Capítulo 10

TRACIE entró en su apartamento y por poco se desmaya ante el olor a romero y tomillo. La boca se le hizo agua. Nunca tenía comida en su casa, porque de lo contrario no paraba hasta acabarla. Esto era abrumador.

—Hola, cariño, ya has vuelto — dijo dulcemente Laura.

La mesa estaba puesta con la bonita vajilla de Tracie, y ya estaban allí las ensaladas. Laura entreabrió el horno para que su amiga viera que había algo muy bueno asándose.

—No sabía si te gustaba el pato, así que he hecho pollo a la naranja — dijo Laura.

Tracie frunció el entrecejo. Preparar aquello debía llevar horas, aunque ella jamás había leído una receta. Estaba hambrienta, pero comenzaba a preocuparse. Tenía la impresión de que en los últimos tres días Laura no había salido del piso. Además, a ninguna le hacían falta tantas calorías.

—Cariño, no puedes seguir así — dijo Tracie cuando se sentó a la mesa.

Laura sacó una pequeña bandeja del horno con unos trocitos de pan untados con algo y artísticamente decorados con unas hojas de perejil.

—Toma una delicia de queso — dijo alegremente, sin hacer caso de las palabras de su amiga.

Laura ya estaba bebiendo un vaso de vino y le sirvió uno a Tracie, que no pudo resistirse, aunque sabía que por la mañana se odiaría a sí misma. Era curioso, solo habían pasado unos pocos días y las dos ya se comportaban como un matrimonio de muchos años.

—Laura, no puede ser — dijo mientras se metía la delicia de queso en la boca. Y luego lo único que hizo fueron ruiditos, porque aquello era exquisito. Y de inmediato se olvidó de su propósito de hacer dieta—. ¿Por qué no tomamos un poco más de esto para la cena?

—No te preocupes — sonrió Laura—. Todo lo que hay es igual de bueno. Laura decía la verdad. Tracie solo recuperó la cordura después del flan que su amiga sirvió de postre. Y entonces, repleta de comida y de sentimientos de culpabilidad, comenzó a hacer gestos negativos con la cabeza.

—Nos estamos poniendo como focas. Yo no puedo cenar tan opíparamente todas las noches.

—No seas tonta — respondió Laura imitando a una de las cocineras de la tele—. ¿Qué tiene de malo un poco de crema agria, y unas trufas, foiegras y queso? — Guiñó un ojo—. Después de todo, no estoy haciendo pasteles.

Pero entre aquella cena y zamparse un pastel no había ninguna diferencia. La comida de Laura estaba llena de calorías.

Tracie se levantó de la mesa con cierta dificultad y se arrastró hasta el sofá. Se había dado un atracón.

—Muy bien. Esta ha sido la despedida. Voy a poner bajo llave todas las cacerolas y, a partir de mañana, a la hora de la comida vamos a ir todos los días al gimnasio.

—Sabes que no me gustan mucho los gimnasios — protestó Laura—. No es un lugar que visite a menudo.

—Eso era en Sacramento, pero aquí tendrás que ir. Y tienes mucho talento para la cocina como para no aprovecharlo. Debes buscarte un trabajo en alguna empresa que prepare comidas. Mejor aún, consigue un puesto de cocinera en un buen restaurante. Es lo que siempre has querido hacer.

—Eh, nena, no es a mí a quien tienes que cambiar — protestó Laura—. Es a Jon, y no me parece una buena idea. Como decía mi madre, eso acabará en lágrimas.

—Tu madre también decía que el sexo no daba ningún placer — respondió Tracie mientras intentaba encontrar su cintura. La había tenido hasta hacía pocos días, pero ahora no tenía que desabrocharse el botón del pantalón, sino toda la cremallera—. Fue el propio Jon quien me pidió que lo transformase.

—¿Sí? ¿Pero no te das cuenta de que cada cosa que hagas será como una crítica a lo que él realmente es? Y llegará un momento en que se ofenderá. Tal vez mi madre mentía, pero un antiguo proverbio chino dice: «No sé por qué me odia si yo nunca he hecho nada por él». Y está basado en una gran verdad.

—No seas tonta. Jon agradecerá mi ayuda.

—¿Sí? ¿Te acuerdas cuando me decías lo que debía comer para adelgazar?

—¡Pero tú no me lo habías pedido! ¡Y dejé de hacerlo!

—Mira, si no se ofende Jon, lo hará Phil. Pensará que estás prestando demasiada atención a otro hombre.

—¿Bromeas? Phil no nota nada de lo que yo hago — dijo Tracie, y se preguntó si Phil vendría esa noche—. Me encantaría que se pusiera celoso.

—Ya veremos — dijo Laura, y guiñó los ojos como un búho. Tracie la detestaba cuando se ponía de marisabidilla.

—Quizá lo veremos o quizá no. Pero iremos al gimnasio — dijo—. Beth y otras chicas del trabajo van tres veces a la semana, y nosotras haremos lo mismo — Se levantó y rodeó con el brazo los altísimos hombros de Laura—. Estarás espléndida en el Stair Master.

En el Gimnasio Simón sonaba música de los años setenta. Todas las máquinas estaban ocupadas por mujeres.

—Susan salía con un tío, y cuando empezaron a acostarse ella descubrió que él llevaba peluquín — dijo Sara, una de las reporteras más jóvenes del Times.

—¡Qué cierrachochos! — comentó Beth.

—¿Qué dices? — preguntó Tracie, que estaba ejercitándose en la máquina de remar, con la cabeza entre las rodillas. Estaba tan cansada que tenía náuseas.

—Es el equivalente masculino de una aflojapollas — explicó Sara, y levantando y bajando el dedo índice hizo un gesto que indicaba la pérdida de erección—. Los contables son cierrachochos.

—¿Y quiénes más? —preguntó Tracie, la respiración agitada.

—Los vendedores de zapatos — intervino Laura desde el StairMaster, levantando la rodilla hasta la cintura al ritmo de la música de los años setenta.

—Los corredores de bolsa, los agentes de la propiedad inmobiliaria. Y los guardias de seguridad — añadió Sara, que estaba de lado haciendo ejercicios de estiramiento.

—¿Has salido alguna vez con un guardia de seguridad? — le preguntó Laura.

—Ni falta que me hace — respondió Sara mientras continuaba estirándose, esta vez hacia la derecha.

—También los informáticos — colaboró Beth mientras cambiaba el peso del nuevo aparato al que iba a montarse, y que tenía un aspecto aterrador, vagamente sexual—. Seattle está lleno de esos tipos. Son un aburrimiento. No sé por qué creen que una se interesa por sus puertos de serie.

La música paró un minuto, y también se detuvieron las mujeres. Después se oyó Kool and the Gang.

Sara cogió una toalla y se secó la frente.

—Es verdad — dijo—. Las madres siempre tratan de colocarte con un tío que trabaje en la industria informática. Pero son como leprosos. Deberían obligarlos a llevar una campanilla colgada del cuello y a gritar «¡Impuro, impuro!» cuando se te acercan.

—¿Y a las madres les gustan? — preguntó Tracie, recordando su artículo del día de la ídem.

—Son unos cretinos — siguió Sara—. A menos, claro, que estén forrados.

Sara jamás comprendía los chistes que hacían los otros, pero era muy dulce. Laura, que en materia de dulzura solo le gustaba la de las pastas, alzó los ojos al cielo.

—No me interesa casarme por dinero, pero he oído hablar a Allison, y ella sabe exactamente lo que vale cada acción. Dijo que está buscando un tío que haya sacado a bolsa su propia empresa.

—¡Como si un millonario fuera a interesarse por ella! — repuso Tracie despectivamente.

—¿No crees que Allison es muy guapa? — preguntó Sara.

—No —respondió Tracie—. Imita demasiado a Sharon Stone, aunque tiene mejor culo.

—Eh, chicas, hablando de culos, es hora de subirse a las bicicletas — ordenó Beth.

—No, vamos primero a la cinta de andar.

—Antes vamos a comer — sugirió Sara—. Estoy muerta de hambre.

—¿Y si primero hacemos una siesta? — preguntó Laura, secándose el sudor del labio superior.

Dejaron atrás la hilera de bicicletas fijas y las cuatro subieron a las cintas para caminar, marcaron unos números y se pusieron en marcha.

—De modo que sabemos lo que no nos gusta, pero ¿qué tienen los chicos problemáticos que nos atrae tanto? ¿Por qué nos volvemos adictas a los hombres difíciles? — preguntó Tracie.

—Representan un gran desafío — dijo Sara—. En el Times hay unos cuantos.

Marchaban a compás, balanceando los brazos.

—Sí, no es fácil conseguir que un chico malo te quiera, y una siente que si lo consiguiera sería un gran triunfo — añadió Beth.

—Yo creo que nos atraen debido a nuestro instinto maternal — opinó Laura.

—¡Te has pasado mucho! — dijeron Sara y Beth al unísono. Tracie hubiera querido tener con ella su bloc de postits.

—No, escuchad — continuó Laura—. Es como si nos sirvieran de práctica. Ellos necesitan toda nuestra atención, como un niño.

—Yo creo que es porque son fáciles — dijo Beth.

—¡Pero si no lo son! — protestó Sara.

—En un sentido sí — afirmó Beth—. Como nunca alcanzas una verdadera intimidad con ellos, tampoco tienes que probar tu propia capacidad de amar.

Todas se quedaron en silencio. Por un instante, esquivaron la mirada de las demás. Hasta Tracie, la reportera, se sentía incómoda.

Después bajaron de las cintas y se dirigieron a las bicicletas.

Se habían demorado en el gimnasio, y ahora Beth juntaba frenética sus papeles mientras trataba de arreglarse el pelo con la otra mano.

—Vamos, o llegarás tardísimo. Tu pelo está muy bien. Y de todas formas Marcus no te mirará — le dijo Tracie, entrando en el cubículo de su amiga.

—Odio estas reuniones.

—Tú y todos los demás. Pero yo hoy voy a desafiar al león en su cubil. Tengo una idea realmente buena para un artículo.

Beth la miró poco convencida mientras iban por el pasillo.

—Estás loca. ¿Por qué hablar de ella delante de todo el mundo y permitir que Marcus te humille?

—Porque pienso que puedo conseguir que los demás me apoyen. Es realmente una buena idea. Ingeniosa. Y divertida.

—Y todos sabemos cuánto le gustan a Marcus el ingenio y la diversión.

Cuando se abrió la puerta de la sala de reuniones Tracie vio que hacía un rato que habían comenzado. Se volvió y su mirada le comunicó a Beth que la habían jodido. Cuando se sentaron, Tracie intentó que su mirada no se cruzara con la de Marcus. Él estaba sentado a la cabecera de la mesa, hablaba con un cigarrillo apagado colgando de una comisura.

—Han sido muy amables al venir, señoritas. Beth, ¿has terminado el artículo sobre el nuevo alcalde?

—Está casi terminado, lo entregaré mañana.

—Más vale que sea bueno. — Marcus dedicó luego su atención a Tracie—: En cuanto a ti, quiero que me escribas un artículo sobre el día de los Caídos por la Patria.

Tracie trató de disimular su emoción. Era la única festividad que le importaba. Había confiado en que le encargaran el artículo, y hasta tenía planeado entrevistar a veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Pero se esforzó por no mostrar el menor entusiasmo.

—Tim, quiero que tú te encargues de la nota del viernes sobre las meriendas en casa. Y tú, Sara, haz la entrevista a un escritor. Creo que esta semana Susan Baker Edmonds está en la ciudad — añadió Marcus, y bostezó.

Sara se enfadó cuando Allison trató de llamar la atención de Marcus echándose hacia atrás su espléndido cabello rubio.

—Marcus — dijo—, creo que yo podría cubrir el concierto de Radiohead.

—Olvídalo, tú lo único que quieres es acostarte con ellos — respondió Marcus, impasible—. Bien, si nadie tiene ideas nuevas, o algo que decir, se levanta la sesión — dijo, y se puso de pie.

—Bueno, yo tengo una...

—Ah, la encantadora señorita Higgins. ¿O deberíamos llamarla Último Momento Higgins? — ironizó Marcus, y caminó hasta situarse detrás de Tracie.

—Lo siento — dijo ella.

—Claro. También es Lo-Siento-Higgins. O No-Me-Corten-El-Artículo Higgins. — Marcus le puso las manos en los hombros.

Tracie detestaba que hiciera eso. Claro que tampoco le gustaba tener que hablar mirándolo a los ojos.

—Tengo una idea para una..., bueno, para un artículo sobre una verdadera transformación.

—¿Qué? ¿Cómo en las revistas femeninas? La hermosa Allison ya intentó colarme un artículo así y no consiguió hacerme picar. — Debía de haber sonreído a Allison, porque ella puso la cara de una niñita que recibe elogios de su padre—. Aunque debo decir que estuve realmente tentado. Pero no por la nota. En cuanto a su propuesta, señorita Higgins, la respuesta es no.

—Espera — replicó Tracie, y se dio la vuelta en la silla para mirarlo—. He pensado que podíamos hacer algo distinto. Aquí hay tantos gilipollas informáticos con dinero que. que podríamos convertir a uno de ellos en un hombre, quiero decir, contar en un artículo cómo se transforma en... en un hombre como tú.

—Miserable y alcohólico — dijo con voz casi inaudible Tim. Marcus le dirigió una mirada feroz.

—Lo he oído — dijo, y luego, dirigiéndose a Tracie—: ¿Qué quieres decir exactamente, Tracie?

Ella tragó saliva.

—Ya sabes, una parodia de esos artículos sobre cenicientas convertidas en princesas de las revistas para mujeres. Pero también un artículo lleno de informaciones útiles. Por ejemplo, dónde te cortan el pelo a la última, y dónde tienen la ropa que hay que ponerse. Y qué restaurantes hay que evitar, y cuáles están de moda. Podríamos buscar una persona y seguir su transformación paso a paso.

—No está mal. ¿Pero cómo harías para encontrar a alguien que quiera ser tu ceniciento?

—Ese tío quedaría como una bola de carne sin seso, un auténtico idiota — opinó Tim.

—Entonces tú eres un buen candidato — le replicó Marcus mientras se dirigía hacia la puerta. Se detuvo y volvió a la mesa—: Esto me ha recordado que ya es hora de que hagamos un reportaje sobre el mejor pastel de carne de Seattle. Hazlo tú, Tracie. Quiero un gran artículo donde se hable bien de unos cuantos restaurantes locales.

Tracie no se lo podía creer.

—¿Y decimos que todos hacen el mejor pastel? — preguntó—. No me gustaría ofender a ninguno de nuestros anunciantes.

Marcus ni siquiera pestañeó.

—Solo uno es el ganador, pero hay un montón de pasteles de carne de cuatro estrellas. Allison, ¿puedo hablar contigo en mi despacho?

Marcus abrió la puerta y abandonó la sala.