Capítulo 13
EN las laderas de Seattle había un laberinto de pequeñas tiendas: el principal mercado de Seattle era una colmena de puestos donde se afanaban los dueños y sus clientes. Pero en la actualidad el mercado era mucho más que eso. Yuppies bien vestidos caminaban entre las paradas, eligiendo endivias o escarola para sus ensaladas, mientras bebían expresos cortados con leche en vasos de papel con el nombre de la cafetería, Counter Intelligence. Era increíble cómo se había puesto de moda el café al estilo italiano en Seattle. Los aficionados a los expresos tenían su lenguaje propio: biberón, grande, liviano, con mucha espuma, descafeinado. Jon siempre pedía el suyo muy caliente. A pesar de que había nacido y crecido en Seattle, todavía no sabía los nombres de las distintas clases de café.
Jon, como la mayoría de los nativos de la ciudad, no disfrutaba de todo lo que Seattle tenía para ofrecerle. Jamás había cogido el ferry a Bremerton, por ejemplo, y había evitado la zona del mercado, en parte porque cuando era muy joven era un barrio de mala fama, frecuentado por marineros y prostitutas. Y con tanto trabajo y tan pocas citas con chicas no había estado en Pike Place en años. Cuando no estaba trabajando, iba a menudo al Metropolitan Grill, siempre lleno de empleados de Micro/Con. Pero aquí había mujeres orientales con ropa de Gucci, oficiales de la marina, jovencitas hippies ataviadas con vestidos que debían de haber cogido del armario de sus madres, un negro de turbante llevaba un loro en el hombro, y los turistas de siempre se paseaban por todas partes. A Jon la cabeza le daba vueltas.
Pero había venido a «dar guerra», siguiendo las órdenes de Tracie. Se detuvo frente a una panadería. Bueno, no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy. Junto a la parada había una mujer rubia, menuda y delgada. Parecía simpática, y Jon la miró a los ojos. Pero ella evitó sus miradas y él desistió. De todas formas, las rubias eran muy frías, se dijo.
Miró al otro lado y vio una morena alta de téjanos y jersey verde. También parecía agradable... hasta que sonrió. Jon se preguntó cuántos pintalabios se comería la mujer promedio en un año. ¿Uno? ¿Dos? ¿Y qué tenía el carmín? ¿Agente naranja? ¿Y él se lo comía cuando besaba a una chica? (La verdad es que, tal como era su vida últimamente, no corría peligro de envenenarse.) Jon decidió que los dientes manchados de carmín eran muy desagradables, pero ella le sonrió. Se acercó a la joven. ¿Y ahora qué? Tuvo un instante de pánico. No había preparado nada, ni un saludo ni una frase. Dios, estaba allí con la boca abierta como un pez. Piensa, Jon, piensa.
—¿Me puedes decir la hora? —consiguió preguntar por fin.
La sonrisa de la morena se desvaneció. Miró a Jon de arriba abajo.
—No — dijo luego, y se marchó.
Jon, incómodo, retrocedió hasta la entrada de la cerería, detrás de él. ¡Dios, qué desastre soy! Luego fue caminando hasta donde se encontraba una tercera mujer, algo mayor que las anteriores, y un poco menos atractiva.
—¿Me puede decir la hora?
—¿Por qué? — le replicó ella, y luego guiñó los ojos y subió y bajó las cejas, en una mala imitación de Groucho Marx muy parecida a la de Tracie. Jon se quedó de piedra; no se esperaba esa respuesta. Y ella, cuando lo vio tan silencioso, se encogió de hombros y se fue.
Al otro lado del mercado, Tracie, Laura y Phil caminaban entre la multitud en la zona de las pescaderías.
—¡Este lugar es el sueño de un cocinero! — exclamó Laura.
—Sí, y la pesadilla de un músico cansado. Es una trampa para turistas y domingueros. Todos los tíos que se pasan la semana en una oficina vienen aquí los fines de semana.
—No le hagas caso — le dijo Tracie a Laura—. Mira los productos. Tal vez te decidirás a establecerte en Seattle. Y espera hasta que veas los pescados — acabó Tracie con una risita.
—Dios, no. Los pescados no — protestó Phil—. El paso siguiente será la fuente.
—¿Qué fuente? — preguntó Laura.
—La del Seattle Center. El agua surge al compás de la música — explicó Tracie. Y añadió, para castigar a Phil—: Iremos a verla después de la gira por el metro y antes de visitar el Experience Music Project Museum.
—¡Qué bien, mamá! — dijo en broma Laura—. Pero ¿qué tiene de extraordinario el pescado? ¿La selección?
—Es la manera de venderlo — respondió Tracie, cogiéndola del brazo y llevándola por el pasillo en medio de las paradas de pescado.
Laura vio un cartel que ponía CUIDADO CON LOS PECES VOLADORES.
—Es una broma, ¿verdad?
Y en ese preciso instante un vendedor gritó y le arrojó un lenguado al cajero, en el medio del puesto. Estuvo a punto de darle a Laura en la cabeza.
—¡Dios mío! — gritó la joven.
—Muy bien, ya ha visto cómo venden el pescado. ¿Ahora podemos volver a casa? — bostezó Phil—. Volvamos a la cama.
Tracie advirtió que Laura se sentía molesta. Le hubiera gustado darle un puntapié a Phil.
—Espera — dijo Laura—. Yo no quiero incomodaros. Puedo irme a pasear sola, y así tendréis el apartamento para vosotros toda la tarde.
—No seas tonta, a mí esto me encanta. Si quiero intimidad puedo ir a casa de
Phil.
—No, no puedes. — Phil volvió a bostezar—. Bobby ha venido con un grupo y han invadido mi apartamento.
—Eso no viene al caso — dijo Tracie—. Lo que importa es que te hemos traído aconocer Pike Market, y que nos encanta que estés en Seattle — dijo Tracie, y subrayó el plural, tras dirigir una mirada de advertencia a Phil.
—Sí, claro, a Phil también le encanta. Mira, voy a darme una vuelta por la cerería. Allí un chiflado trató de ligar conmigo, y con un poco de suerte puede que la historia se repita y que aparezca otro tío a tirarme los tejos.
—Muy bien. Nos vemos en unos minutos —contestó Tracie mientras Phil la arrastraba en la dirección opuesta.
—Has estado muy grosero — le dijo Tracie, furiosa.
—¿Por qué? ¿Porque he bostezado? — preguntó él.
—Has dicho que querías volver a casa. — ¿Cómo explicarle que ponerse romántico delante de Laura era poco amable? ¡Laura podía echar de menos a Peter!
—Eh, que yo anoche trabajé hasta tarde —le recordó Phil, como si Tracie no lo supiera.
—Sí, pero ella es mi amiga. Y el apartamento es mío.
Él la abrazó y habló en voz más baja.
—Y también la cama es tuya, pero vayamos a acostarnos.
Ella sintió un escalofrío. Y luego, como si él percibiera que su resistencia se estaba debilitando, se inclinó y la besó en la oreja.
—Phil, esta tarde tengo que trabajar. De verdad, tengo que encontrar ideas para un par de artículos realmente novedosos.
Phil le cogió la cara entre sus manos. A Tracie le encantaba cuando lo hacía.
—Yo tengo unas cuantas ideas nuevas.
—Sí, pero no son de las que se publican en el Seattle Times — dijo ella y rió.
Él se las arregló para llevarla al quicio de una puerta, cerca de un barril de langostas. Y en ese instante Tracie vio, por entre las langostas, una chaqueta de Micro/Con. Miró con más atención a través del cristal. Jon. Se había olvidado de que le había dicho que saliera a ligar. Se le veía triste y solitario. Se apartó de la puerta. Jon la vio, la cara se le iluminó y fue hacia ellos.
—¡Hola, chicos! — saludó.
—¡Hola! — dijo Tracie; Phil no se molestó en saludar.
—¿No te había dicho que te olvidaras para siempre de toda esa ropa Micro/Con?
—¿También la chaqueta? ¡Pero si la quiero mucho!
—Jon, cariño, tienes que convencerlas de que tú no tienes nada micro — dijo Tracie con su mejor voz a lo Mae West—. Pero ¿qué eres tú, un hombre o un tablero de anuncios?
—¿Y eso qué importa? La ropa nueva es muy complicada; todavía no sé qué cosas combinan. Y ayer vi a Samantha en el trabajo, pero aunque iba vestido con las cosas que tú me has hecho comprar, ni siquiera me miró.
—No te preocupes, dentro de dos semanas hará cualquier cosa para que la vean contigo — dijo Tracie tratando de infundirle confianza. Después se quedó callada un momento, como si ni siquiera ella, su principal fan y gurú, estuviera muy convencida de lo que iba a decir. Pero era una verdadera amiga—. Ya verás, tendrás que conseguir una orden judicial que le prohíba acercarse a ti — le auguró.
—Sí, claro. Ahora me dirás que soy Tommy Lee Delano — bromeó Jon.
—Ja, como si tú pudieras conseguir una chica como Pamela Anderson. Voy a ver si alguien me da un cigarrillo. — Sin esperar que le respondieran, Phil se alejó por el pasillo central. Tracie se permitió un pequeño suspiro mientras lo miraba alejarse. Y, como pudo observar, no era la única que estaba mirando a Phil.
—Es un plasta, pero tiene un culo muy mono, ¿verdad?
—No soy un experto, pero creo que aquella pelirroja piensa igual que tú. Tracie lo fulminó con la mirada, pero se encogió de hombros como si no le importara y comenzó a elegir unos tomates como si eso fuera lo único que la preocupara.
Jon se quedó mirando a Phil, que con mucha soltura había empezado a hablar con aquella pelirroja. Se preguntó si el culo de Phil sería mucho más bonito que el suyo, o si lo que llamaba la atención de las mujeres era otra cosa.
—¿Cómo se las arregla la gente? Para mí es muy difícil, y muy fácil para otros
—dijo sin apartar la vista de Phil.
—Yo también me lo pregunto. Pero Laura sabe cocinar desde que era una niña.
—Jon se dio cuenta de que él hablaba de Phil, y Tracie de Laura. El amor era ciego—. No es solo un talento natural, sino también algo que se aprende. A Laura le enseñó su padre. Y ella quiere enseñarme a mí. Quiero tomates maduros, pero tuertes — continuó Tracie. Jon vio que la pelirroja se quitaba el cigarrillo de los labios y se lo pasaba a Phil, que le dio una calada. Aquella mujer sí que parecía un tomate maduro—. Para que sepa dulce tiene que estar muy rojo — dijo Tracie.
—No sabía que un tomate era algo tan complejo — dijo Jon, abandonando su ensueño diurno—. ¿Qué vas a hacer?
—Salsa para espaguetis. A Phil no le gusta comer conservas. Oh, Dios, ¿cómo podía ser que Tracie no se diera cuenta?
—¡Phil! ¡Olvida a Phil! Tracie, eres una tonta. Te mereces a alguien..., bueno, a alguien mucho mejor.
Jon alzó la voz y se dirigió a Phil, que acababa de dejar a la pelirroja, y al parecer volvía al redil.
—¿Sabes lo que puso el bajo en la prueba de inteligencia? — le preguntó.
—No — gruñó Phil.
—Baba — replicó Jon, y miró a Tracie para ver cómo reaccionaba. Ella rió, pero lo disimuló bajando la cabeza y poniendo la bolsa de tomates en el cesto—. ¿Y qué es un bajo con medio cerebro?
—Un talento — dijo Phil—. Conozco todos esos chistes, me los han contado los chicos del grupo.
—Este no lo conoces, acabo de inventarlo. ¿En qué se distingue un bajo de un cerdo? — Tracie le hizo una seña arqueando las cejas, pero Jon no se detuvo—. Un cerdo no se pasa la noche follándose a un bajo — dijo, y miró a Tracie—. Mejorando lo presente — añadió, como si con eso lo arreglara todo.
Esta vez, Phil se cabreó.
—Voy a buscar tabaco — dijo, y se fue.
—Está bien —dijo Tracie, y lo miró alejarse por el pasillo—. Por favor, no lo provoques — le suplicó luego a Jon—. Mira, quería hablar contigo sobre una idea que Marcus no aceptó. Estoy pensando en escribir el artículo por mi cuenta y enviarlo a otras publicaciones.
—Me parece muy bien — aprobó Jon—. ¿Te puedo ayudar en algo? Si quieres te lo corregiré o...
—No, no era eso lo que estaba pensando. Se me había ocurrido que te podría poner a ti en el artículo.
—¿Qué? ¿Otro de esos retratos? No soy lo bastante interesante. a menos que saquemos adelante el proyecto Parsifal. Y en ese caso estaré en la primera página de la sección de tecnología de todos los periódicos y revistas del país. Pero no te preocupes, te daré la exclusiva.
La mañana de Jon no iba bien. Pero él pensaba que debía hacer frente a la realidad por desagradable que fuera. Así que primero lo habían rechazado otras mujeres; le habían criticado la chaqueta, había tenido que ver cómo un gilipollas triunfaba allí donde él había fracasado, y ahora había conseguido enfadar a su mejor amiga. Y como si todo eso no fuera suficiente, había una nueva situación incómoda en su horizonte.
Jon miró horrorizado el pasillo. Se acercaba con una cesta llena de mercancías la morena de la cerería, la que se había burlado de él. Ahora lo miraba con una sonrisa tan amistosa que por un momento le pareció muy guapa. Después se dio cuenta de que no lo miraba a él, sino a Tracie. Y le sonreía a ella. ¡Dios, era lesbiana! Eso lo explicaba todo.
—Eh, te felicito. ¿Has cambiado a Phil por un modelo nuevo? — le preguntó la morena a Tracie.
Jon miró a su amiga. Tracie miraba a la otra mujer y no parecía sorprendida. Jon pensó que seguramente se conocían. La morena lo estudió minuciosamente.
—Me parece que te conozco — le dijo a Jon, sonriendo—. Creo que hace un rato me hiciste unas preguntas. Bueno, imagino que Tracie sabía las respuestas. Te felicito. Es una chica estupenda. ¿Has tenido que matar a Phil para ganártela? ¿O simplemente le diste a él unos dólares?
—¿De qué estás hablando? — preguntó Tracie, pero Jon tenía la desagradable sensación de que él lo sabía—. ¿Piensas que él es un.?
—Yo no pienso nada — respondió la morena—. Yo casi nunca pienso. Pero quedáis muy monos juntos. ¿Tú eres mudo?
Jon se había quedado sin habla y se sentía espantosamente incómodo, como en esos sueños en que uno está desnudo en un escenario y ha olvidado lo que tiene que decir. Porque Jon, horrorizado, se había dado cuenta de que había intentado ligar con la mejor amiga de Tracie.
—Laura, te presento a Jon. Jon, esta es mi amiga Laura — dijo Tracie por encima de los carritos con provisiones.
—El famoso Jon — dijo casi riendo Laura.
Tracie hubiera jurado que Jon se ruborizaba. ¡Dios, ese chico era imposible! Ni siquiera podía presentarle a una de sus amigas sin que se comportara como si aquello fuera un momento trascendental. Tracie intentó recordar si Jon había sido tan patoso en la universidad.
—La infame Laura. Tú eres la cocinera de Sacramento, ¿verdad? — murmuró Jon, su rostro todavía encendido.
—Proveedora — corrigió Tracie; lo único que le faltaba era que estos dos se llevaran mal.
—Bueno, parece que os he interrumpido —Laura rompió el silencio un instante después.
—Estábamos hablando sobre lo que Tracie escribe. Y sobre lo buena que podría llegar a ser.
—¡Tú le has dicho, que podría, no que sea! — suspiró Tracie.
—No puedes hacer nada si te cortan los artículos hasta que se desangran —dijo Jon, a la defensiva.
—Sí, podría irme del periódico.
Tracie empezó a empujar el carrito hacia el siguiente pasillo. Laura hizo una mueca cuando Phil volvió a unirse al grupo, fumando otro cigarrillo que había gorreado.
—Serás una gran columnista, mejor que Anua Quindlen — dijo Jon.
—¿Quién es Anna Quindlen? ¿La conozco? — preguntó Phil.
—Es una periodista que ha ganado el premio Pulitzer — explicó Laura—. Ahora escribe novelas.
—No leo cosas comerciales — dijo Phil encogiéndose de hombros.
—Tracie, realmente deberías escribir por tu cuenta, hacer algo de lo que pudieras sentirte orgullosa — continuó Jon, como si las interrupciones de Phil y Laura no hubieran tenido lugar—. Tu padre te escribiría cartas de admiración y todos los estudiantes de periodismo te enviarían sus currículos.
Tracie se quedó mirándolo. Jon siempre hablaba en favor de ella.
—¡Déjalo ya, hombre! — exclamó Phil.
Tracie se quedó pasmada ante la repentina cólera de Phil, pero decidió que no iba a decirle nada. Sabía que él estaba deprimido porque una revista literaria había rechazado uno de sus escritos. Claro que lo que escribía Phil era muy diferente de lo que hacía ella. Sus trabajos eran densos e indirectos. Pero era mejor no hablar demasiado de lo que ella escribía. Phil se ponía celoso. Él no podía tomarla en serio como escritora, y tampoco ella se tomaba en serio a sí misma, porque, después de todo, lo suyo no eran más que tonterías comerciales.
—Laura, ¿qué le pones a tu salsa de tomate, cebolla blanca o roja? — preguntó Tracie para cambiar de tema.
—Prefiero la roja.
Phil volvió a alejarse del grupo. Tracie no pudo contener un suspiro. Se dirigió hacia donde estaban las cebollas. Jon y Laura la siguieron en silencio. Tracie puso las cebollas en su cesta y luego marchó con Laura hacia otro pasillo.
—Oye, tengo que comprar algunas cosas. Nos veremos luego — dijo Jon. Tracie no se esperaba aquello; por lo general, Jon se quedaba a su lado como si lo hubieran pegado con cemento. A veces había tenido que pedirle muy bajo que se marchara porque ella quería quedarse un rato a solas con Phil.
—Adiós, pues — dijo Jon—. Me alegro de haberte conocido, Laura.
—También yo — respondió Laura, y luego se dio la vuelta para decirle—. Y llámame alguna vez para decirme la hora.
—Si ves a Phil, dile que ya podemos marcharnos — le pidió Tracie a Jon, y ella y Laura se quedaron mirándolo alejarse.
—Así que ese es Jon — dijo Laura—. A su manera, es mono.
—¿Mono, Jon? Sí, imagino que lo es. Pero ¿lo suficiente como para conseguir una cita con una chica?
—Bueno, se comporta como un zumbado. ¿Cómo va tu campaña de remodelación?
—Apenas he comenzado — respondió Tracie.
—Pero ¿por qué no está más seguro de sí mismo? — preguntó Laura—. Es un tío inteligente y tiene una buena espalda.
—Es demasiado inteligente — dijo Tracie—. Ya sabes, un poco repelente niño Vicente. Y nunca ha vivido con su padre. Yo creo que a los tíos les arruina la vida que los eduque solamente la madre.
Laura la miró y arqueó las cejas.
—¿Igual que a las chicas, cuando viven solas con su padre? — le preguntó a Tracie.
Esta meneó la cabeza como cuando iban al instituto.
—Muy bien. Acuso recibo — dijo—. No debería generalizar, pero ya entiendes lo que quiero decir.
—Claro que lo entiendo. ¿Tú también?
—¿Qué dices? Laura rió.
—Tú eres un misterio hasta para ti misma — le dijo a su mejor amiga.