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LLEGUÉ a mi departamento de dos ambientes, en Westwood, a las seis, y me metí en la cama sin poner el despertador. Lo que deba ser, será, y no me estaba volviendo más joven.

Cuando me desperté, al mediodía, me sentía mucho mejor; me duché y afeité, y me dirigí al norte por Sepulveda hasta mi oficina, un primer piso sin ascensor en la misma villa de Westwood le preparé un inmenso jarro de café y empecé a revisar la correspondencia de todo ese mes, la que era lo bastante importante como para que la hubieran guardado pero no tanto como para habérmela enviado: facturas, circulares de partidos políticos pidiendo dinero, propaganda de liquidación, y ofertas inmobiliarias de tierras que les pertenecían a los indios. Había un cheque que no había esperado ver, de un antiguo cliente. Terminé por fin con todo esto, luego llamé a mi servicio telefónico y pedí detalles. Ese cúmulo no era muy grande (me había mantenido en comunicación con ellos desde Washington) ni tampoco muy interesante. Para las dos ya había terminado con todo esto y estaba escuchando la radio, con los pies cómodamente extendidos sobre el extremo de un sofá Riviera de segunda mano. A veces he pasado días enteros en esa pose, esperando que entrara gente a contarme sus malas noticias.

El noticiero estaba por terminar cuando encendí la radio. La oficina del fiscal de Los Ángeles había declarado la muerte del sargento Harold Rollins Tercero, suicidio aparente. Se describía a la madre como muy alterada, y en una declaración grabada, la novia decía que las acusaciones del mayor Bruno lo habían turbado mucho. No entendí el nombre de ella, pero de pronto noté que estaba sentado muy erguido.

Shelly Rollins no había mencionado a la novia... pero claro está que ella misma había estado muy turbada y quizás ni siquiera lo supiera. Después de todo había dicho que no eran muy unidos, y ya que él había vuelto hacía sólo cuatro meses, probablemente fuera un noviazgo reciente. Me sentí mejor al saber que había otra persona, alguien más de su propia edad, que la ayudara a Shelly Rollins a soportar su pena.

Ahora lo entrevistaban al mayor Anthony J. Bruno. Hacía sus declaraciones en un monótono y chato acento del medio-oeste: "No ha sido fácil para mí... Trato de decirme que no soy... Sentí que tenía la obligación hacia los otros hombres que estuvieron conmigo en el Pantano... No es necesario que le diga cuánto deseo que esto no hubiera ocurrido... nada de esto..." Luego la radio anunció que el Pentágono había decidido que, como resultado de este hecho y de un incidente similar que involucraba a miembros de otro campo de concentración norvietnamita, se desestimarían todas las acusaciones de haber colaborado con el enemigo y de haber hecho declaraciones antibélicas con propósitos de hacer propaganda opositora. En el caso específico del sargento Rollins, la comisión investigadora ya había decidido que no había suficiente evidencia para mantener tales acusaciones y además había intentado disuadir al mayor Bruno de que no insistiera. El mayor Bruno había sido ascendido al grado de capitán después de haber vuelto a los Estados Unidos.

He aquí una historia periodística bonita e irónica completada con la declaración de la dolorida futura esposa y la azorada reacción de shock militar, por parte del hombre en quien sería fácil pensar como en el asesino de Harold. Yo sabía que era así como lo veía Shelly.

Terminaron las noticias y siguió un aviso comercial que me hizo recordar que tenía hambre. Me levanté del sofá, saqué el estropeado cartel que dice "Vuelvo en cinco minutos", lo colgué del picaporte exterior y bajé las escaleras. Crucé el estacionamiento del supermercado y caminé una cuadra por Broston hasta un pequeño restaurante griego donde hacen minutas que no le hacen ningún bien a mi estómago, y comí lo que yo entiendo por desayuno.

Eran más de las tres cuando empecé el camino de regreso y el sol había finalmente empezado a hacerse sentir a través de la bruma. Subí las escaleras con energía, sintiéndome mejor de lo que había estado en las últimas veinticuatro horas. La acidez se haría sentir más tarde.

Nadie parecía haber visto mi cartel, lo que no me sorprendió tampoco. Eché un vistazo a la sala de espera y decidí que realmente debía conseguir revistas más nuevas. Asumiendo que alguien fuera a esperar ahí, dudaba que pudiera estar interesado en una edición del "Time" del 2 de octubre de 1972 o en la de "Harper's" de junio de 1973. Quizá debiera conseguir material que no envejeciera tan rápido, como "Playboy" o "National Geographic".

No había terminado de acomodarme en el sofá cuando se abrió la puerta exterior. Para mi gran sorpresa.

—¿Mr. Brill? —Conocía esa voz.

Me puse de pie y apagué la radio.

—¿Shelly?

Lucía un traje de pantalón y saco color marrón y una sonrisa incierta. Los dos le quedaban bien.

—Espero que no crea que estoy sacando ventaja de la tarjeta que usted me dio esta mañana...

—Venga, siéntese. Es para eso que sirven las tarjetas. —Se sentó cuidadosamente, muy erguida; la cabeza le giraba mecánicamente sobre el cuello mientras echaba un vistazo a su alrededor.

—¿Como Simón Templar?

—Parecido... no sé. —Parecía poco segura de lo que ocurriría luego. O sea que éramos dos—. Tardó más de cinco minutos —observó—. Tuve que dar una vuelta y volver. —Me disculpé y le pregunté si querría tomar café.

—Oh, sí, por favor. Se lo agradecería mucho.

—Es instantáneo.

—Está bien.

Interrumpimos este animado intercambio de palabras mientras yo ponía un poco de agua a hervir y volcaba un poco de café concentrado en el único jarro que me quedaba.

—¿Es por negocios o es una visita social? —le pregunté, porque quería saber.

—Por negocios —dijo con rapidez—. Creo —Debió haberme visto levantar las cejas—. No sé. Quisiera que usted investigara algo para mí. Eso es negocios ¿no?

—Es lo que parece —admití—. ¿Qué es lo que hay que investigar? —Confiaba en que no fuera a decirme que era el suicidio de su hermano, porque la oficina del fiscal de Los Ángeles era de mucha confianza. Además, si ella ahora me dijera que no creía que su hermano fuera capaz de matarse, yo no estaba dispuesto a aceptar su palabra. No se conocían tan bien,

—Es sobre mí hermano y es algo difícil de explicar. —Se movió incómodamente en la silla.

—Quizá pueda ayudarla. —Le conté la versión del noticiero radial.

—Es eso exactamente —dijo cuando terminé—. Ahora no lo sabremos jamás.

—No estoy seguro de entenderlo.

Hizo un gesto de impaciencia con la mano, y se inclinó intensamente.

—El por qué lo hizo. Porque era culpable de las acusaciones del mayor Bruno, o porque era incapaz de aguantar el hostigamiento, la posibilidad de que una corte marcial lo condenara. Empecé a servir el café.

—¿Cree que era culpable?

—No viene al caso. Al negarse el Ejército a investigar el caso, mi hermano ha ido a la tumba con una mancha... la mancha de una acusación sin probar.

—Suponga que la probaran. ¿No sería peor?

—No estoy segura. No, no lo creo. La incertidumbre es peor. —Comenzó a morderse la uña del pulgar—. Además, no creo que haya colaborado con los norvietnamitas. No le importaba mucho la guerra pero eso no es lo mismo.

—No, no lo es. En otras palabras, usted quiere que yo investigue las acusaciones del mayor Bruno, que entreviste a otros prisioneros de guerra que hayan estado allí, y todo eso.

Asintió.

—Si el Ejército no se va a preocupar, creo que le corresponde a mí.

No me sentía con deseos de discutir este punto de vista. Le alcancé su café y le ofrecí azúcar y crema, pero rechazó ambas cosas.

—Se da cuenta de que esto puede costar dinero —dije, sentándome otra vez.

—¿Dinero?

La miré. No se había dado cuenta.

—Sí, generalmente cobro cien dólares diarios más gastos.

Se apoyó en el respaldo con un suspiro de alivio.

—Oh, está bien. Tengo esa suma de dinero.

—¿Está segura?

—Claro que estoy segura. No me gusta su tono. —Se encolerizaba muy rápidamente.

—Bueno, no me entienda mal. Es sólo que usted me dijo que estaba haciendo estudios de postgrado y ciento y pico de dólares diarios forman una montaña en pocos días.

—Está bien, está bien. No se preocupe por todo esto. Tengo mi propio dinero. No vine en ese vuelo nocturno anoche para ahorrarme el veinte por ciento del pasaje.

Touché. Pensé en su casa de Brentwood y mentalmente le di la razón. El tema del dinero la disgustaba; por muy democrática y liberada que fuera en otros aspectos, Cuando se trataba de comprar no le gustaba regatear.

—Bueno ¿va a tomar el caso?

—Permítame hacerle algunas preguntas primero. Pueden no parecer muy relevantes, pero usted deberá dejarme hacer esto a mi modo ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Se ablandó—. Y le pido disculpas si me puse desagradable. No pude dormir mucho anoche (ya lo sabe) y he estado tratando de darle ánimo a Yvonne y de quitarme de encima a los reporteros desde que usted me llevó a casa esta mañana.

Sonrió y fueron evidentes alrededor de los ojos y la boca las arrugas de cansancio que el maquillaje debía haber ocultado. Revolví mi escritorio y encontré un lápiz con punta nueva, abrí mi libreta y rápidamente anoté la información básica mientras ella se quedaba sentada esperando.

—De acuerdo, Shelly. ¿Cómo...?

—Nadie me llama así —me interrumpió, ansiosa de ser útil y amistosa.

—¿Cómo la llaman?

—Bunny. Ha sido mi sobrenombre desde que estaba en sexto grado. No me pregunte por qué.

—No lo haré. —Me di cuenta enseguida que Bunny le quedaba mucho mejor—. ¿Qué edad tiene usted, Bunny?

Abrió los ojos muy grandes.

—¿Eso es importante?

—Para los archivos, si. Si lo sé con certeza puedo dejar de preocuparme sobre si usted puede legalmente emplear mis servicios... contra los deseos de su tutor, digamos.

—Tengo veinticuatro.

—¿Qué edad tenía Harold?

—Veinticinco. —Se mordió el labio—. Nadie lo llamaba Harold tampoco. —Levanté la vista—. Su sobrenombre era Rollo.

—Muy útil. Podría derivar o de Harold o de Rollins ¿no?

—Creo que ésa era la idea.

—Hábleme sobre Rollo.

Suspiró.

—Dios ¿cómo puede uno sintetizar a alguien a quien ha conocido toda su vida? —Arrugó el ceño concentrándose, tratando de decidir por dónde empezar.

—¿Fueron unidos alguna vez? —le pregunté, tratando de ayudarla.

—Cuando éramos chicos. Yendo de una base a otra, éramos las únicas constantes sociales en la vida del otro, y...

—¿De una base a la otra?

—Somos hijos de militar. Donde iba papá, íbamos nosotros: Texas, Cape Cod, Oklahoma...

—¿Su padre pertenecía al ejército? —Bajé el lápiz.

—Pensé que lo sabía. No sé por qué —agregó a nadie en particular—. El brigadier general Harold Rollins. Si estuvo en Corea debe haber oído hablar de él.

—No estuve y no oí nada —confesé.

Esto pareció confundirla, pero tuve la impresión de que el efecto no era del todo negativo.

—¿Usted y Rollo eran muy amigos cuando estaban en las bases militares? —la insté.

—Creo que fuimos unidos hasta que murió mamá. Luego Rollo empezó a comportarse más y más extrañamente.

—¿Tuvo una crisis?

—No exactamente —contestó, vacilando—. Pero el consejero de la escuela de la base de Tulsa sugirió que se lo hiciera tratar por un psiquiatra.

—¿Lo hicieron?

Sacudió la cabeza.

—Papá no creía en nada de eso. Pensaba simplemente que Rollo debía amoldarse, tal como decía él. Le daba mucha importancia a esto de amoldarse. Creo qué Rollo y yo nos parecíamos más a nuestra madre que a él y él simplemente nunca nos entendió a ninguno de los dos. Estaba bien que yo fuera sensible, palabras textuales, pero Rollo era simplemente un maricón.

—¿Lo era? ¿Maricón? —agregué cuando pareció no entender la pregunta.

—No creo que lo fuera, no. Le gustaban las chicas y salía con ellas y todo eso. Es sólo que hubiera preferido ser pintor a... —Terminó la frase con un gesto amorfo de las manos para indicar eso en que se había convertido Rollo.

—¿Su padre se retiró al fin?

—Finalmente, del servicio activo. Aceptó un cargo en la Universidad Cívica de Los Ángeles a cargo del Programa de Entrenamiento de los Oficiales de las Fuerzas de Reserva. Si mamá hubiera vivido para verlo.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, según lo entiendo yo... y sé todo esto principalmente por Rollo... mamá y papá se casaron durante la guerra. Ella creyó, y creo que papá la dejó creer, que ésta no era su carrera y que cuando la guerra terminara abandonaría el ejército. Pero no lo hizo. —Me miró a través del escritorio—. Creo que mamá nunca se reconcilió con eso. No servía para ser la esposa de un militar. Tenía temperamento artístico. —Probó la frase y me miró buscando mi aprobación.

—Continúe.

—Bueno, luego mamá se enfermó y murió... fue todo muy rápido, seis meses, en realidad...después ya no tuvo importancia. Un año después papá estaba retirado y a cargo del entrenamiento de reservistas, lo que para ella hubiera sido un empate... por lo menos hemos vivido en el mismo lugar desde entonces.

—Y luego él volvió a casarse.

Suspiró otra vez.

—Así es. Supongo que desde el punto de vista de él, Yvonne fue mucho mejor esposa. Adoraba los uniformes. Le encantaba ser la esposa del general, y sentarse a su lado mientras él pasaba revista a los cadetes y todo eso.

—¿Cómo lo tomó Rollo?

—Mal al principio. Los dos lo sentimos. Ninguna madrastra ganó jamás el premio de popularidad, creo. Pero nos acostumbramos, Yvonne no es mala una vez que uno se acostumbra a sus aires y modales. Y debo decir que ella nos cuidó bien... y en verdad quiero decir cuidar.

—¿Fueron a la misma escuela secundaria?

—La de Brentwood. Yo era la buena alumna y Rollo el desastre. Intenté prepararlo en rnatemáticas un verano —recordó.

—¿Desastre? ¿Una especie de delincuente juvenil?

—No, no, nada de eso. Simplemente no podía representar su papel. Era rápido como el rayo pero no se preocupaba en estudiar. Tragaba como loco la noche antes de los exámenes finales y salía del paso con seis y siete. Simplemente no se preocupaba.

—¿Y sin embargo seguía sin psiquiatra ni guía?

Sacudió la cabeza otra vez.

—Ivonne trató de convencerlo a papá pero había algunos temas que simplemente se negaba a escuchar o discutir. La psiquiatría era parte de la conspiración judía.

Digerí esto.

—¿Rollo tenía muchos amigos en la escuela?

—Ninguno íntimo, si es eso lo que quiere preguntar. Los chicos pensaban que era muy divertido (Rollo podía ser muy gracioso) pero en realidad no dejaba que se le acercara nadie. Ni siquiera yo. Papá trató de forzarlo a ser amigo de Tony Bruno, pero fue peor porque Rollo se dio cuenta de que le ponían a Tony por delante como un ejemplo...

—Espere, espere. Vuelva atrás. ¿Tony Bruno? ¿Éste no es por casualidad el mayor Bruno?

Abrió la boca totalmente sorprendida.

—Lo siento. Dios, es realmente difícil contar todo esto. No hago más que omitir cosas asumiendo que de algún modo todo el mundo las conoce. Sabiduría popular, digamos.

—Está bien, así podemos enterarnos. ¿Tony Bruno estaba en el programa de Reservistas de su padre?

Asintió.

—Su mejor alumno. Excelente material para oficial y todo lo demás. Lo veneraba a papá incondicionalmente, lo que era otro punto a favor. Era cinco años mayor que Rollo y creo que era todo lo que papá quería que su hijo fuera. Siempre estaba de visita en casa.

—¿Y a Rollo no le gustaba?

—Lo odiaba. Yo también en verdad. Era un asno pomposo —dijo— y el modo en que le chupaba las medias a papá era vergonzoso. —Se quitó una hilacha del pantalón—. Creo que siempre tuve razón en cuanto a él.

El asunto se estaba volviendo bastante incestuoso.

—¿Cómo se comportaba, el mayor Bruno con Rollo?

—Oh, se ocupaba mucho de comportarse como el hermano mayor cuando papá estaba presente, le palmeaba la espalda a Rollo y le decía todas esas estupideces que él sabía que papá adoraba oír. No creo que hubiera habido ningún afecto entre los dos sin embargo.

—¿Cómo es que Rollo vino a terminar en el Ejército?

—No estoy realmente segura. Yo estaba estudiando en Benning cuando ocurrió, así que no sé exactamente qué ocurrió. Rollo empezó en la universidad de Los Ángeles pero abandonó después de un semestre, y por las cartas que me mandaba Ivonne parecía ser que pasaba todo su tiempo en la playa. Por supuesto, era la época del gran auge de la guerra del Vietnam, cuando estaban enrolando a todos los que tuvieran dos piernas. Recuerdo haberle escrito a Rollo y preguntado qué pensaba hacer sobre el particular. —Bajó la vista al piso—. Nunca me contestó la carta. La próxima noticia que tuve fue que estaba enrolado. Y por supuesto papá movió unos cuantos resortes y lo ubicó con Tony. La teoría era que Tony lo cuidaría a Rollo. Jo, jo, jo, jo, —concluyó con risa hueca.

—¿Sabe cuáles eran las ideas de Rollo sobre la guerra?

—Le dije que no era estúpido —contestó y le subió el color a la cara—. Estuve en casa para Navidad del... —Se interrumpió e hizo cierta matemática mental—. 1968 debe haber sido, y tuvimos una de nuestras pocas conversaciones sinceras.

—¿Sobre la guerra?

—Sobre todo. La guerra fue simplemente uno de los temas. Rollo ya estaba en el Ejército, con asiento en Conway... cerca de Redondo Beach.

Asentí.

—Lo tomaba como si fuera un chiste, hablaba sobre lo que llamaba el obvio absurdo de intentar una victoria militar en una situación en que esto era totalmente imposible. Señaló que si se ganaba se perdía, porque en el mismo momento en que los Veitcong se rindieran (aun imaginando que se los pudiera hacer arrodillar después de que los franceses habían fracasado) ¿qué pasaría entonces? Los Estados Unidos se retirarían y los Vietcong invadirían las mesetas centrales otra vez.

—¿Cómo reconciliaba Rollo sus ideas con el hecho de estar en el Ejército? ¿Consideraba la posición de su país correcta o equivocada?

—Le estoy diciendo que para él todo era un chiste. No parecía importarle. Cuando le pregunté por qué se había enrolado, me dijo que había oído que la yerba era más verde en Saigón. Yerba ¿me entiende?

—Entiendo.

—Pienso que sintió que ya no tenía más opciones y estaba demasiado cansado para seguir resistiéndosele a él. Para Rollo éste fue un escape sin verdadero significado.

—Ese "él" del que habla supongo que era su padre.

—Así es.

—¿Tuvo noticias de Rollo mientras estuvo en servicio?.

—Un par de cartas. Estaba en Pleiku. Hizo varios dibujos de los chicos vietnamitas y me los envió. —Estaba empezando a sollozar.

—¿En sus cartas comentaba a favor o en contra de la guerra?

—En verdad no. Claro que no hubiera sido muy cauto. Recuerdo que una de sus cartas decia: "Estamos aquí, porque estamos aquí, porque estamos aquí." Otra vez dijo que en verdad pensaba que estaba poniendo sus ideas en orden.

—¿Alguna mención de Tony Bruno?

—Lo llamó "ese payaso" un par de veces pero nunca aclaró mucho. —Sacó un pañuelo limpio y se secó los ojos.

—Tómelo con calma.

—Trato de hacerlo —contestó secamente. Sentí que se me estaba yendo el tiempo. En pocos minutos iba a ser presa de la emoción y tendríamos que continuar esto después de uno o dos días.

—¿Cuándo lo capturaron?

—El 17 de agosto de 1969. Les tendieron una emboscada cuando patrullaban. Los mataron a todos salvo a Tony y Rollo.

Escribí la fecha en mi libreta.

—¿Mencionó que hubiera hecho algún amigo, ya fuera en el campo de concentración o en Pleiku?

—Había un par de tipos con los que aparentemente se llevaba bien. Un doctor de nombre Fairland o Fairfield... eso es, Jake Fairfield, un doctor de la marina que conoció en el Pantano. Luego había otro sargento del que habló en una de las cartas. Lewis Browne.

—¿Con ew o con ou?

—Tendría que ver la carta... ew, creo. Eran compañeros de litera. Browne era negro y tenía que aguantar bastantes insultos por esto, decía Rollo.

Se parecía al Ejército que yo recordaba.

—¿Tiene las cartas? ¿Puedo verlas?

—Están en casa. ¿Debe verlas?

—Podrían darme alguna pauta. La información es bastante escasa y lo que usted me pide es bastante complicado.

—Lo sé. —Guardó el pañuelo—. Pero no puede haber sido un enloquecido activista si lo nombraron sargento ¿verdad?

—Quizás no, pero eso no soluciona nuestro problema. Las acusaciones del mayor Bruno se refieren a su conducta cuando era prisionero de guerra. El campo de concentración puede cambiar mucho a una persona —agregué, al recordar algunas historias de horror que yo conocía.

—No tanto. —Comprimió la boca en una línea recta.

—Bueno, ya veremos. Ahora permítame hacerle un par de preguntas más, y le pondremos fin a esto. Cuénteme sobre la novia de Rollo. ¿Estaba enterada del noviazgo?

—En cierto modo sí y en cierto modo no. Se llama Margot Koontz —me lo deletreó— y es técnica dental en Woodland Huís. Es miembro del grupo de ayuda a los prisioneros de guerra, sabe. Y cuando Rollo llegó a Clarke, ella tenía una carta y un paquete esperándole. Tenía el nombre de Rollo en el brazalete que usaba. Como fuera. Rollo le escribió para agradecerle y cuando volvió a casa empezaron a salir. El resto es historia.

Su énfasis irónico estaba empezando a ponerme los pelos de punta, pero en verdad no podía culparla. No tenía otro modo de desahogarse.

—¿Cómo lo tomó?

—Más o menos como es de imaginar. No está nada encantada.

Era hora de ponerle fin a la conversación.

—Usted lo vio a Rollo cuando volvió a los Estados Unidos. ¿Cómo estaba?

—¿Físicamente quiere decir? Con siete kilos menos de lo que lo había visto jamás.

—¿Mentalmente?

—De una pieza. Finalmente se había encontrado. Esas fueron sus propias palabras, en realidad, Y le creí. —Su opinión era un desafío.

—Una pregunta más y terminamos. ¿Dejó una nota antes de suicidarse?

Se puso blanca como si la hubiera golpeado. Abrió y cerró la boca pero no le salió ninguna palabra.

—Lo siento, pero ¿lo hizo? El noticiero que escuché no mencionó nada de eso.

—No... no que yo sepa —se ahogaba.

—Está bien. —Me puse de pie y di vuelta al escritorio—. Me ha dado bastante con qué empezar. ¿Está programado el funeral?

—Para mañana. —Había recobrado la calma; se puso de pie y me siguió a la puerta—. ¿Le gustaría asistir? La ceremonia será a las once en la iglesia episcopal de Brentwood. Lo enterrarán en el cementerio de Brentwood... con todos los honores militares por supuesto. El Ejército nunca olvida de cerrar las puertas de sus establos.

—Cálmese. Puede ser que vaya. Y ni qué decir que me mantendré en comunicación con usted.

—A cien dólares por día eso es lo menos que puede hacer. —Se arrepintió de haberlo dicho tan pronto como terminó, y me dirigió una sonrisita para quitarle el aguijón. Decidí dejarla ganar. Se apoyó contra el marco de la puerta e hizo un cheque por quinientos dólares para asegurarse de que no la olvidaría. En realidad no lo habíamos discutido, pero parecía que me iba a ocupar de la investigación.