Capítulo 16

JON pulsó eject y la cássete saltó del vídeo como una tostada de la tostadora. Había visto Al este del Edén cuatro veces. Y el personaje del sensible y solitario Cal, interpretado por James Dean, no le parecía sexy. Era un perdedor típico, no la clase de hombre que atrae a las mujeres. Y no parecía que a Aver, la chica que salía con el hermano de Cal, y que interpretaba Julie Harris, le gustara. Y no tenía por qué gustarle, con lo neurótico y hosco que era. A Jon le parecía que a ella le movía la compasión. Y la manera en que él intentaba una y otra vez ganarse la aprobación de su padre... Jolines. ¿Por qué no aceptaba que su padre era un inútil y un loco? El propio padre de Jon era un inútil. Y ni siquiera era Raymond Massey.

Jon se quitó el jersey, se puso la extraña chaqueta antigua que Tracie le había hecho comprar y se miró en el espejo. Le era fácil verse, porque toda la ropa que antes llenaba el armario y tapaba el espejo había desaparecido.

Tenía que admitir que el Jon que lo miraba desde el espejo era muy diferente a él. Puede que por eso no ligara: le costaba pensar en las mujeres como conquistas o líos de una sola noche. Claro que era inevitable que algunas lo fueran, si no le gustaban lo bastante como para tener una relación más permanente. Y aquí era donde las cosas se volvían un tanto confusas. Jon odiaba que lo rechazaran, pero detestaba todavía más tener que rechazar a una mujer. Se acordó de su madre, y de todas las mujeres que Chuck había rechazado. Y la lista podía ser enorme, puesto que Jon solo conocía a aquellas con las que su padre se había casado.

Pero Tracie iba a cambiar todo esto, y él iba a competir con todos los Phil e iba a triunfar. Había seguido todas las instrucciones de Tracie, hasta las más difíciles. No se había afeitado y los pies, calzados con botas, le estaban matando. Estaba seguro de que se le iban a hacer ampollas grandes como kiwis, e igual de verdes. De hecho, tiempo atrás había leído que un tío murió a causa de unas ampollas infectadas. Si a él le pasaba lo mismo, esperaba que fuera después de hacer el amor con una mujer, o al menos de dormir con ella. Tracie se sentiría muy, muy triste en su funeral. Había que reconocer que ahora tenía muy buena pinta, pero sin relación alguna con su verdadera personalidad. El tío del espejo lo miraba despectivamente, y él le devolvió la mirada sarcástica, pero aquello fue aún peor. Dios, ¿qué estoy haciendo? Ahora solo me falta ponerme a hablar con mi imagen en el espejo, pensó.

Meneó la cabeza. No, definitivamente ya no parecía uno de esos mansos perros domésticos de pura raza. Ahora recordaba a un animal más astuto y salvaje, una comadreja, o quizá un zorro negro. Bueno, quizá esa fuera la impresión que había que dar. Cogió su maleta Samsonite con ruedecillas y el asa rota. Estaba a punto de abrirla cuando la tutela de Tracie rindió frutos. Se imaginaba perfectamente su adorable y ligeramente torcida naricilla, arrugada en una mueca de desdén. Y casi podía oírla decir «Las ruedecillas son una de esas cosas que enfrían a las mujeres, cariño».

Se preguntó por un instante qué clase de maleta llevaría James Dean. Pero lo único que recordaba haber visto llevar a Dean en una de sus películas era a Sal Mineo en brazos. Puede que los tíos enrollados viajaran muy ligeros de equipaje. Suspiró. ¡Todo era tan complicado!

Pero ahora, para que su plan resultara, tenía que llevar equipaje. Después de buscar durante un cuarto de hora se decidió por una bolsa de lona negra que usaba en la universidad para llevar la ropa a la lavandería. Echó dentro un par de zapatillas de deporte, para darle peso, y luego la llenó con hojas de periódico arrugadas, concretamente del Seattle Times, aunque guardó las páginas donde había artículos de Tracie. Mientras cerraba la bolsa, pensó que ojalá todo eso diera algún resultado. Muchas esperanzas, en verdad, no tenía.

Pero a pesar de su habitual pesimismo, Jon reconocía que algo estaba pasando. Puede que fuera por la ropa nueva. O quizá algo había cambiado en su actitud gracias a las lecciones —no demasiado amables— de Tracie. Pero fuera lo que fuese, estaba claro que las mujeres se comportaban con él de otra manera. En el trabajo las secretarias, las analistas, e incluso alguna ejecutiva, habían comenzado a saludarlo siempre que pasaba cerca de ellas. Hasta Samantha le había lanzado un «¡Hola!». Antes solo lo saludaban unas pocas amigas. Y no era solo eso. Había algo en la manera en que le decían hola, algo en sus voces. No era exactamente una abierta invitación al ligue, pero a Jon le admiraba que la simple combinación de dos sílabas, ho y la, fuera tan musical.

Pero lo más raro no era que las mujeres se fijaran en él. Al fin y al cabo, ese era el objetivo de toda la campaña. Lo más extraño eran sus sentimientos al respecto. Como en los duelos, parecía haber varias etapas, y ya había pasado por tres: negación, placer y finalmente dolor. Porque al principio aquello le había sorprendido, después le había hecho gracia, y ahora se sentía ofendido. Le había llevado un tiempo darse cuenta. Evidentemente, Jon sabía que debía estar agradecido que se fijaran en él. Y lo estaba. Pero luego algo había cambiado, y había pasado de disfrutar la atención que le prestaban a sentirse herido cuando la encantadora Cindy Biraling, la rubia secretaria de dirección, comenzó a saludarlo (Cindy era famosa por no hacer caso de la gente, ni siquiera cuando estaban pegados a su mesa). Antes, cuando iba a hablar con ella, o la llamaba por teléfono, Cindy no solo le preguntaba su número de teléfono, sino que le hacía deletrear su apellido, una clara indicación de que no tenía ni idea de quién era él. Y ahora lo saludaba con un melodioso «Hola, Jonathan» cada vez que lo veía. Y Jon empezaba a enfurecerse. ¿Por qué nunca antes le había dicho hola? ¿Y cómo era que ahora sabía su nombre?

Pero aunque la nueva magia existiera — y el humor que la acompañaba—, no era suficiente para conseguirle una cita con Cindy o con cualquiera de sus compañeras de trabajo. Jon seguía tan tímido y torpe como siempre con las mujeres. Tracie le había dicho que tenía que probar en un ambiente nuevo, donde nadie lo conociera, pero no se atrevía a ir a un bar. Lo había intentado dos noches, pero no había conseguido pasar de la puerta. Todas las humillaciones y rechazos que había padecido, todos los plantones que había sufrido sentado en el taburete de un bar, parecían prohibirle la entrada como el ángel que custodiaba las puertas del Edén.

Y no era solamente entrar en un bar. Por alguna razón, la atención que ahora le prestaban las mujeres en el trabajo había hecho que se sintiera aún más traumatizado por su anterior vida social.

La idea de enfrentarse a una mujer desconocida, a la que — según la terminología de Molly— se iba a camelar, lo paralizaba. No era solo que le diera miedo. Lo habría hecho de no ser por los Phil de este mundo, que siempre estaban en los bares juzgando sus torpes técnicas de ligue, burlándose de sus patéticas entradas y de sus esfuerzos por parecer divertido. Era como si ellos vieran lo que se escondía debajo de su jersey negro nuevo, de sus Levis 501 y de sus botas.

En pocas palabras, antes de empezar ya estaba desanimado. Por eso Jon había decidido que tenía que encontrar un lugar donde pudiera conocer mujeres, nadie lo conociera a él, y no tuviera que competir con un montón de tíos como Phil.

Por eso llevaba la bolsa de lona.

Estaba medio llena de papeles arrugados, pero era tan liviana que quienes lo vieran pensarían que él era tan fuerte que podía acarrearla sin esfuerzo. Se deseó buena suerte y se puso la chaqueta de piel de cordero elegida por Tracie. Suspiró e hizo un esfuerzo por no sentirse culpable. Los antiguos dueños de aquella piel habían sido llevados al matadero y ahora él iba rumbo a un destino muy parecido. Era lo que se merecía por haberse dejado convencer para comprar aquella chaqueta. ¡Tenía los pies congelados! Y en el aeropuerto había corrientes de aire. Hubiera querido ponerse un par de gruesos calcetines de lana, pero si hasta los menores detalles contaban, los dedos de sus pies tendrían que sacrificarse.

Sonó el portero electrónico; el taxi ya estaba allí. Cogió tres de sus envases antiguos de caramelos Pez para que le dieran suerte, con las tres figuras de los sobrinos del pato Donald, cerró con llave la puerta del apartamento y corrió escaleras abajo hacia la oscuridad de la calle.

En el aeropuerto no había mucha gente, y Jon pensó que era mejor así. No se le acercó nadie; además, hoy no estaban los Haré Krishna con sus cánticos. Para Jon estas eran buenas señales, y bajó de inmediato por la escalera mecánica al lugar de recogida de equipajes. Miró los vuelos que llegaban, aunque ya había elegido su objetivo. Claro que, en lugar de la jugada que había planeado, podía comprar un billete de verdad, ponerse en la cola detrás de una mujer guapa y enrollarse con ella. Pero imaginaba que la gente siempre estaba nerviosa antes de volar. Sería mejor tratar de ligar con alguna mujer que acabara de llegar. Claro que esto también tenía sus peligros.

Para disimular mejor, le había pedido al taxista que lo dejara en la zona de llegadas, pero él le había dicho que no podía, que antes Jon tenía que pasar por los controles de seguridad de la primera planta. Jon pensó contarle sus planes, pero se contuvo. Por lo que veía del hombre — la nuca y un trozo de cara en el retrovisor—, el tío no era un Phil, pero puede que lo hubiera sido años atrás, antes de perder varios dientes. Por si acaso, Jon no le contó nada.

Mientras caminaba por la zona de recogida de equipajes, Jon miró a hurtadillas a un grupo de pasajeros llegados de Tacoma en el vuelo 611. Tacoma era un lugar muy agradable. Allí vivían sus tíos. Se le ocurrió que una mujer que había estado en Tacoma por negocios, o para visitar a su familia, tenía que ser simpática. Claro que también podía suceder que viviera en Tacoma con su marido y hubiera venido a visitar a su madre. Y eso no era bueno. Comenzó a escrutar a los recién llegados. Un DC10 tenía capacidad para unos doscientos ochenta pasajeros. Jon se dijo que al menos uno de ellos tenía que ser mujer, atractiva y soltera. Saber si además estaba disponible era otro problema. Se fijó en una rubia, pero era demasiado delgada, demasiado alta y demasiado guapa. Movía la cabeza de tal manera que su pelo se sacudía como diez mil cuerdas de seda, y Jon tuvo la sensación de que lo hacía para que la miraran. Era probable que la rubia estuviera pensando en mudarse a Los Ángeles. Aquella chica era demasiado para él.

La siguiente fue una pelirroja de pelo rizado tan hábilmente despeinado que parecía que se lo había enmarañado un hábil peluquero. Y era probable que así fuera, y que la gente pagara para que la despeinaran. De todas formas, la mujer era guapa, y eso era suficiente. Muy bien, allá vamos, se dijo Jon. Y en vez de arrojar su capa al suelo para que ella la pisara, lanzó la bolsa en la cinta de las maletas y caminó hacia donde estaba ella con aire ausente, pensando en qué podía decirle a una completa desconocida.

Pero cuando estuvo a su lado, y la vio de tres cuartos de perfil, se dio cuenta de que la joven estaba embarazada. Era evidente que alguien antes que él había pensado que era encantadora. Bueno, al diablo con el plan.

Con la rubia ya muy lejos, y la pelirroja a punto de ser madre... bueno, no había muchas más posibilidades. Recorrió con la mirada a la multitud. Encontró a las abuelas de siempre, con un juguete bajo el brazo, que no le excitaban, y a las madres preocupadas, con niños exasperados por el encierro del avión pegados a su falda. Y todos los demás parecían hombres, salvo una persona, más alta que él, que llevaba unos amplios pantalones de seda y una camisa de lino de Brook Brothers. Podía ser un hombre o una mujer. O quizá estaba en medio del proceso de cambio de sexo. Pero Jon no tenía ganas de representar la famosa escena de Juego de lágrimas; ya tenía él demasiados problemas para preocuparse por los de otros. Y comenzó a perder las esperanzas.

Pero entonces, cuando ya comenzaba a desmoronarse, vio a una joven junto a la cinta transportadora contigua. Quizá no iba a marcharse derrotado. Un rayo de sol — raro en el siempre gris Seattle— la iluminaba como si fuera una figura de un manuscrito medieval. Era perfecta. En verdad, le recordaba a alguien. Y no era su hermoso cabello castaño claro, corto y peinado detrás de las orejas, o su perfil, que parecía el de un perfecto camafeo, lo que más lo atraía. Era algo en la postura de los hombros; la manera en que estaba allí de pie. Si Tracie estuviera esperando su maleta se pondría de la misma manera. Se sintió repentinamente excitado, pero luego volvió a invadirlo el desaliento.

Porque la mujer —debía de tener un año o dos más que él, no más— llegaba de un vuelo a San Francisco. Y aquello ya era otro cantar. Si ella era de San Francisco y solo venía de visita, es probable que fuera demasiado experimentada para él. Por otro lado, si era de Seattle y solo había ido a San Francisco de vacaciones, la cosa podía funcionar. Claro que si ahora vivía en Seattle pero era oriunda de San Francisco y había viajado allí para ver a su familia, entonces ella.

Se obligó a interrumpir esa cadena de pensamientos demenciales, que lo único que probaban era que siempre iba a encontrar una razón para no hacer lo que más temía. Volvió a mirar a la mujer. Era guapísima. La Chica Encantadora.

—La suerte está echada — murmuró—. Ve a por ella.

Trató de caminar a la manera de James Dean y, sin maletas ni bultos que le estorbaran, se acercó sigilosamente a la Chica Encantadora. Ella, que no tenía ni idea de su existencia, estaba de pie con todo el peso sobre su cadera izquierda. Y con el pie derecho daba golpecitos en el suelo. No era exactamente un gesto de impaciencia, sino más bien un ejercicio de estiramiento que ejecutaba con su bonito pie. De hecho, ahora que la veía de más cerca, Jon advirtió que toda ella era bonita, de pies a cabeza. Jon sintió al mismo tiempo el tirón de la lujuria en la entrepierna y el temblor del miedo en el estómago. Esto es trabajo físico peligroso, se dijo, y antes de empezar a sudar y arruinar la camiseta de Armani que Tracie le había hecho comprar, se situó directamente detrás de la Chica Encantadora. Y puso toda su fuerza de voluntad para mirar con aire ausente la cinta transportadora, como hacía todo el mundo, en vez de clavar los ojos en la joven.

Trató de contar lentamente hasta cien, pero solo llegó a sesenta y siete. ¿Y si la maleta de ella llegaba ahora mismo? Se aclaró la garganta.

—No sé si me lo parece solamente a mí, pero tengo la sensación de que lleva más tiempo recuperar las maletas que volar desde San Francisco a Seattle — dijo en voz alta.

Muy bien, no era un gran comienzo, pero al menos no le había preguntado la hora. La Chica Encantadora volvió la cabeza, y Jon tuvo una panorámica de su perfil. La nariz era larga y no del todo regular, lo que, en su opinión, la hacía aún más interesante. Tenía la piel de una blancura luminosa. A esta distancia Jon veía las pequeñas pecas dispersas sobre los pómulos y la aquilina nariz. Eran unas pecas enternecedoras. Ella lo miró un instante y luego sonrió.

—Sí que tardan — dijo.

Su voz era como el agua sobre las piedras, como el tintineo de las copas de champaña. Jon se permitió otra fugaz mirada y luego apartó la vista y recordó que no debía sonreír. Cambió de posición, entrando el estómago, echando la pelvis hacia adelante y cruzando los brazos delante del pecho. Y entonces se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué decirle, ni de cómo seguir. La pose a lo James Dean era un comienzo, pero la Chica Encantadora lo había mirado, y seguía mirándolo, con una media sonrisa esperanzada — o tal vez solamente tolerante—, y era evidente que su silencio la estaba poniendo nerviosa.

¿Qué venía ahora? Podía ofrecerse a llevarla a la ciudad. Si tan solo tuviera una moto. Suspiró. Tracie tenía razón, como siempre. Muy bien, ¿qué podía decirle?

Y justo entonces sonó un timbre y la cinta transportadora comenzó a moverse. Y también se movió un niño de unos tres o cuatro años. Había estado arrastrándose por el suelo y luego se había trepado a la cinta. Por un momento, el niño estuvo encantado con el movimiento, pero cuando la cinta comenzó a alejarlo de su madre, su humor cambió rápidamente. Abrió la boca y lanzó un chillido de angustia tan poderoso que parecía imposible que saliera de una boca tan pequeña. Pobre niño.

—Es el niño que venía en el avión — dijo la Chica Encantadora y, justo antes de que el chiquillo se alejara en la cinta, Jon entró en acción. Se agachó y lo cogió, depositándolo luego a los pies de su madre. Infortunadamente, esto no hizo que dejara de aullar. Los chillidos se hicieron aún más ensordecedores, y la cara del niño comenzó a enrojecer. La Chica Encantadora, y también los otros vecinos de Jon, se apartaron. Jon no sabía qué hacer. Pensó que sería una buena idea coger de nuevo en brazos al crío, pero estaba sucio y.

—Acaba con eso, Josh — le dijo la madre al niño, lo cogió de la mano, le dio un buen sacudón y (sin ni siquiera darle las gracias a Jon) se alejó con él.

La Chica Encantadora y los demás pasajeros volvieron como vuelven las olas a la playa, y ella miró a Jon a los ojos. Tenía ojos grises, el color favorito de Jon, y aunque eran un pelín más hundidos de lo que mandan los cánones, estaban más que bien. Pero Tracie le había dicho que no debía elogiar los ojos de una mujer, así que no podía decirle nada.

—La madre ni siquiera te dio las gracias — dijo la Chica Encantadora con una expresión de sorpresa en su bonito rostro.

—No, pero seguramente me elegirá como candidato para el premio Nobel de la Paz — bromeó Jon, con la esperanza de no ver en aquellos ojos grises la mirada de incomprensión que habitualmente recibía cuando hacía uno de sus chistes.

¡Pero ella se rió! Puede que aquello fuera más fácil de lo que había pensado. Tal vez solo era cuestión de dejarse ver en los lugares apropiados y con la chaqueta de segunda mano que había que tener.

Por la cinta transportadora comenzaron a desfilar maletas de todos los tipos y tamaños. Y Jon se dio cuenta de que la suya estaba en la cinta equivocada. Bueno, simularía haber perdido su equipaje. Sucedía todo el tiempo. Puede que eso despertara la simpatía de la Chica Encantadora, aunque también haría que él pareciera un imbécil.

Trató de imaginar qué haría James Dean si se le perdiera el equipaje, pero esto no salía en ninguna de sus películas. Por un momento se sintió amargamente decepcionado. ¿De qué le servían las lecciones de Tracie, si sabía cómo reaccionar cuando se le pudrían las lechugas pero no cuando la compañía aérea le perdía la maleta?

Desesperado, pensó en algo que decirle a la joven. Era demasiado pronto para preguntarle el nombre. Parecía que lo único que interesaba a los presentes eran las maletas que se acercaban por la cinta. Las había básicamente de dos clases: las negras, todas iguales, y las otras, de variadas formas y colores, y muchas de ellas con etiquetas fluorescentes, o algún tipo de distintivo puesto allí para que los dueños las distinguieran del resto. ¡Como si hiciera falta!

¿Qué hacer, pues? ¡Ayudarla con la maleta! Jon miró de reojo a la Chica Encantadora, e intentó adivinar cómo sería su equipaje. Seguro que jamás llevaría una maleta de plástico color aguacate con una X en esmalte de uñas nacarado pintada en uno de los lados. La maleta pasó junto a ellos, y entonces se produjo el milagro: ella habló.

—¿Verdad que la gente a veces tiene unas maletas horribles? — dijo.

Jon, estupefacto, no atinó a responder. Estaba demasiado ocupado pensando que, después de todo, quizá él le hiciera «tilín» (como diría Molly) a la Chica Encantadora. Ella le había hablado. Y había dicho lo mismo que él estaba pensando. Puede que realmente tuviera posibilidades. Bueno, pero si él no contestaba, no tenía sentido apresurarse a enviar las invitaciones a la boda.

—Sus maletas son tan feas como sus atavíos — dijo Jon. ¡Por Dios! ¿Atavíos? ¿Quién usaba en la actualidad esa palabra? Hombres de esmoquin. Tíos que usaban chaqué y fumaban con boquilla. Sería mejor que le explicara que...

—¡Claro que sí! Mi madre cuenta que antes ir en avión era algo glamoroso. La gente se vestía especialmente para el viaje. ¿Te lo imaginas? ¿Te has fijado cómo iba vestida la madre del niño que saltó a la cinta? — preguntó, y siguió tras una pausa—. No, no creo que te hayas fijado. Tú estabas en primera, o en business, ¿verdad?

¡Era increíble! Ella le estaba diciendo que parecía un tío con clase, y había tomado la iniciativa. ¿Ligar habría sido siempre tan fácil y él simplemente no lo sabía ni tenía las herramientas? ¿Sería posible que una chaqueta de cuero y ampollas en los talones cambiaran tanto las cosas? Si era así, valía la pena tener los pies heridos.

Y Jon, mucho más seguro de sí mismo — algo nuevo en él—, cambió de posición y adoptó una que le pareció muy digna de James Dean. Metió la mano en el bolsillo y sacó su caja de caramelos de colección, la de los tres sobrinos del Pato Donald:

—¿Quieres un caramelo? — le preguntó. Ella rió pero negó con la cabeza.

—Eres divertido. ¿Vives en Seattle o has venido por negocios?

Era su sueño hecho realidad, pero ¿cómo responder a esa pregunta? Jon se la esperaba. ¿Debería mentirle y fingir que era un viajero? ¿O decirle la verdad, que vivía en Seattle? ¿Y qué hacer con la maleta que había dejado en la otra cinta transportadora?

—Estoy aquí buscando nuevos talentos — dijo, y de inmediato pensó que aquello era muy poco convincente.

Pero a ella no le pareció extraño, ni una mentira.

—¿De veras? Yo he venido a hacer unas fotos para Micro/ Con — le dijo—. Quieren que sus nuevas placas madres sean las más guapas del mercado, si entiendes lo que quiero decir.

¡Santo cielo!

—¿Tienes algunas fotos que puedas mostrarme? Tal vez yo pueda ayudarte — le dijo.

—Dame tu número de teléfono y cuando deshaga mis maletas te llevaré mi carpeta.

—Claro. — Jon no podía creer que todo fuera tan fácil. ¡Ella quería su número de teléfono! De acuerdo, él había mentido un poco, ¿pero qué importaba?—. ¿Tienes con qué anotarlo?

La Chica Encantadora buscó en su bolso, pero solo encontró un bolígrafo.

—Aquí — dijo, y extendió la mano, con la palma hacia arriba—. Anótalo en mi mano.

¡Guau! ¿Qué podía haber mejor que eso? Jon le cogió la mano, y cuando la tocó, sintió que se estremecía. Tranquilo, se dijo. Garrapateó el número, y luego le cerró suavemente el puño.

—No lo pierdas — bromeó, mientras la soltaba.

—Ya era hora — dijo la joven, y Jon se preguntó si quería decir que él era demasiado lento. Y entonces ella dio un paso hacia él. Chico, qué lanzada, pensó, pero ella siguió de largo y cuando alargó la mano Jon se dio cuenta de que quería coger su maleta.

—Deja, ya lo hago yo — le dijo, y aprovechó la oportunidad. Genial. Ella recuperaría su equipaje, se marcharía llevándose su número de teléfono y no llegaría a saber que la maleta de Jon estaba en la otra cinta. Cogió por el asa la maleta de la joven, miró el nombre en la etiqueta, y cuando la levantaba se dio cuenta de que aquello iba contra las normas. ¿Qué le había dicho Tracie? No había que dar, sino coger. Estaba actuando como el Jon de antes. Soltó el asa como si le quemara. La Chica Encantadora, que según ponía en la maleta se llamaba Carole Reveré, lo miró sorprendida.

—Lo siento, Carole, he tenido un calambre en los dedos — le dijo Jon.

La maleta estaba medio caída fuera de la cinta, pero seguía moviéndose. La Chica Encantadora miró a Jon con una expresión rara y se adelantó a coger ella misma su equipaje.

Después se quedó de pie junto a la cinta. ¿Qué estaba esperando? Él ya se había disculpado por haber dejado caer la maleta. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora? Debía de haber puesto una cara muy rara, porque la Chica Encantadora le aclaró:

—Tengo dos maletas.

—¡Ah! — dijo Jon, y sonrió—. Yo comienzo a pensar que mi maleta no viene. — Ella iba a notar que él no tenía equipaje, así que tenía que decírselo. Cada vez quedaban menos pasajeros del vuelo de Tacoma, y Jon soltó una risa forzada—. ¿No sería una extraña coincidencia que nuestras dos maletas se hubieran extraviado juntas? — preguntó—. Estar juntos sería nuestro destino.

Jo, tal vez he ido demasiado lejos con este comentario, se dijo. ¿Acaso no le había dicho Tracie que él tenía que hacer que las chicas le desearan a él, y nunca dejarles ver que él las deseaba a ellas? Pero, si hacía caso a la expresión de la Chica Encantadora, no lo estaba haciendo nada mal. No lo arruines ahora, se dijo Jon. Pero se puso aún más nervioso. Manten la calma, se reprendió severamente. Volvió a mirar a la joven. Era encantadora de verdad.

—Tal vez nos han confiscado las maletas y las están registrando en busca de armas — dijo. Dios, hablaba como un chiflado. ¿Qué iba a pensar ella? Solo había querido decir algo divertido—. Ya sabes, como a Ted Kaczynski — continuó, pero la joven no sonrió. Quizá no sabía de quién estaba hablando—. Ya sabes, Unabomber.

Ella le indicó con un gesto que sí, que lo había entendido. Jon rió aliviado.

—¿Y por qué habrían de registrar nuestras maletas? — preguntó la joven.

Es verdad. No había ninguna razón. Vaya comentario estúpido había hecho. Estaba loco, e iba a fastidiar la historia. Tenía que tranquilizarla. Jon se estaba poniendo muy nervioso.

—Nunca se puede saber por qué lo hacen, ¿no? Pero puedo garantizarte que si buscan en mi maleta, no encontrarán una máquina de escribir. El Unabomber nunca viajaba sin su máquina — Jon trató de reír—. Mi maleta está totalmente libre de máquinas de escribir. En realidad pesa tan poco que podría estar rellena con papel de periódico.

Dios, cada vez metía más la pata. Jon estaba a punto de llorar, pero se esforzó por mantener una expresión neutra. Veía de reojo su maleta, negra y siniestra, abandonada en la cinta de al lado. Sintió que el sudor comenzaba a humedecerle los sobacos y el labio superior. ¡Perfecto!, ahora se iba a parecer a Albert Brooks en Al filo de la noticia, fracasado y sudoroso. Porque él era un fracasado sin atenuantes.

Jon miró a la Chica Encantadora, que parecía haberse puesto a la defensiva.

—Mi bolsa no está llena de papel de periódico — le aseguró Jon—. Pesa lo normal. Hasta diría que es algo más pesada de lo normal. Y yo no podría ser el Unabomber. Quiero decir, a él ya lo han cogido. Mi bolsa no pesa mucho porque no llevo armas, ni nada por el estilo. — Volvió a reírse porque se sentía morir. Quizá pudiera salvarse con un chiste—. En este viaje he decidido dejar las armas en casa. Solo por esta vez.

La Chica Encantadora miró la cinta transportadora. Se apartó de Jon, y él supo que se había pasado. Y entonces vio que ella se adelantaba a coger su otra maleta. ¡Un milagro! La chica volvió junto a Jon, que respiró aliviado.

Pero la cara de la Chica Encantadora había cambiado. Ahora era el rostro de una desconocida, distante y fría. Y sus ojos miraban a uno y otro lado, como si estuviera nerviosa. Sí, Jon lo había arruinado todo.

—Tengo que marcharme — dijo ella—. Ya te llamaré cuando esté instalada. Y espero que aparezca tu maleta.