2
Ella no durmió. ¿Cómo podía dormir una mujer en la que era, en la mente de Moira, la última noche de su vida? A la mañana siguiente se convertiría en la nueva reina de Geall si su destino era que consiguiese liberar la espada de su vaina de piedra. Y, como reina, debería gobernar y reinar, tareas ambas para las que había sido preparada desde el momento de nacer. Pero como reina, en ese inminente amanecer y en los siguientes, conduciría a su pueblo a la guerra. Si no era su destino que extrajera la espada de la piedra, ella seguiría a otro, de buena gana, a la batalla.
¿Podían acaso semanas de intenso entrenamiento preparar a alguien para semejante acción, tamaña responsabilidad? De modo que esa noche era la última en que podía ser la mujer que ella había creído que sería, incluso la reina que había esperado llegar a ser algún día.
Moira sabía que nada volvería a ser igual, no importaba lo que el amanecer trajese consigo.
Antes de la muerte de su madre, había creído que ese amanecer que ahora estaba a punto de despuntar se encontraba a años de distancia. Siempre había supuesto que disfrutaría durante muchos años de la compañía, el consuelo y el consejo de su madre, años de paz y estudio de modo que, cuando llegase el momento, no sólo estaría preparada para llevar la corona sino que sería digna de ella.
En parte, Moira había supuesto que su madre reinaría durante varias décadas y que ella misma se casaría. En el nebuloso y distante futuro, uno de sus hijos llevaría la corona en su lugar.
Todo eso había cambiado la noche en que su madre murió. No, Moira se corrigió, había cambiado antes, muchos años antes, cuando su padre había sido asesinado.
Quizá no había cambiado en absoluto, sino que había perseguido, como haber ido pasando páginas a medida que se escribía el libro del destino.
Ahora sólo podía desear tener la sabiduría de su madre y buscar en su propio interior el valor para llevar tanto la corona como la espada.
Estaba de pie, en una de las almenas más elevadas del castillo, bajo una pequeña luna. Cuando volviese a estar llena, ya estaría lejos de aquí, en la fría tierra de un campo de batalla.
Moira había subido a las almenas porque desde allí podía ver las antorchas que ardían en el campo de juegos. Observar el entrenamiento nocturno y oír los sonidos que producía. Cian, pensó, empleaba horas de su noche en enseñar a hombres y mujeres cómo luchar contra algo que era más fuerte y rápido que los humanos. Él los presionaría, estaba segura de ello, hasta que estuviesen preparados para matar. Como la había presionado a ella y a los demás miembros del círculo, noche tras noche durante las semanas que habían permanecido en Irlanda.
No todos confiaban en él, eso era algo que Moira también sabía. Algunos le temían sin disimularlo, pero eso tal vez fuese positivo. Ella entendía que Cian no estaba allí para hacer amigos, sino guerreros. En realidad, gran parte de su formación de guerrera se la debía a él.
Moira creía entender por qué Cian luchaba junto a ellos o, al menos, tenía un atisbo de la razón por la que él arriesgaba tanto por la humanidad. En parte era por orgullo, del que sabía que Cian tenía de sobra. El no se inclinaría ante Lilith. En parte, lo admitiese Cian o no, era por lealtad hacia su hermano. Y el resto, bueno, tenía que ver con el coraje y sus propias emociones en conflicto.
Porque ella sabía que Cian tenía emociones. Era incapaz de imaginar cómo, después de mil años de existencia, luchaban y se enfrentaban en su interior. Las de ella estaban tan confusas y alteradas después de sólo dos meses de muerte y sangre que apenas era capaz de reconocerse. ¿Cómo sería para él, después de todo lo que había visto y hecho, de todo lo que había ganado y perdido? Cian sabía del mundo mucho más que cualquiera de ellos; de sus placeres, de sus dolores, de sus posibilidades. No, Moira era incapaz de imaginar lo que significaba saber todo lo que Cian sabía y aun así arriesgar la propia supervivencia.
Que él lo hiciese, que ahora incluso estuviese dedicando su tiempo y su habilidad para entrenar tropas, merecía todo su respeto. Al tiempo que el misterio que lo rodeaba, los cómo y los por qué, continuaba fascinándola.
Moira no podía estar segura de lo que Cian pensaba de ella. Aunque la había besado —ese único ardiente y desesperado momento—, no lo sabía con seguridad. Y nunca había podido resistirse a meterse en el meollo de las cosas.
Oyó pasos que se acercaban, y al volverse vio que era Larkin.
—Deberías estar en tu cama —dijo él.
—Allí sólo estaría mirando el techo. La vista es mejor desde aquí. —Buscó la mano de su primo, su amigo, y se sintió inmediatamente confortada—. ¿Y por qué no estás tú en la tuya?
—Te he visto. Blair y yo hemos ido a echarle una mano a Cian —igual que había hecho la de Moira, la mirada de Larkin se paseó por el campo que se extendía debajo de ellos— y te he visto aquí, sola.
—Esta noche no soy buena compañía, ni siquiera para mí misma. Sólo quisiera que esto ya hubiese acabado, entonces vendría lo siguiente. De modo que he decidido venir aquí para reflexionar sobre esas cosas. —Apoyó la cabeza en su hombro—. Ayuda a pasar el tiempo.
—Podríamos bajar al comedor familiar. Te dejaré ganar al ajedrez.
—¿Dejarme? Oh, escuchadle. —Ella le miró. Los ojos de Larkin eran de un castaño dorado, con pestañas largas, como los suyos. La sonrisa que bailaba en ellos no alcanzaba a enmascarar su preocupación—. Y supongo que me has dejado ganar los cientos de partidas que hemos disputado todos estos años.
—Pensaba que sería bueno para darte confianza.
Ella se echó a reír al tiempo que le daba un pequeño empujón.
—Estoy segura de que puedo ganarte al ajedrez nueve de cada diez veces que juguemos.
—Entonces lo comprobaremos.
—No, no lo haremos. —Ella le dio un beso en la mejilla y le apartó de la cara un mechón de pelo castaño—. Tú te irás a tu cama y a tu dama, y no pasarás estas horas distrayéndome de mi apenado estado de ánimo. Vamos, entremos. Después de todo, tal vez la limitada vista del techo de mi habitación me aburra al punto de hacer que me duerma.
—Si quieres compañía, sólo tienes que llamar a mi puerta.
—Lo sé.
Del mismo modo que Moira sabía que intentaría descansar hasta la primera luz del día.
Pero no durmió.
Según mandaba la tradición, Moira sería vestida y atendida por sus damas en la última hora previa al amanecer. A pesar de que le insistieron para que se lo pusiera, rechazó el vestido rojo. Ella sabía muy bien que el rojo no era un color que la favoreciera, no importaba cuan regio pudiese ser. Eligió, en cambio, vestir con los colores del bosque, verde oscuro sobre una falda verde pálido.
Accedió a llevar joyas, después de todo, eran las alhajas de su madre. De modo que permitió que las pesadas piedras de citrino le fuesen colocadas alrededor del cuello. Pero bajo ninguna circunstancia se quitaría la cruz de plata.
Llevaría el pelo suelto y descubierto, y permaneció sentada, dejando que la charla de las mujeres la rodease, mientras Dervil le cepillaba el cabello una y otra vez.
Ceara, una de sus damas, volvió a insistir en que comiese un plato de pasteles de miel.
—Después —le dijo Moira—. Me sentiré más tranquila más tarde.
Moira se levantó y sintió un profundo alivio al ver que Glenna entraba en la habitación.
—¡Qué maravilloso aspecto tienes!
Moira extendió ambas manos. Ella había elegido personalmente el atuendo que llevarían Blair y Glenna, y ahora comprobaba que su elección había sido acertada. Por otra parte, pensó, Glenna era una mujer tan atractiva que no había nada que no la favoreciera.
Aun así, la elección del terciopelo azul oscuro contribuía a realzar su piel cremosa y el fuego de su pelo.
—Me siento como si fuese una princesa —dijo Glenna—. Muchas gracias. Y tú, Moira, pareces una reina.
—¿De verdad? —Se volvió hacia su espejo pero sólo se vio a sí misma. Sonrió cuando Blair entró en la habitación. Para ella había elegido un vestido color bermellón, con sobrefalda dorado pálido—. Nunca te había visto con un vestido.
—¡Y qué vestido! —Blair estudió a sus amigas y luego se miró—. Me parece que todo esto es como un cuento de hadas.
Se peinó con los dedos el pelo corto y oscuro.
—¿No te importa entonces? La tradición exige el atuendo más formal.
—Me gusta ser una chica. No me molesta vestirme como una, incluso como una que no va a la moda de mi tiempo. —Blair descubrió los pasteles de miel y cogió uno—. ¿Nerviosa?
—Mucho. Me gustaría estar a solas un momento con Blair y Glenna —dijo Moira a sus damas. Una vez que éstas se hubieron marchado de la habitación, Moira se dejó caer en el sillón que había delante del hogar encendido—. Llevan dando vueltas a mi alrededor desde hace una hora. Es agobiante.
—Pareces cansada. —Blair se sentó en el brazo del sillón—. No has dormido nada.
—Mi mente estaba inquieta.
—No bebiste la poción que te di. —Glenna suspiró—. Tienes que estar descansada para esto, Moira. —Necesitaba pensar. No es la manera habitual de hacerlo, pero quiero que vosotras dos, junto a Hoyt y Larkin, caminéis a mi lado hasta la piedra donde está la espada.
—¿Acaso no era ése el plan? —preguntó Blair con la boca llena.
—Vosotros formaréis parte de la comitiva, claro, y, según manda la tradición, yo debo caminar sola, delante de todos, como siempre se ha hecho. Detrás de mí, sólo deberían estar los miembros de mi familia: mi tío, mi tía, Larkin y mis otros primos. Y tras ellos, según su rango y posición, los demás. Pero yo quiero que vosotros caminéis con mi familia, porque sois mi familia. Hago esto por mí, pero también por el pueblo de Geall. Quiero que ellos vean lo que sois. Cian no podrá estar en la ceremonia, como a mí me hubiese gustado.
—No puede hacerse de noche, Moira. —Blair apoyó la mano sobre su hombro—. Es un riesgo demasiado grande.
—Lo sé. Pero aunque el círculo no se halle completo en el lugar donde está la piedra, Cian estará en mis pensamientos. —Se levantó y fue hasta una de las ventanas—. Ya está amaneciendo —musitó—. Y le seguirá el día. —Se volvió mientras se apagaban las últimas estrellas—. Estoy preparada para lo que traiga.
Su familia y sus damas ya estaban reunidas abajo. Moira aceptó la capa que le ofrecía Dervil y ella misma se ajustó el broche con el dragón.
Cuando alzó la vista, vio a Cian. Supuso que debía de haberse detenido un momento de camino a su habitación, hasta que comprobó que llevaba puesta la capa que Glenna y Hoyt habían encantado para que impidiese el paso de los, para él, mortales rayos del sol.
Moira se apartó del lado de su tío y se acercó a Cian.
—¿Piensas venir? —le preguntó—. Rara vez tengo ocasión de dar un paseo por las mañanas.
A pesar de lo desenfadado de sus palabras, Moira percibió lo que se escondía debajo de ellas.
—Te agradezco que hayas elegido esta mañana para dar tu paseo.
—Ya ha amanecido —dijo Riddock—. La gente espera.
Moira se limitó a asentir brevemente, luego se levantó la capucha como mandaba la costumbre antes de salir a la brumosa luz del día.
El aire era frío y neblinoso, y apenas corría una brisa que agitaba los dedos de la bruma. A través de esa cortina de niebla, Moira cruzó sola el patio hasta llegar a las puertas del castillo, con su séquito caminando detrás de ella. En el amortiguado silencio, oyó el canto de los pájaros y el leve susurro del aire húmedo.
Pensó en su madre, que una vez había recorrido ese mismo camino en una mañana fría y brumosa. Y en todos aquellos que lo habían hecho antes que ella, cruzando las puertas del castillo, a través del camino de tierra, sobre la hierba verde tan cargada de rocío que era como estar vadeando un río. Sabía que muchos la seguían, comerciantes y artesanos, arpistas y bardos. Madres e hijas, soldados e hijos.
El cielo se teñía de rosa en el este y la neblina que cubría la tierra lanzaba destellos plateados.
Moira podía oler el río y la tierra y continuó ascendiendo por la suave colina, con el rocío mojándole el borde del vestido.
El lugar de la piedra se encontraba en una colina en la que había un pequeño bosquecillo. Sobre las rocas que había cerca del pozo sagrado, crecían el musgo y el liquen amarillo pálido y verde. Cuando llegase la primavera aparecería el vivaz anaranjado de los lirios, las cabezas danzantes de los ranúnculos y, más tarde, las hermosas campanillas de las dedaleras, todas ellas creciendo en el lugar que les correspondía.
Pero por el momento las flores permanecían dormidas y las hojas de los árboles tenían esa primera pincelada de color que presagiaba su muerte.
La piedra donde estaba la espada era grande y blanca, como un altar sobre un antiguo dolmen de piedra lisa y gris.
Los rayos del sol atravesaban las hojas y la niebla, alcanzando esa piedra blanca y arrancando reflejos de plata de la empuñadura de la espada enterrada en ella.
Las manos de Moira estaban frías, muy frías. Ella conocía la historia desde que era pequeña. Cómo los dioses habían forjado la espada con un rayo, con el mar, la tierra y el viento. Cómo Morrigan había llevado la espada y el altar de piedra hasta ese lugar, y había enterrado allí la espada hasta la empuñadura, y grabado las palabras en la piedra con su dedo ardiente.
HINCADA POR LA MANO DE LOS DIOSES
LIBERADA POR LA MANO DE UN MORTAL
CON ESTA ESPADA
ESA MANO GOBERNARÁ GEALL
Moira se detuvo en la base de la piedra para leer nuevamente las palabras. Si los dioses así lo disponían, esa mano sería la suya.
Con la capa agitándose sobre la hierba cubierta de rocío, caminó a través del sol y la niebla hasta la cima de la colina mágica. Y ocupó su lugar detrás de la piedra.
Por primera vez miró y vio. Centenares de personas, su pueblo, con la mirada puesta en ella, ocupaban los campos, el sendero de tierra del camino. Si la espada quedaba en sus manos cada uno de ellos sería su responsabilidad. Se estremeció y creyó desfallecer.
Logró tranquilizarse mientras examinaba los rostros y esperaba a que el trío de hombres santos ocuparan sus lugares detrás de ella. Algunos aún continuaban subiendo la cuesta de la colina, apresurándose para no perderse ese momento. Moira deseaba sonar calmada cuando les hablara, de modo que esperó un poco más y dejó que su mirada se posara en los ojos de aquellos a quienes más amaba.
—Mi señora —dijo uno de los hombres santos.
—Sí. Un momento.
Abrió lentamente el broche del dragón, se quitó la capa y la entregó detrás de ella. El amplio vuelo de las mangas del vestido ondeó hacia atrás cuando levantó los brazos, pero no sintió el frío en la piel. Al contrario, sentía calor.
—Soy una sierva de Geall —exclamó—. Soy una criatura de los dioses. He venido a este lugar para inclinarme ante la voluntad de ambos. Por mi sangre, por mi corazón, por mi espíritu. Dio el último paso que la separaba de la piedra. No había un solo sonido en el aire. Era como si la propia naturaleza estuviese conteniendo el aliento. Moira extendió la mano y curvó los dedos alrededor de la empuñadura de plata.
«Oh —pensó, al sentir su calor, mientras en algún lugar de su mente oía el suave murmullo de su música—. Por supuesto, sí, por supuesto. Es mía y siempre lo fue».
Con el susurro del acero contra la piedra, Moira liberó la espada y la alzó apuntando al cielo.
Sabía que su pueblo la vitoreaba y algunos lloraban. Sabía que, como un solo hombre, todos habían hincado la rodilla en tierra. Pero sus ojos estaban fijos en la punta de la espada y en el rayo de luz que llegaba desde el cielo para incidir en ella.
Moira sintió esa luz en su interior, una oleada de calor y color y fuerza. Notó una súbita quemadura en el brazo y, como si los propios dioses lo hubiesen grabado, el símbolo del claddaugh se le formó en él para señalarla como reina de Geall. Transportada, emocionada y humilde, miró a su pueblo. Y sus ojos encontraron los de Cian.
Todo lo demás pareció desaparecer entonces, por un momento. Sólo estaba él, el rostro ensombrecido por la capucha de la capa, y sus ojos brillantes y azules.
¿Cómo podía ser, se preguntó, que ella estuviese sosteniendo el destino de todos ellos en la mano y sólo lo viese a él? ¿Cómo era posible que, al mirar sus ojos, fuese como estar mirando más y más profundamente en su propio destino?
—Soy una sierva de Geall —repitió, incapaz de apartar sus ojos de Cian—. Soy una criatura de los dioses. Esta espada y todo lo ella que protege me pertenece. Soy Moira, reina guerrera de Geall. Levantaos y sabed que os amo.
Ella permaneció de pie, tal como estaba, la espada aún apuntada hacia el cielo mientras las manos del hombre santo colocaban la corona en su cabeza.
La magia no era algo que le resultase extraño, ya fuese blanca o negra, pero Cian pensó que jamás en su vida había visto nada más poderoso. El rostro de Moira, que se veía tan pálido cuando se quitó la capa, había florecido cuando su mano había arrancado la espada de la piedra. Sus ojos, tan preocupados, tan sombríos, eran ahora tan brillantes como la hoja de la espada. Y habían atravesado los suyos de parte a parte, afilados como una espada, cuando lo había mirado.
Allí estaba, pensó él, ligera y delgada, y tan magnífica como cualquier amazona. Súbitamente regia, súbitamente ardiente, súbitamente hermosa.
Lo que movió dentro de él no tenía espacio allí, en aquel momento.
Retrocedió unos pasos y se volvió para marcharse. Hoyt lo cogió de un brazo.
—Debes esperar por ella, por la reina.
Cian enarcó una ceja.
—Olvidas que yo no tengo ninguna reina. Y ya he estado suficiente tiempo bajo esta jodida capa.
Se movió de prisa. Quería alejarse de la luz, del olor a humanidad. Apartarse del poder de aquellos ojos grises. Necesitaba el frío y la oscuridad, y el silencio.
Estaba apenas a una legua de distancia cuando Larkin se acercó trotando hacia él.
—Moira me ha dicho que te pregunte si quieres que te lleve a caballo hasta el castillo.
—Estoy bien, pero gracias de todos modos.
—Ha sido algo asombroso, ¿no crees? Y Moira estaba… bueno, brillante como el sol. Siempre he sabido que sería ella la elegida, pero verlo cuando sucede es algo completamente diferente. Se ha convertido en reina en el momento de tocar la espada. Tú también lo has visto.
—Si Moira quiere seguir siendo reina, tener a alguien a quien gobernar, será mejor que use esa espada.
—Y lo hará. Vamos, Cian, éste no es un día para la tristeza y la fatalidad. Nos hemos ganado unas cuantas horas de alegría y celebración. Y comida. —Con otra sonrisa, Larkin le dio a Cian un leve codazo en el costado—. Ella es la reina, pero puedo prometerte que, hoy, el resto de nosotros comerá como reyes.
—Bueno, los ejércitos viajan sobre el estómago.
—¿Sí?
—Eso dijo al menos… alguien. Podéis disfrutar de vuestra celebración y vuestro banquete. Será mejor que mañana reinas, reyes y campesinos se preparen por igual para la guerra.
—Es como si no hubiésemos estado haciendo otra cosa. No me quejo —continuó Larkin antes de que Cian pudiese hablar—. Supongo que la cuestión es que estoy cansado de prepararme para la guerra, y que quiero que llegue cuanto antes.
—¿Es que no has tenido suficiente actividad últimamente?
—Tengo que hacerles pagar por lo que le hicieron a Blair. Aún tiene las costillas doloridas, y se cansa más de prisa de lo que está dispuesta a admitir. —Su expresión era dura y sombría mientras recordaba—. Sus heridas curan rápidamente, pero no olvidaré el daño que le hicieron.
—Es muy peligroso entrar en batalla llevando a cuestas asuntos personales.
—Ah, tonterías. Todos nosotros tenemos algo personal que arreglar, ¿o qué sentido tiene si no? Y no me dirás ahora que una parte de ti no irá a combatir teniendo en la mente y en el corazón lo que esa perra le hizo a King. Cian no podía negarlo, de modo que cambió de tema.
—¿Estás… escoltándome de regreso al castillo, Larkin?
—De hecho, alguien ha mencionado que debo lanzarme sobre ti para protegerte de la luz del sol en caso de que la magia de tu capa se agote.
—Eso estaría bien. Ambos arderíamos como antorchas.
Cian lo dijo casi con indiferencia, pero tuvo que reconocer que se sintió aliviado cuando llegó a las sombras que proyectaba el castillo de Geall.
—También me han pedido que acudas al salón familiar si no te encuentras demasiado cansado. Tendremos un desayuno privado allí. Moira se sentiría agradecida si pudieses quedarte unos pocos minutos.
A Moira le hubiese gustado disfrutar de unos instantes para ella sola. Pero estaba rodeada. El camino de regreso al castillo era una mancha de movimiento y voces envueltas en la niebla. Sentía el peso de la espada en la mano, la corona en la cabeza a pesar de que era llevada casi en volandas por su familia y sus amigos. Los vítores de alegría resonaban sobre las colinas y los campos, una celebración de la nueva reina de Geall.
—Tendrás que exhibirte —le dijo Riddock—. Desde el balcón real. Es lo que se espera que hagas.
—Sí. Pero no saldré sola. Sé que es la forma en que siempre se ha hecho —continuó diciendo antes de que su tío pudiese protestar—. Pero éstos son tiempos diferentes. Mi círculo estará conmigo. —Ahora miró a Glenna, luego a Hoyt y Blair—. La gente no sólo verá a su reina, sino a aquellos que han sido elegidos para dirigir esta guerra.
—Eres tú quien debe decidirlo y hacerlo —dijo Riddock con una ligera reverencia—. Pero en un día así, Geall debería estar libre de la sombra de la guerra.
—Hasta que Samhain haya pasado, Geall estará siempre bajo la sombra de la guerra. Cada gealliano debe saber que, hasta ese día, yo gobernaré con la espada. Y que formo parte de un círculo de seis elegidos por los dioses.
Apoyó una mano sobre la de su tío cuando atravesaron las puertas.
—Ahora tendremos una celebración y comeremos y beberemos. Valoro tu consejo, como siempre lo he hecho, y me mostraré ante mi pueblo y hablaré para todos ellos. Pero hoy los dioses han elegido en mí a la reina y a la guerrera. Y eso es lo que seré. Eso es lo que le entregaré a Geall, hasta mi último aliento. No te avergonzaré. Riddock cogió la mano que ella había apoyado en su brazo y se la llevó a los labios.
—Mi dulce niña. Tú sólo me has traído orgullo y es lo que siempre harás. Y, desde este día y hasta que la vida me abandone, soy un hombre de la reina.
Los criados estaban todos reunidos, y se arrodillaron cuando el cortejo real entró en el castillo. Moira conocía sus rostros, sus nombres. Muchos de ellos habían servido a su madre antes de que ella naciera.
Pero ya nada era igual. Ahora ella no era la hija de la casa, sino su señora. Y la de todos ellos.
—Levantaos —dijo Moira— y sabed que me siento profundamente agradecida por vuestra lealtad y vuestros servicios. Y quiero que sepáis también que vosotros y todo Geall contáis con mi lealtad y entrega mientras sea vuestra reina.
Más tarde, mientras subía la escalera, se dijo a sí misma que hablaría con cada uno de ellos individualmente. Era importante que lo hiciera. Pero ahora tenía otras obligaciones que cumplir.
En el salón familiar, el fuego rugía en el hogar. Los floreros y cuencos rebosaban de flores frescas cortadas en los jardines y en el invernadero. La mesa estaba puesta con la mejor vajilla y cristalería, con vino que esperaba a que el círculo íntimo de Moira brindase por la nueva reina.
Inspiró una vez profundamente, luego una segunda, tratando de encontrar las palabras que diría, sus primeras palabras como reina, a aquellos a quienes más amaba.
Entonces Glenna simplemente la envolvió en sus brazos.
—Has estado magnífica. —Besó a Moira en ambas mejillas—. Luminosa.
La tensión que le atenazaba los hombros se aflojó.
—Yo me siento la misma de siempre, pero distinta, ¿sabes?
—Sólo puedo imaginarlo.
—Buen trabajo. —Blair se acercó a Moira y la abrazó brevemente—. ¿Puedo verla?
De guerrera a guerrera, pensó Moira, y le entregó la espada a Blair.
—Excelente —dijo ésta quedamente—. Buen peso para ti. Esperaba que estuviese engastada en joyas o lo que fuese. Es bueno que no sea así. Es bueno y adecuado que sea una espada ce guerra, no solamente un símbolo.
—Siento como si la empuñadura hubiese sido diseñada para mi mano. Tan pronto como la he tocado, he sentido que era… mía.
—Lo es. —Blair se la devolvió—. Es tuya.
Moira dejó la espada sobre la mesa durante un momento para recibir el abrazo de Hoyt.
—El poder que emana de ti es cálido y estable —le susurró al oído—. Geall es afortunada al tenerte como su reina.
—Gracias.
Luego se echó a reír cuando Larkin la levantó del suelo y la hizo girar tres veces en el aire.
—Mírate. Majestad.
—Te burlas de mi dignidad real.
—Siempre. Pero nunca de ti, a stór.
Cuando Larkin volvió a depositarla en el suelo, Moira se volvió hacia Cian.
—Gracias por haber venido. Significa mucho para mí.
Cian no la abrazó, ni tampoco la tocó, sino que se limitó a inclinar la cabeza.
—Es un momento que no me hubiese perdido por nada del mundo.
—Un momento más importante para mí porque has venido. Porque todos habéis venido —continuó diciendo, y comenzó a girar mirándolos a todos, cuando su pequeña prima le tiró de la falda—. Aideen. —Alzó a la pequeña y aceptó su beso húmedo—. Estás muy bonita hoy.
—Bonita —repitió Aideen, alzando la mano para tocar la enjoyada corona de Moira. Luego volvió la cabeza hacia Cian con una sonrisa tímida—. Bonita —dijo otra vez.
—Una mujer astuta —observó Cian, y vio que la pequeña fijaba la vista en el colgante que él llevaba al cuello y, con gesto distraído, lo alzó para que ella pudiese tocarlo.
Cuando Aideen estiraba la mano, su madre prácticamente voló a través del salón.
—¡Aideen, no lo hagas!
Sinann apartó a la niña de Moira y la apretó con fuerza contra su vientre, abultado por el tercer hijo que estaba esperando.
En el incómodo silencio que siguió a la escena, Moira no pudo más que susurrar el nombre de su prima.
—Nunca me gustaron los niños —dijo Cian con voz helada—. Si me disculpáis.
—Cian. —Después de lanzar una mirada recriminatoria hacia Sinann, Moira corrió tras Cian—. Por favor, aguarda un momento.
—Ya he tenido suficientes momentos por esta mañana. Quiero irme a la cama.
—Quiero disculparme. —Lo cogió del brazo y lo sujetó con fuerza hasta que Cian se detuvo y se volvió hacia ella. Sus ojos eran dos piedras azules—. Mi prima Sinann es una mujer simple. Yo hablaré con ella.
—No te molestes por mí.
—Señor. —Con el rostro pálido como la cera, Sinann se acercó a ellos—. Os ruego que me perdonéis, sinceramente. Os he insultado, a vos, a mi reina y a sus nobles invitados. Os pido que disculpéis la torpeza de una madre.
Ella lamentaba el insulto, pensó Cian, pero no el acto. La niña se encontraba ahora en el extremo más alejado del salón, en brazos de su padre.
—Acepto vuestras disculpas. —Se despidió de ella con apenas una mirada—. Ahora, si tenéis a bien soltarme el brazo, majestad.
—Un favor —comenzó a decir Moira.
—Los estás acumulando —dijo él.
—Y estoy en deuda contigo —replicó ella suavemente—. Tengo que salir fuera, al balcón. La gente necesita ver a su reina, y creo que también a todos aquellos que forman su círculo. Te agradecería si me concedieras unos minutos más de tu tiempo.
—Bajo el implacable sol.
Ella consiguió esbozar una sonrisa y se relajó al reconocer que la frustración en su voz significaba que haría lo que ella le había pedido.
—Un instante tan sólo. Luego puedes ir en busca de un poco de soledad, con la satisfacción de saber que te estaré envidiando por ello.
—Entonces haz que sea rápido. Me gustaría disfrutar de un poco de soledad y de satisfacción. Moira lo dispuso así de manera deliberada: Larkin a un lado de ella —una figura que era respetada y amada en todo Geall— y Cian al otro. El extranjero al que muchos de ellos temían. Esperaba que el hecho de que ambos la flanqueasen, sirviese para mostrarle a su pueblo que les consideraba iguales, y que ambos contaban con su confianza.
La multitud comenzó a lanzar vítores y a corear su nombre, con los gritos de júbilo convertidos en un rugido ensordecedor cuando Moira alzó la espada. También fue un gesto deliberado de su parte pasarle la espada a Blair para que la sostuviera mientras ella pronunciaba su discurso. La gente tenía que ver que la mujer con la que Larkin se había comprometido para casarse merecía sostener la espada.
—¡Pueblo de Geall!
Moira gritó con toda sus fuerzas, pero los gritos de júbilo no se apagaron. Llegaban en sucesivas oleadas que no disminuyeron hasta que ella no se acercó a la balaustrada de piedra y levantó las manos.
—Pueblo de Geall, vengo a vosotros como reina, como ciudadana, como protectora. Me presento ante vosotros como lo hizo mi madre, como lo hizo su progenitor, y como lo hicieron todos los reyes anteriores hasta los primeros días. Y estoy ante vosotros formando parte de un círculo que ha sido elegido por los dioses. No sólo un círculo de gobernantes de Geall, sino un círculo de guerreros.
Ahora abrió los brazos para abarcar a los cinco que la acompañaban.
—El círculo está formado por estas personas que se encuentran a mi lado. Son las personas más queridas por mí y en quienes más confío. Como ciudadana, os pido para ellos vuestra lealtad, vuestra confianza y vuestro respeto, igual que los tenéis hacia mí. Como vuestra reina, os lo ordeno.
Moira tuvo que interrumpirse varias veces hasta que los gritos y las expresiones de júbilo cesaban.
—Hoy el sol brilla sobre Geall. Pero no siempre será así. Lo que se acerca busca la oscuridad y nos enfrentaremos a ello. Y lo derrotaremos. Hoy celebraremos, comeremos y daremos gracias. Mañana continuaremos con nuestros preparativos para la guerra. Todo aquel gealliano que pueda manejar un arma, lo hará. Luego marcharemos todos a Ciunas. Marcharemos todos hacia el Valle del Silencio. Inundaremos ese lugar con nuestra fuerza y nuestra voluntad, y acabaremos con aquellos que quieren destruirnos.
Extendió la mano en busca de la espada y volvió a alzarla en el aire.
—Esta espada, como ha sucedido desde los primeros tiempos, no permanecerá fría e inmóvil durante mi reinado. Arderá y cantará en mis manos mientras lucho por vosotros, por Geall, y por toda la humanidad. Los rugidos de aprobación ascendieron como un torrente. Entonces se oyeron gritos cuando una flecha atravesó el aire. Antes de que Moira pudiese reaccionar, Cian la lanzó al suelo. Entre el griterío y el caos, Moira pudo oír sus maldiciones en voz baja. Y sintió su sangre cálida en la mano.
—Oh, Dios mío, Dios mío, estás herido.
—No me han alcanzado en el corazón.
Cian habló con los dientes apretados. Ella podía ver el dolor reflejado en su rostro mientras se apartaba para sentarse.
Cuando cogió la flecha con intención de arrancársela del costado, Glenna se agachó a su lado y le apartó la mano.
—Deja que le eche un vistazo.
—No me han alcanzado en el corazón —repitió Cian, y volvió a coger la flecha entre los dedos. Tiró de ella hasta extraerla de su carne—. ¡Malditos! ¡Malditos sean!
—Dentro. —Glenna se movió de prisa—. Llevadle dentro.
—Esperad. —Aunque su mano temblaba ligeramente, Moira cogió a Cian de un hombro—. ¿Puedes levantarte?
—Por supuesto que puedo levantarme. ¿Por quién me tomas?
—Por favor, deja que ellos te vean —Su otra mano rozó su mejilla apenas durante un instante, como el roce de unas alas—. Deja que nos vean, por favor.
Cuando entrelazó sus dedos con los de él, Moira creyó ver que algo se agitaba en los ojos de Cian, y sintió que lo mismo se agitaba dentro de su corazón.
Luego, la sensación desapareció y la voz de Cian irrumpió brusca por la impaciencia.
—Entonces déjame un poco de jodido espacio.
Moira volvió a ponerse de pie. Abajo reinaba el caos. El hombre que supuso que era el frustrado asesino, era golpeado y pateado por cada mano y pie que podía llegar hasta él.
—¡Deteneos! —Gritó con todas sus fuerzas—. ¡Os lo ordeno! ¡Deteneos! Guardias, llevad a ese hombre al gran salón. ¡Pueblo de Geall! Habéis visto que incluso en un día como hoy, incluso cuando el sol brilla en el cielo, la oscuridad trata de destruirnos. Y fracasa. —Cogió la mano de Cian y la levantó junto con la suya—. Fracasa porque en este mundo hay paladines que arriesgan sus vidas por los demás.
Apoyó la mano en el costado herido de Cian y sintió que éste se encogía de dolor. Luego alzó la mano cubierta de sangre.
—Él sangra por nosotros. Y por esta sangre que está derramando por mí, por todos vosotros, yo lo nombro sir Cian, Señor de Oiche.
—Oh, por el amor de Dios —musitó Cian.
—Silencio —dijo Moira suavemente, con firmeza y con los ojos fijos en la multitud.