10

ME DESPERTÉ después de sólo cuatro horas de sueño, y me sentí más fresco, de lo que esperaba. El intento de ubicar la misteriosa llamada telefónica de la noche anterior no había dado ningún resultado, lo que no me sorprendió, y en el sueño no encontré ninguna respuesta.

Pero al despertar tuve la corazonada de que mi suerte en este caso estaba por cambiar y que todo lo que necesitaba para ponerla en acción era empezar por la otra punta.

Empezar por la otra punta simplemente quería decir Tony Bruno. Cuanto más estudiaba la muerte de Rollo (ya no me sentía seguro al referirme a ella como suicidio, aun si circunstancias subsiguientes probaran que había sido su dedo el que había apretado el gatillo) más apestaba hasta extremos inverosímiles este Anthony Joseph Bruno, oficial de carrera, héroe, maravilloso muchacho americano y futuro congresista.

La llamé a Bunny siguiendo nuestro horario, pero no le dije que había recibido la llamada del tartamudo. Luego subí al auto, fui al predio de la Universidad Estatal de Los Ángeles y empecé a hacer preguntas. Le dije a la gente que era un periodista que buscaba material informativo sobre Bruno para una revista, y no les pareció raro. El Alma Mater de Tony Bruno estaba orgullosa de sus ambiciones congresales y deseosa de ayudarlo. La Universidad Estatal de Los Ángeles era una institución municipal que alardeaba de una inscripción de cinco mil quinientos alumnos, la mayoría procedentes de la zona de los condados Los Ángeles-Orange. No era lo que generalmente se llama un sofisticado centro de estudios, pero tenía buena reputación, y el decano, un meticuloso gordito que tenía el hábito de clavarle el dedo a uno cuando hablaba, para mayor énfasis, señaló con orgullo el número de graduados de la institución que tenían puestos muy bien pagos.

—Y usted sabe bien qué difícil es conseguir buenos empleos en estos días. —El decano me apuñaló el pecho con un índice rollizo.

Sí, Tony Bruno se había graduado en 1868. Sí, había estado en la nómina de honor. Sí, su especialización había sido en Medios de Comunicación pero, por supuesto, había estado dedicado a servir a su país y es por ello que se había comprometido cada vez más con el programa de Entrenamiento de los Oficiales de las Fuerzas de Reserva. Por supuesto que el programa había terminado y el brigadier (como insistía en llamarlo al general Rollins) había muerto, desgraciadamente, pero si quería alguna información podía comunicarme con el capitán Walter Brisbane, quien lo había tenido a Tony en su clase. ¿Y dónde podría encontrar al capitán? Muy simple, absolutamente simple, el decano miraría el archivo y estaba seguro de poder decirme dónde vivía ahora. El capitán había vuelto al campamento Conway, al sur de Los Ángeles. Copié la dirección, subí al auto y me dirigí hacia Conway, una media hora hacia el sur por la relativamente vacía carretera de San Diego.

La esposa del capitán Brisbane, una atractiva mujer madura que tenía un sorprendente parecido con Pat Nixon, me informó con acento agradable que el capitán estaba en el campo de golf, y que si quería darle caza podía ir allí. "Darle caza" fueron sus palabras.

Fui al campo de golf y localicé al capitán en compañía de varios otros oficiales, todos muy ocupados en derredor del octavo hoyo. El capitán, un hombre de modales suaves, con anteojos de carey con mucho aumento, abandonó el juego para charlar conmigo sobre Bruno, de quien se acordaba con cariño. No cabía la menor duda en la mente del capitán de que Bruno tenía las condiciones necesarias para ser congresal, "aunque por supuesto el uniforme no me permite discutir las ideas políticas de Tony en más detalle. Yo asentí.

—Por supuesto, por supuesto.

—Ese gran muchacho tenía un gran deseo de progresar — me aseguró el capitán—. Por ejemplo. ¿Sabía que antes tenía el más horrible acento sureño? ¿No? Oh, era simplemente horrible. Cuando lo conocí era casi imposible entenderle una palabra de lo que decía (nació en Georgia, sabe), pero vaya si ese muchacho no se inscribió en todos los cursos de reeducación del habla y de retórica y depuró su pronunciación hasta tal punto que uno ni se imagina que es del sur. ¿Usted lo hubiera imaginado?

Estuve de acuerdo con el capitán Brisbane que era imposible notarlo.

—¿Qué hacía Tony en sus ratos libres? — le pregunté—. ¿Dónde solía estar fuera de sus horas de estudio?

—No podría decirle eso. — Hizo lo más aproximado a un guiño que pudo—. Había un bar llamado Las Barracas cerca de la Universidad. Era muy popular para muchos de mis muchachos, según sé. Durante la guerra hubo un centro de entrenamiento para oficiales cerca, y fue por eso que lo bautizaron así. Podría preguntar allí. Sé que en su artículo no va a contar, nada que no sea apropiado para la escuela. —Trató de guiñar el ojo otra vez.

—Todos somos humanos. —Le devolví la sonrisa y le pedí la dirección. El capitán volvió a su juego.

De vuelta en dirección a la universidad y a un bar que se llamaba Las Barracas y que estaba decorado como tal. El lugar me trajo recuerdos totalmente desconectados con el caso. El barman, que me informó que todos lo conocían como "Sarge", no tuvo ninguna reacción cuando le dije el nombre de Tony Bruno (salvo que creía recordarlo del noticiero últimamente) ni cuando le mostré las fotografías de los diarios. Una era de la conferencia de prensa de hacía cuatro días en la que había dado sus impresiones sobre la muerte de Rollo (la conversación que yo había oído por radio en mi oficina); la otra era una reproducción de su fotografía de graduación, la que yo había visto en el escritorio del general Rollins.

—¿En qué otro lugar se reúnen los chicos aquí? —le pregunté. Me dio una lista de bares y restaurantes que formaban el núcleo de la vida social de la universidad. Pasé la mayor parte de la tarde visitándolos y repitiendo mi historia del artículo para una revista. No parecía ayudarme mucho. Absolutamente nada. Nadie reconocía a Tony Bruno ni por nombre ni por fotografía, salvo aquellos que lo asociaban con sus recientes apariciones en la prensa en conexión con la muerte del sargento Rollins y con sus planes políticos. Algunos sabían que se había graduado en la universidad. Ninguno de ellos lo había visto en su establecimiento jamás.

Había recorrido toda la lista; sólo me faltaba un lugar, una discotéque cerca de las afueras de Ven ice, y ya empezaba a dudar de mi corazonada de la mañana, con todas sus brillantes promesas. El decano de Tony Bruno y los profesores estaban orgullosos de él y lo apreciaban. Era un prestigio para la universidad, ambicioso, ahorrativo, trabajador. Considerando todo el conjunto, el perfecto boy-scout. Que aparentemente nunca tocaba ni el alcohol ni las mujeres.

Cuando salía del último bar en el que Tony no había estado jamás, me llamó la atención un cartel del otro lado de la calle. Identificaba el lugar como "Dixie Cup-La Casa del Swing". Le pedí información al gerente de la discotéque.

—No me hace competencia —respondió; se acercó a la ventana donde yo estaba y miró hacia el otro lado de la calle—. Además significa lo que dice; no lo que usted cree que dice.

—No lo entiendo.

—Quiero decir que no es un cabaret o algo por el estilo. Tocan jazz ahí ¿comprende? Dixie Land del de antes. A los chicos no les gusta; es para los mayores. Es por eso que no me hace competencia, como le dije. A los chicos les gusta el rock.

Empecé a sentir que mi corazonada revivía otra vez, con mucha fuerza. Algo en la mirada severa y las patillas altas de Tony Bruno me decía que a él no le gustaba el rock. El rock, al menos en la época de estudiante de Bruno, era rebelde y hacía pensar en drogas y en otros placeres ilícitos. Podía imaginarlo a Rollo y el rock, pero no a Tony. Tony estaba con el establishment. Y era un sureño que una vez había hablado con un acento tan espeso que se lo podía cortar con un cuchillo. ¿Era posible que le gustara esa música? Era sólo del otro lado de la calle. El Dixie Cup tenía más clientes que cualquiera de los otros lugares que había visitado, los que se justificaban diciendo que no entraban en acción hasta después de que oscurecía. Quizás cuando entré ya era más tarde de lo que pensaba. El lugar estaba decorado en rojo intenso, y aunque la plataforma de la banda estaba vacía tan temprano, se oía a King Oliver alto y claro por el sistema de altoparlantes. Nadie usaba la pista de baile; en realidad no había demasiadas mujeres ahí en ese momento; sólo un grupo de hombres de negocios reunidos en el bar, bebiendo.

El barman era un tipo diminuto y pelado de unos cincuenta años que lucía un bigotito delgado como el de un gigoló y una camisa roja y blanca que iba bien con el decorado. Usaba tiradores también y detrás de él había un sombrero de paja colgado de un gancho. Sobre el sombrero, colgando sobre un montón de botellas puestas sin ningún orden, una enorme bandera de la Confederación completaba la imagen del Dixie Cup.

Yo tenía cuarenta y ocho años pero el lugar me hacía sentir incómodo.

—¿Qué va a tomar? —El barman se acercó hacia donde yo estaba sentado en el extremo del bar y me estudió discretamente.

—Whisky con hielo y más King Oliver.

—Ahí lo tiene —sonrió—. El uso de la máquina va por cuenta de la casa. Elija lo que quiera y apriete el botón.

—Gracias, lo haré.

Mientras él mezclaba mi trago, fui hasta la máquina, un artículo anticuado, tal como correspondía, pero en excelente estado de conservación, completo hasta con burbujas que circulaban dentro del vidrio de color (rojo, verde y amarillo) y le ordené que pusiera algo de Benny Goodman cuando King hubiera terminado. Esperaba que no lo consideraran demasiado revolucionario; pero Goodman estaba incluido, así que no podía estar totalmente fuera de línea.

—Este lugar tiene swing en verdad —le dije al barman, cuando me alcanzó el trago—. Un amigo mío me dijo que viniera y me alegro de haberlo hecho,

—¿Ah, sí?

—Sí. Usted probablemente Bruno?

—Bruno, Bruno. —Apoyó el delgado mentón entre el pulgar y el índice y pensó, sosteniéndose el codo con la otra mano—. No, caramba, en verdad no recuerdo. Por supuesto que no puedo recordar todos los nombres. —Aún trataba de serme útil y poder venderme otro whisky quizás.

—Apareció en los noticiosos últimamente —dije con entusiasmo—. Quizás vio su foto. —Y saqué los recortes.

—Oh, sí. ¡Sí! —Se inclinó a mirarlos con genuino interés—. Mi Dios, de modo que éste es Tony Bruno ¿eh? Cristo, ha venido aquí durante años. ¿Sabe algo? Vi estas fotos en el diario el otro día y dije, Cristo, este tipo me parece conocido ¿entiende? Casi lo tenía, pero creo que no se me ocurrió que fuera el mismo tipo, como se postula para el Congreso y todo eso. Y por supuesto que el uniforme me despistó.

—Nunca lo vio usando el uniforme ¿eh?

—Uh-uh. —Miraba las fotos fijamente—. Cristo, ¿qué me dice? Hace diez años que lo conozco y no fui capaz de asociarlo.

—Diez años. No sabía que Tony hubiera estado viniendo tanto tiempo.

—Bueno, quizás no tanto. Solía venir muy a menudo digamos... oh... —se restregó el mentón otra vez— quizás cinco, seis años atrás. Aparecía una o dos veces por semana, con esa mujer mayor, ¿sabe de quién hablo, no? Luego desapareció y no lo vi. Pienso que fue la época en que estuvo en VietNam y fue prisionero de los Vietcong y todo eso...

—Espere un momento —lo interrumpí, con una sonrisa artificial en la cara—. ¿Qué mujer mayor? Tony nunca dijo nada de que anduviera con una mujer aquí. ¿Quién era?

—Cristo, no sé, pero era una belleza. A mí me gustan maduras, en verdad —me confió—. Maduras y con mucho arriba. —Me hizo un guiño— ¿Entiende lo que quiero decir? Y ésta estaba bien provista. No era tan mayor tampoco, o no lo aparentaba. Y no sé cómo se las arreglaba para conservar la silueta con todo lo que bebía. —Sacudió la cabeza—. Aún luce bien. Quizá sea la gimnasia. —Hizo un gesto muy descriptivo con las manos—. Siempre se iban como si se los llevara el diablo.

—¿Los vio recientemente?

—Oh, sí, estuvieron el otro día. El martes creo que fue. Sí, el martes pasado. Es una conquista deseable aún, si quiere mi parecer. Quizás mejor que antes.

—Bueno, bueno, bueno. Tony me ha estado ocultando la verdad. Me sirve otro whisky, por favor.

—Debe ser un romance duradero si se han mantenido juntos todos estos años —musité cuando volvió—. Cristo —dije, usando una palabra de su glosario—. ¿Qué me cuenta?

—Eh. —Se inclinó discretamente sobre el bar—. No vaya a andar con habladurías, sabe. El tipo se va a postular para el Congreso y todo lo demás. Podría ser embarazoso ¿me entiende?

—No se preocupe —sonreí y hasta le imprimí a mi pronunciación un leve acento—. No tiene por qué preocuparse. Tony y yo somos amigos. No voy a ensuciarlo. Simplemente que no me puedo convencer. El martes pasado —sacudí la cabeza otra vez como si estuviera maravillado.

—Bueno, uno debe ser cuidadoso —insistió con autoridad—. Esos políticos deben cuidar cada paso que dan...

—Eh, eh. Venga —lo interrumpí con un amistoso movimiento de la mano y lo que esperé fuera una sonrisa picara—. Se me ocurre que a lo mejor la conozco a esta mujer. ¿Cómo es?

—Bien provista como le dije. —Trató de evadir mi mano que le oprimía el cuello con firme afecto.

—Eso no sirve. A Tony siempre le gustaron bien provistas. Vamos, socio, esto es estrictamente entre usted y yo. Es sólo que se me ocurre que la puedo conocer.

Después de un breve silencio para volver a estudiarme, entró en el juego. Por algo era barman.

—Bueno, veamos. Tiene pelo rojo. El pelo más rojo que jamás vi, y no naranja tampoco, rojo verdadero, aunque quizás no sea real, usted me entiende. Quiero decir que debe de tener cuarenta y cinco años como mínimo. Y grandes ojos verdes. Oh, Cristo, me gustaría revolearme en el heno con alguien así. Grandes ojos verdes —repitió, y lo solté.

—Creo que es la misma —dije con entusiasmo—. ¿Alguna vez lo oyó nombrarla?

—Déjeme ver. Creo que sí, una o dos veces, pero era algún nombre poco usado ¿entiende? ¿Edith? —Lo pensó—. No, no era Edith...

—¿Ivonne? —sugerí suavemente. Se golpeó las manos.

—Ivonne, exacto, eso es. Ivonne. ¡Qué mujer! Usted la conoce ¿eh?

—No tan bien como pensé —confesé, y di por terminada la conversación.

Mientras me dirigía a la oficina, empecé a juguetear con las nuevas piezas del rompecabezas y me alegró ver que un par calzaban o podrían calzar si las apretaba un poco. A la edad de treinta y cinco, cuando Ivonne Rollins se había casado con el Brigadier General, tenía relaciones con uno de sus cadetes. Y las seguía manteniendo. Quizás fuera por eso que Bruno iba tanto a la casa. ¿Se habría enterado Rollo? Era ése el "entendimiento" que había parecido tan ansioso de obtener. Pero, por qué en la prisión norvielnamita? ¿Cómo había salido a la luz allí? ¿Habría Bruno empezado a abusar de su autoridad con Rollo y éste se habría rebelado y lo habría enfrentado con esto? Era posible. El padre de Rollo aún vivía en 1969 y todo esto podía ser muy nocivo para Bruno, cuando los liberaran, si es que lo hacían.

•Sonaba bien, especialmente la parte ésa en que Rollo se cansaba de la notoria hipocresía santulona de Bruno; pero no estaba seguro. Había otras piezas en el tablero que exigían se las ubicara. El notorio acento sureño que Bruno había tenido una vez, tan expertamente abandonado antes de entrar en la vida pública. ¿Nacido en Georgia? ¿No era Ivonne de Atlanta de acuerdo a Bunny? ¿Era coincidencia? ¿Algo que los unió cuando el general Rollins los presentó? Camaradería tipo Dixie.

¿O había algo más que eso? ¿Y dónde diablos entraba el tartamudo en todo esto? El sólo pensar en él casi me hizo sonreír. Era un personaje salido de un viejo film de Hitchcock.

Eran más de las seis cuando llegué a la oficina, y la pesada capa de smog me había irritado los ojos. Además no estaba acostumbrado a mandarme dos whiskys puros con el estómago vacío. Pero lo que me hizo sentir realmente peculiar fue un patrullero estacionado delante de la entrada del edificio. Cuando pasé al lado del auto y empecé a subir las escaleras me dije que estaba ahí por casualidad simplemente, pero cuando entré a mi sala de espera y vi dos policías mirando mis viejas revistas, supe que la coincidencia no era tal.

—¿Mark? —El más alto de los agentes se puso de pie y me tendió la mano. Éramos amigos de mis tiempos en la Policía. Un áspero capitán de la sección homicidios de nombre Welsh, que trabajaba con denuedo y jugaba al póquer del mismo modo.

—Hola, Steve; ¿qué pasa? —me quité la chaqueta y la puse en el borde de la silla.

—Esperábamos que usted pudiera decírnoslo. —El segundo policía se puso de pie y sonrió escuetamente. Tenía unos veinte años; extremadamente delgado para haber entrado en la Fuerza, deseoso de acción, y con la piel cubierta de viejas cicatrices de acné

—Mark, éste es Eric Anderson. —Nos dimos la mano formalmente y me senté en una de mis sillas—. ¿Conoces a una mujer llamada Margot Koontz, K-o-o-n-t-z? —Verificó en sus apuntes.

—¿Suponiendo que la conozca?

—No la conoce más —me informó Sanderson, esforzándose lo más posible, pensé, para imitarlo a Jack Webb—. La mataron de un tiro en su departamento, esta tarde a eso de las cuatro.

—¿De un tiro? —Miré a uno y a otro, sin saber qué otra cosa hacer, mientras ganaba tiempo para pensar.

—Con lo que parece una pistola pequeña, calibre 36. —Sanderson me miró con irritación—. ¿Sabe algo de este asunto? Usted quiso ver el informe del forense sobre la muerte del prometido de ella.

—Steve ¿no le puedes pedir a tu amigo que te espere afuera?

Welch sacudió la cabeza y se sentó frente a mí.

—Dinos, Mark. Hablamos con la hermana de la chica. Estaba en el cine cuando ocurrió, pero mencionó tu nombre y dijo que habías ido a visitar a su hermana el viernes pasado. ¿Es cierto?

—Sí.

—¿Para qué?

—Pensé que era linda.

—Un momento ahora —intervino Sanderson, pero Welch le hizo un gesto de que se quedara quieto. Se volvió y me miró con una sonrisa cansada.

—Mark, estamos tratando de investigar un crimen y debes cooperar con nosotros...

—No, antes de consultar a mi cliente, imposible.

—¿Shelly Rollins?

—Supongo que la hermana te dijo que mencioné su nombre.

—Eso es —dijo Sanderson. Nos quedamos en silencio otra vez mientras nos estudiábamos.

—¿Qué me dices, Mark?

—Puedo decirles esto. —Me puse de pie—. No sé nada sobre la muerte de Margot Koontz; menos de lo que saben ustedes, estoy seguro. Pasé todo el día en el auto.

—¿Dónde?

—Recorriendo la carretera de San Diego, hijo. ¿Quiere ver mi licencia de conductor? Tengo testigos —le dije a Welch antes de que su ayudante explotara. Welch se puso de pie.

—¿Sabes de alguien que tuviera algún motivo para matarla?

—No. —Esto no era cierto en verdad. Descubrí que podía construir una teoría con asombrosa facilidad. Welch dio un hondo suspiro.

—Bien; ponte en comunicación con tu cliente, y luego ven a la seccional a declarar ¿quieres? —Asentí—. Vamos, Eric.

—Adiós —le dije con dulzura a éste cuando pasó a mi lado.

Cuando se hubieron ido, la llamé a Bunny y le pregunté si se había enterado de lo que había ocurrido.

—La policía me llamó —me dijo—. ¿Qué hacemos ahora? Estoy muerta de miedo.

—Quédese en calma. ¿Lo sabe su madre? ¿Cuál fue su reacción?

—Ella contestó el teléfono. Estaba muy conmovida. Está en cama ahora con un poco de fiebre y el doctor Carstairs está por llegar para atenderla. Creo que necesita un sedante.

—Permítame preguntarle algo que le puede parecer irrelevante. ¿Cuál es el nombre de soltera de su madrastra?

—Page. ¿Por qué?

—Simple curiosidad. Bien, esto es lo que haremos. Ahora voy a ir a la estación de policía a declarar. Trataré de hacerlo lo más simple posible, pero puedo tener que decirles más de lo que quisiera. Quédese con su madre y volveré a llamarla, probablemente mañana. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. —No parecía muy contenta con nada de esto—. Me imagino que ahora es demasiado tarde para detener esto, ¿no?

—Sí. Lo es.