes él y el otro hombre estuvieron intercambiando golpes. Bjarki le cortó un brazo y un pie, y de un revés le atravesó el pecho. El hombre cayó tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de suspirar.

La lucha proseguía. Los guerreros de Hrolf Kraki se veían forzados a retroceder. Bjarki se encontró con el mismo hombre que antes. La cosa le sonrió; sus ojos estaban vacíos; sin embargo todavía golpeaba. Bjarki se mantuvo firme hasta que la marea de la batalla los separó de nuevo. No fue la única vez que se encontró con un ser semejante.

Los capitanes de Hrolf que todavía vivían hicieron sonar sus cuernos. Aquellos de sus seguidores que pudieron se les unieron ante las puertas de Leidhra. Allí, por un breve instante, se mantuvieron firmes, tajando tan ferozmente en la oscuridad que la hueste contraria retrocedió. Entonces pudieron recobrar el aliento por unos momentos.

Bjarki reconoció a Hjalti en las tinieblas y gruñó:

—Nuestros enemigos son poderosos. Me parece que los muertos hormiguean por aquí y se levantan de nuevo; y no hay gloria en luchar contra espectros. ¿Dónde está el hombre del rey Hrolf que dijo que yo tenía miedo?

Hjalti respondió:

—Dices la verdad, no dices mentira. Aquí está el que se llama Hjalti y no es mucho el espacio que nos separa. Siento que necesito amigos intrépidos, porque escudo, loriga y yelmo están desgarrados, hermano de juramento. Y aunque mato a tantos como siempre, no puedo vengar los golpes que recibo. Ahora más que nunca debemos exponernos.

A través de las puertas corrió el último de los hombres de Leidhra. El rey y unos cuantos más mantuvieron el sitio, hasta que llegó el verraco-troll. Sus embates hacían incrustarse los escudos en las costillas; los hombres se tambaleaban y se desplomaban a un lado. Bjarki avanzó al encuentro de la bestia. Su espada Lövi brilló como una estrella fugaz. El verraco se desplomó muerto. Pero no sin conseguir introducir antes uno de sus colmillos por entre las anillas de la cota del mariscal.

—Muy grande es mi dolor —rezongó— por no poder ayudar a mi rey…

Hjalti le dio un brazo para que se apoyase. Caminó nueve pasos antes de caer. Los escudos que protegían al rey Hrolf quedaron dentro de la empalizada. Los enemigos les siguieron. Contra ellos se lanzó una figura delgada.

—¡Yo los contendré! —chirrió Vögg.

Un guerrero soltó una risa como un ladrido y blandió un hacha. No atravesó la marmita-yelmo, pero Vögg se tambaleó aturdido.

Todavía la lucha continuaba. El Bjarkamaal nos cuenta la arenga de Hjalti:

Nuestras vidas están perdidas, el último cuerno apurado.

A una muerte cierta vamos sin esperanza.

Nunca volveremos a ver amanecer

a no ser que entre nosotros, faltando a la hombría,

se vuelva uno miedoso y huya del combate

o no muera a los mismos pies de su señor,

y piedad arrastrándose cobardemente pida.

Por las brechas abiertas penetró el enemigo,

las hachas resuenan contra nuestras puertas;

las lorigas hechas harapos de los golpes,

desnudando los pechos nuestros a los ataques,

rotos los escudos y heridos los hombros.

Fieramente las armas chocan y resuenan.

¿Quién es tan cobarde que del campo huya?

Hombres yo he visto caer a montones,

magullados y rotos los huesos de sus bocas;

los dientes brillando en la manante sangre,

como piedras que lavan las aguas de un arroyo.

Pocas son las gentes que a mi lado quedan,

aunque lejos del Rey no me apartaré.

Mucho necesitamos la ayuda y no vienen.

Roídos los escudos sólo quedan los mangos,

nuestras armas melladas y nosotros cansados.

¡Cubríos las muñecas con los anillos de oro

que nuestro Rey nos dio en días más felices

para que las riquezas presten peso a los golpes!

Alegres o afligidos, siempre fieles al Rey,

y hasta en el Infierno sostendremos su honor.

Muramos realizando hazañas en su nombre;

que se asuste la misma guerra de nuestras voces;

que las armas midan lo que vale el guerrero.

Algo nos sobrevive, por perdida

que esté la vida: la memoria no se hunde en el fango.

Hasta el fin del destino del mundo permanece,

en lo alto del cielo, el nombre del héroe.

Moribundo, Bjarki yacía en la tierra helada. Hjalti se arrodilló a su lado. El mariscal miró al cielo y musitó:

—Son tantos los que hay aquí contra nosotros que no tenemos ninguna esperanza de resistirlos. Pero a Odín no lo he visto. Creo que debe estar rondando en algún sitio alrededor, ese hijo de troll, ese sucio desleal. Si pudiese ver dónde estaba, ese desgraciado se volvería a casa con una herida que le hiciera aullar, por lo que ha hecho a nuestro rey.

—No es fácil torcer el destino —dijo Hjalti—, ni resistir a poderes sobrehumanos.

Tras un instante cerró los ojos de Bjarki y se encaminó inexorablemente al encuentro de su propia muerte.

Los últimos guerreros del rey Hrolf formaron un círculo en torno suyo. Skuld en persona había llegado en medio de la noche. Completamente loca, iba conjurando un monstruo tras otro. Ante esa marea de brujería, que ellos no percibían sino como horribles sombras y hedores, gruñidos y colmillos, los soldados y los grandes capitanes fueron cayendo. Hrolf Kraki salió fuera de la destrozada barrera de escudos. Fue derribando a un hombre tras otro. Ninguno pudo enorgullecerse de haberlo matado; pues ninguno le sobrevivió.

Cuando obtuvo la victoria, Skuld se apresuró a enviar sus trolls de vuelta al lugar de donde habían venido y ordenó a los muertos que yaciesen tranquilos. Después, a la luz de las antorchas buscó a su marido y lo aclamó como Alto Rey de Dinamarca. Esto se hizo con unas pocas y desvaídas palabras, pues tanto ella como él estaban demasiado cansados para sentirse felices. Buscaron el abrigo de la mansión. La oscuridad y el silencio se habían posesionado por completo de la ciudad de Leidhra, excepto en el lugar donde Vögg recobró el sentido para sentirse solo y echarse a llorar.