11
LEVANTÉ el auricular otra vez y empecé a discar el número de información de Atlanta, Georgia; luego lo pensé mejor. El Registro Civil estaría ciertamente cerrado a esta hora, en la costa Este; además, no quería saber más nada que pudiera tener que decirle a Steve Welch en la seccional. Llamaría por teléfono a primera hora de la mañana siguiente.
Estaba por ponerme la chaqueta otra vez cuando alguien golpeó la puerta.
—Está abierta. —Estaba seguro de que era ese policía insolente que volvía a decirme algo de despedida.
Nadie abrió la puerta así que fui gentil y la abrí y me encontré mirando la nariz respingada de una Webley calibre 36. Dominaba la entrada de tal modo que me llevó un rato poder apartar los ojos de la pistola para mirar al hombre que estaba detrás. Era bastante alto y ancho como para ser un buen contendiente de un jugador de fútbol, pero el inmenso gancho que lucía en vez de la otra mano me indicó que no era probable que lo aceptaran en ningún equipo. A su lado había un individuo algo más bajo con un raído bigote tipo "Viva Zapata", un parche sobre un ojo, y un bastón sobre el brazo. Una pareja alarmante, si se consideraba todo junto.
—V-v-v-vuelva a en-n-ntrar, p-p-por f-favor, M-m-mister B-b-brill. —Dijo el tuerto hablando con el ya conocido tartamudeo.
—Y tenga la bondad de levantar las manos —agregó el tipo de la pistola y el gancho. Éste había dictado la carta.
—¿Ustedes caballeros me quieren decir de qué se trata todo esto? —pregunté, obedeciendo las instrucciones con movimientos lentos y cuidadosos. El que tenía el bastón lo usó para cerrar la puerta. Debieron haber esperado hasta estar seguros de que la policía se había ido.
—Ya se lo comunicamos. —Dijo el del gancho. Dirigió una rápida mirada por la oficina sin bajar la pistola.
—Y-y-y u-u-usted d-d-decidió ignorar nuestro av-v-viso. U-u-usted y m-m-miss R-r-rollins.
—No queremos agravar la situación, Mr. Brill, pero aparentemente ni usted ni su cliente quieren escuchar la voz de la razón.
—¿Está seguro de que verificaron esta maniobra con el Mayor? —pregunté amablemente. Se me estaban cansando las manos de tenerlas en el aire. Se miraron con incertidumbre, tomados de sorpresa, e hice mi juego, echándome contra el del gancho por debajo de su Webley, y confiando en poder tirarlo para atrás antes de que el tuerto usara el bastón.
No fui lo bastante rápido. El tuerto me dio en la oreja, fuerte, y el del gancho se cayó para atrás pero no soltó la pistola. Caí sobre él, usando toda mi fuerza sobre su brazo izquierdo para que no me volara la cara con esa cosa, pero había perdido el momento de sorpresa y supe que no podía ganar. Mientras me esforzaba para mantener la pistola y el gancho contra el piso, el tuerto me dio en la parte de atrás de la cabeza y en la nuca con el bastón.
En medio de todo esto empezó a sonar el teléfono. Uno de los golpes del bastón dio contra un nervio, una vértebra u otra cosa y perdí la fuerza. Un segundo después el del gancho se había montado sobre mí y me golpeaba en la cabeza con los nudillos de hierro. Esto me quitó las ganas de luchar y él aprovechó este descanso en la pelea para ponerse de pie y pasarle la pistola al tuerto.
—Hombre, qué estúpido es —me informó, abandonando las elegantes palabras de su vocabulario. Me había preguntado qué sería necesario para lograrlo.
Se acercó al teléfono, que aún trataba de decirnos algo, y con la punta del gancho golpeó entreel enchufe y la pared de yeso. Con una explosión de astillas y cables de colores se cortó toda mi comunicación con el mundo exterior. Todo otro desagradable tintineo que continuara podría provenir de un solo lugar.
—Desearía que no dificultara las cosas —el del gancho se inclinó y me miró con interés profesional. Sus ojitos redondos, hundidos en rollos de
carne, de algún modo me trajeron a la memoria los agujeros de su pistola.
—¿Quieren que deje el caso? ¿Es eso lo que quieren?
—Escuche, no queremos hacer esto. ¿No puede creernos? —Hablaba ansiosamente, y a pesar de mi reciente experiencia estaba tentado a creer en su tono—. Rollo se suicidó, no lo estamos engañando. Simplemente quisiéramos que no lo investigara, eso es todo.
—¿Porque podría enterarme de otras cosas? —traté de sentarme pero el gancho se me acercó y me indicó suavemente que me quedara horizontal.
—Más o menos. No hablemos de eso ¿quiere?
—Muy bien, omitámoslo. ¿Puedo sentarme ahora?
—¿Sin triquiñuelas?
—Sin triquiñuelas.
Esperó un momento más, luego retiró los dedos de hierro y se puso de pie.
—¿C-c-cómo v-vamos a d-d-dejarlo 1-1-libre? —Protestó ansiosamente el tuerto, devolviéndole la pistola.
—Vamos a llegar a un acuerdo.
—¿C-c-con é-e-1? D-d-debes es-star I-loco. ¿N-n-no ent-t-tiendes? Un-n-na v-vez I-libre, ¿q-q-qué le imp-p-pedirá cont-t-tinuar d-d donde d-d-dejó?
El del gancho consideró esta opinión y me di cuenta por las sucesivas expresiones de su cara de que se estaba dejando convencer. Pero mientras estuviese absorto en los pros y los contras, decidí pasar el tiempo atacándole los tobillos.
Esta vez la pistola sí que salió volando, aunque no disparó, y terminamos los tres rodando de aquí para allá sobre el sucio piso. No logré permanecer en el cuadrilátero tanto como la primera vez. El tuerto me sujetó los brazos sobre la cabeza mientras el del gancho me clavaba la rodilla en el pecho y respiraba entrecortadamente en mi cara; se le formó espuma en las comisuras de la boca.
—Ahora vas a recibirla —profetizó. Empezó a golpearme, en el estómago, el pecho, la cara. A triturarme sería más exacto. No podía respirar, no podía ver, y de alguna parte me corría la sangre hasta el mentón. No podía darme cuenta si venía de la boca o de la nariz. Y empezaba a no interesarme. Vagamente supe, más que vi, que el del gancho se ponía de pie. Empecé a sentir un sordo golpeteo en el costado derecho, causado, percibí, por un zapato grande o una bota. Me pregunté cuántos golpes se necesitarían para romperme una costilla y si estaría vivo cuando ocurriera.
Mientras que no usara ese maldito gancho. Ése era el único estímulo al que podía responder.
Cualquier cosa menos eso, como dicen en las películas de guerra. Películas de guerra. ¿Cuándo había sido la última vez que vi un buen film de guerra? Estaba El puente sobre el río Kwai, peto ¿había sido reciente eso? ¿Y no eran todos ingleses o algo así? No, no, un momento, estaba Bill Holden. El bueno de Bill. Tan americana como el pastel de manzana.
El golpeteo haba abandonado mis costillas y se estaba moviendo hacia el norte pulverizándome los hombros. Trate de levantar la cabeza para evitar la última patada y luego, para inventar una frase original, el mundo se oscureció. Y tienen razón: se ven las estrellas...
Yo estaba jugando al tenis en alguna parte en Una cancha enceguecedoramente brillante. La cancha era tan brillante que ni siquiera podía ver la pelota cuando pasaba sobre la red en mi dirección. Pero de algún modo lograba golpearla. Sabía que la golpeaba por el rítmico tac, tac que hacía la pelota cuando golpeaba contra mi raqueta, luego de que la golpeara la de mi invisible oponente. Podía oír mi respiración, ahogada y sibilante, mientras me esforzaba para mantener el ritmo del juego. Luego me cubrió la niebla, como ese falso efecto de hielo seco que suelen usar en el teatro, y el tac, tac de la pelota de tenis se alejó a una distancia indescriptible.
Estaba terriblemente oscuro. No podía decir si estaba oscuro porque era de noche o porque yo estaba en un túnel muy largo o en una cueva. La presencia de ecos lejanos sugería una cueva. Misteriosas formas negras volaban a mi alrededor en la oscuridad, acariciándome la cara con la punta de sus alas y haciendo pequeños ruidos burlones. Murciélagos. Deben de ser murciélagos. Y esos ruidos que oía eran los rayos de su radar que rebotaban de las paredes de mi cueva subterránea. Me pareció que alguien decía mi nombre. Debían haber estado a miles de kilómetros. "Mark, por el amor del cielo. Es sólo hasta Bakersfield. No soy tan mala conductora. Estaré de vuelta para la hora de la cena mañana." Luego silencio y descanso. ¿O era mi descanso que era silencio?
¿Qué veía ahora? Un rincón. Eso era. El rincón de un techo. Un techo blanco. Lentamente aparté los ojos del rincón. Luces fluorescentes. Dejé que mis ojos recorrieran la pared y vi Una ventana. Era de día, en alguna parte. Había un cielo azul con un familiar tinte marrón.
A la derecha de la ventana, una cara que miraba la mía ansiosamente, con el sol reflejado en un halo dorado. ¿Un ángel?
—¿Mark? ¿Cómo se siente? —Una mano se posó sobre mi frente.
—¿Quién es?
—Trate de hablar con más claridad. No lo puedo entender.
—¿Quién es?
—Soy yo, Bunny. ¿Me puede oír?
—La puedo oír. ¿Dónde estoy? —traté de mover la cabeza.
—No, no haga eso. Quiero decir, no debe mover la cabeza. Está en el centro médico de la Universidad de Los Ángeles.
—¿Qué hora es?
—¿Qué?
—Dije qué hora es.
—Las diez de la mañana. Va a ponerse bien.
—¿Las diez? ¿Quiere decir que estuve aquí toda la noche?.
—Toda la noche y todo el día y toda la noche. Es miércoles. Lo trajeron en lunes a la noche.
—¿Miércoles? No, espere, no me va a... ¿Hay agua? Tengo sed.
—Ahora le traigo. Quédese quieto ahí, por favor.
Me quedé quieto tratando de imaginarme qué había ocurrido. Se oyó el rumor de un gorgoteo y luego alguien me levantó la cabeza y me hizo tragar agua tibia. Al principio me era difícil tragar. Luego hizo maravillas. Los ojos empezaron a enfocar debidamente.
—¿Cómo llegué aquí?
—Llamé una ambulancia. Después que hablé con usted traté de volver a llamarlo. Creo que aún estaba asustada y quería preguntarle qué le parecía que debía decirle a la policía. Se oyó un ruido extraño en la línea después de varios llamados y luego quedó muda. No creí que anduviera mal porque recién terminaba de hablar con usted, así que verifiqué con la operadora. Opinó que parecía estar descompuesto. Estaba tan nerviosa que me sentí segura de que alguien le había arrancado el teléfono de la pared. Así que desobedecí las instrucciones y fui a verlo. Era cierto. Y usted yacía en el suelo, en un charco de sangre, ni más ni menos. No fue el mejor momento de mi vida.
—Ni de la mía. —Empezaba a recordar—. ¿Fue a la oficina sola? ¿Qué me dice de las instrucciones? Pudieron haberla...
—Cálmese ahora. No pasó nada. Bajé y usé la cabina telefónica del supermercado y llamé una ambulancia. Y aquí estamos.
—Ya veo. —Empecé a sentarme y Bunny trató de hacerme acostar otra vez, pero no se lo permití—. Bien, bien, ángel custodio. Ahora déjeme ponerme cómodo.
—Se supone que no debe...
—Omítalo —dije sin ceremonias—. ¿Cuál es mi estado?
—Tiene dos costillas fracturadas, una contusión menor... con puntos además... y diversos cortes y machucones.
Me acaricié la cara con suavidad y me sorprendo descubrir qué diferente de la mía la sentía. Estaba todavía hinchada, y había varios cortes o machucones o algo que me dividía las mejillas en surcos.
—Y tiene un ojo negro.
—¿Me puede dar un cigarrillo?
—Bueno, —respondió dudando— también eso es contra las reglas aquí...
—Bunny, tenga corazón, por favor.
—Bueno. Pero no le diga a nadie dónde lo consiguió.
—Antes muero. Vamos.
Encendió un cigarrillo y me lo puso en la boca. Como el agua, tuvo el efecto de quitarme las telarañas.
—¿Dónde está la poli?
—En el centro, donde están siempre. Esperando que usted recupere el conocimiento para interrogarlo.
—Bueno, no voy a estar aquí. Escuche, Bunny, quiero que me consiga un teléfono.
—¿Un teléfono?
—Sí, un teléfono. Rápido. Y ¿quién es? —Hizo un gesto hacia el biombo de tela que rodeaba otra cama. Bunny se encogió de hombros y pareció confundida.
—No sé. No pude conseguirle un cuarto privado.
—Mi seguro ni siquiera cubre esto.
—Está bien. Yo me hago cargo —empecé a protestar pero levantó una mano—. Lo pondremos como gastos si prefiere.
—De acuerdo, de acuerdo. Ahora consígame un teléfono ¿quiere? Creo que el caso está empezando a aclararse.
—Quizás ahora deba hacerlo usted —replicó—. Hay un teléfono a su lado.
Ahí estaba en efecto. Levanté el auricular y pedí una línea externa. Llamé a la CBS en Nueva York y pregunté por Penny Wordsworth, y les pedí que le dijeran que hablaba Mark Brill.
—Estoy tratando de comunicarme contigo desde el lunes a la noche —dijo Penny del otro lado de la línea, con el ánimo aparentemente restablecido—. El teléfono de tu oficina no funciona, el de tu casa no contesta, y los de tu servicio telefónico dicen que no saben dónde estás. ¿Estás bien?
—Estoy bien. Simplemente que...
—¿Qué? No te puedo entender. Vuelve a llamarme y tendremos una conexión mejor...
—Penny, no es la conexión. Soy .yo.
—¿Qué pasa?—La voz perdió la cordialidad y se puso seria—. ¿Dónde estás?
—En el Centro Médico de la Universidad de Los Ángeles. Mira, estoy... Simplemente me llevé una puerta por delante.
—Voy inmediatamente...
—Penny, espera un minuto. Antes de que saltes al primer avión, contéstame una pregunta. Recordaste qué era lo que...
—Bueno ¿para qué creías que quería comunicarme contigo? —contestó impacientemente—. Me acordé qué era y lo verifiqué para tener lista toda la información que tú...
—No me digas. Déjame adivinar qué es.
—Adelante, sabelotodo.
—De acuerdo, es así: dos miembros de la patrulla del mayor Bruno sobrevivieron la emboscada al norte de Ban Me Thuot el diecisiete de agosto. Los evacuaron por orden médica y los mandaron de vuelta a los Estados Unidos.
—¿Cómo lo sabes? —Parecía decepcionada.
—Tenía razón ¿no?
—Casi, sus nombres son George Diefenbach (estaba en Spec 4 y ahora enseña inglés en un secundario de Bowling Green) y el soldado Gilbert Benoit, que trabaja en una estación de servicio de Albuquerque. ¿Quieres sus domicilios?
—No, gracias. Ya me puse en contacto con ellos.
—¿Quieres adivinar alguna otra cosa?
—¿Hay más?
—Algo, y es bastante macabro. Hablaste de los sobrevivientes, pero en verdad hubo tres,
—¿Tres?
—Sí, el último fue el soldado Aaron Hagen; no estoy segura si se pronuncia con a corta o larga. Lo hirieron tan terriblemente que las unidades de apoyo que recuperaron los cuerpos pensaron que estaba muerto. Ya estaban por envolverlo en una bolsa y congelarlo para mandarlo de vuelta a los Estados Unidos, pero uno de los que trabajaba ahí lo oyó quejarse y llamó a los médicos. Perdió los brazos, las piernas y los ojos, pero está vivo. Es sobre él que hicimos aquel artículo, en verdad. No supe nada sobre Diefenbach y Benoit hasta que no lo investigué. Nunca sacamos a la luz la historia de Hagen —agregó con una risita cínica—. Demasiado fuerte para la televisión.
—¿Dónde lo puedo hallar?
—En el Hospital de Veteranos, ala de psiquiatría, lowa City, lowa.
—¿Penny?
—Aún estoy aquí.
—Sube a ese avión y te estaré esperando.
—Veremos. Pensé que te estabas muriendo o algo así.
—Lo segundo. Ven y hablaremos sobre ello —le eché una mirada a Bunny pero la vi concentrada tejiendo un suéter. Penny y yo intercambiamos algunos lugares comunes más y nos despedimos amablemente. Sin colgar el auricular, sacudí la horquilla y pedí otra línea exterior. La operadora dijo que mi cuenta ya estaba abultada. Le dije que no se preocupara y llamé al Registro Civil de Atlanta, Georgia. Cuando dije el nombre, Bunny me miró con expresión interrogativa.
—¿Para qué los llama?
—No importa para qué los llamo. Sea una buena chica y recoja mi ropa. Maldición, me gustaría tener una máquina de afeitar.
—Está aquí. La policía trajo algunas cosas de su departamento...
—Qué amable de su parte... —Pero no puede pensar en irse de aquí, Mark. El doctor dice... —Se detuvo respondiendo a una señal de mi mano. Era el Registro Civil de Atlanta.
—Estoy escribiendo una nota social sobre un compromiso para el "Times" de Los Ángeles —le informé al empleado, mientras le hacía señas a Bunny de que juntara mis cosas— y me gustaría conocer el lugar de nacimiento de una tal Miss Ivonne Page. —Le deletreé el nombre y le dije que tenia entendido que su ciudad natal era Atlanta, pero que quería estar seguro. El empleado me preguntó si quería volver a llamar o esperar, ya que podría llevar algo de tiempo. Decidí y así lo hice, mientras Bunny, de mala gana, me traía la ropa del armario, (alguien la había hecho limpiar) y el empleado revolvía los ficheros en algún lugar cerca de la Casa de Gobierno de Atlanta.
—Ivonne Page. —Volvió a sonar la voz del empleado en la línea, con su arrastre gangoso—. Nacida en Meechum, Georgia, 1925. Ese es un suburbio de Atlanta —agregó—. Podría querer aclararle eso a la gente.
—Suburbio. Entendido. Otra cosa, de modo de no hacer ningún error. ¿Es éste su primer matrimonio?
—Caramba, no. No, no lo es. Miss Page se casó una vez, déjeme ver aquí... ¿dónde está? Oh, sí, casada una vez, con Anthony Joseph Bruno. ¿Quiere que se lo deletree?
Le dije que no tenía importancia.