Capítulo 20
TRACIE y Jon entraron en el aparcamiento de REÍ. Él la había acosado a preguntas todo el camino, pero ella se había negado a contestar.
Sin hacer caso a Jon, Tracie giró a la derecha olvidando poner el intermitente y estuvo a punto de incrustarse contra un Saab. Aparte de eso, no tuvieron problemas.
—Venga, vamos de una vez —dijo Jon y salió del coche, pero estuvo a punto de tropezar con el bordillo cuando leyó el cartel en la entrada.
—¡Por Dios, no, aquí no! — protestó.
REÍ era un lugar famoso, en las afueras de Seattle, cerca de la autopista 5. Era probablemente la tienda de artículos de deportes al aire libre más grande del mundo, y el lugar de encuentro de todos los deportistas con preocupaciones ecológicas. Su peculiar arquitectura y sus inmensas ventanas llamaban la atención. Jon vio desde la puerta pasillos y pasillos llenos de artículos para montañistas, y cientos de hombres y mujeres jóvenes y atractivos buscando lo que necesitaban.
—Busca una chica normal —le dijo Tracie—. Una de aquellas. —Y le señaló un grupo de jóvenes altas, delgadas, perfectas, con dientes y tez y pelo relucientes. Jon sintió que se volvía más y más pequeño y oscuro, una mancha en el paisaje. Tracie lo empujó suavemente—. Ponte cerca, pero no les hables. Tienes que hacerte el difícil. Que sean ellas las que quieran ligar contigo.
Habían llegado al final de un pasillo y delante de ellos había una enorme pared de piedra — de al menos seis pisos de altura— rodeada de cristal. La gente trepaba por su ladera casi vertical, a la vista de todos los que estaban en la tienda, así como de los vehículos que circulaban por la autopista.
—¡Joder! — exclamó Jon.
Odiaba la altura. Una vez le había contado a Tracie que tenía miedo de mirar por las ventanas de los pisos altos porque le daba la sensación de que podía llegar a saltar.
—Continúa la clase. Tú ahora pareces un tipo duro, pero también tienes que actuar como si lo fueras.
—¿Cómo? ¿Colgándome de una pared? ¡Olvídalo! Tracie sabía que él iba a resistirse, y estaba preparada.
—Vamos, Jon. La escalada es lo máximo. Es un deporte de individualistas. Y a las mujeres les encantan los lobos solitarios. Acuérdate de James Dean. Y de La soledad del corredor de fondo.
—Eh, el tío de esa película solamente atracaba una tienda y robaba dinero. Y después marchaba a Londres con una chica. Yo también puedo hacer eso. Lo que no me gusta son las alturas.
—Jon, aquí hay un millón de chicas esperando conocer a un escalador.
—¡Yo creía que a las chicas les gustaban los cantantes de rock! — gimió él—. Tú te has conseguido uno, así que no me engañes.
Tracie decidió no hacerle caso; cogió un rollo de cuerda de uno de los estantes y se lo dio junto con unas clavijas.
—Prueba esto — le dijo—. Al menos parecerás un escalador.
—Sí, o una mancha del test de Rorschach aplastado allí abajo — replicó Jon, señalando el suelo al pie de la pared de roca—. He visto todas esas películas. James Dean ponía cara triste, y se pasaba el día apoyado contra una pared. Yo también puedo poner esa cara y apoyarme contra las paredes. James Dean nunca escaló una montaña.
—No seas tan literal. Ni tan negativo. Hay que cambiar al ritmo de los tiempos — dijo Tracie—. Yo no te he dicho que treparas por las rocas, solo quiero que hables de ello. — Le dio un codazo. Una rubia muy guapa pasó junto a ellos y Tracie pensó que la chica le había dado un buen repaso a Jon. Buena señal—. De todas formas, no es necesario que escales nada. Ponte allí con una clavija en la mano y habla con una chica.
—¿Y de qué quieres que hable? — dijo él, mirando la pared de roca—. Yo de esto no sé nada.
—Sé más positivo. Lo más probable es que ellas tampoco sepan mucho. Si te preguntan, tú diles que siempre usas Black Diamond. Es la mejor marca.
—¿Cómo lo sabes?
—He escrito un artículo sobre eso.
Era una mentira, pero no era necesario hablarle de Dan. Tracie dibujó un diamante negro en su bloc de notas amarillo, arrancó la hoja, y la pegó en la barbilla de Jon. Estaba guapo hasta con la perilla de postit. Este era un buen momento para dejar que su patito demostrara que podía nadar, o se hundiera, y Tracie, sin decir nada, se alejó.
—No sé por qué estoy pensando en el Coyote. Ya sabes, ese dibujo animado en el que pide un lanzacohetes Acmé y luego...
Jon se volvió para hablar con Tracie, pero ella había desaparecido. Una morena de piernas muy largas le estaba escuchando.
—¿Un lanzacohetes? Nunca he usado ninguno. ¿Es una ayuda nueva para escalar? — preguntó.
Jon trató de recuperar la calma. Miró el papel amarillo que tenía arrugado en la mano, y recordó el consejo de Tracie. Y la chica era realmente guapa.
—Sí. Black Diamond. Pero yo sigo usando el equipo clásico. ¿Y tú?
—Sí, yo también lo prefiero. ¿Tú sales mucho de escalada?
—Oh, sí. Hago montañismo desde que era un niño.
¡Dios, las cosas que hacen los hombres para ligar con una chica! Cuando era niño, su padre hizo una vez que cojeara toda la tarde para que él pudiera seducir a una mujer. Su padre se había mostrado encantador con él, y al final del día, cuando lo dejaron en su casa, la mujer le había dicho: «Eres un niño muy valiente». Días después, Jon le preguntó a Chuck por qué ella le había dicho eso, y su padre rió y le explicó que él le había contado a la mujer que a su hijo le habían amputado la pierna a causa de un cáncer. Y luego estaba ese tío que salía con Tracie cuando hacían cursos de posgrado que.
Jon regresó al presente y a la oportunidad que se le había acercado caminando sobre dos piernas muy bonitas. Se volvió para mirar a la mujer, que parecía verdaderamente interesada en él. Tenía el pelo largo, peinado en una trenza medio deshecha que acababa en una especie de coleta. Detrás de ella, Tracie le hizo una señal de «bien». ¿Significaba que estaba bien mentir, o que la chica estaba bien, o que...?
—Yo empecé el año pasado, pero el montañismo es. es una manera de entender la vida — dijo la morena, interrumpiendo el dilema moral de Jon.
—Sí — respondió él, tan rápido como su padre en sus mejores días—. Yo lo necesito tanto como. como el oxígeno. Necesito estar solo y no depender de nadie. Necesito ser una silueta recortada contra un peñasco de granito.
Jon aprovechó una esquina del pasillo para adoptar una pose a lo James Dean. Esperaba que la chica se fijara en su postura, y también esperaba que la noche antes no hubiera visto, por una de esas extrañas coincidencias, Al este del Edén.
Al parecer no la había visto.
—Sé lo que quieres decir — dijo ella cada vez más entusiasta. Después, como si se lo hubiera pensado mejor, se apartó unos pasos. Jon sintió de inmediato un nudo en el estómago. ¿Qué había dicho que estaba mal? ¿Iba a estropear este ligue igual que había fastidiado la historia con la Chica Encantadora en el aeropuerto? Pero ella volvió a acercarse—. Quiero decir que no lo sé por experiencia, porque nunca he escalado sola, pero te entiendo, y yo también quiero hacerlo. ¿También haces alpinismo en la modalidad sin guía?
Jon ni siquiera sabía qué era eso.
—Sí, con frecuencia — respondió. Qué diablos, pensó, de perdidos, al río.
Ella se detuvo ante un estante lleno de clavijas y otros adminículos por el estilo. —Se necesitan tantas cosas, ya sabes. ¡Y todo es tan caro! Yo ahora necesito unos asideros lunar con estribos y unos crampones. ¿Tú los usas?
—Claro que sí, nunca salgo de escalada sin ellos — respondió Jon sin vacilar. Daba miedo, pero cuanto más mentía, más fácil era. ¿Esto era lo que hacía su padre?
Pero él no era como su padre. La chica le gustaba de verdad. De acuerdo, él no practicaba el montañismo, pero le gustaban las actividades al aire libre, e iba a todas partes en bicicleta. Estaba seguro de que ella era tan ecologista como él. Puede que no fuese vegetariana — seguramente se necesitaba comer mucha proteína animal para escalar una montaña—, pero ahora que la miraba bien — a hurtadillas, claro— veía que ella era la clase de chica que quería conocer, con la que quería hacer cosas.
—¿Qué marca prefieres? — le preguntó ella.
—Black Diamond — respondió, y puso el brazo contra el estante que tenía detrás, tratando de que pareciera un gesto casual.
Casi se cae. Por suerte ella no se dio cuenta, porque estaba cogiendo un extraño artilugio del estante inferior. Jon no tenía ni idea de para qué servía, pero si un judío lo hubiera visto durante un interrogatorio de la Inquisición no le habría gustado nada.
—¿Y los pitones de expansión marca Pika? — preguntó la chica.
Jon recordó las instrucciones de Tracie; de todas formas, él quería tocar a esa chica. Su piel era de un color parejo en todo el cuerpo, un blanco cremoso, con apenas una leve sugestión de rosa por debajo. Sus labios eran rosa. Y entonces se dio cuenta de que ella esperaba su respuesta.
—Están bien. No son Black Diamond, pero...
Se dijo que ahora o nunca. Tenía que tocarla. Le cogió la mano, como si quisiera ver mejor lo que ella había escogido.
—¡Caramba, que hermosas cutículas tienes!
Jon advirtió que la morena se quedaba encantada. Se miró la mano, que él aún tenía cogida, y se ruborizó.
—¿De verdad? Gracias. Me llamo Ruth, por cierto.
—¿Ruth Porcierto? Qué apellido tan raro. ¿Eres inglesa?
Guiados por Ruth, fueron hasta una fila de gente y se pusieron a la cola. Jon iba detrás de la joven para continuar con la conversación.
—Mira, yo solamente tengo un asidero lumbar con estribos de Edelrid — dijo Ruth. Jon temió por un momento que todo aquello fuese un chiste o una elaborada broma preparada por Tracie. Pitones, asideros con estribos, crampones. ¿Se trataba de un deporte o de un circo? Pero aunque Jon había perdido de vista a Tracie, no había perdido la cabeza. La chica parecía entusiasmada con él, era muy guapa, y él iba a seguir hasta el final—. Espero que esté bien, porque no quiero tener que comprar otro — continuó la joven.
Jon le echó un vistazo a la cola de la caja. Pensó que iba a tener que comprar la cuerda y el cinturón. Bueno, lo pondría en la cuenta de gastos de su nuevo vestuario. Pero al cabo de un minuto se dio cuenta de que delante de ellos no había ninguna caja registradora. ¿Para qué estarían haciendo cola? Y poco después vio, horrorizado, que el tío que estaba al frente de la fila arrojaba una cuerda y comenzaba a escalar la pared rocosa, mientras otra gente descendía desde lo alto a soga doble.
—¿Esta fila no es para pagar?
—No, es para probar lo que te llevas. Yo siempre pruebo antes el material. ¿Tú no lo haces?
—Sí, yo también pruebo todo lo que me llevo de esta tienda — respondió Jon, y por primera vez estaba diciendo la verdad.
Su madre le había enseñado que no debía mentir. ¿Por qué se había metido en este lío?, se preguntó Jon mirando con espanto a los primeros de la fila. Uno detrás de otro, se lanzaban a escalar la roca y se balanceaban en las alturas como si aquello no fuese un acto suicida. Se volvió hacia Ruth, que parecía haber movido los labios.
—¿Qué dices? Perdona, no te había oído.
Otros dos clientes de la tienda arrojaron sus cuerdas para trepar. Jon sentía que el corazón le retumbaba en el pecho. Miró alrededor buscando a Tracie. Tiene que ser una broma, pensó mientras se acercaban al mostrador. El pánico hizo presa de él. ¡Le daba tanto miedo la altura!
—No necesito probar esta cuerda — dijo, esforzándose por parecer tranquilo.
—No, pero imagino que querrás probar los mosquetones.
Uno de los monitores de la tienda se acercó a Jon.
—¿Has hecho montañismo antes?
Ruth intervino antes de que él pudiera decir nada.
—Hace escalada sin guía — dijo.
—Entonces puedes atar tu propia cuerda — le dijo el monitor a Jon.
Sí, al cuello, pensó él. O al cuello de Tracie. Miró a derecha e izquierda, buscando una salida. La multitud que miraba a los escaladores parecían los parientes de madame Defarge contemplando el espectáculo de la guillotina. Vio, cada vez con más náuseas, que Tracie estaba entre ellos. Le dirigió una mirada desesperada. Ella se encogió de hombros. Jon miró luego a Ruth, pensó en su tez de porcelana, respiró hondo y arrojó la cuerda a la pared de roca.
—¿Estás seguro de que quieres hacer un camino tan difícil? — le preguntó Ruth. Él negó con la cabeza, cogió la cuerda, y comenzó a trepar. Todos los demás escaladores se movían por la pared de roca como si fueran monos araña, pero Jon se arrastraba pegado a la superficie como una babosa—. No te preocupes, yo te tengo — le dijo Ruth.
Jo, de repente, la odió con todo su corazón. ¿Por qué no se había dado cuenta antes de que ella era una loca sádica que lo único que quería era su muerte?
—Oh, no estoy preocupado — le respondió, y se obligó a trepar dos o tres salientes más en las rocas.
Ahora estaba a unos dos metros de altura. Miró hacia abajo y le dio tanto miedo que le temblaron las manos y estuvo a punto de caer. Para evitarlo, comenzó a moverse con frenesí y siguió subiendo mientras se hacía un lío con la cuerda. Ya no había ningún lugar al que agarrarse; la pared era completamente vertical. Por fin llegó a un saliente, a unos seis metros por encima de la multitud que se apiñaba abajo, y se aferró con desesperación, como una ventosa.
El monitor de REÍ cogió un megáfono.
—¿Se encuentra bien? — le preguntó, y todo el mundo en la tienda se volvió para mirar.
La multitud crecía. Así debía de ver a la gente Spyderman. Jon vio que Tracie se abría paso entre la multitud hasta ponerse en primera fila, pero en lugar de gritarle alguna palabra de aliento, empezó a hacerle fotos. Jon pensó que aunque uno conociera mucho a la gente, nunca podía saber cómo reaccionaría en una situación imprevista. La reacción de Tracie no le ayudaba mucho, pero a Jon ya no le importaba, porque sabía que en breve iba a morir.
—Por favor, responda, ¿se encuentra bien? — insistió el tío del megáfono. Jon ni siquiera podía mover los labios.
—¡Tenemos un novato con un ataque de pánico! Por favor, que todos los escaladores desciendan de inmediato — gritó el del megáfono.
Sonó una sirena. Seguía llegando gente para ver el espectáculo. Tracie se alejó de la multitud. Jon, entretanto, trataba de fundirse con las rocas.
Después de soportar la humillación de la llegada del personal sanitario, Tracie y un pálido y despeinado Jon cruzaron el aparcamiento rumbo al coche. La gente los miraba y señalaba a Jon. Mientras abría la puerta del coche, Tracie pensó que su amigo era un caso imposible. Iba a perder la apuesta con Phil, y aún peor, no podría escribir el artículo que pensaba. No iba a poder transformar a Jon, era un caso perdido. Y para colmo de males le esperaba un futuro terrible: sería siempre un fenómeno de feria, y acabaría convertido en un solterón, el tío de los futuros hijos de Tracie. Dios, pensó, no hará más que malcriarlos.
Fueron en silencio por la autopista, y ya estaban a medio camino de la casa de Jon cuando él habló:
—¿No has visto a Ruth? He arriesgado mi vida por ella y desaparece. — Ella se contuvo para no estallar—. Le he dado mi número de teléfono. ¿Crees que me llamará?
Este tío no es de verdad, pensó Tracie.
—No creo que te llame, después de ver que han tenido que darte oxígeno — le respondió.
—Era completamente innecesario. Solo fue un problema de hiperventilación. Solo necesitaba una bolsa de papel.
—Sí, claro, para ponértela en la cabeza — suspiró Tracie. Jon no era sir Edmund Hillary, pero al menos nunca iba a aprovecharse de un pobre sherpa. Lo peor era que no se daba cuenta de nada. ¿Cómo podía ser que no viera lo mal que había estado? Había sido aún peor que el fracaso del aeropuerto. Tracie se dijo que no tenía que darse por vencida, pero era absolutamente necesario que le diera otra lección antes de su cita con Beth—. Tenemos que repasar unas cuantas cosas — le dijo.
—No, por favor — gimió él—. Otra lección no.
Ella apartó los ojos de la carretera y le dirigió una mirada muy significativa.
—Será mejor que no se queje, señor — le dijo—. No puede hacerlo después de semejante fiasco.
Jon se encogió en el asiento, pero al cabo de un momento comenzó a protestar.
—Oye, yo puedo hacerlo. Sé que puedo. Esta vez no ha sido como lo del aeropuerto. Ella me hablaba, y yo le gustaba. — Miró a Tracie, que se esforzó por no sonreír—. No me abandones — le suplicó—. Ya sé que estás pensando en renunciar, pero no lo hagas, por favor.
Tracie apartó una vez más los ojos del camino y lo miró sin poder contener una sonrisa.
—Contigo nunca me daré por vencida — dijo—. Y he de decirte que tengo noticias muy emocionantes.
—Creo que ya he tenido bastantes emociones por hoy.
—Bueno, no será hoy. Tienes una cita oficial. El viernes por la noche.
Jon se irguió en el asiento. ¿Cuándo había sido su última cita de verdad? ¿En el presente período legislativo?
—Estás de broma. ¿Y con quién? — preguntó.
—Una chica de mi oficina. Es muy mona. Se llama Beth.
Mmm. Una de esas pobres desgraciadas que conocía Tracie. Siempre estaba hablando de ellas, pero él nunca se acordaba de sus nombres.
—¿No es la que estaba enamorada del piloto de fórmula uno? — preguntó receloso.
—Sí, pero eso fue el año pasado — dijo Tracie, como si el año pasado hubiera sido hace un siglo—. Después de aquello salió con el segurita de una discoteca. Y con un tío del periódico.
Santo cielo, una chica de discotecas.
—No le gustaré.
—Sí le gustarás, pero tenemos que trabajar bastante antes del viernes. ¿Podemos vernos mañana?
—Mañana tengo una reunión de empresa. — Últimamente, Jon había descuidado un poco el trabajo, y había ido reduciendo sus acostumbradas doce horas diarias. Y en Micro/Con, una jornada de veinte horas no era suficiente. Esta nueva preocupación por su vida social iba a ser muy negativa para su carrera si no empezaba a pasar más tiempo en su despacho.
—¡Eh! ¿Qué es más importante, tu carrera o tu vida sentimental? — preguntó Tracie. Era desconcertante la manera en que ella respondía a lo que él estaba pensando, pero lo había dicho en voz alta. Habitualmente esto le gustaba, porque se sentía comprendido. Pero en este momento, lo que había dicho lo hizo sentir desnudo—. Nadie se ha muerto lamentando no haber pasado más tiempo en su despacho — le recordó ella.
Tienes razón, pensó Jon. Y nadie que tuviera una intensa vida social ha llegado a ser vicepresidente de una compañía como la mía.
—De acuerdo, de acuerdo — dijo suspirando—. ¿Y dónde tengo que encontrarme con ella?
—Frente al Seattle Times. En la puerta de Starbucks. O dentro, si llueve.
—¿Y dónde tengo que llevarla? — preguntó Jon, que ya comenzaba a ponerse nervioso.
—Llévala a un buen restaurante, pero no demasiado bueno. Y recuerda lo que te he dicho sobre lo que tienes que pedir.
—Sí, sí — respondió él con ceño—. Nada de ensaladas de maíz.