5

LA HISTORIA DE BJARKI

I

Al oeste de las tierras de Westland, al oeste de Svithjodh, las montañas del Keel se alzan todavía más altas y abruptas, hasta que el caminante llega a las Tierras Altas de Noruega. Su rey se llamaba Hring. Sólo vivía uno de sus hijos, llamado Björn. Como era un muchacho prometedor, el pueblo no quería arriesgarse a que con él pudiera perecer la casa real, que descendía de Thor. Por eso, cuando murió la reina, pensaron, lo mismo que el rey, que era una gran pérdida, y apremiaron al rey a que se casara de nuevo. Aunque en cierto modo se estaba haciendo viejo, al final consintió. Envió hombres al Sur para que le encontrasen una esposa digna. A su cabeza iba un capitán de la Guardia que se llamaba Ivar el Flaco.

Fueron a caballo por los valles hasta el fiordo de Oslo, donde cogieron tres barcos para dirigirse a Jutlandia. Nada más llegar al Skagerrak se levantó una horrible tormenta. Achicando, remando, para salir de esa costa de sotavento, rodearon la extremidad de Noruega. Pero la galerna seguía bramando. Las tripulaciones no podían sino navegar con viento a popa, siempre hacia el norte de la costa. Cada vez que pensaban que el tiempo había amainado y volvían las proas, se encontraban primero con pesados vientos en contra, y luego otra vez con la tempestad que parecía llegar de la acuosa inmensidad de más allá de Irlanda.

Dos barcos se hundieron. La callosa piel se desgastó en las manos de los hombres de Ivar; con las palmas y dedos en carne viva, los brazos ya sin fuerza, no pudieron seguir manejando los remos por más tiempo. Tuvieron que izar las velas y moverlas en los palos, para permanecer lejos de escollos y acantilados, en los que se oía bramar el oleaje a través del viento y la nevisca.

Después de días y noches enteras, Ivar al fin consiguió adentrarse entre unas islas, hasta llegar a un fiordo que penetraba tierra adentro entre montañas de nevadas cumbres, y allí pudo varar la embarcación. Hacía agua por todas las juntas; no se atrevió a confiar por más tiempo en el aparejo; las olas se habían llevado o estropeado por completo la mayoría de las provisiones de a bordo; la estación estaba en todo su apogeo y los horribles vientos seguían aullando en los lóbregos cielos. No le quedó más remedio que posponer su misión aquel invierno y dedicarse a cazar y salar la carne, a hacer cuero y cuerdas para reparar lo dañado.

—Quizá podamos comerciar con los finlandeses, si es que encontramos alguno —dijo Ivar—. Seguramente estamos en sus tierras —y soltó una risotada—. Quizás algún brujo nos pueda vender vientos favorables, atados en un saco.

Los hombres de su tripulación se acurrucaron tiritando bajo sus mantos. Las brumas los envolvían, las montañas se alzaban lúgubres por encima de sus cabezas, estaban ateridos de frío y de humedad y horriblemente hambrientos.

Una vez que hubieron establecido un campamento, Ivar cogió a media docena de hombres y se los llevó tierra adentro para explorar los alrededores. Escalaron cumbres de piedra hasta que llegaron a un pinar cuyo suelo marrón crujía bajo sus pasos y vislumbraron entre sus árboles un glaciar reluciente. Hacia el atardecer encontraron una casa de madera, pequeña pero sólidamente construida. Había renos en un corral. Un sabueso vino a su encuentro, negro como el carbón y con los ojos brillantes, tan enorme como Garm, que devorará la Luna. No ladró ni aulló, pero tuvieron la sensación de que allí había algo extraño, por lo que, cautelosamente llamaron a la puerta.

Una sirvienta los dejó entrar. Dos mujeres más estaban sentadas junto al hogar. Una iba bien vestida y su aspecto no era desagradable, pese a todos los años que pesaban sobre ella. El grupo de Ivar no tenía ojos más que para su compañera. Como las otras, era claramente finlandesa: baja de estatura, pero de cuerpo finamente moldeado, de pómulos salientes, cabello dorado, sesgados ojos azules; nunca habían visto una cara tan encantadora. Ella sonrió y les dio la bienvenida en la lengua de ellos, como si tres mujeres solas no tuviesen nada que temer de un grupo de hombres armados. Ivar pensó que de alguna manera así era. A lo largo de las paredes vio varas y huesos rúnicos, cuchillos de pedernal, bolsas de polvos de raros olores, un caldero excesivamente grande, cosas, en fin, que hablaban de brujería.

Pese a todo, él y los suyos fueron recibidos amablemente; ellas les dieron comida y bebida y buenos consejos respecto a dónde podrían encontrar caza. Ivar les habló de la misión que le habían encomendado y de sus viajes, luego preguntó a las mujeres por qué vivían tan solas, con lo bellas y hermosas que eran.

—Todo tiene su razón, amigos. El motivo de estar aquí es que un poderoso rey cortejó a mi hija, pero ella no le quería. Él amenazó con venir a llevársela por la fuerza. Su padre está muy lejos en la guerra. Pensé que lo mejor sería esconderla aquí.

—¿Quién es su padre? —preguntó Ivar.

—Es la hija del rey de los finlandeses, quien la tuvo de mí, una concubina.

—¿Puedo saber vuestros nombres? —preguntó, aunque a los finlandeses a veces les disgusta dar sus nombres a los extranjeros, no vayan a resultar enemigos y los utilicen en sus conjuros.

—Me llamo Ingebjörg, y mi hija Hvit.

Ivar tuvo sus dudas al respecto, porque aquellos nombres eran nórdicos. Sin embargo, los hombres del Norte ya viajaban en esa época hasta Finlandia, comerciando, saqueando y obligando a aquellas tribus a que les pagasen tributo de cueros y pieles; y las colonias establecidas cada vez más al Norte estaban poco a poco obligando a retroceder a los nómadas. Había mestizos, y mucha otra gente, que conocían las dos lenguas.

La criada no, pero Ingebjörg hablaba bien la lengua nórdica y Hvit mejor todavía, las pocas veces que hacía algo más que sonreír vagamente. Ivar durmió bien aquella noche encima de los juncos del piso.

En los meses siguientes, fue invitado a menudo a la casa, trayendo carne como regalo y luego oro. Después de mucho hablar con Ingebjörg y todo lo que pudo con Hvit, se convenció de que la última era en verdad la hija de algún caudillo poderoso, si no de alguien a quien un habitante de las Tierras Altas pudiese llamar rey. Y por cierto que era hermosa, y él se pasaba las noches despierto, deseándola. La joven no conocía lo que debe saber una reina, pero parecía de mente despierta. De todos modos, las Tierras Altas no eran como el reino danés, el sueco o el de los geatas. El suyo era un pueblo que no hubiese comprendido los modales altaneros. Podría ser conveniente tener un vínculo con los finlandeses. La patria estaba mucho más al Sur; sin embargo, los mercaderes que querían ir al Norte se embarcaban en el fiordo de Oslo llevando con ellos hombres de las Tierras Altas…

No todo lo de ella le gustaba a él. Seguramente era una bruja. ¿Adónde iba con su madre cuando el Yule? ¿Cómo podían viajar por las nieves? Cierto, tenían esquíes, como todos los finlandeses, tan andarines. Sin embargo, Ivar se preguntaba, y no podía encontrar respuesta, por qué no se veían huellas en ninguna parte de los alrededores. ¿Quizá se dirigían tierra adentro, a esas tres grandes rocas que dominan un río al que los finlandeses hacen ofrendas? Las rocas estaban justo en aquel lugar donde, hacia el Norte, se puede ver el sol todo el día en el solsticio de verano y nunca en el de invierno. Los viajeros nórdicos juraban que los brujos no dan la bienvenida ni bendicen al sol, sino que lo maldicen y lo ahuyentan.

Aquello podía no ser cierto. Además, Hvit era muy hermosa; e Ivar estaba cansado y sentía nostalgia del hogar, y ningún deseo de embarcarse de nuevo, al menos aquel año.

Cuando llegó la primavera y su barco estaba casi preparado, le preguntó a ella si le gustaría venir y casarse con el rey Hring.

Ella bajó la mirada. Luego de un largo rato, susurró:

—Que decida mi madre.

Ingebjörg frunció el ceño antes de responder:

—Como dice el viejo refrán, uno tiene que sacar lo mejor de lo malo. Creo que es equivocado no preguntarle primero a su padre. Vuestra gente nunca se ha portado bien con la nuestra… Sin embargo, me arriesgaré a ello, para asegurar su futuro.

Ivar pensó que había algo que no marchaba bien, sobretodo cuando la madre prefirió quedarse en casa. Ellas deberían haber dado un rotundo no o un sí más alegre. Pero las hojas estaban brotando, él suspiraba por partir, y Hvit era demasiado hermosa.

De este modo, ella se embarcó. Tuvieron el mejor de los viajes hasta el fiordo de Oslo. De aquí fueron a caballo hasta la mansión de Hring y le presentaron a la mujer.

—¿Os gusta —preguntó Ivar—, o tenemos que devolverla de la misma forma?

El rey ya era un hombre voluminoso, convertido por la edad en desvaído y canoso, y había pasado un triste invierno. En seguida se enamoró perdidamente de Hvit y la desposó, en contra de la opinión de algunos de sus consejeros. No importaba que ella no fuese rica, dijo. Era tan bella.

Pero él… él se estaba haciendo viejo. La nueva reina no tardó en comprobarlo.

II

No lejos moraba un granjero llamado Gunnar. En su juventud había estado mucho tiempo en la guerra, ganando renombre y botín. Ahora que se había establecido con su mujer, sólo uno de sus hijos había llegado a mayor, Bera, una muchacha. Siendo de su misma edad, Björn, el heredero al trono, se las había ingeniado para cruzar las pocas millas de bosques, laderas escarpadas y vados helados que los separaban, y se había hecho su amigo. Durante años estuvieron jugando juntos, completamente felices uno al lado del otro. Más tarde vagaron por bosques y pinares, para salir riendo y jadeando, entre cimas nevadas, a prados cubiertos de flores que parecían estrellas; se quedaban al raso durante las luminosas noches de verano, que eran como un prolongado sueño del día, o permanecían en el tintineante frío invernal, viendo brillar las luces del Norte en medio de los cielos.

Entonces un día, cuando se estaban desvistiendo para tomar el vapor en una casa de baños, Bera enrojeció de repente, y apresuradamente intentó taparse el cuerpo con las manos. Björn volvió la vista a otro lado, más avergonzado y temeroso que ella. En adelante, todavía fueron más inseparables. Sus padres sonreían y asentían y empezaron a hablar sosegadamente de la boda dentro de unos años.

Mientras tanto, los niños se convirtieron en joven y doncella, los dos altos y hermosos, él rubio y sobresaliendo en todo aquello que requiriese fortaleza y destreza, ella morena y dulce pero tenaz en lo que realmente le importara. Y también, mientras tanto, el padre de Björn se casó por segunda vez.

Había mucho que pelear contra pueblos salvajes y reyes de los países vecinos. Por eso, Hring pasaba a menudo muchas semanas lejos de casa. Entonces, la reina Hvit gobernaba el país. No era querida, al ser engreída, fría y despótica con todo el mundo excepto con Björn. Afortunadamente, la mayoría de los habitantes de las Tierras Altas vivían en granjas y pequeños caseríos esparcidos, lejos unos de otros, y así no necesitaban ocuparse mucho de ella.

Llegó el día en que el rey Hring se estaba preparando para una de sus expediciones. Björn estaba ansioso por ir. Sería la primera vez que participara en una batalla. La reina, a solas con su marido, le dijo que su hijo debería quedarse con ella para ayudarla. Pronto le convenció, pues había convertido a este hombre poderoso en un ser que bailaba al son que ella tocase. Björn se puso furioso cuando lo supo; pero Hring todavía sabía ser severo con su hijo. Al final, el príncipe vio cómo la hueste partía sin él.

Esforzándose por no llorar, buscó la cama de la habitación de la galería que era la suya. Ya llevaba un rato tendido, mirando melancólico al techo, cuando la puerta se abrió, para volver a cerrarse de nuevo y a echarse el picaporte. Era la reina Hvit la que había entrado. Llevaba un vestido lascivo y los cabellos sueltos. Se acercó a él, le pasó la mano por la frente y susurró:

—Pobre Björn. Pobre querido Björn. No sufras de ese modo. Tu pena me apena a mí.

—Bueno, ¿para qué querías que me quedase? —gruñó él.

Ella sonrió y movió las pestañas.

—Te he visto luchar, correr a caballo, practicar el manejo de las armas, enfrentarte con verracos y alces. No dudes de tu hombría en la guerra. En el arte del gobierno, sin embargo, y en… otras cosas… todavía tienes mucho que aprender. Esta es tu oportunidad, fuera de la sombra de tu padre. Ahora ponte alegre, déjame que te alegre yo, mi osito preferido —y habló así porque Björn significa «oso».

Él se sentó en la cama.

—¡Fuera! —gritó—. ¡Fuera de aquí!

Ella se marchó, sin enfadarse por ello. En los días siguientes lo persiguió una y otra vez. Al final le susurró que fuese a verla a su habitación antes del amanecer, secretamente, porque tenía algo importante que decirle. De mala gana, él fue.

Ninguna de sus damas estaba en la habitación, bañada por la luz de la aurora. Ella se echó sobre él, ofreciéndole su amor y tratando de arrastrarlo hasta el lecho.

—¡Contémplame, osito mío, yo, joven y ardiente, atada a un palo seco como Hring! ¡Oh, ven y te mostraré la plenitud de la vida, haré que te sientas vivo!

Demasiado sorprendido para moverse, se quedó muerto por un instante. Luego la rabia explotó. La golpeó en la mejilla haciéndola tambalearse.

—¡Sucia ramera! —gritó él—. ¿No te he dicho que me dejes en paz?

Ella respiró con dificultad antes de hablar con voz que parecía de víbora.

—Fue estúpido por tu parte hacer eso. No estoy acostumbrada a que me golpeen y me empujen. ¿Acaso piensas, Björn, que es mejor estrechar entre tus brazos a la hija de un granjero, que ser amado y querido por mí? Bien, como quieras. Por tu duro corazón y… y por tu frialdad… ¡toma tu recompensa!

Y cogiendo un guante de piel de oso, le cruzó con él la cara.

—Como un oso me has tratado, Björn; no eres más que un oso. Y nunca serás otra cosa. No, te convertirás en un oso de verdad, un horrible y furioso oso que no come sino los rebaños de tu padre. Matarás más de lo que nunca se haya tenido noticia; y nunca te podrás librar de cambiar de forma; pero el saberlo será para ti lo peor de todo.

Aquel fuerte y valeroso muchacho comenzó a chillar, se dio media vuelta y huyó rápidamente. Pero conforme cruzaba el patio, comenzó a andar arrastrando los pies. La aguda risa felina de Hvit lo siguió en el amanecer.

Lo que ella hizo después no se sabe. Ni nadie supo tampoco dónde había ido Björn ni lo que había pasado con él. Algunos temían que lo hubiese cogido un enorme oso gris que empezó a hostigar los rebaños del rey. Mató a tantas vacas como una comadreja gallinas en un gallinero; a pesar de todo, los asustados hombres se limitaban a espiarlo desde lejos. Los cazadores fueron en su busca. Pero su número era escaso en tiempos de guerra. Con más astucia de lo que cupiera esperar, el oso se apostaba a la espera, atacaba desde atrás, mataba, mutilaba y ponía al resto del rebaño en fuga. Vieron que nada se podía hacer hasta que el rey y sus guerreros regresaran.

Bera lloraba por su amado.

Declinaba el verano. Uno de sus últimos días ella estaba en el campo recogiendo frutos silvestres. Al regresar, mientras un viento frío soplaba bajo el cada vez más sombrío cielo, se paró en seco en mitad del camino, tiró la cestilla y se puso a gimotear. Porque saliendo de la maleza se arrastraba la gran bestia de color de acero.

Irreflexivamente, miró a su alrededor en busca de ayuda, un árbol al que trepar, cualquier cosa. Pero el oso se limitaba a estar donde estaba, unas yardas más lejos. Le oyó hacer un sonido que más parecía un ronroneo que un gruñido. Paso a paso, lentamente, esperando a cada paso que daba, como si estuviese asustado, el oso se fue acercando. Ella pensó entonces que estaba contemplando algún prodigio. Se dio ánimos para hacerse la fuerte y se quedó firme. El oso llegó a su lado. Ella extendió una mano temblorosa. Él se la lamió. Ella le miró a los ojos y pensó, en un instante de vértigo, que conocía aquellos ojos, los ojos de Björn, el hijo del rey.

El oso se volvió y empezó a trotar. Ella en la oscuridad lo fue siguiendo. Subieron hasta muy arriba, en la ladera de la montaña, donde los achaparrados robles se retuercen entre las hierbas macilentas y el ojo se precipitaba sobre un valle sombreado de azul hasta los picos de nieve que parecen flotar en el cielo. Aquel atardecer ella vio un frío y silbante crepúsculo, una cueva cerca de un manantial, una figura en la boca de la cueva. El oso se puso sobre sus dos patas traseras… ¿Era realmente un oso?

Corrió a los brazos de Björn.

Pasado un instante él dijo que debía ponerse alguna ropa. Riendo, sollozando, hipando, ella lo estrechó y dijo que le daría calor. Cuando él entró en la cueva, ella lo siguió. En el suelo de arena ardía un lecho de carbones encendidos, que empezó a alimentar con leña. Ella dijo que ésa era tarea suya.

Conforme las llamas crecían, distinguió un montón de heno y pieles para dormir, y se echó muy cerca de él.

—Debes irte —balbució él—. No haces bien quedándote. Sólo soy un hombre por la noche. Al amanecer vuelvo a convertirme en animal.

—Por eso mismo… con más motivo… es acertado que me quede aquí… ¡Oh, amor mío! —lloró ella dulcemente.

Semanas enteras vivió allí. Cuando él llegaba hacia el ocaso, le limpiaba las goteantes mandíbulas, cocinaba las costillas y piernas arrancadas apresuradamente que él había traído, y esperaba a que se convirtiese de nuevo en Björn. Por las mañanas le cepillaba la áspera piel que era su abrigo, le besaba la terrible cabeza, y le decía adiós con las manos mientras lo veía alejarse pesadamente por la pendiente. El resto del tiempo estaba sola con el sol, las nubes, la lluvia, el viento, los halcones. Ella podía dormir, recoger leña y nueces para el invierno, tratar de dar a la cueva un aspecto familiar; de vez en cuando lloraba un poco, pero más a menudo cantaba.

Después de aquello, no contó a nadie su vida en las cumbres. Pudiera ser muy bien que el oso no siempre estuviese causando estragos entre los hombres. ¿Cabalgaba ella encima de su espalda, como la rapazuela que había sido, no hacía aún muchos veranos? ¿Asaltaba él a las abejas para traerle panales de miel tan rebosantes como su amor, y trenzaba ella guirnaldas para colgarlas alrededor del cuello de él?

¿Se la llevaba consigo cuando salía en busca del pueblo de los elfos? Porque seguramente, a la luz de lo que sucedió después, él los conocía. Medio fuera del mundo de los hombres, él había medio entrado en el Semimundo, el que se encuentra entre el mundo de la realidad y el de Acre. El hechizo también debía haberle afectado a Bera, de algún modo no palpable. ¿Se reía ella entre sofocos de las bromas de una nixe o huía cuando un nicor[41] monstruoso rompía la tersa superficie de un lago iluminado por la luna? ¿Se sentaba a los pies de un enano, viejo, retorcido y vigoroso como los robles, para escuchar sus recuerdos y adivinanzas? ¿Corría asustada de las cataclísmicas zancadas de los trolls? ¿Oía el grito de la Cabalgata de Asgard, con sus muertos, a través del cielo nocturno, veía al Lancero Tuerto[42], montado en su caballo de ocho patas, que dirigía la partida de caza?

¿Se encontró con los elfos? Altos y graves son, aunque a veces una perversa alegría los haga estremecerse; vienen de sus ocultas salas de altas techumbres, o de servir a los dioses, para bailar a la luz de la luna en círculos de piedra levantados en tiempo inmemorial; horribles y bellos son, y misteriosamente hacen su trabajo en el mundo. Una de sus hembras le habló mucho a Björn de lo que había sucedido y de lo que tenía que suceder, lejos, en una tierra llamada Dinamarca. Después de aquello, él necesitó todos los ánimos que Bera pudiera darle.

La joven se apretaba estrechamente contra él ante el odioso amanecer.

Al llegar el otoño, el rey Hring volvió de la guerra, y sus hombres le contaron lo sucedido, o lo que ellos pensaban que había sucedido. Cuando supo que había perdido a su hijo, probablemente muerto y devorado por aquella bestia que estaba arruinando sus ganados mucho más que los de ningún otro, se tapó los ojos. Y durante mucho tiempo se quedó sentado antes de volver a andar. Después, la reina le apremió todo lo que pudo a que reuniese suficientes hombres y sabuesos para ir en busca del monstruo y librarse de él. Él miró a un lado y dijo que eso no corría ninguna prisa.

A los ojos de todos se comportaba como si el oso no le importase nada. Pero la reina Hvit seguía insistiendo, como lo hacía su amigo Gunnar, cuya única hija había desaparecido del mismo modo, y los parientes de aquellos que habían perdido a sus seres queridos por culpa de la bestia, y todos los que la temían. Al final, Hvit le dijo sarcásticamente:

—¿También es tu hombría pequeña en lo que respecta a mantener el reino a salvo? En ese caso tendré que dirigirme a otra parte, porque malas cosechas vendrán por culpa de un rey semejante hasta que esté colgado en lo alto en honor de los dioses.

Hring dio un fuerte gemido y se apartó de ella. A la mañana siguiente ordenó que viniesen los cazadores de los alrededores.

Algunas noches después, la cama crujió bajo Björn al despertarse de su sueño, se volvió y atrajo a Bera hacia sí. Ella se apretaba junto al latido de su corazón, aspirando los olores del heno y de las pieles y la amada calidez del cuerpo de él. En la ventosa oscuridad le oyó decir:

—Mi sueño se ha cumplido. Mañana será el día de mi ruina. Vienen hacia aquí para matarme.

Ella empezó a gritar. Él la acalló con un beso y prosiguió en un sordo susurro:

—Bueno, ya me quedan pocas alegrías, excepto cuando estamos los dos juntos, y ahora esto tiene que terminar. No hables. Te entrego el brazalete que llevo en el brazo izquierdo. Mañana cuando esté muerto, ve al rey y pídele que te dé lo que haya bajo el hombro izquierdo de la bestia[43]. El te lo dará. Probablemente la reina adivinará dónde has estado y te ofrecerá carne del oso para que la comas. No le hagas caso…

—¡No podría!

—Estás embarazada, lo sabes. Tendrás tres niños: esa comida los dañaría gravemente, porque la reina es la más horrible de las brujas. Vete a casa con tu padre y tu madre, y da allí a luz a nuestros hijos. Llegarás a querer a uno más que a los restantes, aunque mantenerlos a todos ellos será duro. Cuando no puedas seguir haciéndolo, tráelos a esta cueva. Aquí encontrarás un cofre con tres cerraduras. Las runas grabadas en él te dirán lo que es para cada uno. También habrá tres armas clavadas en la montaña, y cada muchacho cogerá la que yo, por adelantado, he querido que tenga.

Trató con un beso de alejar sus lágrimas.

—Pon buenos nombres a nuestros hijos: Frodhi al primero, Thori al segundo, Bjarki al tercero, porque por mucho tiempo serán recordados —ella se abrazó a él y creyó oír casi imperceptiblemente—: Con todo, el signo de la bestia estará sobre cada uno. Incluso aquel que parece que no ha sido marcado lo estará al final… —se detuvo y trató de consolarla lo mejor que pudo.

Al amanecer volvió a transformarse en oso. Salió al exterior y ella lo siguió en la débil luz del día. Mirando adonde se había levantado un gran tumulto, distinguió a un centenar de hombres subiendo por la ladera. Delante de ellos ladraban y brincaban jaurías enteras de sabuesos.

El oso lamió la mano por última vez y atacó.

Sabuesos y cazadores se lanzaron contra él. Fue un largo y violento combate. Mató prácticamente a todos los perros —a uno lo desgarró, a otro le rompió el espinazo, a otro lo partió en dos sangrientas mitades— e hirió a no pocos hombres. Pero lanzas y flechas se hundieron en él hasta que ya no fue gris sino rojo. Los guerreros lo tenían rodeado. Él atacaba una y otra vez. Por todas partes había escudos y afilados metales. Empezó a tropezar con los dardos y tripas que le colgaban del vientre. No había ningún camino por donde escapar. Se volvió hacia el rey y golpeó al hombre que estaba a su lado, desgarrándolo de parte a parte.

Pero para entonces, el oso estaba tan exhausto y consumido que se desplomó. Arrojaba sangre al respirar. Las lanzas se precipitaron, las hachas subieron y bajaron, los hombres se agolparon sobre él hasta matarlo.

Cuando regresaban, jactándose y gritando con entusiasmo, Bera se acercó al rey Hring. Su habla era firme y su paso resuelto. Él la conocía y dijo:

—¡Cómo, mi querida Bera! ¿Dónde has estado este tiempo…?

—Eso no importa, señor —respondió ella—. En nombre de los viejos tiempos, ¿me daréis lo que haya bajo el hombro de vuestra presa?

La miró un instante antes de asentir con su encanecida cabeza y habló lo suficientemente alto para asegurarse de que lo oían sus hombres:

—Por supuesto. Debes de estar muerta de hambre, luego de errar perdida tanto tiempo. Allí no puede haber nada, excepto lo que yo pueda darte.

Como si fuera una figura de piedra, Bera los miró desollar y tajar el cadáver del animal, hasta que pudo ir al informe montón y meter la mano por debajo. Nadie la vio sacar un anillo de oro y esconderlo en su pecho.

Dando alaridos, la expedición entró en el patio del rey. Hubiera parecido extraño que la muchacha que acababa de regresar de los yermos no viniese con ellos, y no entrase en la mansión para festejarlo como cualquier otro.

La reina Hvit vino, muy alegre, a darles la bienvenida y a ordenar que preparasen la carne del oso para la fiesta. Cuando vio a Bera, acurrucada en una esquina con aspecto afligido, se quedó inmóvil. Sus dedos se retorcieron hasta formar una garra. Se dio la vuelta y salió en un remolino de faldas. Mucho antes de que nadie lo hubiese esperado —los hombres acababan en realidad de empezar a beber— volvió trayendo una tajada de carne recién asada.

Se fue derecha adonde estaba Bera y dijo para que no hubiese confusión posible:

—¡Qué alegría saber que estás viva! Pobre niña, no tienes que pasar hambre ni un instante más. Toma, come.

La muchacha se encogió en el banco.

—No —suplicó.

Hvit se irguió amenazadora. Su vestido de un blanco fantasmal brillaba entre las sombras, como lo hacían sus ojos y sus dientes.

—¡Cómo! Es inaudito —dijo— que rechaces la comida que la reina en persona te ha hecho el honor de traerte. ¡Cógela en seguida, o sabrás lo que es bueno!

Cogió el cuchillo, ensartó un pedazo de carne y se lo puso a Bera en los labios. Agotada, entumecida por la pena, aterrorizada por sus hijos que debían nacer, la muchacha no sabía que hacer. Los hombres estaban empezando a mirar. Si supieran la verdad, ¿qué podrían hacer ellos? Cerraba con fuerza los ojos y las manos. El bocado iba entrando caliente en su boca. El olor a sangre chamuscada rugía en su cabeza. Lo engulló entero.

La reina rio.

—Bien, no era tan malo, ¿verdad, pequeña Bera? —Y le metió otro bocado.

Lo tenía en la lengua. Bera recobró un poco de su fortaleza. Lo escupió, se levantó de un salto, y chilló.

—¡No, no más, aunque me torturéis o me matéis!

Otra vez se rio Hvit.

—¿Es que un simple bocado puede hacerte algo? —alzó un tercero.

Como una exhalación, Bera salió huyendo de la sala. La reina apenas pudo evitar que la gente empezase a hacerse preguntas.

—Vaya, vaya, qué delicada para ser la mozuela de un granjero —dijo—. Sólo estaba tratando de alegrarle el ánimo.

Bera se fue a casa de sus padres; ciertamente pesada era la carga que llevaba. Únicamente a ellos les contó lo que había sucedido.

III

Hvit no intentó hacerle más daño a la muchacha. O no se atrevió, o pensaba que ya se había vengado bastante. Porque al llegar el parto, Bera dio a luz, en primer lugar, a un horrible niño deforme. Por arriba era humano, pero del ombligo para abajo era un alce. Aunque Gunnar el granjero se lo habría llevado a una colina para que chillase hasta que muriese o se lo encontrara un lobo, ella dijo en medio del sudor y las lágrimas:

—No, es el hijo de Björn. Él quería que se llamase… Frodhi.

Luego dio a luz otro niño, cuyos pies eran como los de un perro, aunque en todo lo demás era de aspecto agradable; lo llamó Thori.

Todavía tuvo un tercer niño. Éste no tenía ningún defecto. Era Bjarki, al que amó más que a ninguno.

De los años siguientes poco hay que decir. Al principio, la gente debió haber evitado aquella casa de mala suerte. Sin embargo, Gunnar era rico y muy querido; había levantado un santuario a Thor, en el que hacía ofrendas a menudo; sus cosechas y ganados prosperaban. Él y los suyos no podían estar bajo la maldición de los dioses o de los espíritus de la tierra. Y después de todo, los monstruos no eran una novedad, aunque habitualmente se les dejaba morir. Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo, la vida prosiguió como antes, excepto que no volvió a haber estrecha amistad entre Gunnar y el rey Hring. El temperamento cada vez peor de la reina había hecho que la mayoría de los hombres se mantuviesen tan alejados de la mansión real como les resultase posibles.

Gunnar y su esposa pensaron que era más prudente mantener silencio respecto al padre de sus nietos. Bera dijo a todo el mundo que eran los bastardos de un vagabundo que se había encontrado cuando estuvo perdida en las montañas. Esa clase de sucesos era bastante corriente. Siendo bonita y robusta y con la garantía de que aportaría una gran dote, tuvo pretendientes, pero no aceptó a ninguno.

Los muchachos crecieron como la hierba. Frodhi el Alce, con sus largas piernas peludas y sus pezuñas que daban un golpecito seco, se bamboleaba adelante y atrás y, forzosamente, necesitaba ir despacio cuando anclaba. Inclinándose para correr, dejaba atrás a todo el mundo excepto a su hermano Thori Pies de Sabueso, que corría a grandes zancadas. En cuanto hubo crecido del todo, nadie pudo resistírsele cuando peleaba o golpeaba con las armas de madera que se empleaban en los entrenamientos.

Era enorme y feo, grosero y hosco. Solo se entendía bien con sus hermanos, que eran los muchachos más apuestos, y de los que, dejando aparte los pies, apenas había algo que reprochar. El mayor de ellos era más gruñón que el segundo. Bjarki era de temperamento más risueño.

Sin embargo, como siempre andaba en compañía de los otros dos, sus modales influyeron en él. Conforme iban creciendo, más turbulentos y revoltosos se convertían. Cuando jugaban con los niños de la vecindad, eran despiadados y testarudos; más de uno lo pasó mal en sus manos.

El peor era Frodhi el Alce. A la edad de doce años, era ancho y pesado como cualquier hombre maduro, y habría sido tan alto si sus piernas no le hubiesen obligado a andar agachado. Empezó a acudir al patio del rey y a desafiar en combate a los hombres de la Guardia Real. A varios les sacudió tan malamente que quedaron tullidos. Cuando la rabia se apoderaba de él, podía acuchillar a uno con sus afiladas pezuñas o golpearle con el puño como si fuese un martillo. Algunos hombres murieron.

Ello costó a Gunnar tener que pagar fuertes weregilds y dio lugar a palabras duras entre abuelo y nieto.

Al final, Frodhi fue a hablar con Bera y le dijo que quería marcharse.

—No quiero tener nada que ver con la gente de los alrededores —gruñó—. Son unos cobardes, que piensan que vas a pegarles si te acercas a ellos.

Bera suspiró, y se sintió culpable porque el suspiro había sido de alegría.

—Sería lo mejor —dijo ella—. Pero antes ven y coge lo que te dejó tu padre.

Fueron juntos, arriba a la montaña. No había vuelto a estar allí desde el día en que desollaron a Björn. Las hierbas inclinándose a la luz del sol, las flores flotando en el viento, los árboles susurrantes, un halcón en lo alto entre nubes que parecían haberse desprendido de las nieves de allá lejos, nada le recordaba a él. Cuando entró en la cueva con su hijo, descubrieron un cofre de bronce con tres cerraduras, hermoso de ver aunque su factura no fuese humana. Bera había empleado tiempo en aprender a leer las runas. Ahora las que estaban sobre la caja le hablaban. Cuando tocó las cerraduras, se abrieron al momento. Dentro había brillantes cotas de malla, ricos vestidos, anillos de oro y joyas. Las runas decían que Frodhi el Alce tendría poco de todo aquello.

—Cogeré lo mío, entonces —dijo con desprecio, pero trató de asir un yelmo. Los dedos resbalaron. No podía agarrar nada que no fuese para él—. Bueno, ya ganaré lo mío, ¡y que el Infierno te lleve! —rugió.

¿Se le saltaron entonces las lágrimas?

Echando una mirada a las sombras del fondo de la cueva, percibió un brillo de acero y fue a verlo más de cerca. Clavadas en el granito que formaba como una pared contrastando con la piedra más clara de alrededor, había tres armas: una espada larga, fuerte y hermosa; una gran hacha de guerra, y una espada corta de hoja curva.

—¡Ah! —gritó él, y aferró el puño de la primera.

Aunque tiró hasta estar empapado de sudor, no pudo desprenderla, ni tampoco el hacha.

—Quizá el que la puso aquí quería repartirlas de la misma forma que lo demás —dijo Frodhi el Alce.

Cogió la espada corta por el mango y en seguida se soltó de la pared.

La miró un instante y dijo:

—Injusto fue quien dividió los tesoros —aullando de ira blandió la hoja con ambas manos y dio un tajo contra la montaña. No se rompió; no, sino que tintineó cuando tajó el granito.

La miró de nuevo. Finalmente dijo:

—¿Qué importa que viaje con esta cosa misteriosa? Seguro que puede morder.

Se dio la vuelta, cogió lo demás que era para él, y se alejó al galope. No dijo adiós a su madre, ni ella lo volvió a ver.

La noticia llegó pasados unos meses. Frodhi el Alce se había ido al Keel, un territorio agreste atravesado por un camino. Allí se había construido una cabaña y vivía en ella como un bandido. Se requería algo más que unos cuantos hombres para mantenerlo a distancia. Si el grupo era pequeño, les quitaba sus bienes y, si se resistían, dejaba muertos y heridos tras él.

El rey Hring se enteró, y supuso que conocía la brujería que había en el fondo del asunto. Sin embargo, se limitó a decir que no pensaba que fuese su cometido mantener a salvo un camino de mercaderes que conducía a Götaland.

Cuando se hubo ido su hermano, Thori Pies de Sabueso y Bjarki empezaron a comportarse mejor. Pero también eran inquietos, y luego de tres años el primero pidió permiso para marcharse…

Su madre lo llevó a la cueva para coger las cosas que le estaban reservadas. Tuvo una parte mayor. También él intentó coger la hermosa espada larga, y tampoco pudo. El hacha, en cambio, fue a sus manos sin dificultad, y por cierto que era un arma formidable. Dijo adiós a su madre y abuelos, y salió cabalgando hacia el Este.

Todos los hermanos eran expertos cazadores. Cuando Thori descubrió huellas demasiado débiles para la mayoría de los ojos, que partían del camino a Götaland, las siguió. Encima de un escarpado risco, oculta entre los abetos, encontró una casa de troncos con el tejado de césped. Se sentó en la única silla que había dentro y se encasquetó el sombrero.

Hacia el anochecer hubo un vasto estrépito de cascos, el piso de tierra tembló bajo el peso, y allí estaba Frodhi el Alce, siete pies de alto y más ancho de lo que él recordaba. Miró en la oscuridad al apenas visible recién llegado, percibió su hacha, y cantó:

Sonriendo la corta espada

sale de la vaina;

bien que él recuerda

la obra de Hild.

Hild es una Valkiria y su obra es la guerra y la matanza. Frodhi dio un tajo con su espada contra un banco, espumeó por la boca y bufó:

Yo puedo igualmente

hacer que mi hacha

cante para ti

la misma estrofa.

Y no ocultó su rostro por más tiempo. Frodhi, a su manera brusca, se alegró muchísimo de verlo, habiendo vivido todo aquel tiempo sin ningún amigo. Le pidió que se quedase, y le ofreció la mitad del botín.

Thori dijo que no lo cogería. Se quedó allí unos cuantos días, pasados los cuales dijo que tenía que irse de nuevo.

Frodhi el Alce suspiró.

—No soy una mujer para hacer que te quedes: apenas soy… parte de un hombre. Como quieras, hermano. Oye mis consejos, sin embargo… porque a veces recibo noticias de aquellos que asalto a quienes perdono la vida. Ve a Götaland. A orillas del lago Vänem está el país de los geatas del Oeste, que paga tributo al alto rey Bjovulf. Su propio rey tributario de él ha muerto y han convocado una reunión en el solsticio de verano para escoger uno nuevo. Ésta es la forma en que lo hacen. Ponen una silla en medio del sitio del Thing, tal que dos hombres normales apenas si conseguirían ocuparla del todo; y aquel que se siente cómodamente en ella, sin dejar espacio para ningún otro, ése será el rey. Creo que es de tu tamaño.

—Una extraña costumbre —dijo Thori.

Frodhi se rio.

—Tiene tanto sentido para mí como todo lo que hacen los hombres. O consiguen un gigante que los conduzca a la victoria, o simplemente alguien demasiado gordo para empezar una guerra.

—Bien, dicen que Bjovulf es un buen soberano. Gracias por el bien que me has hecho.

—Ojalá… pudiese hacer más… ¡Vete de una vez, si tienes que hacerlo! —Frodhi volvió su tosca cabeza a un lado.

De este modo, Thori viajó hasta el país de los geatas del Oeste, donde fue recibido por un conde. El pueblo admiró su aspecto y su estatura. Cuando tuvo lugar el Thing, el más experto en la ley juzgó que era quien mejor ocupaba el asiento, y entonces los hombres libres lo aclamaron como su rey.

Muchas son las historias que se cuentan sobre el rey Thori Pies de Sabueso. Ganó muchas amistades, entre ellas la del conde, con cuya hija se casó, y la de su soberano. Cuando más tarde Bjovulf cayó peleando con un dragón, los conflictos estallaron entre los geatas. Thori se mantuvo firme al lado de Vigleik, a quien el viejo rey había querido que le sucediese, y en la mayoría de las batallas se alzó con la victoria.

Mientras tanto, Bjarki permanecía en casa. Pasaron tres años más.

Su madre se sentía contenta con él. Era bondadoso, aunque temerario en la caza y en los ejercicios violentos. Si dejó de luchar, de correr o de contender en juego con sus compañeros de cualquier otra forma, fue porque ninguno tenía a su lado una oportunidad y todos lo sabían. Sobresalía una cabeza por encima del más alto de ellos. Tan ancho y robusto era que, desde lejos, no parecía que fuese tan alto; además, perseguía caballos y ciervos sin apenas sofocarse, y era flexible como un mimbre. De cara, así como de talle, se parecía mucho a su hermano Thori: hermoso, con cejas espesas, nariz embotada, pecoso, cabello rojo y ojos tan azules como el vivaz fuego. Pero no corría a pasos largos como un perro, sino que andaba a grandes zancadas como un hombre.

Alegre al principio, con el tiempo empezó a parecer melancólico. Bera lo contemplaba con creciente preocupación. A ella no le sorprendió que, finalmente, le pidiese un día que lo acompañase a pasear por el bosque. Allí le preguntó quién era su padre. Él había meditado sobre la historia que ella le había contado y no estaba muy convencido de que fuese verdad.

Con una mezcla de horror y de alegría, ella le habló de su relación con Björn, y de cómo su madrastra había destruido a su amado.

Bjarki golpeó el puño contra la palma de su mano; los pájaros huyeron de las ramas.

—¡Tenemos mucho que recompensarle a esa hembra de troll! —gritó.

—Ten cuidado con ella —le suplicó su madre. Y le contó cómo le había hecho comer la carne del oso—. Y sus efectos se han visto en tus hermanos, Thori y Frodhi el Alce.

Bjarki dijo entre dientes:

—Me parece que Frodhi tiene más motivos para vengar a su padre y a sí mismo que para robar y matar a gentes inocentes. Y es raro que Thori pueda viajar tan lejos sin darle a esa bruja su merecido.

—Ellos no sabían nada —susurró Bera.

—Bien, entonces —y Bjarki puso una sonrisa de lobo—, será mejor que yo se lo haga pagar a ella en nombre de todos nosotros.

Bera le advirtió de la brujería de Hvit. Él prometió tener cuidado, y empleó cierto tiempo en prepararse.

El abuelo Gunnar se había debilitado con la edad. Bjarki y su madre fueron solos, a través de los bosques, a la mansión del rey Hring. La encontraron mal atendida, con la pintura cayéndose de las paredes, las malas hierbas proliferando en el patio, y poca gente por allí excepto los desaseados hombres de la guardia y los criados. No tuvieron ningún obstáculo para hablar con el rey en una habitación exterior. También éste estaba muy envejecido. Sin embargo en él, a diferencia del granjero, no quedaba ni resto de su antigua arrogancia, y sus manos no dejaban de temblar.

Bera estaba de pie ante él, con su hijo detrás, y le contó lo que había sucedido. Como prueba tenía el brazalete que había cogido de los restos del asesinado oso.

El rey lo hizo girar en sus blanquecinos dedos, lo miró con sus débiles ojos acuosos y dijo con voz temblorosa:

—Sí, sí, sí, lo conozco bien, yo mismo se lo di a mi pequeño Björn, y… y… oh, me había forjado una opinión, no estaba ciego entonces, pero guardé silencio porque… porque me preocupo tanto por ella.

La profunda voz juvenil de Bjarki resonó bajo las vigas:

—Que ella se vaya de aquí, o me vengaré.

Estremeciéndose, aunque era un luminoso día estival, Hring le suplicó. Él le recompensaría con bienes, le prometió oro, todo tipo de riquezas, lo colmaría de modo que no le quedase nada que desear, con tal de que Bjarki dejase el asunto reposar en la tumba. Le daría a su nieto un condado para que lo gobernase, sí, y el nombramiento de conde en seguida, y todas las Tierras Altas para que fuese su rey cuando él, Hring, hubiese muerto, lo que no tardaría en suceder. Hvit no le había dado hijos. Pero ¡oh!, que la dejase vivir…

—No tengo ninguna intención de hacerlo —dijo Bjarki—, ante todo, ninguna intención tengo de llamar reina a esa diablesa. Y tú, tú estás demasiado engañado por ella para poder regir con propiedad no ya tu reino, sino tu propio juicio. ¡La asesina de mi padre jamás vivirá en paz en las Tierras Altas!

Hring se encogió, como si fuese a desmoronarse. Podía haber llamado a los hombres de su Guardia. ¿Sabía que Bjarki, que había vencido a cada uno de ellos en los juegos, se abriría camino a través de cualquier barrera de escudos que pudiesen levantar? ¿O temía que se pusiesen a su lado por odio a la reina? Inexorable en su juventud, Bjarki atravesó el patio y abrió violentamente la puerta que llevaba a las habitaciones de la señora.

Las mujeres de Hvit se apartaron chillando. Ella se acurrucó y escupió a sus pies. Él vislumbró un rostro ojeroso, un alma más hambrienta de lo que pudiera estar ningún cuerpo; luego le echó un saco de piel de foca sobre la cabeza y tiró de la cuerda hasta tensarla casi sofocándola.

Así cegada, no podía lanzarle ningún hechizo. Ella le arañó, y él oyó su voz amortiguada dentro del saco:

—Ah, te conozco, te conozco, y te digo que llegará la hora en que otra bruja labre tu perdición…

La abofeteó. La encapuchada cabeza se inclinó a un lado y ella cayó al suelo.

—¡Esto es por mi padre! —gritó él, alzándola de nuevo; y golpe tras golpe—: ¡Esto por mi madre! ¡Esto por Frodhi el Alce! ¡Esto por Thori Pies de Sabueso! —cuando estuvo muerta, la ató por los tobillos y la arrastró por la tierra para que todo el mundo pudiese verla. Después, para que no se le ocurriese volver, le cortó la cabeza y la quemó.

De esta manera murió Hvit, la hija del rey de los finlandeses, lejos de su patria millas y años. La mayor parte de la gente de la Casa Real pensaron que su suerte no había sido demasiado cruel.

Más tarde, Bera mostró a Bjarki la cueva. Él cogió el resto de los tesoros, que eran casi todos; y entre sus manos, la espada larga salió fácilmente de la piedra.

Las runas que había grabadas en su hoja decían que se llamaba Lövi y que era una de las mejores armas, porque no había sido forjada por mano de hombre. Nunca había que confiársela a nadie ni dejar que tocasen su empuñadura; ni necesitaba que la afilasen más de tres veces a lo largo de la vida de su poseedor. Siempre que se sacase, provocaría la muerte, y no haría falta lanzar un segundo golpe. Siguiendo los consejos de su madre —ella se acordaba de los elfos—, Bjarki hizo para ella una vaina de corteza de abedul.

El viejo rey Hring no sobrevivió mucho tiempo a su mujer. Cuando enfermó y murió, los hombres aclamaron a Bjarki en el trono.

Reinó por espacio de tres años, y lo hizo bien, reparando el daño causado por la reina bruja. Sin embargo, era tan inquieto como sus hermanos. Las Tierras Altas no eran un lugar apropiado para un joven como él. En ellas había escarpadas montañas y buena caza, y muy poco más. Los hombres enmohecían en sus alejadas granjas. En el mejor de los casos, podían viajar al extranjero como comerciantes o como vikingos. ¿Por qué no buscar algo que aquel país nunca podría darle?

Primero procuró el bienestar de su madre. El conde Valsleif era viudo, y hombre de elevada posición, al que Bera había llegado a querer. Bjarki hizo que se casaran, y él mismo entregó el novio a la novia. Después convocó un Thing, comunicó a su gente que se iba, y la indujo a que eligiera un nuevo rey.

Entonces, finalmente, fue libre de partir.

Tenía un caballo apropiado a su tamaño, y ninguna otra compañía. La mayor parte del oro y la plata la dejó detrás; ya estaba bien equipado con armas y ropas.

Se alejó cabalgando y de repente, después de tanto tiempo, pudo al fin dar rienda suelta a su regocijo. Arriba en los cielos, las alondras le oyeron cantar.

De su viaje nada hay que decir hasta que un día, al igual que Thori antes, llegó a la guarida de Frodhi el Alce. Llevó su caballo al establo que había detrás de la casa y se instaló. En un montón vio cosas semejantes a las que había cogido del cofre de los elfos, y supo que tenía cierto derecho a utilizarlas en caso de necesitarlas.

Hacia el atardecer llegó Frodhi a su casa y miró ceñudo al recién llegado que se sentaba en su silla, con el sombrero encasquetado de modo que su rostro quedase oculto en las sombras. Incluso para él, un huésped era un huésped, y por tanto sagrado. Llevó su propio caballo al establo, y se encontró con que no se llevaba bien con el otro.

Entrando de nuevo, dijo:

—Bien, este es un sujeto descarado e inútil, que se atreve a sentarse sin mi permiso.

Bjarki mantuvo el sombrero como estaba y no contestó.

Tratando de asustarlo, Frodhi sacó la espada corta de la vaina haciendo ruido. Dos veces lo hizo; pero Bjarki no prestó atención.

El bandido sacó la hoja por tercera vez y se abalanzó hacia adelante. Descomunal como era Bjarki, Frodhi el Alce le ganaba en estatura y en peso. Sin embargo, el huésped permanecía sentado muy tranquilo. Frodhi gruñó y babeó.

—¿Quieres que luchemos? —le dijo.

Su intención era romperle al hombre el cuello en el juego y así estar en libertad de arrojarlo fuera.

Bjarki se rio, se puso en pie de un salto y agarró a Frodhi por el peludo cuello. Terrible fue la lucha, retorciéndose y pisoteándose hasta que las paredes temblaron.

Entonces el sombrero cayó al suelo. Frodhi reconoció a su hermano, lo soltó y dijo con voz áspera:

—¡Bienvenido, pariente! ¿Por qué no me lo dijiste? Hemos luchado durante largo rato.

—Oh, no hay necesidad de acabar aún —dijo Bjarki, aunque respiraba sofocadamente y el sudor le calaba las ropas hasta llegar a la piel.

Frodhi el Alce se puso serio.

—Escasa suerte habrías tenido, pariente, si realmente hubiéramos peleado —retumbó—. No puedo sino alegrarme de haberte visto a tiempo… Ven —abrazó a su hermano; el olor selvático de él llenó por entero las narices de Bjarki—. Bebamos y comamos y, ¡oh, tienes que contármelo todo!

Bjarki se quedó algunos días, charlando cuando no iban de caza. Frodhi le ofreció quedarse y darle la mitad de sus riquezas. Bjarki dijo que no; no le gustaba matar a la gente para robarle sus bienes.

Frodhi suspiró en la oscuridad iluminada por el fuego.

—He tenido piedad de muchos cuando eran pequeños y débiles.

—Me alegra oír eso —replicó Bjarki—. Mejor sería que los dejases a todos ir en paz, pensaras o no que pudieses ganar algo matándolos.

—Me ha tocado una suerte que de todos modos es pesada —dijo Frodhi el Alce.

Después de un rato añadió:

—Respecto a ti, bien, ya sé algo del mundo, a pesar de mi soledad. Los que van de paso y… y otros… me cuentan cosas. Si quieres riquezas y renombre, busca al rey Hrolf de Dinamarca. Los mejores guerreros se dirigen a él, porque es el más valiente, sabio, generoso y espléndido de los reyes de los países del Norte.

Más cosas le tuvo que decir, hasta que al fin Bjarki se convenció.

A la mañana siguiente, Frodhi acompañó a su hermano durante un trecho del camino, hablándole, a su tosca manera, lo mejor que pudo. Al fin tenían que decirse adiós. Bjarki desmontó para estrecharle la mano de igual a igual. Frodhi lo empujó fuertemente, y él dio un traspié hacia atrás. Una sonrisa se deslizó por los feos labios del bandido.

—No pareces tan fuerte como debieras, pariente —dijo.

Sacando el cuchillo, se rajó su propio muslo de alce.

—Bebe de esta sangre —dijo, señalando la que brotaba.

Como si estuviese soñando, Bjarki se arrodilló y obedeció.

—Levántate —le ordenó Frodhi.

Cuando Bjarki lo hizo, lo empujó de nuevo. Esta vez, el que era más joven, aunque sólo por una hora, se mantuvo en su sitio.

—Creo que esta bebida te ha hecho bien, pariente —dijo Frodhi—. Ahora puedes estar por encima de la mayoría, como yo te deseo de todo corazón.

Hundió su pata en la cuesta junto a él, profundamente en la roca, más abajo de los helechos y la tierra, hasta que la pezuña desapareció allí dentro. Sacándola de nuevo, dijo:

—Todos los días vendré a ver este agujero. Si mueres de enfermedad, habrá mantillo en él, y agua si mueres ahogado en el mar. Pero si mueres por las armas, habrá sangre, y entonces yo iré a vengarte… el más querido para mí de todos los hombres.

Y Frodhi el Alce desapareció por el camino entre la selva.

Bjarki sacudió la cabeza para quitarse la tristeza y siguió cabalgando. Nada digno de contarse sucedió antes de cruzar las sierras que conducen al lago Vänem. El rey Thori Pies de Sabueso estaba ausente, no se sabe si guerreando o cazando. El pueblo se sorprendió al verlo volver solo, porque, calzado y a caballo, era idéntico a Bjarki.

Sin saber a ciencia cierta lo que estaba pasando, éste pensó que lo mejor sería fingir hasta que pudiese enterarse. Los dejó que le condujesen a la mansión real, le sirviesen en el elevado asiento y, a la noche, le llevasen a la cama junto a la reina.

Cuando estuvieron solos, Bjarki dijo:

—No dormiré bajo la misma manta.

Ella se quedó desconcertada hasta que él le explicó lo que pasaba. Cuando lo supo, también ella pensó que sería más prudente seguir disimulando; una bruja o una Norna podía estar en medio de todo aquello.

Así siguieron las cosas por algún tiempo. Aunque no se convirtieron en amantes, Bjarki y la reina se hicieron amigos.

Cuando Thori volvió a casa y se encontró a su hermano, fueron todo abrazos. Cuando supo toda la historia, el rey dijo que no había otro hombre en el mundo en quien hubiese confiado para dormir al lado de su esposa. Quería que se quedase y que lo compartiesen todo.

Bjarki dijo que ése no era su deseo. Thori le ofreció hombres entonces, para que lo acompañasen a donde tuviese que ir. También esto lo rehusó Bjarki.

—Me dirijo al encuentro del rey Hrolf de Dinamarca —dijo—, para ver si es verdad lo que dicen, que se puede ganar más siendo uno de sus hombres que rey en cualquier otra parte.

—Puede ser —dijo Thori; y añadió secamente—: Sin embargo, yo me quedaré donde estoy —y, ya más serio—: Recuerda que los pájaros que vuelan más alto tienen más probabilidades de ser abatidos por el halcón.

—Más vale eso que ser un topo —dijo Bjarki.

Thori empezó a replicar, pero supo dominarse. En el momento de la despedida cabalgó un trecho del camino con su hermano. Se separaron de modo amistoso, aunque cada uno manteniendo su forma de pensar.

Nuevamente no hay mucho que decir salvo que Bjarki llegó al Sund, que pagó para cruzarlo, y que, al fin, ya le quedaba poco para llegar a Leidhra.

IV

El año había ido pasando hasta llegar el otoño, cada día más corto y frío que el anterior. Hacia el fin del viaje de Bjarki, la lluvia caía desde el alba hasta el ocaso, sin mostrar ningún signo de cesar. Él había proseguido, sin embargo, llevado de su ansia, por lo que, al caer la noche, se encontró en una extensión solitaria cubierta de brezos, calado por completo. El caballo estaba extenuado. Tropezaba y chapoteaba en el fango metiendo las pezuñas hasta las cernejas. Pero el chaparrón seguía alborotando, helado en una negrura cada vez más profunda. Al final se encontró completamente perdido.

Poco después, la bestia tropezó con lo que parecía una especie de túmulo. Bjarki desmontó, avanzó a tientas, y descubrió que era una casa, una de la especie más humilde, construida con turba y césped alrededor de un hoyo cavado en tierra. La chimenea estaba tapada, pero la luz brillaba de un rojo apagado a través de las rendijas de la puerta. Bjarki llamó.

Un hombre la abrió a medias. Canoso y harapiento, empuñaba una especie de alabarda. El noruego se preguntó qué iban a pensar unos ladrones para atreverse a aventurarse en aquel lóbrego agujero. Ni siquiera la mujer resultaba atractiva, vista a la luz de una lámpara de arcilla sobre la que se inclinaba para calentarse un poco.

—Buenas noches —dijo Bjarki—. ¿Puedo cobijarme aquí para pasar la noche?

El campesino, que había tragado saliva al ver su gran estatura, se sintió a salvo y dijo:

—Sí, no te dejaré fuera con este tiempo horrible y con esta oscuridad, aunque veo que eres extranjero.

Le ayudó a desguarnecer y a atar el caballo, que tuvo que quedarse fuera, no habiendo espacio dentro en el reducido establo que ocupaba su única vaca. Bjarki dispuso de un raído abrigo para arroparse después de quitarse sus ropas empapadas, un plato de raíces y galleta, y un lugar para tenderse sobre los juncos en las malolientes tinieblas. Pronto se quedaron todos dormidos.

Por la mañana, la esposa, Gydha, le dio a Bjarki el mismo alimento de desayuno, ya que no tenían otro. Entretanto Eilif, el hombre, le preguntó por noticias recientes. A su vez, Bjarki le preguntó por el rey Hrolf y sus guerreros, y si todavía le quedaba mucho para llegar hasta ellos.

—No —dijo Eilif—, sólo un pequeño camino. ¿Te diriges allá?

—Sí —contestó Bjarki—, ésa es mi intención: ver si me admite a su servicio.

—Sería completamente adecuado para ti, sí, sí —asintió el campesino—, viendo lo grande y fuerte que eres.

Parecía extrañamente conmovido; y de improviso, Gydha rompió a llorar.

—¡Vaya! ¿Por qué lloras, buena mujer? —preguntó Bjarki.

Ella suspiró.

—Mi hombre y yo… teníamos un único hijo… al que llamamos Hott. Aquí había para él un sustento precario… y el año pasado ninguno, después de que perdiésemos nuestro rebaño… Eilif y yo apenas si pudimos mantenernos con lo que quedó… Hott se marchó a la ciudad del rey a ver si podía conseguir trabajo, y allí lo hicieron pinche de cocina, pero… —tuvo que dejar de hablar hasta que pudo dominar su dolor—. Los hombres del rey se burlan de él. Tiene que ayudar a servir, y… cuando se sientan y comen, tan pronto como han roído la carne y dejado el hueso pelado, se lo tiran a él… con lo que le hacen daño, y así no hay manera de saber si vivirá o morirá; sin embargo, ¿a qué otro sitio podría ir? —ella se inclinó hacia adelante en la semioscuridad de la choza y dijo con convicción—: El pago que te pido por haberte albergado es que le tires huesos pequeños y no grandes, si es que todavía no lo han mandado a golpes al Infierno.

—De buen grado haré lo que me pides —dijo Bjarki—, pero pienso que es una cobardía arrojar desperdicios a nadie o tratar mal a los niños y a las personas débiles.

—Entonces pórtate bien —dijo la mujer, cogiéndole las manos con sus gastados dedos—, porque me parecen manos muy fuertes, y mi Hott nunca podría resistir tus golpes.

Bjarki dijo adiós a la vieja pareja y continuó a caballo su camino según las indicaciones que le dieron. La lluvia había cesado, el cielo estaba deslumbrante, la luz del sol centelleaba en los charcos esparcidos en la tierra oscura y en las ramas mojadas en las que todavía flameaban unas cuantas hojas. Los estorninos acudían en bandadas, los petirrojos brincaban por los campos, los zarapitos silbaban alegremente en la fría y húmeda brisa. Bjarki prestaba poca atención a todo ello. Iba con el ceño fruncido. No hubiera esperado encontrar hombres del rey que se comportasen como trolls.

Brezales y pantanos dieron paso a una tierra más rica, en la que abundaban las granjas y el ganado dormitaba como manchas de color rojo óxido detrás de las vallas. Mucha gente iba y venía. Bjarki se detuvo para hablar con algunos. Las doncellas sonreían al gigante de cabello rojizo, pero él no estaba de humor para preocuparse por ellas. Las preguntas que hacía en su cerrado acento de las Tierras Altas tenían que ver con el rey Hrolf y su palacio.

Sí, le había dicho un granjero, éste era un buen rey, un rey sabio y recto, además de fuerte para rechazar a los piratas de fuera o perseguir a los proscritos y colgarlos… Bueno, sí, sus soldados eran un grupo de revoltosos; realmente tenía que refrenarlos, pero, sin duda, tenía muchas otras cosas en la cabeza… Había estado fuera aquel verano. El año antepenúltimo había puesto al rey Hjörvardh de Fyn bajo su poder y (¡ja!) a su hermana bajo el de Hjörvardh. Con sus espaldas así cubiertas, todas las islas en sus garras, ahora iba en pos de los reinos de los jutos. Una vez que también los tuviera, los hombres honrados podrían cultivar sus campos y no temer más los ataques del exterior. Por supuesto, que primero el rey tenía que espiar las costas de Jutlandia. Por eso se había llevado esta estación sólo unos cuantos barcos. El resto de sus guerreros se habían quedado en Leidhra y, sí, en su ociosidad se habían engreído mucho… El rey debía volver uno de estos días, ahora que habían llegado las tormentas de otoño. Quizá ya había vuelto. Un granjero no podía saberlo. Los granjeros tenían trabajo que hacer, era el tiempo de la matanza y esas cosas. Que las gentes de arriba se preocupasen de sus propios asuntos, ¿eh?

Bjarki siguió cabalgando a lo largo del arroyo. Por la tarde, se alzó ante él Leidhra.

En aquella época del año, en la que se viajaba poco, la fortaleza estaba tranquila dentro de su empalizada, y las puertas abiertas sin vigilancia. Mujeres, niños, esclavos, artesanos pululaban en torno, pero pocos guerreros. Bjarki supuso que la mayoría estaría cazando o haciendo algo por el estilo. Cabalgó por los fangosos caminos hasta las paredes de madera ricamente talladas de la mansión real. Las losas del patio resonaron bajo los cascos de su caballo. Desmontó en los establos.

—Pon mi caballo junto al mejor del rey —dijo a un mozo de cuadra—, dale avena y agua y cuídalo bien, y pon mis pertrechos en una esquina limpia hasta que envíe a buscarlos —el hombre se le quedó mirando, boquiabierto.

Luciendo costosos vestidos, un cuchillo y la espada Lövi a la cintura, pero sin llevar yelmo ni cota de malla, Bjarki se introdujo en la cámara principal de la mansión. Aunque humosa y sombría al entrar desde fuera, era más soleada y estaba más aireada de lo que hubiera pensado en un lugar semejante. Brillantes escudos, anchos cuernos, hermosas pieles, candelabros de velas de junco, frisos de abedul se alineaban en las paredes. Las figuras de los paneles y de los pilares que sostenían el techo eran de animales, pámpanos y héroes; no vio dioses entre ellos. Los postes del sitial mostraban la pareja de Skiold y Gefion. Unos cuantos criados se movían sobre las ramas de enebro del suelo, que prestaban su frescura a aire, y unos cuantos sabuesos estaban tumbados. Por lo demás, la extensión de la sala parecía vacía. El noruego se sentó en un banco, cerca de la puerta, y esperó a cualquier cosa que pudiese suceder.

Pronto oyó un tableteo en una esquina opuesta. Su vista, acostumbrada ya al interior, pudo distinguir un montón de huesos apilados allí. Una mano se movía por encima de su extremo. Bjarki se levantó y a grandes zancadas se aproximó. La mano, pudo ver, estaba negra de suciedad. Arrugó la nariz del hedor a trozos de carne podrida.

—¿Quién está aquí? —preguntó.

Una voz de muchacho, débil y asustada, dijo:

—Yo… yo… Me llamo Hott, señor bien nacido.

—¿Qué estás haciendo?

—M-m-me estoy haciendo una empalizada, señor…

—Tu empalizada es lamentable. —Bjarki alcanzó, cogió por un brazo, y tiró estrepitosamente del que estaba agazapado detrás del montón…

Una escuálida figura se retorcía, indefensa en las garras del hombrón. La voz gimoteaba.

—¡Ahora me mataréis! ¡No hagáis eso…, yo lo hubiera asegurado bien! ¡Habéis tirado mi empalizada…!

Bjarki le miró. Hott tendría unos quince años, pensó, era alto pero lamentablemente delgado. Sus cabellos estaban tan enmarañados y grasientos que uno tenía dificultad para distinguir que eran rubios; su rostro no parecía sino afilada nariz y ojos enormes; temblaba por entero.

—Lo estaba levantando a mi alrededor para defenderme de los huesos que me arrojáis —sollozaba—. Estaba casi a-a-acabado.

—Ya no lo necesitarás más —dijo Bjarki.

Hott se encogió.

—¿Queréis decir… que me vais a matar… ahora mismo, señor?

—No lloriquees tan alto —dijo Bjarki.

Tuvo que darle una bofetada o dos para que el famélico muchacho se tranquilizase. Entonces agarró al bulto, fláccido del miedo que tenía, y se lo llevó fuera. No estaba lejos de la más próxima de las puertas de la empalizada. Un poco más allá había visto que el arroyo se ensanchaba hasta formar un estanque. Pocos le prestaron atención.

De un tirón le quitó los sucios andrajos y arrojó al muchacho al estanque, luego se arrodilló y le restregó con la mano hasta que ninguna langosta hervida habría estado más limpia y roja que él. Alzándolo de nuevo, sacudió los harapos y dijo:

—¡Tú te lavarás esos trapos!

Hott obedeció, y echó a trotar, chorreando, detrás de él cuando regresó a la mansión. Bjarki se sentó en el mismo sitio del banco que antes. Colocó al muchacho junto a él. Hott apenas podía hablar dos palabras seguidas. Se estremecía en todos sus miembros y articulaciones, aunque, a través de la confusión del miedo, veía que el extranjero pretendía ayudarle.

Cayó el crepúsculo. Los guerreros del rey empezaron a llegar. Miraban al recién llegado y le saludaban, porque aquella dinastía se enorgullecía de su hospitalidad. Uno le preguntó a Bjarki para qué había venido.

—Pensaba unirme a vuestra tropa, si el rey lo quiere —dijo el noruego.

—En ese caso, tienes suerte —dijo el soldado—, porque ha regresado esta misma tarde. Está cansado y hoy cena en su torre con algunos de sus mejores amigos. Mañana podrás verle, y seguramente aceptará a un individuo tan fuerte como tú —echó una mirada maliciosa al encogido Hott—. Dale un puntapié a ese llorón para que se vaya de tu lado —le advirtió—. Demasiada audacia por tu parte supone colocar… a esa cosa… entre los hombres.

Bjarki frunció el ceño. El soldado miró de arriba abajo su voluminosa mole, decidió no insistir en el asunto, y pavoneándose se marchó. Hott hizo ademán de irse. Bjarki lo agarró por la cintura.

—Quédate —dijo el noruego.

—P-p-pero me matarán… porque seguro… cuando estén borrachos… si me atrevo a sentarme aquí —lloriqueó el mozuelo—. T-t-tengo que trabajar y… ¡déjame construir mi empalizada de nuevo!

—Quédate —dijo Bjarki.

Seguía sin soltarlo de la cintura. A Hott le habría dado lo mismo haber intentado arrastrar una montaña.

Se cebaron los fuegos, se trajeron las mesas de caballete, comida apilada en los trincheros y cuernos llenos de bebida. Bjarki y Hott estaban sentados solos. Ninguno de los hombres quería tener a aquel blanco del desprecio general por compañero de banco. Cuanto más bebían, más lo miraban fijamente, como hacían los sirvientes de la cocina a los que se suponía que tenía que ayudar.

Al final, los guerreros empezaron a arrojarle huesos pequeños. Bjarki se comportaba como si no lo viese. Hott estaba demasiado asustado para comer o beber hidromiel. Bjarki, que podía despreocuparse de él ahora que no se atrevía a moverse, comía y bebía por los dos.

Más alto creció el tumulto de voces por encima del fuego que crepitaba; los perros ladraban y gruñían en la atmósfera cargada de humo. De repente, la luz parpadeó rojiza en un enorme fémur que volaba por los aires. Era algo que podía matar.

Bjarki lo atrapó en mitad del vuelo, a unas pulgadas de distancia del cráneo del chillón Hott. Poniéndose de pie, apuntó al que lo había arrojado, y se lo lanzó de vuelta. Fue directamente a su cabeza. Se oyó un crujido, y el soldado se derrumbó muerto.

La sala retumbó por los gritos de horror. Los hombres asieron sus armas y se lanzaron furiosos contra Bjarki, quien empujó a Hott detrás de él. No llegó a sacar su espada Lövi, pero su mano descansaba en su empuñadura: golpeó a los primeros atacantes con el puño, y dijo con voz atronadora que quería ver al rey.

La noticia le llegó a Hrolf en su habitación de la torre. Era una amplia cámara, con paneles de diferentes maderas, que daba a una galería desde la que se dominaba el patio, más sencillamente amueblada de lo que pudiera haberse esperado de tan rico señor. Ya había acabado de comer y estaba sentado tranquilamente bebiendo y conversando con Svipdag, Hvitserk, Beigadh y unos pocos más de quienes lo habían acompañado en la expedición de aquel verano.

Un par de soldados subieron pesadamente la escalera y jadeando le comunicaron lo sucedido: que un guerrero del tamaño de un oso había llegado a la mansión y matado a uno de los hombres. ¿Debían acabar con él sin más?

Hrolf se acarició su corta barba de color oro cobrizo.

—¿Fue el hombre asesinado sin motivo? —preguntó.

—Sí…, sí, por decirlo así —dijo quien le había llevado la noticia.

Con el mismo tono suave, el rey Hrolf quiso conocer exactamente lo que había sucedido. Toda la verdad salió a luz.

Entonces se enderezó en el banco, el invierno le cubrió los ojos, y todos recordaron que aquel hombre menudo de voz suave era hijo de Helgi el Temerario.

—De ningún modo tendréis mi permiso para matarlo —dijo; ellos se arredraron a cada palabra—. Habéis adquirido aquí el feo hábito de arrojar huesos a gente inocente. Ello va en contra de mi honor, y es la peor de las vergüenzas. A menudo os he sorprendido, pero no habéis hecho caso. Por la cortada cabeza de Mimir[44], ya es hora de que recibáis una lección. ¡Traed ese hombre a mi presencia!

Entre erizados aceros, Bjarki entró. No parecía inmutarse.

—Salud, mi señor —dijo orgullosamente.

Hrolf lo miró un instante.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.

—Vuestros guardias me llaman la «empalizada de Hott» —rio el noruego—, pero me llamo Bjarki, hijo de Björn, que era hijo del rey de las Tierras Altas.

—¿Qué crees que deberías darme por el hombre de mi séquito al que mataste?

—Nada, señor. Cayó por sus propias acciones.

—Hum, tendré que arreglarlo con sus parientes… Bien, ¿serás mi hombre y ocuparás su lugar?

—No es que me niegue a ello, señor. Pero es que a Hott y a mí no se nos debe separar a causa de ello, y los dos debemos sentarnos más cerca de vos que lo hacía el otro sujeto. De otro modo nos iremos.

El rey frunció el ceño.

—No veo qué voy a ganar con Hott —dijo. Después de mirar de nuevo al rostro que se cernía sobre él, añadió—: No obstante, él siempre tendrá aquí alimento.

Bjarki prestó juramento al momento sobre la espada Skofnung. Nadie pensó en degradar la ceremonia por pedirle a Hott que hiciera lo mismo. El noruego volvió a la sala, hizo señas al joven de que se acercase y buscó un sitio donde sentarse. No escogió el mejor, ni tampoco el peor. Más cerca del sitial de lo que hubiera pensado, arrojó a tres hombres adormilados en un banco fuera de él, y se sentó con Hott a su lado. Cuando oyó que le insultaban, se encogió de hombros y dijo:

—Ya he visto las buenas maneras que usáis aquí —el rey Hrolf así mismo dijo a los hombres que no podrían quejarse por ser tratados de la manera que ellos trataban a los demás.

De este modo, Bjarki y Hott continuaron en la mansión durante algunas semanas. Nadie se atrevió a hacer nada contra ellos, y poco a poco el muchacho empezó a ganar peso y a dejar de estar encogido, pero siguió sin encontrar a nadie que quisiera ser su amigo.

V

Conforme se fue acercando el Yule, la gente estaba cada vez más temerosa. Bjarki preguntó a Hott a qué se debía.

—La Bestia —se estremeció Hott.

—Deja de castañetear los dientes y habla como un hombre —dijo Bjarki.

A trompicones le contó la historia.

—Durante dos inviernos, una bestia grande y horrible viene hasta aquí, en esta época del año, una cosa alada que vuela. Causa grandes estragos, matando rebaños y manadas; nadie puede construir establos para guardar lo poco que le queda. Esto fue lo que arruinó el sustento de mis padres y me trajo aquí.

—Esta mansión no está tan bien gobernada como yo pensé, si una bestia puede asolar libremente el reino y las posesiones del rey.

—Los hombres han intentado matarla. Las armas no mordían, y algunos de los mejores nunca volvieron. No es una bestia, realmente, creemos. Es un troll. —Hott miró a su alrededor y acercó los labios al oído de Bjarki—. A veces he oído, por casualidad, a Svipdag y sus hermanos preguntarse si no será un regalo de la reina bruja Skuld. Ellos dicen que debe estar amargada pensando que la casaron con un simple rey tributario, allí junto al Lago de Odín donde los esclavos son ahogados en honor del Tuerto.

Temeroso de hablar más, se escabulló a trabajar. Se había convertido en el mozo de cuadra, criado y recadero del noruego. Entre una y otra tarea se magullaba entrenándose en el uso de las armas, que odiaba e intentaba vanamente evitar.

En la víspera del Yule las ofrendas fueron mal realizadas, ya que nadie se atrevía a salir fuera de techado luego que oscurecía. La fiesta de palacio fue poco vistosa. El rey Hrolf se puso de pie y dijo:

—¡Escuchadme! Mi voluntad es que todo el mundo esté tranquilo y en paz esta noche. Prohíbo a mis hombres que ataquen a ese demonio. Que el ganado sufra la suerte que le esté reservada; pero no quiero perder a ninguno más de vosotros.

—Sí, señor, sí, sí —dijeron las aliviadas voces. Bjarki estaba sentado callado, sin prestar atención.

Los fuegos fueron apagándose. El rey y la amante que por aquel entonces tenía se fueron a su torre. Los hombres de la guardia se estiraron en los bancos, arrebujados en las mantas. Habían bebido mucho para desechar sus temores, y pronto las tinieblas se llenaron de ronquidos.

Bjarki se levantó. Sacudió a Hott, que dormía en el suelo a sus pies.

—Sígueme —le susurró.

Había observado dónde estaba en la habitación de la entrada su equipo de batalla, y lo cogió en la oscuridad. Fuera, la noche se extendía fría y silenciosa, clara y estrellada, una curvada luna brillando pálidamente sobre la escarcha y el vaho de la respiración. Bjarki se puso la cota de malla y la camisa de guata en medio del empedrado.

—Ayúdame a ponérmelo —le ordenó.

Hott ahogó un gemido.

—Señor, no pensaréis…

—Pienso hacerte un nudo en el espinazo si despiertas a alguien. ¡Deja de gimotear y échame una mano!

Para cuando Bjarki se había puesto el equipo completo, Hott estaba demasiado asustado para andar.

—Vos, vos, vos vais a poner mi vida en peligro… —gimió.

—Oh, probablemente no llegaré a tanto —dijo Bjarki—. En marcha —el joven no podía. Bjarki lo alzó, se lo echó sobre un hombro, y a grandes zancadas salió del patio. Coger un caballo habría hecho demasiado ruido.

Percibieron un gran estrépito poco después de haber salido por una de las puertas de la ciudad. Las vacas mugían de terror, en uno de los prados del propio rey a una milla de allí. Bjarki irrumpió en un trote que martilleaba sobre el suelo helado, a lo largo del arroyo que relucía con resplandor sombrío. Cerca del prado, se ensanchaba en una especie de pantano, donde los juncos muertos sobresalían rígidos sobre el hielo. Por encima del redil, una sombra borraba las estrellas. A través del clamor del ganado se oía un roce de cuero y un ventarrón poderoso.

—¡La Bestia! ¡La Bestia! —chilló Hott—. ¡Viene a tragarme! ¡O-o-o-oh!

—Deja de gritar, canalla —le atajó bruscamente Bjarki.

Le despegó los dedos que estaban aferrados a las anillas de su malla y soltó su fardo sobre el pantano. Hott se estrelló en el hielo y se acurrucó para ocultarse en el agua y el fango que había por debajo.

El noruego empuñó el escudo y fue al encuentro del monstruo.

Éste lo vio, osciló en lo alto y se preparó a abalanzarse: una cosa sin plumas de enormes alas nauseabundas, garras y pico crueles, cola como un timón fustigante, cresta escamosa por encima de unos ojos tortuosos. Bjarki se plantó sobre sus pies y puso la mano en el puño de su espada.

El arma no podía salir de la vaina.

—¡Brujería! —se quejó.

El monstruo siseó perfilándose contra el desvaído brillo del Puente[45]. Las alas impelieron el aire, y se lanzó en picado.

—Espada de los elfos… —Bjarki tiraba de Lövi hasta que crujió la vaina. Entonces quedó desnuda para destellar bajo las estrellas.

La criatura, de la misma esencia que los trolls, estaba casi encima de él. Un fétido olor abrumaba sus pulmones. Sosteniendo firmemente el escudo, atacaba por detrás de él. El pesado cuerpo le golpeó, un sordo estruendo metálico, un torbellino de aire y un silbido procedente de unas fauces de dientes afilados que parecían sonreír burlonamente. Bjarki se tambaleó hacia atrás. Cualquier otro hombre habría quedado aplastado, con los huesos rotos. Pero su espada ya había mordido. Entró entre un ala y una pata, cortó piel, carne y costillas, y llegó hasta el corazón.

El monstruo se contorsionó y se estrelló contra el suelo. Durante unos instantes estuvo revolcándose. La tierra temblaba bajo los golpes de las alas. Cuando la mayor parte de su fría sangre se hubo derramado sobre la escarcha, murió.

Bjarki resopló para recobrar el aliento y fue en busca de Hott.

Tuvo que tirar del infeliz, cegado por el miedo como estaba, temblando y lloriqueando, para sacarlo del pantano, llevarlo a cuestas hasta donde yacía el animal, todavía moviéndose de manera refleja, y depositarlo allí en el suelo. Señalando a la herida, de la que brotaba sangre negra, le dijo:

—Bebe de esto.

—No, oh, no, os lo suplico. —Hott lloraba a lágrima viva.

—¡Bebe, te digo! ¿No te he contado lo que mi hermano Frodhi el Alce hizo por mí? Quienquiera que haya llamado a esta cosa, fuera de no sé qué infierno, quería que hubiese fuerza dentro de ella.

Hott se arrastraba sollozando. Bjarki le dio un tortazo y le prometió algo peor si no obedecía. El muchacho cerró los ojos y puso la boca en el boquete que había hecho su espada. A pesar de lo mucho que bebió, Bjarki le hizo engullir dos largos tragos más. Después, el noruego arrancó el corazón a la bestia, se lo ofreció, y dijo:

—Toma un mordisco de esto.

Hott lo hizo. Había dejado de temblar. Cuando hubo masticado la carne, dio un salto.

—¿Cómo…? —miró alrededor maravillado—. ¿Cómo? El mundo es hermoso.

—Te sientes mejor, ¿eh? —dijo Bjarki mientras enfundaba de nuevo la espada élfica en su vaina de corteza de abedul.

—Me siento… como si hubiese despertado de la muerte.

Bjarki palpó los brazos de Hott.

—Sabía que había buenos músculos en ti, una vez que estuvieses adecuadamente alimentado —dijo con un gruñido—. Lo que necesitabas era tensarlos —se desabrochó el cinturón de la espada—. Probémoslos.

Mucho tiempo lucharon hasta que Bjarki pudo al fin poner a Hott sobre una rodilla, mucho más tiempo del que le habría llevado incluso con Svipdag. Levantándolo de nuevo, resolló alegremente:

—Ahora tienes un poco de fuerza. No creo que necesites temer más a los hombres de la guardia del rey Hrolf.

Hott alzó las manos al cielo y gritó con el calor de la juventud:

—Desde esta noche, no los temeré…, ¡ni a ti, ni a nadie ni a nada!

—Eso está bien, Hott, amigo mío —dijo Bjarki—. Creo que ya he pagado una deuda que tenía —sonrió. Tampoco él era viejo—. Ayúdame a colocar el cadáver de tal modo que piensen que está vivo.

Riendo como borrachos, lo hicieron. Después volvieron en silencio a la mansión, se acostaron, y se comportaron como si nada hubiese sucedido.

Por la mañana, el rey preguntó si se había sabido algo del demonio, si se había hecho notar de alguna manera durante la noche. Le respondieron que el ganado de los alrededores de la ciudad no parecía haber sufrido ningún daño.

—Comprobadlo —ordenó.

Los vigías lo hicieron. No había transcurrido mucho tiempo cuando regresaron corriendo estrepitosamente, y dijeron jadeando que habían visto la Bestia y que se dirigía hacia allí.

Los hombres, con gran estruendo, se apresuraron a empuñar las armas. El rey les ordenó que se comportasen como valientes y que cada uno hiciese lo más posible para quitarle la vida al monstruo. Iba a la cabeza de la expedición. Cuando descubrieron la gran forma oscura, apoyada sobre las rígidas alas en el glacial amanecer, se apretaron unos contra otros para formar un cuadro de escudos, y un solemne silencio cayó sobre ellos.

Después de un rato, el rey dijo lentamente:

—No creo que ni siquiera se mueva. ¿Quién obtendrá la recompensa por ir a ver lo que pasa?

Bjarki habló en voz alta:

—Verdaderamente sería algo digno de un hombre valiente llevar a cabo eso a la vista de todos —dio una palmada en la espalda al joven que lo había seguido—. Hott, compañero mío —dijo—. Aquí está tu oportunidad de lavar la afrenta con que te han calumniado, de que no tienes fuerza ni coraje. ¡Ve a acabar con aquella peste! Ya ves que ninguno de los demás se atreve.

Las miradas de todos se clavaron en la cabeza de cabellos rubios que de repente se había erguido tanto.

—Sí —dijo Hott—, yo iré.

El rey enarcó las cejas.

—No veo de dónde has podido sacar esta audacia, Hott —dijo—. Tienes que haber cambiado en muy poco tiempo.

—No tengo armas de mi propiedad —fue la respuesta. Señalando una de las dos espadas que llevaba el rey Hrolf, añadió—. Dadme vuestra espada Empuñadura de Oro, y acabaré con la Bestia o será mi perdición.

Hrolf le miró por un instante antes de decir:

—No es adecuado que esta espada la lleve nadie sino un bravo mozo digno de confianza.

—Pronto veréis que yo lo soy.

—¿Quién sabe si no se ha producido incluso más de un cambio en ti que nunca imaginamos que veríamos? Es como si fueses un ser por completo diferente… Bien, toma la espada, pues, y si puedes realizar esta hazaña, quizá piense que eres digno de poseerla.

Pocos habían seguido esta conversación. Estaban demasiado pendientes de la horrible cosa que tenían enfrente. Pero todos vieron que Hott desnudaba la espada y salía corriendo hacia ella. De un único golpe, la derribó por entero.

—¡Mirad, señor! —exclamó Bjarki—. ¡Qué cosa tan valerosa ha realizado!

Pasmados al principio, los hombres estallaron en gritos de júbilo, blandieron las armas, hicieron resonar las espadas contra los escudos, se precipitaron a abrazar a Hott y a llevarlo en sus hombros. Hrolf se mantuvo atrás, como Bjarki. El rey le dijo en voz baja:

—Sí, se ha convertido en algo distinto de lo que era. Sin embargo, Hott solo no ha matado a la Bestia. Más bien, lo hiciste tú.

El noruego se encogió de hombros.

—Pudiera ser.

Hrolf asintió.

—Lo vi en seguida cuando llegaste aquí: que había pocos como tú. Con todo, me parece que tu mejor obra es haber hecho un hombre de ese, hasta ahora, infeliz de Hott.

Los hombres se aproximaron. Hrolf levantó la voz.

—Ahora no quiero que se le llame más con un nombre de esclavo como Hott. Que se le llame por la espada Empuñadura de Oro que ha ganado —y, volviéndose al ruborizado joven guerrero, dijo—: De aquí en adelante serás Hjalti.

O sea, «Empuñadura», y en la empuñadura de la espada rey se convirtió, como Bjarki era la hoja de la espada y Svipdag el escudo.

VI

De aquel día en adelante, Bjarki y su amigo se ganaron la buena voluntad, y hasta la incondicional adoración de los hombres de la guardia. Al principio al mozo no se le vio mucho en la mansión. Después de reunir alimentos y cosas útiles para ayudar a sus padres, trató de compensar el tiempo perdido echándoles el lazo a todas las mujeres disponibles en muchas millas a la redonda. Bjarki se comportó más gravemente. Ganó la estrecha amistad del rey, que le hizo grandes regalos, y de Svipdag, el del parche en el ojo. Los tres juntos sostuvieron largas conversaciones sobre cómo ensanchar y fortalecer el reino y qué se podía hacer por su bienestar.

Bjarki también empezó a ver con mucha frecuencia a la hija mayor de Hrolf, Drifa, que estaba convirtiéndose en una hermosa dama. Y, al estar más entre los guerreros de lo que le era posible al rey —que tenía que ir a los Things, escuchar los problemas y disputas del pueblo, pronunciar juicios, actuar de anfitrión de los visitantes, vigilar sus propias y extensas posesiones, y otras muchas cosas—, Bjarki se esforzó por lograr que la tropa corrigiese sus maneras.

Svipdag le dijo:

—Pienso que nuestros doce berserkir son la raíz de todas las malas costumbres. Intimidan a la mayoría de los hombres, que entonces tienen que descargarse en alguien más débil. Desearía que pudiésemos librarnos de ellos, y estoy seguro de que el rey Hrolf desea lo mismo, por muy útiles que puedan ser en la batalla. Pero son seguidores fieles y no le han dado motivo real para despedirlos.

—¿Dónde están ahora? —preguntó el noruego.

—Al frente de una banda que ha asolado las tierras sajonas. Mira, el rey no quiere sojuzgar a los sajones bajo su poder. Tienen demasiados lazos más al Sur. Pero ellos nos han estado hostigando, incitados, a mi parecer, por el conde sueco de Ais. Y no podremos obligar a los jutos a que formen parte de Dinamarca, como esperamos, hasta no haber convencido a golpes a los sajones de que mejor harían en dejarnos solos. Nuestras avanzadas decidieron invernar allí, y estarán de vuelta en primavera.

Más tarde, Bjarki preguntó a Hjalti qué se podía esperar de los berserkir. El muchacho le contó la costumbre que tenían al llegar, de dirigirse a todo el mundo en la mansión y preguntarles si se consideraban tan valientes como ellos.

—Han aprendido a convertirlo en algo meramente simbólico por lo que concierne al rey, y también a esos tres hermanos de Svithjodh; pero los demás tienen necesariamente que humillarse ante ellos.

—Pequeño es el número de los hombres verdaderamente valientes entre los seguidores del rey Hrolf, si soportan palabras de desprecio de los berserkir —dijo Bjarki.

El tiempo pasó, hasta que llegó la tarde en que, cuando en la mansión se estaba preparando la cena, se abrió la puerta y entraron los doce hombres enormes, grises por el acero, brillando hasta parecer campos de hielo.

—¿Te atreves a igualarte con cualquiera de ellos? —le susurró Bjarki a Hjalti.

—Con cualquiera o con todos.

Los doce avanzaron pesadamente hasta el sitial y preguntaron al rey Hrolf la fórmula acostumbrada. Él respondió de tal manera que pudiera mantener su orgullo al mismo tiempo que una paz insegura. Luego se dirigieron a los bancos. Uno a uno, con voces en las que podía percibirse el odio, los guerreros fueron reconociéndose más débiles que ellos.

Agnar, su cabecilla, había visto a Bjarki y pensó que no era un muchacho de poca monta el que había venido. Sin embargo, se fue hacia el noruego y rezongó:

—Bien, Barbarroja, ¿te crees tan bueno como yo?

Bjarki sonrió.

—No —ronroneó—, no lo creo. Me considero mejor que tú, sucio hijo de puta.

Se puso en pie de un salto, agarró al berserkr por la cintura, lo levantó y lo arrojó al suelo con un gran estrépito. Hjalti hizo lo mismo con el siguiente.

Los hombres gritaron. Los berserkir aullaron. Bjarki, con un cuchillo en la mano, mantenía a Agnar en el suelo, con un pie puesto encima. Hjalti había sacado la espada Empuñadura de Oro y, amenazándolos con ella, sonreía a la decena de berserkir que se arremolinaban ante él, mascullando injurias.

Hrolf saltó del sitial y se apresuró a acudir.

—¡Detente! —le gritó a Bjarki—. ¡Que haya paz!

—Señor —dijo el noruego—, este bellaco va a perder la vida a no ser que reconozca que es inferior.

El rey contempló a la pareja que yacía aturdida bajo los dos amigos.

—Eso está hecho —dijo, incapaz de permanecer serio del todo.

Agnar refunfuñó algo y Bjarki dejó que se levantase, y lo mismo hizo Hjalti con el otro. Todo el mundo volvió a sus asientos, los berserkir a los suyos con el corazón entristecido.

Hrolf se levantó y habló severamente a sus guerreros. Aquella noche, les dijo, habían visto que nadie era tan valiente, fuerte o descomunal que no pudiera hallarse su igual.

—Os prohíbo suscitar más peleas en mi casa. No importa quién sea el que rompa la prohibición, ello le costará la vida. Contra mis enemigos podéis ser tan furiosos y rabiosos como deseéis, y de este modo ganar honor y fama. Ante un tropel tan excelente de guerreros como sois, no tengo necesidad de estar manteniendo siempre el orden. Y os digo: ¡Haceos dignos de vosotros mismos!

Todos alabaron las palabras del rey y se juraron amistad.

No fue sino un puro disimulo por parte de los berserkir. Siguieron con su odio hacia Bjarki y Hjalti, no perdiendo oportunidad de murmurar sobre ellos y hablándoles siempre malhumoradamente. Sin embargo, no se atrevieron a causar auténticos problemas. En cuanto dejaron de incordiar y humillar al resto de los hombres, éstos a su vez perdieron su arrogancia. En breve tiempo, no sólo trabajadores y sirvientes, sino hasta los mismos esclavos, decían que la casa del rey Hrolf era un sitio feliz donde vivir.

Los guerreros, sin embargo, estaban con frecuencia alejados de ella, porque en aquellos días Hrolf estaba intentando sojuzgar a los jutos. Grandes fueron las hazañas realizadas en playas, colinas y brezales, en bosques y valles; y astutas también eran las estratagemas ideadas por el rey. La narración de sus batallas sería demasiado larga, porque es únicamente una narración de victorias.

En casa vivía en pleno esplendor. Así es como sentaba a sus hombres: a su derecha estaba Bjarki, reconocido el primero de todos y por eso era el Mariscal. Habían acabado llamándolo Bodhvar-Bjarki, Batalla-Bjarki, que le sentaba tan bien que incluso hoy se habla de Bodhvar refiriéndose a él, como si ése fuese el nombre que su padre le hubiese otorgado. Pero Bjarki es completamente adecuado, y a más de una trova en la que se insta a los hombres a que se apresten para el combate se la llama un Bjarkamaal. Aunque terrible en la guerra, era de ánimo alegre y generoso, perdonaba siempre la vida a los enemigos que se le entregaban, nunca poseía a una mujer en contra de su voluntad, y le gustaba hacer reír a los niños pequeños. A la derecha de Bjarki se sentaba Hjalti el Noble. El rey le había puesto este sobrenombre, porque todos los días se encontraba con los hombres de la guardia que se habían portado tan malvadamente con él y no tomaba ninguna venganza, ni siquiera entonces que les ganaba en fortaleza a todos ellos, a pesar de que Hrolf, con toda seguridad, habría encontrado disculpable que les hubiese devuelto unos cuantos recuerdos.

Más lejos de él se sentaban algunos de los que eran considerados como los mejores: Hromund el Duro; el tocayo del rey, Hrolf el Veloz; Haaklang, Hrefill el Fuerte, Haaki el Osado, Hvatt el de la Alta Cuna, y Starulf.

A la izquierda del rey estaban aquellos que no eran inferiores a ninguno excepto a Bjarki y a Hjalti —o sea, Svipdag, Beigadh y Hvitserk—. A la izquierda de éstos iban los berserkir encabezados por Agnar. Eran unos compañeros de banco bastante taciturnos, pero se habían ganado este honor por su fortaleza. De todos modos, los hermanos de Svitjodh tampoco eran muy extrovertidos. Svipdag, especialmente, podía llegar a ponerse muy melancólico cuando estaba borracho, como si se acordase de alguien desaparecido hacía años.

Las demás plazas, a ambos lados de la sala, estaban atestadas de selectos luchadores, cuyo número ascendía a más de trescientos. Eran una banda turbulenta, una alegre y bulliciosa tropa, cuyos gritos y carcajadas resonaban en toda la ciudad, como así mismo en la campiña de los alrededores.

Además estaban los trabajadores de la casa, y habitualmente también huéspedes. Conforme fue creciendo la fama del rey Hrolf, y las aguas y caminos daneses fueron limpiándose de bandidos, los barcos afluyeron a Roskilde, Köbenhaven y demás puertos, trayendo bienes que podían proceder de Finlandia o del Mar Blanco, de Irlanda o de Gardaríki, del profundo corazón de Saxland, o de más lejos todavía. A cambio, los daneses entregaban pescado y ámbar extraídos de las olas, carne, manteca, queso y miel de sus fértiles granjas. Pero también ellos estaban botando, cada vez más, cascos y dirigiendo proas hacia el mundo exterior.

Resultaba costoso vivir como el rey Hrolf, sobre todo porque era el más pródigo de los dadivosos. Sin embargo, las riquezas que afluían conforme su paz fue extendiéndose eran suficientes y aun sobraban. Además de los pagos de los reyes tributarios, él mismo era propietario de exuberantes acres de tierra y de una extensa flota pesquera. No necesitaba establecer penosas gabelas sobre la pesca, las granjas y el comercio; ni tampoco, cuando las guerras decrecieron por falta de enemigos, echó de menos el botín que solía ganar con ellas.

Más difícil resultaba mantener tranquilos a sus hombres. En general, siempre encontraba alguna solución. Todos poseían algo, bien fuese en tierras o en barcos, que tenían que inspeccionar a menudo. Todos tenían así mismo amantes en los alrededores que los mantenían cómodos y bien calientes, y ahora muchos dormían en sus propias casas cerca de la mansión. El rey les hacía practicar todo género de juegos y artes, que llegaron a realizar con habilidad y orgullo.

Fuera lo que fuese lo que emprendieran, Bjarki siempre era el mejor en todo. Llegó a ser el preferido del rey, quien en el transcurso del tiempo le regaló hasta doce granjas diseminadas por toda Dinamarca —y, como colofón, a su hija Drifa como esposa—. Eran una pareja feliz, el barbarroja y la augusta joven de trenzas rubias; la gente decía que parecían Thor y Sif.

En cambio, Hrolf seguía sin casarse. Habiendo muerto Bjovulf y estando Götaland sumida en los disturbios, no había una auténtica compañera digna de él en ningún lugar de las tierras del Norte, salvo, quizá, en Svithjodh, donde el rey Adhils difícilmente estaría dispuesto a tenerlo por aliado.

—Además —le dijo una vez a Bjarki—, tengo demasiadas cosas que hacer para permitirme que una mujer llegue a ser algo más para mí que una compañera de lecho —el Mariscal creyó percibir en el tono del rey cierta melancolía.

Nada de todo lo dicho se realizó de la noche a la mañana. Llevó cinco años desde el día en que Bjarki entró a caballo por primera vez por las puertas de Leidhra; y violento fue el juego de la espada. Hacia el final, las cosas fueron más rápidas. Los reyes subsidiarios y caudillos jutos vieron que no había esperanzas de evitarlo. Más aún, ellos y los que estaban bajo sus órdenes llegaron a comprender que cualquiera que tuviese a Hrolf Helgisson por soberano, obtenía cosas que compensaban con creces lo que él les pedía a cambio.

Tenían paz. En adelante a ningún jefe de la vecindad se le metería en la cabeza la idea de venir a matar, quemar, saquear, violar y capturar esclavos; y si se atisbase cualquier cosa parecida a una amenaza procedente del extranjero, en seguida el Alto Rey de Leidhra podría congregar más guerreros, los más expertos y temibles, de tal modo que nadie se atreviese a enfrentarse con ellos. Al principio, los cuervos se atracaron con la carne de los proscritos colgados, las gaviotas con la de los vikingos arrojados a la playa. Después, las aves estuvieron hambrientas. El granjero y el pescador podían hacer sus faenas libres de temor; el mercader que tuviese una empresa en mente, el colono que quisiera cultivar nuevas tierras, se atrevían a hacer planes.

El Alto Rey era justo. La más pobre e indefensa abuelita podía dirigirle la palabra cuando estaba de gira por la Dinamarca que él había construido, y tener la seguridad de que el rey la escucharía pacientemente. El más arrogante rey subsidiario, conde o sheriff tenía que responder por cada yerro cometido. Sin embargo, Hrolf nunca era más severo de lo necesario. Cuando estaba juzgando una disputa, intentaba en la medida de lo posible que los hombres se reconciliasen.

—Si das un poco al mismo tiempo que ganas un poco —solía decir—, no perderás nada. Al contrario, eso supondrá que, después de muerto, la gente se alegrará de recordarte y hará ofrendas a tu memoria.

El comercio se extendió como un benevolente fuego. Cualquier habitante de las islas, de Escania o de Jutlandia podía acudir a los mercados y regatear por lo que los patronos de los barcos habían traído. Era algo más que meras mercancías; era artes, oficios, técnicas hasta entonces desconocidos, era noticias, sagas, poemas y canciones del extranjero, para levantar los ánimos por encima de los estrechos recintos de las casas.

De este modo, cuando Hrolf Helgisson llevaba ya treinta y cinco años sobre la tierra, gobernaba un reino solamente menor en extensión que Svitjodh, pero mucho más rico, feliz y abierto al exterior. Majestuosa como un cielo de verano, la paz le servía de techo; y a nadie dio motivos para llorar, excepto a esos pocos que seguían odiándolo, y a una mujer, muy lejos en Uppsala, que lo amaba.