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PASÉ el resto de la tarde completando la información del caso. Lo llamé a Pete Ericson, un detective que yo conocía en Saint Louis y a quien yo le había hecho un par de favores, y le pedi que se pusiera en comunicación con la gente del Archivo del Ejército y averiguara si un sargento Lewis Browne, que había servido en Pleiku o sus alrededores en la primera mitad del año 1969, aún estaba vivito y coleando, y si era así, dónde. También quería que tratara de localizar a un doctor de la marina llamado Fairfield, de nombre Jake o probablemente Jacob, que había estado en un campo de concentración de Vietnam del Norte bautizado "el Pantano", en la segunda parte del 69. Pete dijo que lo averiguaría y me llamaría.

Luego fui al centro de la ciudad para echarle una mirada a algunos ejemplares atrasados del "Times" de Los Ángeles y al informe del forense, sólo por hacer algo. De acuerdo a la declaración de la madrastra del sargento Rollins a éste lo había deprimido enterarse de las acusaciones del mayor Bruno. Rollins había conversado con ella en el estudio de la casa de Brentwood poco antes de la cena. Mrs. Rollins lo había dejado solo en el cuarto y había ido a hablar con la cocinera, cuando las dos mujeres oyeron un único tiro. Al volver al estudio lo encontraron a Rollins boca abajo e inmóvil al lado del escritorio que había pertenecido al mayor Rollins. En la mano tenía un revólver calibre 45 que le había pertenecido al general y que Mrs. Rollins tenia siempre cargado en el cajón del escritorio por temor a los asaltantes. Se había disparado un tiro en la sien derecha a quemarropa. La muerte había sido instantánea. Y sucia. De acuerdo al informe había sangre y sesos desparramados por todo el cuarto y parte había aterrizado en la culata de marfil del revólver. (Parece que el general había sido un admirador del general Patton.) El suicida no había dejado ninguna carta.

La declaración de Mrs. Rollins estaba confirmada por la cocinera, cuyo nombre me llamó la atención por un momento: Clarisse Marengo, la que daba como lugar de nacimiento la Martinica. Se describía a ambas mujeres como "muy turbadas" y como incoherente a la prometida de Rollins, a quien también habían entrevistado con el propósito de determinar el estado mental de Rollins (aunque ella lo había visto por última vez a las cuatro de la tarde).

Las únicas huellas digitales que había sobre el arma eran las del muerto, y habían quedado marcadas muy vivamente con ayuda de su propia sangre. Aparentemente, en los espasmos de la muerte, había apretado convulsivamente la culata del arma.

Cuando llegué a casa me serví un trago, me preparé una cena como la gente y me comuniqué con mi servicio telefónico. Pete Ericson no había llamado. Yo había hablado con él a eso de las cuatro, lo que quería decir que eran las seis en Saint Louis. El Archivo Central estaba cerrado o sea que yo debería esperar hasta media mañana para tener algún resultado.

Lo que me dejaba bastante tiempo libre para asistir al funeral de Harold Rollins.

En este mundo hay gente que disfruta un buen funeral. Son la misma clase de observadores profesionales que en los tribunales ocupan los asientos de libre acceso al público y que construyen su estilo de vida de las tragedias de los demás. De un modo menos disimulado se los encuentra gritando indicaciones desde las gradas y el lunes a la mañana corrigiendo las tácticas de un partido de fútbol. Como hinchas no me molestan tanto; al menos están comprometidos con sus opiniones, por tontas que sean. Como llorones profesionales y silenciosos celebrantes de desgracias, me horrorizan. El interés que tienen en el destino de gente por la que no sienten ninguna preocupado o compasión legítima, me parece realmente morboso.

Todo lo que no es más que una introducción fantasiosa para decir que a las once de la mañana siguiente la Iglesia Episcopal de Brentwood estaba llena. El suicidio del sargento Rollins era algo que les daba placer a todos. Tenía todos los elementos clásicos de la fascinación morbosa: la muerte misma, con los sesos del hombre volando al otro mundo; la historia detrás de la muerte, con sus implicaciones macabras y deshonrosas; la presencia de la prensa, esas Euménides imparciales con sus cámaras de televisión en colores; sí, una verdadera fiesta popular. Y los militares ayudaron lanzando el escape del sargento Rollins de este mundo con todo el ritual y la precisión de un despegue de la NASA. Por supuesto que todos ellos lo negarían si uno se los reprochara. El ritual era una forma de canalizar el dolor y de honrar la desaparición de un hombre honorable. Todos los que llenaban la Iglesia Episcopal de Brentwood esa mañana, no tenían nada mejor que hacer que escuchar las ambigüedades que decía el pastor sobre el tema de Harold Rollins y el significado de su vida.

Después los coches se alejaron lentamente hacia el cementerio y yo me subí a mi viejo Ford y los seguí, ansioso de echarles un vistazo a los familiares cercanos. Hasta ahora todo lo que había podido ver de Bunny Rollins y de su madrastra eran dos distantes figuras vestidas de negro. La mujer mayor tenía puesto un velo impenetrable. La payasada continuó en el cementerio: la guardia de honor disparaba salvas y el ataúd se deslizó por debajo de una bandera de los Estados Unidos, que luego doblaron en la manera pres-cripta y entregaron a Mrs. Rollins como souvenir. El grupo empezó a desintegrarse cuando un teniente le ofreció el brazo a Mrs. Rollins y la condujo de vuelta al Cadillac; luego el resto de la gente, incluyendo los camarógrafos de la televisión, rompió filas. Yo estaba tan ocupado buscándola a Bunny que no me di cuenta que se me había acercado por detrás. El negro le quedaba indecentemente bien.

—¿Se está divirtiendo?

—Más o menos. No vi a nadie que pudiera ser Margaret Koontz.

—Es porque no está aquí. Estaba demasiado conmovida. No la culpo. Y no creo que Ivonne la alentara mucho a venir tampoco.

—Oh ¿no?

Sonrió sin ganas.

—Los técnicos dentales no son lo suficientemente distinguidos para gente de su clase.

—Entiendo. Dígame ¿encontró las cartas de su hermano?

—Se las tendré listas esta noche —prometió—. Se supone que debe pasar por casa de todos modos.

—¿Oh?

—Ivonne quiere hablar con usted.

—¿Usted le dijo que me había contratado?

—¿Por qué no? Es perfectamente legal ¿no? Alguien debe hacer algo. —Se estaba indignando y olvidaba el auto que esperaba para reintegrarla al ceremonial.

—Es perfectamente legal.

—¿Qué pasa? No me diga que ella lo puede sobornar.

—No, no puede hacerlo, pero yo puedo abandonar el caso. Y lo haré además, si no deja de tratarme como a uno de los músicos de su corte. ¿A qué hora debo pasar por su casa? —seguí, antes .de que tuviera tiempo de hacer una escena.

—A eso de las ocho.

—La veré entonces —dije, y me dirigí a mi auto.

Cuando me di vuelta, ella estaba aún ahí, mirando tristemente el suelo, con una mano enguantada apoyada sobre la parte superior de una gruesa lápida de alabastro. Mientras la miraba, otro hombre uniformado vino a buscarla, y ella se fue despaciosamente.

De vuelta en la oficina encontré un mensaje de Pete Ericson y volví a llamarlo. Me dijo que lo encontraría a Lewis Browne en Roxbury, Mas-sachussets, un suburbio de Boston, en el 1365 de la avenida Pringle. Browne había sido herido en acción y recibía los beneficios especiales conferidos a los veteranos. Al doctor Jacob Fairfield se lo podía encontrar en el 315 de la calle Setenta y ocho en Nueva York, y en ese momento actuaba como cirujano en el Hospital Mount Sinai.

—Mira, Pete, hazme otro favor ¿quieres?

—Lo que digas, amigo. Me lo cobraré en trabajo cuando necesite algo en Los Ángeles.

—Trato hecho. Quiero que hagas una lista con nombre y dirección de todo el personal militar que estuvo en un campo de concentración llamado "el Pantano".

—Por Dios, Mark...

—Sé que es mucho. Mira, lo reduciré. Hagámoslo desde el 20 de agosto de 1969. ¿Es mejor?

—Bueno, algo —protestó—. ¿El Pantano?

—Eso es. Y, Pete, tómalo con calma. Ni siquiera sé si lo llegaré a usar:

—Está bien, Mark. Es tu trabajo.

Le di las gracias, colgué y miré el reloj pulsera. No eran las tres y media aún, y decidí ver si podía hablar con Margaret Koontz. Había copiado el domicilio de Woodland Hills del informe del forense y me dirigí al valle. Si no le había sido posible asistir al funeral, era probable que no hubiera ido a trabajar tampoco, así que abandoné la idea de intentar primero la oficina y me dirigí a su casa. Resultó ser uno de esos inmensos complejos edilicios para solteros, construidos como monobloques alrededor de una serie de piscinas y otras facilidades recreativas diseñadas para la gente que quiere divertirse sin que la molesten niños, cónyuges o animales domésticos.

Me perdí varias veces tratando de localizar la unidad que buscaba, al fin la encontré, y tomé el ascensor hasta el primer piso. Luego tuve que atravesar un interminable corredor tenebroso hasta llegar a la puerta correcta. Supe que era la que buscaba porque alguien había pegado una de esas cintas para dejar mensajes, debajo del mirador. Simplemente decía Koontz. Apreté el timbre y esperé unos minutos. Me pareció oír voces en el interior y luego pasos.

—¿Quién es?

—Mi nombre es Brill —le dije a alguien a quien no podía ver—. Me mandó Bunny Rollins. —No era realmente verdad, pero en cierto modo lo era.

—¿Es de la prensa? —urgió la voz.

—No.

Hubo otro momento de duda y otro intercambio de murmullos antes de que una mujer baja, de unos treinta años, abriera la puerta. Tenía el cabello cortado al estilo paje y usaba feos anteojos de lentes gruesos.

—Vine a hablar con Margaret Koontz —dije—. ¿Usted es...?

—La hermana —contestó, indicándome que entrara—. Espere un minuto y la llamaré. —Me señaló el mobiliario barato que estaba desparramado sin ton ni son y desapareció. Me acomodé en un sillón que era mucho más cómodo de lo que parecía a simple vista. El departamento estaba inmaculadamente limpio, y había un gran ventanal, frente a una mesa de comedor extensible, desde la cual se veía la piscina. Me había equivocado sobre la falta de chicos. Había varios, salpicando agua por doquier y haciendo ruido (aunque la ventana lo amortiguaba) mientras sus madres y cuidadoras trataban de absorber un poco de ese desganado sol de junio.

—¿Mr. Brill? —Me volví y vi una versión más joven y atractiva de la hermana. Margaret Koontz era un poco más alta, un poco más delgada, y un poco más rubia. Y no usaba anteojos. En ese momento no tenía maquillaje y sus ojos estaban cansados, hinchados y rojos. Me puse de pie y le expliqué quién era.

—No entiendo. —Me señaló el sillón con un gesto y se sentó en el sofá cama frente a mí—. ¿La policía ya no investigó todo? Por cierto que me hicieron bastantes preguntas. —Sus manos se movían inquietamente sobre la falda mientras hablaba.

—No estoy investigando el suicidio. La hermana del sargento Rollins me contrató para descubrir lo que pudiera acerca de la veracidad o falsía de las acusaciones del mayor Bruno.

—Son falsas —respondió prestamente, pero sin energía.

—¿Tiene alguna prueba?

—¿Cómo podría tenerla? Yo no estuve ahí con él ¿no? —Se mesó distraídamente los cabellos con una de las inquietas manos—. Es sólo que no es cierto, eso es todo. Me lo hubiera dicho. Me contó sobre las torturas y lo demás.

—¿Lo torturaron en el Pantano?

—Si le parece. Tenía toda la espalda cubierta de... —Se interrumpió tímidamente.

—Por favor, continúe.

—Yo... —Buscó lo que quería decir—. Prefiero no hacerlo.

—Le agradecería lo hiciera. Sé que a usted debe serle muy penoso y quizás también embarazoso que yo esté aquí haciéndole preguntas, pero sería muy importante para todos nosotros si pudiéramos descubrir la verdad.

—Sé la verdad —repitió obstinadamente—. Y nada de lo que diga o deje de decir alguien en el Pentágono me va a hacer cambiar de idea.

Mientras ella hablaba recorrí el cuarto con la vista y vi por casualidad un juego de valijas que estaban al lado de la puerta de entrada. Las había visto antes pero por alguna razón no me había dado cuenta. Había pensado que le pertenecían a la hermana mayor de Margot Koontz, que había venido a quedarse con ella. Ahora me di cuenta de todo. Apoyado en un rincón había un talego color oliva marcado con letras negras y una chaqueta verde de combate sobre un bolso del Ejército. Harold Rollins había estado viviendo aquí durante cierto tiempo, y recientemente; y ahora sus valijas estaban listas pero sin dónde ir, porque su dueño había pasado la barrera de la aduana donde no se acepta equipaje.

Margot Koontz me vio mirando las valijas y se detuvo en la mitad de la frase. Me volví y la miré.

—Miss Koontz, vine dispuesto a creerle. Quiero creerle. Mi cliente quiere creer en usted. ¿La conoce?

Asintió con la cabeza.

—Sí, es una persona decente.

—Así lo creo yo también. Ahora no le pido que me invente un cuento, pero si se le ocurre algo, cualquier cosa que pudiera ser de ayuda, desearía que me lo contara, o que me diera permiso para seguir haciéndole las preguntas que se me ocurran.

—Eso no lo hará volver —dijo sin inflexión. —Puede devolverle el honor. La hermana emergió del dormitorio vistiendo una robe de baño y zuecos y con una toalla sobre los hombros.

—¿Va todo bien? —preguntó, sin dirigirle la pregunta a ninguno de los dos en realidad.

—Estoy bien, Jan. Jan ¿lo conoces a Mr. Brill? —me puse de pie.

—Encantado de conocerla.

—Sí, nos vimos —repuso Jan indiferentemente—. Si rio hay inconveniente bajo a la piscina. —Claro que sí. Ve.

—¿Quieres una coca cola de la máquina? —Bueno. —Se volvió hacia mí—. ¿Quizás usted también, Mr. Brill?

—¿Puedo pedirle que me haga una taza de café instantáneo? —Quería darle algo que hacer con las manos.

—Claro que sí. Lo siento. Creo que... —No se disculpe, está bien. —Bueno, me voy —nos interrumpió la hermana mayor.

—Que te diviertas. —Nos quedamos quietos y la observamos mientras se iba—. Vamos a la cocina ¿eh? —sugirió Margot cuando se cerró la puerta.

—De acuerdo.

—No le haga caso a Jan —dijo, mientras la seguía a la cocina—. Es muy tímida pero sus intenciones son buenas. Es sólo que todo esto la ha confundido y no sabe cómo reaccionar a lo que pasó... el hecho de que Rollo viviera aquí y todo lo demás. No somos muy unidas. Todo esto ha sido un golpe terrible para ella.

—Usted parece estar aguantando muy bien la tensión.

—Sí, seguro. Si usted estuviera tomando todos los calmantes que estoy tomando yo, sus nervios estarían todos muertos también.

—Entiendo.

—Una de las ventajas de ser técnica dental. Dios sabe que nunca me abusé, hasta ahora. Es cómico. No me ha quitado los sentimientos para nada, pero absorbe la energía que uno tiene para expresarlos, al menos así es como me siento. Quiero decir, durante dos días enteros estuve histérica; ¿desde el miércoles a la noche? —Me miró y terminó la frase con entonación interrogativa. Asentí.

—Y ahora simplemente no puedo juntar la energía para estar histérica. Es extraño. —Abrió armarios y empezó a sacar tazas y platos mecánicamente y a calentar el agua—. ¿Está seguro de que no le importa que sea instantáneo? Puedo hacerle café verdadero.

—El instantáneo me gusta. No me voy a quedar tanto tiempo:

Casi se encogió de hombros y continuó sus preparativos.

—¿Cuánto tiempo estuvo viviendo aquí Rollo?

—Casi dos meses.

—¿Hablaba en sueños?

Se dio vuelta bruscamente como si la hubiera puesto en marcha con una cuerda invisible, y golpeó una taza de café que se estrelló en el suelo.

—¿Quién se lo dijo? ¿Dónde se enteró de eso?

—Cálmese. —Me incliné para recoger los fragmentos de la taza.

—Quiero saber dónde se enteró de eso —insistió; su voz tomó un tono agudo.

—No me enteré, simplemente le pregunté —la tranquilicé—. Muchos veteranos tienen pesadillas, especialmente los que han sufrido la tensión del combate o han estado en campos de concentración.

—Oh, —Pareció dudar y no estar dispuesta a aceptar mi respuesta. Pensaba que sólo Rollo tenía pesadillas.

Al abrir la puerta del armario debajo de la pileta, encontré el cesto de desperdicios y puse los pedazos de la taza de café; se había roto demasiado para poder pegarla. —Lamento que se rompiera la taza. —¿Qué? Oh, no se preocupe. Es bueno saber que esos tranquilizantes no son tan efectivos. —Se dio vuelta y sacó otra taza, cuidadosamente la llenó de agua caliente y le agregó el café—. ¿Quiere crema?

—No, lo tomo solo.

La seguí hasta el comedor de diario, llevando las tazas, y me senté frente a ella. El sol empezaba a entrar por la ventana en medio de los dos como si estuviera abriéndose camino a través de la niebla, y éste, por casualidad, viniera en nuestra dirección.

—Rollo tenía pesadillas —la apuré, y ella asintió sin hacer comentarios—¿Todas las noches?

—No tan seguido. No las realmente malas Ocurrían una o dos veces por semana.

—¿Cómo eran?

Puso la taza de café sobre la mesa y miró fijamente por la ventana, absorta en los chicos que corrían allá abajo. Me pregunté si los asociaría con fallidas esperanzas propias.

—Solía despertarse dando alaridos —dijo, sin apartar los ojos de la ventana—. Quiero decir alaridos literalmente... y bañado en sudor. —¿Gritando palabras o simplemente gritando?

—Primero palabras, y luego alaridos, hasta que se despertaba. Empezaba muy suavemente, murmurando algo. A veces estaba despierta en ese momento y otras veces no me despertaba hasta más tarde. A poco el murmullo se hacía más claro ¿entiende? —Seguía sin poder mirarme—. Parecía que estuviese diciendo "Basta, basta" y a veces gritaba: "No maten más, no maten más" repetido muchas veces y cada vez más alto, hasta que se despertaba aullando "No maten más" a voz en cuello. Los vecinos se quejaron —agregó.

—¿No maten más? Usted pensaba que hablaba de la guerra en general?

—No sé de qué hablaba. Traté de mencionárselo una o dos veces después de que hubiera ocurrido, pero siempre se negó a discutirlo.

—¿Qué pasó cuando se enteró de las acusaciones del mayor Bruno? ¿Cómo se comportó? ¿Pareció asustado o molesto?

—Nos enteramos en el noticiero de las seis, el martes.

Sacó un cigarrillo de una caja sobre la mesa y se lo encendí.

—Era raro, como intenté decirle a la policía, no parecía estar nada asustado. Yo sí —recordó.

—¿Qué impresión le dio?

—Excitado, muy excitado. —Buscó las palabras mirando el cielo raso—. Regocijado.

—¿Parecía regocijado?

—Contento sobre manera. Dijo algo así como, "Si es así como quieren el juego, no tengo inconvenientes."

—¿Dijo eso y usted se lo contó a la policía?

—Bueno, no. En verdad no les conté esa parte. Entienda, yo estaba histérica en ese momento, como le dije, y no .lograba ser coherente. Oh, y esa noche... el martes... tuvo ese sueño otra vez, ése sobre que no mataran más.

No quería tomar notas delante de ella pero la tentación era casi irresistible.

—Una última pregunta, Miss Koontz, y luego me iré.

—No hay apuro.

No parecía estar apurada.

—¿Rollo vivía aquí?

Asintió pesadamente, casi como si estuviera cabeceando de sueño, a pesar del café. Esos tranquilizantes planchan a cualquiera.

—¿Qué lo hizo ir a su casa el miércoles a la noche?

—¿Qué?

—¿Por qué estaba en la casa paterna cuando... eh... cuando ocurrió?

—No tengo ni idea. Quiero decir que no por qué lo hizo ahí. A menos que fuera para ahorrarme sufrimiento o algo así. La madre lo había llamado.

—¿Mrs. Rollins?

—Dijo que quería hablar con él sobre las acusaciones. Él no quería ir, me pareció, pero me dio la impresión de que ella insistió mucho para que fuera.

Me puse de pie.

—A usted ella no le gusta mucho ¿verdad?

Levantó los ojos hacia mí lentamente, ojos grandes de cansada inocencia.

—¿Yo? ¿Qué tiene que ver ella conmigo?

Tenía razón. No tenía nada que ver con ella. Ya no.