Capítulo 9

FUERA del despacho de Jon había decenas de cubículos enmoquetados que llenaban un espacio del tamaño de un hangar. El ruido de los teléfonos, las fotocopiadoras, las impresoras y los dedos en los teclados producía un zumbido bajo pero constante. Jon se encontraba fatigado, después de haber tenido que vérselas con todas sus madres, de trabajar en el proyecto Parsifal y de haberse quedado hasta tarde con Tracie la noche anterior. Pero ahora debía hacer acopio de toda su energía y concentrarse. Después de todo, este era su departamento, su reino. Un puñado de tíos de Micro/Con hablaban sobre las últimas novedades en alta tecnología mientras él, el déspota ilustrado, los escuchaba esforzándose por mantener los ojos abiertos.

Jon apartó la vista del grupo que lo rodeaba y vio a Samantha dirigirse hacia su despacho. Su reino se desplomó en menos tiempo que el virus I Love you destruyó todo el sistema de correo electrónico de Filipinas. Jon recordó que él era el rey de los perdedores. Ahora la humillación venía directamente a su encuentro. Sam tenía algo que Jon no podía resistir. Ni tampoco los demás hombres, todo hay que decirlo. Era una de esas pelirrojas pecosas, muy competitiva en su trabajo, pero con una dulzura —no, una inocencia— que era un imán irresistible. Jon habría querido catalogar cada una de sus pecas como si fueran constelaciones en el cielo nocturno. Y eso sin mencionar las piernas de Samantha, que eran largas, delgadas, perfectamente proporcionadas.

Sam estaba en la sección de mercadotecnia de Micro/Con. La mayoría de la gente que trabajaba en marketing era pura apariencia, pero ella era una mujer inteligente y con un sentido del humor muy parecido al de Tracie. Jon la había conocido el año pasado, en un congreso de vendedores, cuando el Crypton-2 estaba terminado y listo para ser lanzado. Más de trescientas personas llenaban el auditorio, en su mayoría vendedores muy tensos, pero cuando Sam subió al escenario y comenzó su discurso con un chiste absurdo sobre un enano y una lavadora, Jon solo la veía a ella. La joven no solo había hecho rugir de risa a los tíos del público, sino que lo había conseguido sin dejar de parecer una dama. Todavía hoy, Jon se reía cuando se acordaba. La joven era entusiasta, y también tenía un aura mágica. Sam era increíble. Ninguna de las chicas que Jon conocía — ni siquiera Tracie— hubiera sido capaz de soltar un discurso como aquel y salir bien parada. Durante meses él la había tenido en su radar, siempre consciente de dónde estaba ella. Y finalmente había reunido el valor necesario para sentarse junto a ella en un par de reuniones. Le había pasado notitas divertidas, y ella se había reído. Y un día Jon se había sentado junto a Sam en la cafetería y la había invitado a salir. Había dicho que sí, y luego le había dado plantón.

Y ahora, viéndola en el vestíbulo, Jon hubiera querido no tener que hablar nunca más con Samantha. La joven discutía con uno de los pistoleros de marketing. Uno de esos tíos tan elegantes, puro estilo y nada de sustancia. Jon se quedó inmóvil, visiblemente incómodo. Confiaba en que los tíos que le rodeaban no se dieran cuenta de nada. Ella no podía fingir que no lo había visto. Jon deseó desaparecer, o al menos poder hundir la cabeza en la moqueta de fibra natural, como un avestruz, pero era un deseo irrealizable.

—Ah, hola, Jon — lo saludó muy tranquila Samantha, y siguió por el vestíbulo sin detenerse, sus largas piernas eran un sueño que se alejaba.

—Hola, Sam — graznó él. ¡Por Dios, la tranquilidad de ella era peor que si lo ignorara! Ahora comprendía que lo había olvidado por completo.

Pero Samantha de pronto se detuvo.

—Eh, discúlpame por lo del sábado — le dijo por encima del hombro, como si acabara de acordarse. Bueno, quizá fuera cierto.

—¿El sábado? — dijo Jon, su voz bajo control. Él también podía volverse amnésico.

—No estaba segura de si habíamos quedado, luego me lié y...

—No pasa nada — dijo él.

Después se separó del grupo y entró en su despacho. Oía a los empleados murmurar detrás de su puerta. Dennis dijo: «Hombre, ¿qué le habrá hecho Sam a Jon que le ha pedido disculpas?». Alguien hizo otro chiste que Jon no alcanzó a oír y todos rieron. Sonó el teléfono y Jon se sobresaltó. Estuvo tentado de no contestar, pero no podía hacerlo. Podía ser Bella, su jefa, con nuevos datos sobre la financiación del proyecto Parsifal. Cogió el auricular.

—¿Te gustan las sorpresas?— preguntó la voz de Tracie.

—Sí, dame una — suspiró Jon. Cualquier cosa que le distrajera del momento presente era bienvenida.

—¿Y si te dijera que no soy Tracie sino Merlín el mago y que he pensado en lo que me has propuesto?

¿Qué había dicho? ¿Marión? ¿Marión Brando? Jon estaba tan cansado que le costaba pensar. ¿De qué estaba hablando Tracie? ¿Estaba tan desesperado el domingo por la noche que se había emborrachado y le había pedido que se casara con él? No entendía nada. Pero de repente se hizo la luz. ¡Le había pedido que le enseñara a ser un chico malo! Jon dejó los papeles que tenía en la mano y se sentó.

—Tracie, haré cualquier cosa. Lo que tú me mandes, de verdad.

—Ante todo, tenemos que comprarte ropa decente — dijo ella.

Jon no pudo evitar recordar la máxima de Emerson: «Ninguna cosa que requiera ropa nueva es digna de confianza».

—Tienes mi tarjeta de crédito a tu disposición — respondió.

—Tendrás que cambiar de peinado.

Estoy dispuesto a cambiar toda mi cabeza, pensó Jon, pero solamente dijo:

—¿Tendré que hacerme un trasplante, o solo cambiar el color? Haré lo que ordenes — le aseguró a Tracie.

Ella rió. Tenía una risita muy simpática.

—Para empezar, un buen corte. Y también tendrás que ir al gimnasio.

—Ningún problema.

—Y tienes que saber que al gimnasio uno va a ponerse en forma, pero también a conocer gente. Muy bien. Y ahora, el primer paso: tendrás que deshacerte del contestador automático de casa. Y también de tu correo electrónico.

Tracie se había vuelto loca. Él dirigía un departamento de ID, y estaba trabajando en un proyecto que haría época.

—¿Qué dices? ¿Y cómo voy a recibir los...?

—De eso se trata. Regla número uno: debes ser inalcanzable — lo interrumpió ella.

—Puede que para las mujeres. Pero tengo que atender mis asuntos profesionales.

—En los últimos seis años lo único que has hecho ha sido trabajar. Tendrás que cambiar tu estilo de vida si quieres ligar con chicas guapas.

Jon recordó a Sam.

—De acuerdo, de acuerdo. Sigue con las reglas.

—Regla número dos: sé impredecible. Pierde el reloj.

Jon empezó a quitárselo.

—El mío está pasado de moda, ¿verdad? ¿Tengo que llevar uno más moderno? ¿Qué te parece un Swatch?

—¡Por Dios, no! Los chicos malos no necesitan reloj. Llegan elegantemente tarde o fastidiosamente temprano, pero jamás a la hora convenida. Otra cosa, sin logos ni inscripciones en la ropa. Nada de pequeños cocodrilos o bumeranes. Si la gente quiere leer, que compre el Times, que tu pecho no es un periódico. Y olvídate de tus camisetas Micro/Con.

—No las llevo siempre —dijo Jon a la defensiva, y se miró el pecho. Decía: DE DISQUETE A DISCO DURO EN SESENTA SEGUNDOS. La verdad era que apenas si se fijaba en lo que se ponía.

—No, no las llevas cuando te bañas o duermes (si es que duermes desnudo). Pero yo siempre te he visto con los lemas de tu empresa en el pecho. ¡Es tan vulgar!

Puede que Tracie tuviera razón.

—Me pondré una camisa de verdad — prometió.

—Te diré tus deberes para mañana: irás a trabajar sin una camiseta de tu empresa y sin reloj. Y nos veremos luego en tu casa, a las siete.

Jon era un estudiante aplicado. En la universidad siempre había obtenido las notas más altas, y en los exámenes respondía hasta a las preguntas más difíciles. Solamente le iba mal en su vida privada.

—¿Me estás examinando? ¿Se supone que debo llegar tarde? ¿O quizá demasiado pronto?

—A la hora exacta — respondió ella muy seria—. Y no te pases de listo con tu alquimista.

Jon colgó, sonriendo, y dio varias vueltas en su silla giratoria. ¡Sí, muy pronto todas las Samanthas del mundo estarían a sus pies, con pecas y todo!