8
LA LLUVIA torrencial de la noche anterior había declinado a una llovizna húmeda cuando me dirigía en taxi al hospital Mount Sinai. Me llevó bastante tiempo localizar al doctor Fairfield, parcialmente debido a un error mío de información. Fairfield ya no era cirujano si no hematólogo. Había tratado de alcanzarlo a lo largo de más de un kilómetro de corredores cuando una enfermera me avisó que podría interceptarlo en la cafetería, donde siempre se daba una vuelta a esta hora de la mañana. Tuve que recorrer más laberintos para localizar la cafetería, que estaba semillena de personal médico; a ninguno parecía deleitarle hacer rondas el domingo a la mañana. Grupos vestidos de blanco estaban reunidos quietamente, restregándose los ojos y haciendo muecas al tomar lo que en el hospital servían como café. Dos médicos que salían me señalaron a un hombre joven prematuramente calvo sentado solo y lo identificaron como Fairfield. Tenía una bandeja con huevos revueltos, café y jugo de tomates, y comía y bebía descuidadamente, como si estuviera aburrido o cansado, o ambas cosas a la vez. Tenía un par de anteojos de armazón de acero descansando sobre la parte superior de la cabeza; los lentes dirigían rápidas miradas a las luces fluorescentes. A su lado, pero doblado, estaba parte de la edición dominical del "Times".
—¿Doctor Fairfield?
—¿Sí? —Levantó la vista sorprendido; sus ojos castaños y suaves tenían una mirada vacía.
—Me llamo Brill. He estado tratando de comunicarme con usted.
—Brill —repitió, más o menos para sí mismo—. Oh, sí. —Hizo un movimiento de cabeza de modo que los anteojos se deslizaran a su lugar sobre el puente de la gran nariz—. Usted llamó a mi servicio telefónico y les contó una historia extraña de que estaba buscando un tipo raro de sangre. ¿De qué se trata todo esto?
—Nada —le confesé—. Quiero hablar con usted acerca del sargento Rollins. ¿Puedo sentarme?
—¿El sargento...? Ah, ya veo. ¿Usted es reportero?
—Sí. —En verdad le informaba a alguien. Aún no me había ofrecido una silla, pero como parecía absorto pensando en mi declaración, me senté sin que me invitara.
—En realidad he estado pensando mucho en el sargento Rollins —admitió, como si estuviera hablando consigo mismo—. Recién leí en el resumen de las noticias semanales sobre su suicidio.
—¿Y?
—¿Y? —Se encogió de hombros y volvió a su comida—. Es un asunto terrible. Terrible. E inquietante.
—¿Por qué inquietante?
—Bueno, el hecho de que se suicidara. Fue tan inesperado... Debe de serlo siempre.
—No pensó que fuera de los que se suicidan.
—Bueno... —Hubo una pausa mientras Fairfield trató de imaginárselo a Rollo como el tipo del suicida—. No, creo que no.
—¿Qué le parecen las acusaciones del mayor Bruno?
—¿Qué me parecen? Debo confesarle que me tomaron por sorpresa. ¿Quiere café o comer algo? —preguntó amablemente, saliendo de su ensueño—. No puedo prometerle que sea bueno. Y lamento la música de fondo.
Le expliqué que ya había desayunado y le pregunté cómo era que había ido a dar al Pantano.
—Es una historia bastante larga. —Hablaba con exasperante lentitud, en un ritmo que hacía que uno quisiera terminarle las oraciones.
—Me gustaría conocer los puntos principales, si es que quiere decírmelos. —Puse la mano en el bolsillo de la chaqueta y saqué anotador y lápiz.
Los miró con un nuevo gesto de asombro.
—¿Va a usar esto en un artículo?
—Es posible.
—Bueno. —Se limpió la boca con una servilleta de papel y empezó a buscar cigarrillos en los bolsillos de su chaqueta blanca. Le ofrecí uno de los míos—. No, gracias. Esos son muy fuertes.
—El Ministerio de Salud ha determinado... —reí y le ofrecí fuego.
—Es difícil quitarse el hábito —observó pensativamente, dándole una larga chupada.
—Usted iba a decirme...
—Oh, sí. Lo siento. Creo que soy siempre algo incoherente los domingos a la mañana. Más incoherente que de costumbre, quizás.
—Entiendo.
—Yo estaba en mi segundo año de residencia en Deacones... ¿Conoce Deacones? —se interrumpió.
—¿Está en Boston, no?
—Eso es. La Marina me pidió que me ofreciera como médico naval voluntario. Estaban dispuestos a pagarme el resto de la residencia, y era eso o enlistarme o que me enlistara, entonces pensé qué diablos, acepto. —Dejó el cigarrillo y tomó un trago de jugo de tomate—. Me mandaron dos semanas al campamento Pendleton junto con un grupo de médicos y dentistas, e hicimos un curso acelerado para médicos de la marina. ¡Dos semanas! —Se rió suavemente sin poder creerlo—. Luego nos mandaron en barco a una base de la Marina en el Primer Cuerpo, cerca de Saravane. ¿Sabe dónde está eso?
—Aproximadamente.
—Y de pronto todos éramos tenientes segundos y médicos de la marina. Durante seis meses trabajé ahí, a veces operando las veinticuatro horas del día a medida que los helicópteros iban trayendo a los heridos. A veces había diez, a veces cientos. Nunca se podía saber, y estaban heridos en todas las formas posibles... nunca hubo nada parecido —murmuró—. Muchachos de diecinueve y veinte años a los que les habían volado piernas, brazos, manos, pies, y a veces hasta la cabeza. Hombres en la plenitud de la vida, y le juro por Dios que nunca pude entender por qué. Tampoco sabíamos qué les pasaba después de que los atendíamos —agregó, como si ésta fuera la peor parte—. Pasábamos de tres a seis horas tratando de salvarle la vida a uno de estos muchachos y nunca sabíamos si lo habíamos logrado o no. Los helicópteros los recogían y los llevaban a Saigón... o de vuelta a los Estados Unidos... lejos de nuestras vidas. Algunos médicos pensaban que era mejor así, pero yo no. Si gasto mi tiempo y mi energía (y estoy hablando de energía emocional también, entienda), si pierdo tiempo y energía tratando de salvarle la vida a un hombre, quiera saber si he tenido éxito o no. A mí me importa. Pero nunca lo sabíamos.
—El Pantano —le recordé.
—O, sí, el Pantano. Bueno. —Se empujó los anteojos sobre la nariz otra vez y se recostó contra la silla, mirando el cielo raso y pensando—. ¿Oyó hablar de un operativo llamado Programa de Ayuda Médica Civil?
—Creo que no.
—Tiene suerte. Fue una pomposa idea del gobierno para conquistarse la amistad e influenciar a la gente, específicamente a nuestros aliados vietnamitas. . Una vez a la semana un grupo de hombres del ejército (a veces junto, con un médico, pero generalmente sin él), salían de la base con escolta de los marines y visitaban algunas de las villas vietnamitas de las afueras, supuestamente amistosas. Ahí distribuían tonterías entre los nativos. Ya sabe: píldoras para la malaria, tetraciclina para las enfermedades venéreas, botiquines con elementos para las picaduras de serpientes, aspirinas, vitaminas, bizcochos y caramelos. A la gente no parecía importarle qué era lo que le daban con tal que le dieran algo. Probablemente pasaban todo lo útil a los Vietcong.
"Bueno, un sábado, las salidas se hacían generalmente los sábados, el oficial superior me preguntó si quería ir. Creo que lo hizo para poder informar que un médico de su unidad se había ofrecido como voluntario y ponerlo en su foja de servicios. Y yo, imbuido con el idealismo de todo esto (ayudar a la gente que se suponía estábamos ayudando y todo eso) dije claro que sí. Y así es cómo pasó. En un minuto estaba mirando a una chica de seis años con un típico caso de desnutrición y en el siguiente estaba en manos de los Vietcong, junto con todos los otros. No sé qué les pasó a los hombres del ejército y al grupo de marines que estaban conmigo, pero pienso que los mataron. No tenían ni los hombres ni las comodidades para tomar muchos prisioneros, pero un médico era útil. Me llevaron a mí y el contenido de la unidad médica móvil que teníamos con nosotros, y, ahí se fueron cinco años de mi vida. Pudo haber sido peor, supongo. —Pensaba en los marines muertos.
—¿Era habitual que un cirujano saliera en esas excursiones?
—Nunca supe de ningún otro. Generalmente querían internos. Pero pienso que quizás esa mañana nadie estaba de humor. Y ése fue el final de mi carrera de cirujano —añadió, levantando las manos. Temblaban ligeramente. No lo había notado.
—¿Y lo llevaron al Pantano?
—Al principio no. Esta patrulla operaba en una plantación de caucho de propiedad de los franceses, creo. Todo lo que sé es que la artillería tenía órdenes de no bombardearla porque cada árbol que destruían les costaba cincuenta dólares. Así que constituía un lugar perfecto para que se escondieran. Estaba repleta como madriguera de conejos, de hombres, provisiones, armamentos. Debía de haber quinientos norvietnamitas operando desde esa plantación de caucho. Cincuenta dólares. ¡Qué guerra!
—¿Y los prisioneros?
—No había muchos. No tenían tanto lugar ni comida. Lo usaban como estación de paso para transportarnos más al norte. Éramos unos veinte ahí, quizás.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Una semana, quizá dos o tres. Me es difícil recordar ciertas cosas.
—Bueno, no hace falta insistir en eso. Luego lo mudaron al Pantano.
Asintió con la cabeza.
—¿Cuándo llegó allí?
—Oh, junio... mediados de junio de 1969. El lugar hacía que la plantación de caucho pareciera el Waldorf Astoria.
—¿Cómo lo conoció al sargento Rollins?
—Del modo habitual. Lo trajeron como a los otros. Me nombraron encargado de la salud del campo, de modo que los revisaba a todos cuando llegaban. Otra broma. —No se rió.
—¿Y el teniente Bruno?
—A él, también. Lo promovieron a capitán mientras estaba ahí. Ésa fue otra broma.
—¿Cómo se hizo amigo del sargento Rollins?
—Creo que se lo podría llamar coincidencia. Uno de los muchachos que dormía en mi choza (choza es una descripción caritativa, sabe), este muchacho murió la noche anterior. Un apéndice perforado; se gangrenó y no tenía el equipo necesario para salvarlo. Se llamaba John Dowe. ¡Como sea, murió, y Rollo ocupó el lugar vacante. No era un lugar muy popular porque estando cerca del encargado de la salud (esto dicho entre comillas), se veían y se olían un montón de cosas que no lo ayudaban a uno a dormir. A Rollo no le importaba. En realidad se convirtió en mi ayudante.
—¿Cómo se lo veía cuando llegó?
—Exhausto, delgado, débil y nervioso. Tenía pesadillas.
—¿Solía hablar mientras dormía? Usar frases como ¿"Basta de matar"?
Me miró con sorpresa.
—¿Dónde oyó eso?
—Me lo contó su prometida. ¿Lo hacía?
—Al principio no. Al principio no podía dormir en absoluto. En realidad ése era uno de sus problemas principales.
—¿Y el teniente Bruno? ¿Qué clase de relación había entre él y el sargento Rollins?
Fairfield pensó durante un momento. Era un buen testigo... lento, nada dramático, pero escrupuloso.
—Unilateral —declaró al final.
—¿En qué sentido?
—Bueno, una de las razones por las que Rollo decidió comparar la habitación conmigo (si el comandante dé la prisión lo permitía, cosa que hizo) fue para alejarse de Bruno.
—¿Él le dijo eso?
—Más o menos. No tan explícitamente. Pero yo tenía la impresión de que Bruno no le gustaba o de que, al menos, no quería hablar con él.
—¿Y Bruno quería hablar con el sargento Rollins?
—Constantemente... al principio. Cada vez que podía arreglarse durante el período de ejercicio o la revisación médica, trataba de llevarlo a Rollo aparte y cambiar algunas palabras con él. A Rollo no parecía gustarle la idea. Recuerdo que una vez... —Lo dejó ahí.
—¿Sí?
—Fue extraño. Creo que se podría decir que yo estaba escuchando lo que no debía, aunque no había sido esa mi intención. Estaba acostado en mi choza una tarde, y ellos o no me vieron o pensaron que estaba dormido. Yo sólo estaba medio dormido, pero recuerdo haberme despertado al oír voces. Era domingo y no nos hacían hacer nada (salvo que uno quisiera escuchar al capellán del ejército que teníamos, cosa que nadie quería mucho). Como fuera, me encontré escuchando una conversación entre Bruno y Rollo, quienes estaban a un metro y medio de mí.
—¿Está seguro que eran ellos?
—Sí, totalmente seguro. La voz de Bruno era difícil de confundir. No sé si la oyó en las noticias por televisión recientemente, pero es una especie de tono nasal y bastante alto para un hombre de su talla y constitución. Incongruente, si entiende qué quiero decir. Y además, la cuestión es académica, porque al poco rato los vi.
—¿Qué decían?
Me miró dudosamente.
—¿Está seguro de que esto es para su periódico?
—Es para mi artículo. Estoy trabajando en forma independiente' en este momento, y el suicidio del sargento Rollins me interesa mucho. Significa mucho para mí.
—Para mí también. Bueno, ¿por dónde iba? Ah sí, salí de esa semi-inconsciencia en que estaba y los oí hablar. Bruno parecía estar pidiéndole algo. Decía algo así como: "¿No podemos llegar a un acuerdo sobre esto?" y Rollo le contestaba que necesitaba más tiempo para pensar en el asunto. Luego Bruno siguió hablando sobre la importancia de llegar a un entendimiento y Rollo le preguntó qué importancia podía tener eso ahora, y Bruno empezó a dar un discurso que no pude escuchar muy bien sobre el deber y el honor y los padres de Rollo, y Rollo le dijo que terminara con esas estupideces.
—¿Qué pasó luego?
—Luego me senté en la cama y les dije que se dejaran de decir estupideces también, porque estaba tratando de dormir.
—¿Está seguro de que éste es el orden de la discusión? ¿No era el sargento Rollins que le pedía al mayor Bruno si podían llegar a un acuerdo?
Me miró con calma indignación.
—Fue exactamente como lo dije. Bruno le pedía a Rollo. Lo recuerdo con toda claridad. Dios sabrá por qué.
—Perdone. No quise poner en duda sus recuerdos de los hechos. ¿Cuál fue la reacción de ellos cuando usted les pidió que se callaran?
—Ambos parecieron confundidos. Bruno más que Rollo, según lo recuerdo. Rollo simplemente dijo: "Claro que sí, Jake", o palabras parecidas, y se acostó a descansar él también.
—¿Y el teniente?
—Parecía algo nervioso y no hacía más que disculparse por haberme molestado y esperaba que lo perdonara y cosas por el estilo. Le dije que lo haría sólo si tenía la bondad de perderse de vista, ya que estaba demasiado caluroso y húmedo para gastar nuestras energías hablando cuando podríamos estar durmiendo. Dijo seguro, seguro, seguro, varias veces, de este modo, como apaciguando, y se dejó de fastidiar.
—¿Alguna vez le preguntó al sargento Rollins sobre qué había sido la conversación?
—No. En ese momento no sentía gran curiosidad por nada. ¿Me perdona un momento mientras busco otra taza de café? Debo volver en- cinco minutos.
—Quizás yo también tome una.
—Como quiera. —Movió la silla ruidosamente y lo seguí a la máquina del café al final de la cola de la comida. A través de una ventana abierta vi a los muchachos de maestranza que raspaban indiscriminadamente la basura y la vajilla de cientos de bandejas usadas.
—¿Alguna vez se le ocurrió que pudieran estar discutiendo algún plan para escapar? —le pregunté mientras llenaba mi taza.
—No. Por la sencilla razón de que nadie escapaba del Pantano o siquiera se molestaba en intentarlo. ¿Alguna vez vio esa película El puente sobre el Río Kwai? Bueno, era más o menos así. Sin vallas o torres de control o nada de eso. Sólo el pantano y la prisión misma, que estaba ubicada en un alto banco de arena en medio del pantano. Los Vietcong habían construido un acceso de una sola mano, pero lo patrullaban noche y día. Un verdadero Alcatraz tropical.
—Un par de preguntas y termino —dije echándole una mirada a mis apuntes, cuando volvimos a la mesa—. Acerca de las acusaciones de Bruno. Usted dice que lo sorprendieron. ¿Por qué?
Encendió otro cigarrillo.
—Porque yo no sabía nada de ningún tipo de colaboración. Y estando cerca de él tanto tiempo se supone que tendría que haber sabido. Ciertamente más cerca que Bruno, que estaba muy lejos, del otro lado de la isla. —Se inclinó sobre la mesa—. Si un tipo colabora o coopera con los norvietnamitas o los Vietcong, no me importa con cuáles —me detuvo con un gesto de impaciencia— es para conseguir algo en cambio. Privilegios especiales, más que masticar, menos trabajo... lo que usted quiera. No le dieron nada de eso a Rollo. Al contrario.
—¿Qué quiere decir con al contrario?
—Rollo no los podía ver. Parece que habían matado a un buen amigo suyo (no sé mucho sobre esto porque Rollo hablaba poco), pero nada le era suficiente con tal de molestarlos. Una vez le dijo al intérprete del campo de prisioneros que estaba listo para filmar una declaración de propaganda antibélica para ellos. Siempre intentaban que cooperáramos en cosas así. Bueno, se tomaron muchísimo trabajo, trajeron el equipo de filmación de Hanoi o alguna otra parte y armaron todo... y luego Rollo se negó a decir una sola palabra. ¿Se lo imagina? Se pusieron furiosos; el comandante probablemente se ensució los pantalones cuando descubrió que Rollo se negaba a hablar. Quedó muy mal con sus superiores cuando tuvo que mandar el equipo de filmación de vuelta con las manos vacías. Por supuesto que se lo cobró en el cuero de Rollo. Pero Rollo sabía que lo harían. Lo tiraron en una celda solitaria, dejaron de darle comida, y le golpearon fuertemente su espalda y trasero con una especie de manguera. Yo protesté y los encaré con la Convención de Ginebra, pero estaban demasiado furiosos. Rollo simplemente se la aguantó. Dijo que les permitía que lo ayudarán a expiar sus pecados, o algo por el estilo. Lo tuvieron mucho tiempo confinado en una celda solitaria. A veces pienso que le enseñé más sobre medicina usando su propio cuerpo como una especie de laboratorio que de cualquier otro modo, pero él no se oponía. En verdad, empezó a dormir mejor.
—A veces cuando tienen a un hombre en una celda solitaria, éste coopera y nadie se entera del asunto —sugerí.
—Supongo que es posible. —Fairfield concedió sin ganas—. Por lo que yo sé, pudo haber hablado sin parar.
—Pero usted no lo cree.
Me miró a los ojos. Su mirada ya no era vaga.
—No, no lo creo.
—¿El Pentágono le preguntó sobre todo esto? —le pregunté poniéndome de pie.
—Sí. Y les conté todo. Diablos, la historia del equipo de filmación era conocida por todos en la prisión. Nos ayudó a levantar la moral. Rollo era una especie de héroe.
—.Pero me da la impresión de que usted no mencionó la conversación que escuchó entre el sargento Rollins y el teniente Bruno.
Pareció sorprendido.
—No me lo preguntaron. Y no pensé que fuera importante. ¿Lo es?
—No podría decirlo. ¿Qué piensa del mayor Bruno?
—No creo que valga un bledo. ¿Eso es todo? ¿Cuándo leeré su artículo? —Se puso de pie y empezó a apilar las cosas distraídamente sobre la bandeja.
—Tampoco sé eso. Tendré que ver si alguien quiere publicarlo.
—Por cierto que espero que sí. A ese muchacho le jugaron una mala pasada.
—Parece que es posible que sea así —asentí, y me despedí.
Cuando llegué al Holiday Inn, que en verdad aún no había usado, la llamé a Penny y le pregunté si tenía ganas de reunirse conmigo durante un par de horas antes de que partiera mi avión,
—¿Para uno rápido quieres decir? Gracias, pero no gracias. Estoy aquí sentada mirando un montón de panecillos viejos y pensando que me han usado.
—Lo siendo, pero realmente debo volver. Quería volver a usarte, eso es todo.
—No, creo que no.
—Penny, lo siento realmente.
—Y lo dices tú. Oh, qué diablos. Nos divertimos ¿verdad?
—No cabe la menor duda.
—¿Y quién sabe? Quizás aún pueda llegarme a la soleada California.
—Me gustaría que lo hicieras. Ah, de paso. ¿Te pudiste acordar qué era lo que se te había ocurrido sobre el mayor Bruno anoche?
—Aún no, pero estoy trabajando en eso. Te llamaré si lo recuerdo.
—Por favor. Te lo agradecería muchísimo.
—Puedes contar conmigo —dijo con voz apagada, y colgamos.
Luego me dirigí una llamada telefónica a pagar en California. Tenía un arreglo con mi servicio telefónico. Si había mensajes de importancia aceptaban la llamada. Había sólo un mensaje pero lo habían repetido varias veces, así que se comunicaron conmigo. Bunny Rollins había llamado seis veces. Les dije que la próxima vez que llamara le dijeran que ya iba de regreso.
Llegué a Kennedy sin incidentes y volví a Los Ángeles con sólo ligeros latidos de culpa. Uno de estos días Penny Wordsworth se iba a cansar de ser un buen soldadito, y no sería culpa suya.