16
Deseaba que lloviese o, al menos, que un espeso manto de nubes atenuase el calor del sol. La maldita capa era más caliente que el infierno al que finalmente estaba destinado. No estaba acostumbrado a soportar temperaturas extremas.
El hecho de ser un muerto viviente, reflexionó Cian, acababa echando a perder a un hombre.
Volar a lomos de un dragón era una experiencia realmente excitante, de eso no cabía ninguna duda. Durante los primeros treinta minutos aproximadamente. Y otros treinta más para admirar el paisaje verde y bucólico que se extendía a cientos de metros debajo de ellos.
Pero después de una hora en una jodida sauna de lana, era sencillamente una tortura.
Si tuviese la paciencia y la dignidad de Hoyt, supuso que cabalgaría erguido y decidido hasta el día del juicio final. Incluso con aquel calor insoportable fundiendo la pulpa de sus huesos. Pero su hermano mellizo y él ya se diferenciaban en algunas cosas básicas incluso antes de que Cian se convirtiese en vampiro.
Podía dedicarse a meditar, pensó, pero no parecía un recurso muy inteligente arriesgarse a un trance autoinducido. Tenía el sol pegando encima de su cabeza, a la espera de freírlo como si fuese un trozo de beicon, y una bomba mágica atada al cuerpo de Larkin que, por lo que él sabía, podía estallar en llamas sólo por diversión.
¿Por qué, exactamente, había pensado que podía hacer la idiotez que estaba haciendo?
Ah, sí. Deber, honor, amor, orgullo… todos esos pesos emocionales que arrastran a un hombre hacia el fondo del estanque, aunque luche con todas sus fuerzas para mantener la cabeza por encima de la superficie. Bueno, ya no había vuelta atrás. Ni en el vuelo ni en los sentimientos que se agolpaban en su interior.
Dios mío, la amaba. Moira la estudiosa, Moira la reina. La tímida y la valiente, la astuta y la apacible. Amarla era algo estúpido, destructivo, imposible. Pero era mucho más real que cualquier cosa que hubiese conocido en mil años.
Podía sentir el relicario que le había colocado alrededor del… otro peso. Ella lo había llamado bastardo y un minuto después, le había entregado lo que estaba seguro de que era uno de sus tesoros más preciados.
En una ocasión, ella le había apuntado con una flecha al corazón, y luego se había disculpado con una llana sinceridad y una ruborizada mortificación. Probablemente en ese momento fue cuando se enamoró de ella. Como mínimo un poco.
Continuó estudiando el terreno desde las alturas mientras su mente vagaba. Un buen terreno de cultivo, pensó, con una tierra rica y margosa y suaves elevaciones. Arroyos y ríos rebosantes de peces discurriendo entre bosques en los que abundaba la caza. Las montañas a distancia, con sus yacimientos de minerales y sus mármoles. Profundas marismas con turba para combustible.
Moira había traído semillas de naranjo a través del portal del Baile de los Dioses. ¿A quién se le podía ocurrir algo semejante?
Habría que plantarlas en el sur. ¿Lo sabía? Un pensamiento estúpido, Moira lo sabía todo, o tenía alguna forma de descubrirlo.
Semillas de naranja y Yeats. Y, por la que él había visto en el escritorio de su habitación, una estilográfica.
De modo que ella cultivaría sus naranjos jóvenes en el invernadero y luego los plantaría en el sur de Geall. Y si prosperaban —¿y cómo podían no hacerlo?—, un día tendría un huerto de naranjos.
Se dio cuenta de que le gustaría verlo. Le gustaría ver cómo florecían sus naranjos a partir de las semillas que había cogido de su cocina en Irlanda.
Le gustaría ver sus encantadores ojos iluminarse con humor y aprecio mientras servía el zumo de naranja al que tanto se había aficionado.
Si Lilith se salía con la suya, allí no habría huertos, ni flores, ni rastros de vida.
Ya podía divisar parte de esa muerte, parte de la destrucción. Lo que habían sido cuidadas casas y pequeñas cabañas eran ahora montones de piedra y madera quemadas. Vacas y ovejas seguían pastando en los campos, pero había también reses muertas pudriéndose al sol bajo una nube negra de moscas.
Ganado matado por desertores, decidió. Revolviendo entre la carroña donde y cuando podían.
Tendrían que ser cazados y destruidos, hasta el último de ellos. Si uno solo conseguía sobrevivir, se alimentaría y procrearía. El pueblo de Geall y su reina tendrían que mostrarse atentos y vigilantes aun mucho después de pasado Samhain.
Comenzó a concentrarse en ese problema en particular hasta que, por fin, Larkin empezó a descender describiendo amplios círculos.
—Gracias a todos tus dioses —musitó Cian mientras lo hacían.
Era una granja cuidada y bonita, como solía ser habitual. Los soldados estaban fuera, entrenando, ocupando los puestos de guardia. Había mujeres entre ellos, trabajando a la par que los hombres. El humo que escapaba de la chimenea esparcía un aroma que le dijo que había un estofado en el fuego, probablemente cociéndose lentamente durante todo el día.
Desde tierra, se protegían los ojos con las manos mientras miraban hacia arriba o saltaban y se agitaban lanzándoles saludos de bienvenida.
Les rodearon en cuanto Larkin aterrizó. Cian desmontó y comenzó a descargar los suministros. Dejaría que fuesen Larkin y los otros hombres quienes respondieran a las preguntas. Él necesitaba refugiarse en las sombras.
—No hemos tenido ningún problema.
Isleen le sirvió una buena ración de estofado que Cian no quería, pero pensó que sería mejor esperar a ocuparse de su provisión de sangre cuando tuviese un poco de privacidad.
Larkin se abalanzó sobre su cuenco en cuanto se sentaron a la mesa.
—Gracias —dijo con la boca llena—. Está muy bueno.
—Sois muy bien venidos. Yo me estoy encargando de la cocina, de modo que creo que nuestros soldados están comiendo mejor que los demás. —Isleen sonrió y se le formaron unos hoyuelos en las mejillas—. Hemos seguido el entrenamiento, todos los días, y nos encerramos bajo llave al ponerse el sol. No hemos visto a ninguno de ellos desde que llegamos y enviamos al resto de los soldados al otro puesto.
—Es bueno saberlo. —Larkin cogió la jarra que había junto a su cuenco de comida—. ¿Podrías hacerme un favor entonces, Isleen querida? ¿Podrías ir a buscar a Eogan… el Eogan de Ceara? Tenemos que hablar con él.
—Sí, por supuesto, iré ahora mismo. Ah, y podéis acostaros aquí, o arriba, si lo preferís.
—Continuaremos viaje a la segunda base dentro de un rato y dejaremos aquí a tres hombres de los que han venido con nosotros.
—Por cierto, he visto que habéis traído también al pelirrojo Malvin. —Isleen hizo el comentario con pretendida indiferencia y un esbozo de sonrisa—. Me pregunto si él es uno de los hombres que dejaréis aquí.
Larkin sonrió y se sirvió más estofado.
—Eso no sería un problema en absoluto. Irás a buscar a Eogan ahora, ¿verdad, querida?
—Has tenido algo con ella, ¿no es así? —preguntó Cian.
—Tuve… No. —Luego sus ojos leonados brillaron con humor—. Bueno, algo hubo, pero podría decirse que nada importante.
—¿Cómo quieres manejar esto?
—Eogan es un hombre razonable y fuerte. Los que han venido con nosotros ya deben de haberle contado lo que pasó con Tynan, de modo que yo responderé a las preguntas que tenga que hacer respecto a ese asunto. Me gustaría que fueses tú quien repasaras nuevamente con él las órdenes y las precauciones que deben tomarse. Luego, si no hay nada más que informar aparte de lo que nos ha dicho Isleen, dejaremos aquí a Malvin y a otros dos hombres y seguiremos hasta el otro puesto. ¿No tienes hambre?
—Sí, de hecho sí, pero puedo esperar.
—Ah. —Larkin asintió—. ¿Tienes lo que necesitas en ese aspecto?
—Sí. Los caballos y las vacas están a salvo.
—He visto animales muertos en los campos. No parecía que un ejército se hubiese alimentado de ellos, sino unos pocos carroñeros. ¿Dirías que han sido desertores?
—Eso es exactamente lo que yo diría.
—Ahora es una ventaja que ella pierda tropas aquí y allá —dijo Larkin—. Más tarde será un problema.
—En efecto.
—Ya pensaremos en algo. —Larkin desvió la mirada cuando la puerta se abrió—. Eogan. Tenemos mucho de que hablar y muy poco tiempo para hacerlo.
En el siguiente puesto de avanzada no había demasiadas novedades, pero en el tercero, Lilith había dejado su impronta.
Dos de los edificios exteriores estaban totalmente quemados y las cosechas habían sido también pasto de las llamas. Los hombres les contaron de una noche de fuego y humo, y de los horribles quejidos de los animales al ser sacrificados.
Cian estudió junto con Larkin la tierra calcinada.
—Es como dijisteis Blair y tú que ella arrasaría las granjas y las casas.
—Piedra y madera.
Larkin meneó la cabeza.
—Ganado y cosechas. Sudor y sangre. Casas y hogares.
—Todo lo cual puede ser criado y cultivado, cubierto y construido otra vez. Tus hombres resistieron el asedio sin sufrir bajas. Lucharon y no cedieron terreno… y enviaron al infierno a parte de las fuerzas de Lilith. Tu vaso está milagrosamente medio lleno, Larkin.
—Tenías razón, ahora lo sé, pero espero que si Lilith trata de beber lo que queda en el vaso, sus entrañas se vuelvan negras por el fuego. Continuaremos hasta la siguiente base.
Cuando llegaron, vieron que había tumbas recién cavadas, tierra quemada y hombres heridos.
El miedo que atenazaba el estómago de Larkin por fin se esfumó cuando vio que su hermano pequeño, Oran, salía cojeando de la casa. Corrió hacia él y, a la manera de los hombres, le dio un golpe en el brazo y luego un abrazo.
—A nuestra madre le agradará saber que te encuentras entre los vivos. ¿Cómo están tus heridas?
—Sólo unos arañazos. ¿Cómo están las cosas en casa?
—Movidas. He visto a Phelan en uno de los otros puestos y está bien.
—Es bueno saberlo. Pero tengo malas noticias, Larkin.
—Lo sabemos. —Apoyó una mano sobre el hombro de Oran. Su hermano era poco más que un niño cuando él se marchó de casa, pensó. Ahora era un hombre, con todo lo que eso implicaba—. ¿Cuántos más aparte de Tynan?
—Tres. Y otro que mucho me temo que no pasará de esta noche. Se llevaron a dos más, vivos o muertos, no puedo decirlo. Fue un niño, Larkin. Un niño vampiro el que mató a Tynan.
—Iremos dentro y hablaremos de ello.
Se instalaron en la cocina y Cian se sentó lejos de la ventana. Entendía por qué Larkin escuchó todo el relato de Oran, aunque su amigo conocía o podía imaginar la mayor parte de la historia. Oran tenía que volver a contarlo, tenía que revivirlo de nuevo.
—Yo había tenido el turno de guardia anterior al de Tynan y estaba dormido cuando oí la alarma. Ya era demasiado tarde para Tynan, Larkin, ya era demasiado tarde. El salió de la casa solo, pensando que allí fuera había un niño herido, perdido y aterrado. El niño lo atrajo mediante engaños lejos de la casa, y aunque había hombres apostados y con los arcos preparados, cuando el niño lo atacó ya era demasiado tarde.
Oran se humedeció la garganta con un poco de cerveza.
—Los hombres salieron corriendo para ayudarle. Yo era el segundo al mando, y debí haberles ordenado que no salieran. Era demasiado tarde para salvar a Tynan, pero ¿cómo íbamos a dejar de intentarlo? Y al hacerlo perdimos a más hombres.
—Tynan hubiese hecho lo mismo por ti, por cualquiera de vosotros.
—Esos monstruos se llevaron su cuerpo. —El joven rostro de Oran estaba marcado por la pena y sus ojos parecían los de alguien muy viejo—. Lo buscamos. A la mañana siguiente salimos a buscarles, a Tynan y a los otros dos hombres, pero sólo encontramos sangre. Tememos que les hayan convertido en vampiros.
—A Tynan no. —Ahora habló Cian, y esperó a que la mirada cansada de Oran se fijase en sus ojos—. No podemos saber qué ocurrió con los otros dos, pero a Tynan no lo convirtieron en vampiro. Su cuerpo fue llevado de regreso al castillo. Ha sido enterrado esta mañana.
—Al menos doy gracias a los dioses por ello. Pero ¿quién llevó su cuerpo al castillo?
Mientras Larkin se lo explicaba, las facciones de Oran volvieron a endurecerse.
—El joven Sean. No pudimos salvarle cuando nos tendieron una emboscada en el camino. Salieron de debajo de la tierra como fieras. Aquel día perdimos buenos hombres, y también a Sean. ¿Está en paz ahora? —Oran miró a Cian—. Ahora que lo que se lo llevó ha desaparecido, ¿está en paz?
—No tengo respuesta para esa pregunta.
—Bueno, yo creeré que lo está, igual que Tynan y los otros hombres a los que hemos enterrado. Ni hombres ni dioses pueden hacerlo responsable de lo que le hicieron.
Al llegar la noche, doblaron la guardia y, siguiendo instrucciones de Cian, llenaron pequeños pellejos con agua bendita. Estos pellejos se sujetarían a las flechas. Con eso, aunque no se alcanzara el corazón del vampiro, le causarían un daño considerable, y posiblemente la muerte.
Además se habían colocado más trampas. Los hombres que no podían dormir pasaban el tiempo fabricando estacas.
—¿Crees que Lilith intentará una incursión esta noche? —le preguntó Larkin a Cian.
Estaban sentados en lo que había sido un pequeño salón y ahora se utilizaba como depósito de armas.
—A una de las otras bases, es posible. Aquí no tendría mucho sentido, a menos que esté aburrida… o quiera que algunos de sus soldados se entrenen. En esta base ya ha hecho lo que tenía previsto.
Puesto que estaban solos, Cian se sirvió un poco de sangre de un cuenco de cerámica.
—¿Qué harías si fueses ella?
—Enviaría grupos pequeños para que distrajeran y acosaran. Para reducir gradualmente el número de tropas enemigas y minar su moral en todas las bases. El problema con esa clase de estrategia es que vuestros hombres tienden a mantenerse firmes y leales, mientras que sabemos que algunos de los soldados de Lilith desertan. Pero en cambio, vuestras pérdidas individuales os hacen mucho daño, mientras que las de Lilith significan para ellos menos que nada.
Cian bebió otro trago.
—Pero yo no soy ella. Siendo yo, lo que me gustaría sería salir en busca de uno de sus grupos de avanzada, sorprenderlos antes de que pudiesen llegar a su objetivo, y matarlos a todos.
—Es curioso —dijo Larkin con una sonrisa—. No soy ella, y tú tampoco, pero tenía exactamente el mismo pensamiento en la cabeza.
—Muy bien. ¿A qué esperamos entonces?
Dejaron a Oran a cargo de la base. Aunque hubo considerables discusiones y debates sobre la cuestión, Larkin y Cian se fueron solos. Un dragón y un vampiro, según el razonamiento de Cian, podían viajar más deprisa, y sin ser detectados.
Si encontraban una partida de enemigos y decidían bajar a tierra para un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, el arnés de Larkin iba bien provisto de armas. Cian se aseguró una aljaba a la espalda y cargó unas cuantas estacas más en su cinturón.
—Será interesante ver cómo funciona la idea de la guerra aérea.
—¿Estás preparado entonces? —Larkin se transformó nuevamente en dragón y esperó, dorado y sinuoso, a que Cian ajustara el arnés con las armas.
Ambos convinieron que sería una misión corta y sencilla. Volarían en círculos progresivamente más amplios buscando cualquier señal de una partida de vampiros o de un campamento. Si descubrían alguno, atacarían: rápido y limpio.
El vuelo hacia una luna casi llena fue excitante. La libertad de la noche embargó a Cian. Volaba sin capa ni abrigo, recreándose en el frío y la oscuridad.
Debajo de él, Larkin volaba en silencio, sus alas de dragón apenas un susurro en el aire, y tan finas que Cian podía ver el brillo de las estrellas a través de ellas cuando barrían el aire.
Las nubes flotaban a la deriva, delgados jirones que se deslizaban como gasa bajo las estrellas, y navegaban como barcos fantasmas bajo la luna.
Abajo, mucho más abajo, los primeros dedos de niebla comenzaban a reptar sobre los campos.
El placer del vuelo compensaba la sofocante incomodidad que Cian había soportado en el viaje de ida. Como si él también lo sintiera, Larkin comenzó a elevarse, describiendo largos y perezosos giros. Durante un venturoso instante, Cian cerró los ojos y simplemente disfrutó del momento.
Entonces lo sintió, como una suave caricia sobre su piel. Unos dedos fríos y exploradores que parecían deslizarse hacia su interior y dar vueltas en su sangre. Y un susurro dentro de su cabeza, un suave canto de sirena llamando a lo que él era bajo la apariencia de un hombre.
Y cuando Cian miró, vio debajo de ellos el paisaje salvaje del campo de batalla.
El absoluto silencio que reinaba en él era un grito de violencia. Le quemaba como si fuese acero fundido, brillante y oscuro, profundo y primitivo. Las hojas de hierba eran afiladas y salvajes, las rocas, puntiagudas, letales. Luego, incluso ellas desaparecerían en negros pozos de abismos y cuevas donde nada se atrevía a morar.
Protegido por las altas montañas, aquel terreno maldito esperaba la sangre.
Cian sólo tenía que inclinarse hacia adelante —una distancia tan corta— y hundir los dientes en el cuello del dragón para encontrar allí la sangre de un hombre. Humana y rica, aquel chorro de vida, y un sabor que no podía ser igualado por ningún otro ser vivo. Un sabor que él se había negado durante siglos. ¿Y por qué? ¿Para vivir entre ellos, para sobrevivir llevando la máscara de uno de ellos?
Estaban muy por debajo de él… como las pulgas en un perro.
No eran más que carne y sangre, creados para que él los cazara. El hambre le mordió las entrañas, y el deseo, la excitación primitiva de ese apetito bombeaba en su interior como si fuese los latidos del corazón.
El recuerdo de la caza, de aquel primer chorro de vida caliente llenando su boca, bajándole por la garganta, era maravilloso.
Temblando como un adicto en pleno síndrome de abstinencia, Cian luchó contra ello. Él no acabaría de esa manera. Él no volvería a ser un prisionero de su propia sangre.
Era más fuerte que eso. Se había convertido en más que eso.
Su estómago estaba acalambrado por la necesidad y la náusea mientras se inclinaba hacia Larkin.
—Desciende aquí. Conserva la forma de dragón. Prepárate para volar otra vez, para abandonarme si es necesario. Lo sabrás.
Aquel terreno maldito lo atraía con fuerza mientras descendían hacia él. Le murmuraba, le cantaba, le prometía. Y le mentía.
El calor lo envolvió como una fiebre cuando saltó a tierra. Juró que no se convertiría nuevamente en un vampiro, y que no mataría a un amigo como había intentado hacer una vez con su hermano.
—Es este lugar. Es nocivo.
—Te he dicho que no cambiaras de forma. ¡No me toques!
—Puedo sentirlo dentro de mí. —La voz de Larkin era serena—. A ti debe de quemarte por dentro.
Cian se volvió, los ojos rojos, la piel cubierta por el sudor de su batalla interna.
—¿Eres estúpido?
—No. —Pero Larkin no había sacado antes ninguna arma y no la sacó tampoco entonces—. Estás luchando contra ello y conseguirás derrotarlo. Sea lo que sea lo que este lugar te despierte, en ti hay más. Está lo que Moira ama.
—No tienes idea de la fuerza de este deseo. —En el fondo de su garganta se agazapaba un gruñido. Canturreaba en los oídos de Cian y, con él, podía oír el latido del corazón de Larkin—. Puedo olerte, puedo oler lo humano.
—¿Acaso hueles miedo en alguna parte?
Los temblores recorrían todo su cuerpo, tan intensos, que pensó que los huesos se le quebrarían. Su cabeza no dejaba de gritar, pero era incapaz de bloquear el sonido, la perversa tentación de aquel corazón humano que no cesaba de latir.
—No. Pero podría hacerlo. Podría hacer que lo sintieses. El miedo endulza la sangre. Dios, Dios, ¿qué mano enferma creó este lugar?
Sus piernas se negaban a sostenerlo, de modo que se sentó en el suelo y luchó por mantener el endeble control sobre su voluntad. Mientras lo hacía, aferró con fuerza el relicario que Moira le había colgado alrededor del cuello.
La náusea remitió un poco, como si una mano fría se hubiese apoyado sobre una frente afiebrada.
—Ella me trae la luz, eso es lo que hace. Y yo la tomo y me siento como un hombre. Pero no lo soy. Éste es un doloroso recordatorio de que no soy un hombre.
—Yo veo un hombre cuando te miro.
—Pues te equivocas. Pero esta noche no beberé, no de ti. No de un humano. Esta noche no me devorará. Y no volverá a sorprenderme de esta manera ahora que lo sé.
El rojo se estaba esfumando de sus ojos mientras miraba a Larkin.
—Eres un estúpido por no haber sacado un arma.
Por toda respuesta, Larkin alzó la cruz de su cadena.
—Podría haber sido suficiente —consideró Cian. Se secó las palmas sudorosas en las rodillas de los vaqueros—. Afortunadamente para ambos, no hemos tenido que probarlo.
—Te llevaré de vuelta.
Cian miró la mano que Larkin le tendía. Humanos, pensó, confiados y optimistas. La cogió y se puso de pie.
—No, seguiremos adelante. Necesito cazar alguna cosa.
Él había ganado la batalla, pensó Cian mientras volvían a elevarse en el aire, pero no negaría que se sentía aliviado al alejarse de aquel lugar.
Y se sintió oscuramente excitado al avistar movimiento en tierra.
Una docena de soldados, comprobó, a pie y moviéndose con la veloz agilidad propia de los de su especie. A pesar de la velocidad que llevaban, en sus filas había un orden y una precisión que le confirmaron que se trataba de soldados entrenados y veteranos.
Percibió el cambio en el cuerpo del dragón cuando Larkin los vio y, una vez más, Cian se inclinó hacia adelante.
—¿Por qué no probamos la nueva arma de Glenna? Cuando ellos crucen el siguiente campo, quiero que vueles directamente por encima del centro del pelotón. Hay arqueros entre ellos, de modo que, una vez que este chisme estalle, tendrás que hacer algunas maniobras evasivas.
Mientras Larkin se colocaba en posición, Cian buscó en el bolsillo del arnés y sacó la bola de barro.
¿Qué semejanzas guardan un dragón y un avión?, se preguntó, y aprovechó sus siglos de experiencia como piloto para calcular la velocidad relativa, la distancia y la altura.
—Bomba lanzada —murmuró y dejó caer la bola.
La creación de Glenna chocó contra el suelo, provocando que el desconcertado pelotón se detuviera y sacara a relucir las armas. Cian estaba a punto de declarar inservible el experimento de Glenna cuando se produjo un violento estallido de fuego. Los que se encontraban más cerca de la bomba simplemente desaparecieron, mientras que varios más fueron alcanzados por las llamas.
Mientras observaba las escenas de pánico y oía los gritos, Cian colocó una flecha en su arco. Como patos en un estanque, pensó, y acabó con los que quedaban.
Larkin volvió a tocar tierra y abandonó su forma de dragón.
—Bueno. —Pateó con indiferencia un montón de cenizas—. Eso ha sido muy rápido.
—Me siento mejor por haber matado algo, aunque lo haya hecho de manera lejana e impersonal. Al estilo humano. No produce el mismo placer que una verdadera cacería. Por la misma razón que para ésta no se usan fusiles o armamento moderno —añadió Cian—, porque no habría nada de emoción en ello.
—Lo siento por ti, pero a mí el resultado me ha parecido muy satisfactorio. Y la bola de fuego de Glenna muy eficaz, ¿verdad?
Larkin comenzó a reunir las armas que habían quedado esparcidas por el suelo. Cuando se agachó, una flecha silbó por encima de su espalda y alcanzó a Cian en la cadera.
—¡Oh, mierda! Uno de ellos ha debido de escapar.
—Coge el arnés. —Larkin se lo lanzó a Cian—. Y monta.
En un instante, se convirtió nuevamente en dragón, y Cian montó de un salto después de considerar que la flecha podría entorpecer su marcha si continuaba a pie. Cogió la siguiente flecha en el aire antes de que alcanzara su blanco. Luego Larkin ascendió y descendió mientras viraba bruscamente para evitar las flechas.
—Allí están, ahora puedo verlos. Un segundo pelotón completo. Es probable que se trate de una partida de caza en busca de humanos rezagados o de cualquier cosa que puedan encontrar.
Cian volvió a utilizar el arco, y acabó con varios de ellos mientras huían y buscaban refugio.
—Así no es divertido —decidió. Sacó la espada de su vaina, saltó del lomo de Larkin y cayó diez metros hasta tocar tierra.
Si los dragones pudieran maldecir, Larkin hubiese hecho que el aire se volviera azul.
Dos hombres y tres mujeres se acercaron a Cian como los vértices de un triángulo. Cortó en dos con su espada la flecha dirigida a él y luego hizo girar la hoja para bloquear el ataque.
El sedimento de lo que había sentido en el campo de batalla estaba dentro de él, y lo utilizó. Una necesidad imperiosa de sangre, si no para beberla, sí para derramarla. Al principio, sólo se dedicó a herir a sus enemigos y, de ese modo, poder olerla… el rico aroma a cobre, y dejarse llevar por él mientras golpeaba y cortaba.
A modo de diversión, Cian giró y lanzó una violenta patada contra el rostro de uno de los vampiros. Cuando éste se tambaleó, le cogió la cabeza al tiempo que se arrancaba la flecha de la cadera y se la clavaba en el corazón a otro vampiro que lo atacaba por la izquierda.
Se dio otra vez la vuelta y vio que Larkin había cambiado de forma y estaba clavando una flecha en el corazón del último de los vampiros.
—¿Es todo? —preguntó Larkin sin aliento—. ¿Era el último de ellos?
—Según mi cuenta.
—Ya. Porque la última vez has contado muy bien, ¿verdad? —Se levantó y se sacudió el polvo en que se habían convertido los vampiros—. Maldito polvo. ¿Te sientes más tú mismo ahora?
—En la cima del mundo, mamá. —Cian se frotó con indiferencia la cadera herida. Como brotaba sangre, se rasgó la manga de la camisa—. Échame una mano, ¿quieres? Un rápido vendaje de campo.
—¿Quieres que te coloque un vendaje en el culo?
—No es en el culo, idiota.
—Bastante cerca. —Pero Larkin se acercó a echar un vistazo—. Bájate los calzoncillos entonces, cariño.
Cian le lanzó una mirada sombría pero obedeció.
—¿Y cuál crees que será el estado de ánimo de Lilith cuando ningún miembro de sus partidas de caza o de ataque regrese a su base?
—Estará cabreada. —Cian giró la cabeza hacia atrás para ver el trabajo que estaba haciendo Larkin en la zona herida—. Muy cabreada.
—Hace que uno se sienta bien, ¿verdad? Tendrás un bonito agujero en la nalga durante algún tiempo.
—Cadera.
—A mí me parece tu culo. Creo que es hora de que regresemos y disfrutemos de una buena comida y unas jarras de cerveza. Tengo bastante hambre como para comerme un burro, con pellejo y todo. Bien, esto ya está. Hemos hecho un buen trabajo nocturno, ¿no te parece? —añadió, cuando Cian volvió a subirse los pantalones.
—Así han venido las cosas. Podrían haber sido de otra forma cuando estábamos en el valle, Larkin.
Éste, pensativo, arrancó unos manojos de hierba para limpiarse de las manos la sangre de Cian.
—No creo que eso sea verdad. No creo que las cosas hubiesen sido muy distintas a como han sido. Ahora, si el culo no te duele mucho, ayúdame a juntar todas estas bonitas armas para añadirlas a nuestra provisión.
—Deja mi culo fuera de esto.
Entre los dos comenzaron a recoger espadas, arcos y flechas.
—Estoy seguro de que esa parte de tu cuerpo muy pronto estará en condiciones. Si no es así, Moira le dará un beso para que se cure cuando lleguen aquí.
Cian miró a Larkin mientras éste silbaba una melodía y cargaba las espadas en el arnés.
—Eres un tío divertido, Larkin. Un tío jodidamente divertido.
En Geall, Moira se apartó de la bola de cristal para quedarse de pie junto a la ventana, con los brazos cruzados.
—¿Estoy equivocada o les dijimos que fuesen a inspeccionar las bases y que no corrieran riesgos?
—No han obedecido —convino Blair—, pero tienes que reconocer que ha sido una buena pelea. Y esa bola de fuego es excelente.
—El retraso en la explosión representa un pequeño problema. —Glenna continuó observando mientras Larkin y Cian volaban de regreso hacia la base—. Trabajaré en ello. Pero estoy un poco más preocupada por el efecto que ha tenido sobre Cian el campo de batalla.
—Ha conseguido superarlo —contestó Hoyt—. Fuera lo que fuese lo que quisiera atraparlo, él lo ha vencido.
—Sí, eso dice mucho en su favor —convino Glenna—. Pero ha sido una victoria muy dura, Hoyt. Es algo sobre lo que tendremos que pensar. Quizá podamos hacer un conjuro que lo ayude a bloquear esa influencia.
—No. —Moira habló sin volverse—. Cian se encargará de hacerlo. Necesitará hacerlo. ¿Acaso no es su voluntad lo que lo hace ser como es?
—Supongo que tienes razón. —Glenna percibió los hombros rígidos de Moira—. Del mismo modo que supongo que ambos necesitaban salir esta noche y hacer lo que han hecho.
—Es posible. ¿Ya han llegado a una zona segura?
—Están a punto —contestó Blair—. Y sin novedad en el frente occidental[3]. Bueno, en el frente oriental en este caso, pero eso no tiene el mismo significado literario.
—Sin novedad… por el momento. —Moira se volvió hacia ellos—. Creo que es razonable decir que esta noche estarán a salvo dentro de la base y que es poco probable que Lilith intente otra incursión. Creo que todos deberíamos tratar de dormir un poco.
—Buena idea.
Glenna cogió la bola de cristal.
Se desearon buenas noches y se alejaron en diferentes direcciones. Pero ninguno de ellos se fue a dormir. Hoyt y Glenna se dirigieron a la torre, a seguir trabajando. Blair se fue a entrenar en el salón de baile vacío.
Moira, por su parte, decidió ir a la biblioteca y buscar todos los libros que hablasen de las leyendas e historias del Valle del Silencio.
Leyó y estudió hasta que apuntó la primera luz del amanecer.
Cuando finalmente se durmió, acurrucada en el banco de la ventana, como había hecho a menudo cuando era pequeña, soñó con una gran guerra entre dioses y demonios. Una batalla que se había estado librando durante más de un siglo. Una contienda en la que se había derramado sangre de ambos bandos hasta que ésta formó un océano.
Y el océano se convirtió en un valle, y el valle se convirtió en Silencio.