Capítulo 12
SECONDHAND Rose's, una tienda de ropa antigua muy sofisticada, fue el primer lugar al que Tracie lo llevó. Jon miraba asombrado los extraños vendedores y la ropa aún más rara.
—Tracie, esta es ropa usada —dijo.
—No, no lo es. Es ropa de época —le respondió, y comenzó a revisar el primer colgador.
Tracie podía conseguirle a Jon camisas, jerséis y hasta téjanos nuevos, pero para reemplazar aquella imposible chaqueta Micro se necesitaba algo que no pareciera recién salido de Gap. La joven opinaba que la clave para vestir de forma interesante era no ser muy diferente de todos los demás y limitarse a usar una sola prenda realmente excepcional: había que tener, por ejemplo, una chaqueta fabulosa o unas botas absolutamente espléndidas. Y no tenía que ser ropa que pudiera comprarse en una boutique, por cara que fuera, porque eso no demostraba originalidad. Una chaqueta de Prada costaba una pequeña fortuna, pero cualquier gilipollas con una tarjeta de crédito de platino podía comprársela. Tracie buscaba algo insólito, fascinante.
Quizá por eso era tan difícil encontrar algo que ya hubiera sido usado antes y aun así fuera único y apropiado. En cierta forma, era como ser un anuncio andante, solo que en lugar de hacerle publicidad a Bill Gates o a Micro/Con, uno se anunciaba a sí mismo, publicitaba su personalidad: «Yo soy esta clase de tío. Soy aquel que compró hace veinte años esta chaqueta de piel y la usó hasta que adquirió la textura y la suavidad de un pergamino. Y le encanta».
Tracie, pensativa, estudió a Jon. Y luego volvió a revisar la ropa de las perchas. ¿Qué tipo de chaqueta le dirá a la gente quién es Jon, o más exactamente, quién quiere ser? Las perchas chirriaban cuando Tracie las deslizaba por la barra, descartando chaquetas de bowling, deportivas de poliéster y conjuntos tipo chándal. Nada, nada. Y de repente se detuvo. Aquí había una posibilidad, una levita de solapas angostas. Le dijo a Jon que la cogiera, y vio su cara de susto.
—¿Esto? — preguntó con una voz casi tan aguda como el chirrido de las perchas—. ¿Quieres que me pruebe esto?
—Es un comienzo — respondió ella con ceño, y siguió pasando perchas.
Un poco más allá un hombre hacía lo mismo y daba la impresión de que sabía lo que buscaba. Iba bien vestido y probablemente era rico. Seguro que iba a llevarse las mejores cosas.
Tracie, nerviosa, se dio prisa y estuvo a punto de no ver una perla: una camisa ajustada de cuero negro que habían colgado del revés. La miró, y luego miró a Jon, que seguía a su lado, prácticamente inmóvil. La miraba como si ella de repente estuviera perdiendo líquido o le pasara algo igualmente extraño y horrible.
Tracie buscó y buscó. Y finalmente, y a pesar del hombre que iba por delante de ellos y de la escasez de material decente en las perchas, acumuló un pequeño montón de posibilidades que Jon sostenía como si temiera que le contagiaran una enfermedad. Tracie incluso encontró unos pantalones de un traje que no estaban nada mal. Acompañó a Jon hasta los probadores y se los señaló.
—Adelante. Pruébate todo esto — le dijo. Él no se movió.
—¿Esta ropa era de gente que ha muerto?
—Qué sé yo. Tú, pruébatela. Primero los pantalones y la levita.
—¿Sabías que la peste bubónica se originó en las pulgas que había en la ropa de la gente? — le preguntó Jon.
Tracie no le hizo caso y lo empujó dentro de un cubículo.
—Vamos, pontéela — insistió. Y esperó. Y siguió esperando—. ¿Por qué tardas tanto? — preguntó por fin.
La puerta del probador se abrió lentamente y Jon apareció vestido con un conjunto que muy bien podría haber llevado Lincoln cuando lo mataron. La levita negra le llegaba a las rodillas, y los pantalones rayados..., bueno, lo suyo no era el estilo gótico. Tracie le hizo una foto y luego señaló con el pulgar hacia abajo.
—Gracias a Dios — musitó él, y desapareció dentro del probador.
La puerta volvió a abrirse pocos minutos más tarde. Esta vez, Jon llevaba un mono estilo Austin Powers con una camisa de mangas muy anchas. ¿Sería posible que ella hubiera elegido eso? Tracie estaba horrorizada. Su amigo parecía un payaso gay venido del espacio exterior.
—Eso no te va nada bien — dijo Tracie—. ¿De dónde lo has sacado?
—Estaba aquí, colgado.
La joven miró dentro del probador. También había un mono de color naranja, y una falda larga azul claro.
—¿Y también te ibas a probar esto? — le preguntó, y se dio cuenta de que había hablado con la misma voz que usaba su madrastra cuando le preguntaba si ella también se iba a tirar del tejado porque sus amigos de Encino lo hacían. Dios, salir a comprar hacía aflorar lo peor que había en ella.
Se llevó la ropa ajena del probador y señaló las prendas que ella había elegido.
—Solo esas — dijo—. La otra ropa debe de haberla dejado un payaso de circo. ¿Cómo no advertía Jon que eran muy diferentes? Si no se daba cuenta de eso, tal vez no se pudiera hacer nada por él.
Él se probó otro par de conjuntos y ella volvió a poner el pulgar hacia abajo. Y en las dos ocasiones Jon la miró agradecido y volvió al probador. Cuando parecía que aquello no llevaría a nada, la puerta se abrió y él salió con unos téjanos descoloridos y la camisa de cuero negro. Tracie lo miró atentamente.
No era perfecto, pero estaba en la dirección correcta. Caminó alrededor de Jon, estudiándolo. Le hizo ponerse un loden. ¡Sí! Ahora parecía un tío realmente interesante. Tracie empezó a dar saltitos y vivas como cuando iba al instituto, pero se interrumpió de repente. Ahora una de las chaquetas deportivas, la que estaba al final de la hilera. Fue y volvió con una gastada pero elegante chaqueta de tweed, e hizo que se la pusiera en lugar del loden. Inspeccionó al sujeto de su experimento. Increíble. Ahora sí estaba estupendo.
Cuando fueron a la zapatería, Jon por fin pudo sentarse. Cayó sobre la silla como si lo hubieran empujado. Nunca se había sentido tan cansado. ¿Quién hubiera dicho que ir de compras era tan fatigoso como el decatlón olímpico? No era extraño que las mujeres jóvenes fueran tan aficionadas a ese deporte. Hasta Tracie — que hacía años había sido elegida Miss Compradora Joven de Encino— estaba fatigada. Y pensó que Jon, que no tenía su experiencia en esas batallas, debía de estar poco menos que muerto. Pero aún le faltaba tachar un ítem en su lista, y ella nunca dejaba nada sin terminar.
¿Y quién hubiera sospechado que Tracie fuera una compradora tan obsesiva? Se mostraba infatigable, y una pasión primitiva brillaba en sus ojos mientras examinaba lo que para Jon eran telas inútiles y carentes de interés. Hacía horas que estaban comprando, y había gastado más dinero en ropa en un día que en los últimos veinte años.
Ahora Tracie le mostraba un par de zapatos. Eran de ante, y horribles. Jon hizo una mueca de disgusto. Ella le señaló otro par. Bueno, esos no estaban mal si a uno le gustaban los zapatos de macarra. Jon se irguió en el asiento, esforzándose por mostrarse interesado. Tracie le dio el del pie izquierdo.
—No está mal — aceptó. Después le dio la vuelta y miró el precio en la suela. Casi se desmaya. Con lo que costaba se podía mantener a una familia de Moldavia durante diez años.
—Es lo que cuestan los zapatos finos — dijo Tracie, como si le hubiera leído el pensamiento.
Jon sabía que si quería que ella le ayudara, tenía que callarse, e hizo todo lo que ella le mandó. Se probó los zapatos, y luego Tracie le hizo sacar la tarjeta de crédito para que pagase. En el mostrador, el dueño de la tienda sonreía. Detrás de él, escrito en grandes letras, un cartel proclamaba: LAS SUELAS SON EL ALMA DEL CUERPO. Tracie le dio un codazo a Jon y se lo señaló, como diciéndole ¿has visto? Jon agachó la cabeza, vencido, y se puso los zapatos nuevos.
Salieron de la zapatería. Jon, además de los zapatos nuevos, llevaba la espléndida chaqueta que Tracie había descubierto, pero empezaba a mostrar signos de fatiga. Pobrecillo. Aún faltaban un par de tiendas.
—Lo estás haciendo muy bien — dijo ella, y le cogió la mano para cruzar la calle rumbo a una perfumería.
Pasaron junto a una chica, y ella se volvió para mirar a Jon. ¡Sí! Tracie lo notó, pero él no advirtió nada. ¿Qué le pasaba a su radar? Tracie pensó que llevaba tanto tiempo en desuso que se había estropeado para siempre.
—Te están mirando — susurró.
Él, como un tonto, giró la cabeza en todas direcciones. Y por fin vio a la chica. Le devolvió la mirada y entonces, para horror de Tracie, siguió mirándola.
—¿Estás loco? —se enfureció Tracie, cogiéndolo del brazo y empujándolo dentro de la tienda—. ¿No sabes comportarte en público? —le reprendió, como si fuera una madre amonestando a un niño de nueve años—. Cuando te miren, jamás tienes que darte por enterado.
—¿Y entonces cómo van a saber ellas que estoy interesado?
—Se supone que no lo estás. Son ellas las que están interesadas en ti.
—¿Y cómo llegaremos a conocernos? — preguntó Jon,
Era una pregunta muy razonable, pero Tracie aún no había pensado en esa cuestión. Había reflexionado sobre el cambio de apariencia de su amigo y sobre el antes y el después, pero no se había planteado que él se marchara con una chica que lo mirara en la acera.
—Eso ya lo veremos más adelante — respondió, y lo llevó al mostrador de las colonias para hombre y las lociones aftershave.
Los rodearon un grupo de aburridas dependientas, pero Tracie se quedó con la de más edad y de aspecto más maternal. La vendedora roció a Jon con treinta colonias diferentes en diversas partes de su cuerpo: la muñeca, la parte inferior del brazo, la superior, el codo y el cuello. Tracie contemplaba a Jon, que daba un respingo con cada chorro, y se le ocurrió que él siempre había sido mono, desde sus años de universidad, aunque un poco atontado. Y ella ahora se daba cuenta. Tal vez había pasado ya el estado del atontamiento. ¿Pero cuándo había sucedido esto? ¿Ahora, gracias a la ropa con clase, o mucho antes, y ella no se había dado cuenta? «¿Qué le parece?», preguntaba una y otra vez la dependienta, y su tono no era nada maternal.
De hecho, una pequeña multitud de dependientas se había congregado en torno a ellos. Tracie observó a Jon. Ahora que ella lo había despojado de su capa más exterior de imperfecciones, era bastante guapo, y escuchaba los consejos de la vendedora con una seriedad tan encantadora que las otras se habían sentido atraídas. Era demasiado poco experimentado como para saber que en los perfumes la propaganda lo era casi todo, y que las vendedoras estaban acostumbradas a decirle a una clienta talla cuarenta y cuatro que se estaba probando una falda cuarenta que le quedaba genial. Como decía su malvada pero astuta madrastra, «mienten más que hablan». Y ahora dos mujeres más jóvenes, una rubia y una horrible pelirroja de bote, flirteaban y le hacían caídas de ojos a Jon.
—Yo creo que es un hombre Aramis — dijo la rubia, usando un eslogan publicitario.
—¿Y cómo es un hombre Aramis? — preguntó Jon.
—Guapo. Importante. Y soltero. — La rubia miró a Tracie—. ¿Ha venido con su hermana?
—No; soy su madre — replicó Tracie, y miró a Jon, que empezaba a enrojecer—. Estamos buscando algo más sutil que lo que tenéis — declaró, y se volvió hacia la vendedora de más edad.
Entretanto, la pelirroja había cogido el brazo de Jon y lo olía como si fuera una deliciosa mazorca a las brasas. Jon le sonreía con una expresión un tanto boba. Tracie se apoderó del brazo de un tirón.
La dependienta no tenía ningún lugar en los brazos o las manos de Jon dónde seguir probando perfumes. Cogió un frasquito de cristal y le sonrió.
—Creo que este le gustará — dijo—. Es muy caro, pero me parece que es su estilo. — Le roció el cuello, y le preguntó luego a la rubia—: ¿Qué opinas, Margie?
La tal Margie se acercó a Jon, apoyó la cabeza en su pecho y le olió el cuello. Tracie no dio crédito a sus ojos. ¡Esas mujeres eran unas desvergonzadas! —Lleva pachulí —terció—. Y desde 1974 ya no se usa.
—Pues ahora vuelve — respondió Margie, y miró a Jon—. Y confío en que también vuelva usted a visitarnos.
Jon se ruborizó por enésima vez.
Tracie estaba perdiendo el control de la situación y no le gustaba. Cuando la dependienta cogió otro frasco y empezó a abrirle la camisa a Jon para echarle colonia en el pecho, Tracie le apartó la mano de una palmada.
—Ya tenemos suficiente — le dijo a la mujer.
Jon seguía olfateando como un podenco, mientras las otras mujeres no le quitaban los ojos de encima, pero sin tocarlo. Él parecía disfrutar con la situación, aunque de pronto empezó a estornudar. Y no fue un solo estornudo. Fueron tres, y luego una docena. Y en menos tiempo del que se tarda en decirlo Jon estaba rociando a todas con sus fluidos corporales. Hasta la rubia retrocedió. Tracie le dio un pañuelo de papel y, por fin libre del club de fans, eligió una colonia de Lagerfeld. Las dependientas aprobaron ruidosamente y Jon, a pesar de los estornudos, levantó el frasco en alto como un trofeo. Sonrió ampliamente y, sin que nadie le dijera nada, sacó la tarjeta de crédito.
—Estoy muy cansado — dijo cuando salieron, mientras cargaba con las bolsas.
—Sí, salir de compras es agotador — asintió Tracie, aunque ella se sentía eufórica.
Cuando pasaron junto a un coche detenido en el semáforo, una rubia de cierta edad se levantó las gafas de sol para mirar mejor a Jon.
—Ya estás listo — le dijo Tracie a su amigo.
—¿Listo para qué? ¿Para un par de aspirinas y pasarme el día en cama?
Jon, que ya llevaba alguna de sus recientes adquisiciones, y Tracie estaban sentados a su mesa de siempre en el Java, The Hut, con la pila de paquetes en el suelo. Se acercó Molly, pero él estaba demasiado cansado para decirle «hola». Se quitó las botas nuevas, que ya habían comenzado a hacerle daño.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Y dónde está Jon? — le preguntó la camarera a Tracie.
Por un instante, Jon pensó que tal vez el cansancio lo había hecho desaparecer, pero Tracie sonrió, como si supiera lo que pasaba.
—Quién busca, encuentra — respondió, imitando el acento de los nativos de Encino.
Molly le dio un menú y luego dejó otro delante de Jon. Cuando él levantó la cabeza para cogerlo, ella lo miró con los ojos muy abiertos.
—¡Ostras, eres tú! — exclamó, y luego contempló a Tracie con admiración—. ¡Has estado genial, muchacha! — le dijo. Se dirigió a Jon—: ¡Ponte de pie, Cenicienta!
Molly lo cogió de la mano, lo llevó al pasillo y caminó lentamente alrededor del joven.
—¡Dios mío, estás estupendo! Tienes una pinta de mucho peligro.
—¿De verdad?
—Te lo digo yo. ¿Dónde has conseguido una chaqueta tan bonita? ¿Y un jersey tan fino?
—Me ha ayudado Tracie — respondió Jon, como quitándole importancia al asunto.
—¡Fabuloso! Me gusta todo menos las gafas. ¿Le vas a conseguir unas como las de Elvis Costello? — le preguntó a Tracie, y la miró con algo que parecía respeto—. Retiro todo lo que he dicho de ti. No eres una inútil — le dijo, y miró a Jon, inquieta—. Parece cansado.
—No; tiene unos ojos muy bonitos. Va a usar lentillas — dijo Tracie.
Jon se sintió como si hubiera desaparecido de la mesa. ¿Era esto lo que querían decir las mujeres cuando acusaban a los hombres de convertirlas en objetos? No estaba seguro de que le disgustara, pero se sentía raro.
—Tracie, no soporto las lentillas. — Se quitó las gafas y se frotó la nariz.
—¡Guau! — exclamaron Molly y Tracie al unísono.
—¿Será porque tiene la mirada desenfocada? — preguntó Molly a Tracie—. ¿O son los ojos los que te dejan fuera de combate?
—No lo sé, pero a mí me hace el mismo efecto — respondió Tracie, y dirigiéndose a Jon—: Tienes que dejar las gafas.
—Si no las llevo, me daré contra paredes y puertas — se quejó él.
—¡Perfecto! Las cicatrices son muy excitantes — dijo Tracie y se puso de pie, se alejó unos pasos y lo miró desde otro ángulo—. Pero ¿por qué dices que no podrás usar lentillas? ¿Las has probado alguna vez?
—Pensarás que estoy loco, pero no soporto la idea de ponerme trozos de cristal dentro de los ojos.
—Elige, lentillas o ciego como un topo, porque no puedes llevar estas gafas — dijo Tracie, haciéndolas girar en la mano—. Cuando guiñas así los ojos pareces un cachorro recién nacido.
—En él es bonito — intervino Molly.
Jon sintió que se le subían los colores, cogió las gafas y se las puso. Fue entonces cuando Molly vio el casco de motocicleta junto a la mesa. «Molly, por favor, no preguntes», suplicó en silencio Jon.
—¿También te has comprado una moto, guapo? — le preguntó ella, tan extasiada como una tan de los Beatles en su momento de mayor gloria.
—No. Tracie me ha dicho que basta con que lleve el casco.
—Ha sido en lo único que le he permitido ahorrar dinero — le dijo Tracie a Molly. Nunca había hablado tanto con la camarera—. Además, si tuviera una moto podría matarse y arruinar todo mi trabajo.
—Gracias por preocuparte por mi bienestar.
—¿Lleva algún tatuaje? ¿Algún piercing? —preguntó Molly.
Tracie suspiró y Jon supo interpretar aquel suspiro. Antes de una semana ella trataría de convencerlo para que se comprara una Suzuki GS 1100.
—No, dijo que por eso no pasaba —respondió Tracie, y miró a Jon—. ¿Sabes que nunca me había fijado que tienes una barba muy cerrada?
—No te habías dado cuenta porque me afeito dos veces por día.
—¿De verdad? Tienes mucha testosterona, cariño — opinó Molly. Tracie lo miró pensativa.
—De ahora en adelante te afeitarás una vez cada tres días — anunció por fin.
—Ya, estilo George Michael — aprobó Molly—. Le quedará muy bien.
—Imposible —repuso Jon—. No puedo ir a trabajar con esa pinta..., como si tuviera resaca.
—¿Por qué no? Las mujeres se interesarán por tu vida privada — se burló Molly.
—Claro, y quizá así conseguirás tener una vida privada — añadió Tracie. Molly se cruzó de brazos y los miró desde arriba.
—Muy bien, esclavos de la moda, ¿qué van a tomar? Tengo curiosidad por saberlo.
—Yo quiero una cerveza — dijo Tracie.
—Y yo un café con hielo.
Tracie hizo una mueca.
Molly fue a buscar las bebidas. Tracie se inclinó sobre la mesa.
—Estás realmente guapo, Jon. Y has sido muy paciente. No has protestado ni una sola vez. Voy a darte un premio. — Hizo una pausa para crear suspense—. Yo invito al café con hielo. Puede que sea el último que tomes.
—Promesas, promesas — suspiró Jon.
Ahora que todo había terminado, el episodio hasta parecía tener cierto encanto. Se imaginó un día muchos años después, recordándolo con Tracie. ¿Te acuerdas aquella vez que estuvimos comprando hasta que tú caíste muerto? Qué días aquellos, cuando la gente todavía no compraba todo por Internet.
—Seguiré con las lecciones cuando vuelva del lavabo — dijo Tracie poniéndose de pie, y a Jon se le escapó un suspiro de alivio.
Molly volvió con las bebidas. Se sentó en el asiento vacío, frente a Jon, y volvió a mirarlo de arriba abajo.
—Asombroso — dijo. Lo cogió de la mano—. ¿Pero no te parece que esto ha ido un poco demasiado lejos? De vez en cuando es divertido jugar a disfrazarse, como si te invitaran a la ceremonia de los Oscar o algo así. Pero cambiar toda tu personalidad., bueno, me parece que debe de dar miedo.
—Sí, especialmente cuando me miro en el espejo, o cuando pienso en la cuenta de mi tarjeta de crédito el mes próximo — estuvo de acuerdo Jon—. Pero hoy cinco o seis mujeres me han mirado. Y eso jamás me había pasado antes.
—Pues yo nunca he tenido cirrosis, y eso no quiere decir que sea bueno padecerla ahora, guapo — replicó Molly—. Quiero decir, ¿qué importancia tiene que una chica te mire, con la pinta que tienes ahora? Lo que está viendo no es lo que tú eres realmente, ¿no crees? — Hizo una pausa—. En cierto sentido, es como si renegaras de ti mismo.
Se interrumpió, esperando que sus palabras surtieran efecto, pero Jon estaba demasiado cansado para que nada le hiciera mella. Molly miró alrededor, como si eso explicara lo que había querido decir.
—No quiero poner un palo en la ruedas, pero ¿has estado en Freeway Park? — le preguntó luego.
Freeway Park había sido construido sobre una autopista cubierta. Era hermoso, con cascadas, grandes superficies de césped y terrazas.
—Claro que sí. He visto cómo lo construían.
—Bueno, yo allí jamás puedo estar tranquila — dijo Molly—. Aunque la vista sea muy bonita y la hierba y las fuentes den una apariencia de tranquilidad, por debajo circula un tráfico enloquecido. Lo que intento decirte es que no importa que te vistas de seda, por debajo de esa ropa sigues siendo tú mismo. Piensa en lo que los americanos llaman «tu niño interior». ¿No está llorando?
—Molly, yo no tengo un «niño interior». Dentro de mí hay un memo, y ahora está bailando un mambo porque piensa que ha aprendido la fórmula mágica, el «ábrete sésamo».
Molly hizo un gesto de desaliento.
—Presiento que en algún momento tu memo interior comenzará a pelearse con este peligroso exterior que tienes ahora — le previno Molly—. Acuérdate de lo que te digo.
—¡En qué mundo vivimos! Una chica se ausenta dos minutos para ir al lavabo y la camarera se convierte en una psiquiatra — protestó Tracie, y se sentó en el reservado y usó su cadera para expulsar a Molly—. ¡Traidora! Ya me parecía que estabas demasiado simpática. Jon no necesita consejos psicológicos de revista femenina.
—Es verdad, ya se los das tú.
—¿Sabes qué he pensado? — le dijo Tracie a Jon, ignorando a Molly—. Necesitas un nombre nuevo. Jon no tiene ninguna fuerza, y Jonathan es vulgar.
—¡Ah, perfecto! Ya no es solamente el vestuario y la personalidad. Ahora hay que cambiar también el nombre — dijo Molly.
Tracie continuó ignorándola.
—¿Alguna vez has tenido un sobrenombre?
—Mi padre solía llamarme «Jason», pero creo que era porque había olvidado mi verdadero nombre. Y mi segunda madrastra me llamaba «la peste».
—Tu nombre no sugiere que eres un hombre con un peligroso atractivo sexual, que es lo que intento conseguir — le explicó Tracie—. ¿Qué te parece Eric? Siempre he pensado que es un nombre muy sexy.
—Tracie, vuelve a la realidad. No puedo cambiarme de nombre — protestó Jon.
—¿Qué te parece Jon el Pistolero? — dijo Molly, riendo a carcajadas.
—¡Sí, me gusta! Y cuando quiera ser más formal, seré Jon Metralleta.
—Mientras no te llames Jon Pistolita, cariño, ya me está bien — siguió Molly—. Aunque he oído decir que estás muy bien dotado.
Jon, no se sabe si por cansancio, nervios o porque realmente le hacía gracia, se unió a las risas de Molly.
Tracie fingió no haberles oído.
—Tiene que haber algo que te vaya bien.
—Tracie, no voy a cambiar de nombre — insistió Jon.
—¿Qué te parece Jonny? — preguntó—. Los tíos que se llaman Jonny son enrollados. Johnny Depp, Johnny Dangerously, Johnny Cash. Se visten de negro, tienen mirada intensa. Todos son rompecorazones.
—Sí, como Johnny Carson — estuvo de acuerdo Molly—. O Johnny Halliday, el gilipollas francés.
—Bueno, yo siempre he querido llamarme Bud — dijo Jon.
—¿Bud? ¿Cómo la cerveza? No hablas en serio — dijo Molly.
—No, como en Papá lo sabe todo, un programa de televisión de los años sesenta — le explicó Tracie a Molly—. Yo quería llamarme Princesa.
—Es perfecto para ti — dijo Molly, sarcástica.
—Vamos, ya está bien. Así pues, serás Jonny. Y ahora que ya estás muy mejorado, quiero que salgas solo y empieces a dar guerra.