6
LOGAN había cambiado desde la última vez que yo estuve allí. Durante cierto tiempo había quedado en notable desventaja si se lo comparaba con los aeropuertos de las otras ciudades grandes, hubo una época en que no había sido más que temporarios edificios tipo Quonset que se podían cruzar a pie de un extremo al otro. El tiempo y los contribuyentes de impuestos habían alcanzado a Logan y ahora era realmente impresionante... y caluroso. Este húmedo calor del este me había tomado totalmente de sorpresa. Bajar del avión entrar en el edificio de la terminal, a pesar del aire acondicionado, era como caminar en la jungla de Guam. Más tarde me enteré de que el acondicionador de aire no funcionaba.
Recogí la maleta en el despacho de equipaje y la llevé al baño de hombres, donde saqué la afeitadora y una camisa limpia. Cuando terminé de afeitarme, fui hasta la parada de taxis frente al edificio de la terminal y subí a uno que estaba libre. Fuera de la terminal el calor pegajoso era peor aún, y el taxi no tenía aire acondicionado.
El aire estaba saturado de la sal que traían las brisas marinas, pero eso era cuanto hacían.
—¿A dónde? —preguntó el conductor sin molestarse en darse vuelta. Tenía un marcado acento de Nueva Inglaterra.
—Un segundo, voy a ver. —Saqué mi libreta de direcciones y verifiqué el domicilio— Avenida Pringle 1365, en Roxbury...
—Espere un momento... —Se dio vuelta.
—Estoy esperando. Vamos.
—Amigo ¿se cree que voy a ir a Roxbury, a ese lugar? De ningún modo...
—Es Roxbury o una citación judicial, los dos conocemos la ley. Vamos ahora, es pleno día, por decirlo suavemente, y no tengo ganas de discutir.
—¿No podría tomar otro taxi? —se lamentó—. Mire no estoy tratando de tomarle el pelo, amigo. Las últimas dos veces que estuve en Pringle me golpearon, las dos veces.
—Estará a salvo conmigo.
—Por favor tenga piedad ¿eh? No tengo bien el corazón y mi mujer...
—Está bien, está bien. —Maldije en un arranque de impaciencia y me bajé del taxi con la maleta.
Hacía demasiado calor para quedarme sentado ahí discutiendo con él. Me metí en el taxi de atrás y repetí la dirección. El conductor, más joven y de pelo largo, se volvió y me estudió desde detrás de un par de anteojos de sol a la moda.
—¿Está seguro que sabe dónde va?
—Estoy seguro. Vamos.
—Está bien, amigo.
Bajó la bandera con un movimiento brusco y partimos.
Roxbury no está tan mal, y no es tan malo como lo fue una vez, pero hay un gran sector que no es muy agradable y visitarlo en los calurosos meses de verano podría ser clasificado como poco inteligente, especialmente para un europeo. Especialmente la avenida Pringle, que resultó ser una decadente calle con locales de prestamistas con vidrieras cruzadas por pesadas trabas de modo que en verdad parecían celdas, con abandonados salones de billar, mugrientas casas de comida y barberías que no parecían haber cortado mucho pelo recientemente.
No era mediodía aún; pero la calle estaba llena de gente sentada o de pie como estatuas sobre los escalones de las casas de inquilinato, en un esfuerzo por evitar el calor. No se podían distinguir los merodeadores de los residentes. Probablemente no hubiera mucha diferencia.
Una cantidad de arrugados carteles pegados sobre derruidas paredes de ladrillos anunciaban una película llamada Ludwig, el rey loco de Ba-viera, y prometían que "una vez más se abrirán sus ojos."
Sólo los chicos estaban activos, sentados arriba ,0 abajo de las llaves de las bocas de incendio y echando agua en derredor. El agua es un juguete fantástico. Había basura por todos lados. El conductor y yo éramos los únicos blancos.
En 1365 resultó ser una casa de inquilinato que no era ni mejor ni peor que los que estaban a ambos lados de la calle. En la escalinata de entrada había dos inmensas mujeres abanicándose en silencio, sentadas a la sombra del edificio. Si mi taxi les causó algún efecto, no dieron ninguna señal exterior.
—Usted no quiere que me quede a esperarlo ¿verdad? —preguntó el taxista.
—Usted ya es mayor de edad. —Partí un billete de veinte dólares por la mitad y le di una de las mitades. Murmuró algo apropiado entre dientes y les echó el seguro a las puertas delanteras y traseras después que yo hube bajado llevando mi maleta.
Empecé a subir las escaleras, pero tenía el camino bloqueado por las dos mujeres grandotas.
—¿Me permiten?
Me miraron con exagerada lentitud.
—Busco a Lewis Browne.
Continuaron mirando fijamente, pero detrás de la mirada se notaba una incertidumbre hostil.
—¿Está aquí?
Una de las mujeres estiró una mano y sacó una botella de cerveza de algún lado a su costado.
—En la parte de atrás. Planta baja.
—Gracias.
Empecé a abrirme paso, y por un momento pareció sorprendida e indecisa. Luego se encogió de hombros y se movió una fracción de milímetro.
Tras la puerta que estaba en la parte superior de la escalera había un vestíbulo pequeñísimo, con descascaradas paredes verdes e impregnado de olor a orín. Sobre una pared se veía un anticuado sistema de timbres que alguna vez había tenido una lista de los ocupantes del edificio. Aún se veía un par de tarjetas, pero estaban demasiado desteñidas para poder leerlas. Las demás habían desaparecido y el sistema de timbres no funcionaba. Ni era necesario tampoco: habían quitado la puerta interior.
Me volví y vi que el taxi aún estaba ahí, pero el conductor no parecía estar muy contento; en el otro lado de la calle se empezaba a formar un corrillo que miraba con terrible ociosidad. Confié en que el dinero fuera tan popular aquí como en la costa oeste y crucé el vestíbulo. El piso era de baldosas hexagonales blancas, como ésas que se ven en los baños de las viejas escuelas secundarias, y estaba cubierto de basura que rebasaba de los tachos de desperdicios sin tapas. Sobre la pared alguien había pintado un gran mural que representaba el Parque de Boston en una soleada tarde de verano. La pintura estaba descolorida y había sido estropeada con leyendas en aerosol que indicaban que Suzie hace trampas, y que Howard y Amy se pertenecen para siempre. El hedor era terrible.
En el extremo del vestíbulo, pasando la escalera que llevaba a los departamentos superiores, había una puerta. Del otro lado terminaba el vestíbulo y se pasaba a un pequeño patio lleno de yuyos y cubierto con más desperdicios. Todos los otros inquilinos de la cuadra tenían patios similares, separados alguna vez con cercos; ahora la mayoría de los cercos había desaparecido o estaban medio volteados, vencidos o podridos, de tal modo que un empujón fuerte hubiera bastado para derribarlos. Me pareció detectar un movimiento y me adelanté para ver si había chicos jugando. Eran sólo ratas que estaban almorzando temprano.
Golpeé en la puerta pero no contestó nadie. Golpeé una segunda vez y una tercera y por fin la puerta fue abierta lentamente por un niño de ocho años, que me miró con grandes ojos.
—Vine a verlo a Lewis Browne. —No contestó—. ¿Es tu papá? —Pestañeó—. ¿Está aquí?
—¿Quién es? —gritó una voz desde adentro.
—Un hombre —farfulló el chico dándose vuelta.
—¿Mr. Browne?
Se oyó un movimiento y me pareció oír que se caía algo. Un momento después cojeó hasta la puerta un inmenso hombre negro vestido con una remera y pantalones de fajina. Browne estaba vivo, tal como habían informado, pero no coleando. Se sostenía sobre un par de muletas de metal y la pierna izquierda del pantalón le colgaba vacía.
—¿Qué?
—Quiero hablar con usted. —Me miró de arriba a abajo.
—¿Tiene una orden de allanamiento? —Sacudí la cabeza.
—Bueno, no quiero hablar con usted, hombre así que...
—:Es sobre Rollo. —Parpadeó.
—¿Rollo?
—¿Harold Rollins? Sé que fueron compañeros de campamento. No soy policía. ¿Puedo entrar?
Me miró fijamente otro momento, luego con suavidad lo empujó al chico a un costado.
—Como quiera. —Y se alejó cojeando sin fijarse si yo lo seguía. Lo hice.
El departamento mostraba huellas de un esfuerzo por hacerlo habitable. Estaba repleto y en algunos lugares el tapizado se veía roto, pero prolijo, salvo por algunos lápices de colores y papel para pintar en el piso. Justo en el centro había un televisor nuevo en color, RCA, sintonizado en un teleteatro pero sin sonido. Sobre las paredes había murales. Un caballete cubierto con un pedazo de género pero sin ninguna tela estaba al lado de una pileta llena de platos sucios. Una cama de una plaza, sin hacer, con una manta del ejército tirada hacia un costado, revelaba un delgado colchón cubierto con un sucio cotí azul y blanco. Detrás de la cama una ventana de sucios vidrios rajados se abría sobre los deprimentes patios internos.
Browne cruzó el cuarto y se tiró en la cama sin ceremonia. El chico volvió a los lápices de colores y a los dibujos que estaban en el piso, pero me miraba con ansiedad de vez en cuando. Me senté en una reposera de esas que vende "Sears" para el jardín, a la que le faltaba bastante tejido. La atmósfera era irrespirable.
Browne se recostó en la cama, distraídamente se cubrió los brazos con la manta, y se apoyó contra la pared, observando las lindas y silenciosas imágenes del televisor. Le caía la transpiración pero no levantó los brazos para secársela. Me aflojé la corbata.
—A mí no me importa en absoluto —dije para romper el hielo, y le señalé los brazos cubiertos de marcas y agujas hipodérmicas. Se volvió con lentitud y me miró fijamente, tratando de volver a ponerme en foco.
—¿Qué quiere, hombre? —Hablaba con una afectada cadencia.
—Hablar, tal como le dije. Sobre Rollo.
—No lo he visto. —Volvió a dirigir su atención al televisor.
—¿Desde que salió de la prisión? í No se molestó en contestar. El chico estaba abolía acostado boca abajo haciendo sus dibujos. De vez en cuando miraba el televisor para inspirarse, luego fruncía el entrecejo concentrándose y se inclinaba sobre su tarea.
Lo observé a Browne, que contemplaba el anuncio de un desodorante sin ironía. No serviría de nada apurarlo. Aquí había un protocolo que él había establecido y a su dignidad no le gustaría que lo apremiaran. Finalmente decidí que habíamos tenido bastante comunicación sin palabras.
—Rollo murió. ¿Lo sabía?
Por un momento no se movió. Luego, lentamente, se volvió otra vez.
—Está muerto, verdad. —No era realmente una pregunta, pero en cierto modo lo era.
—Se pegó un tiro el miércoles a la noche. —Le dirigí una mirada al chico. No parecía haber oído.
—No me diga. Lo felicito. —Pareció que iba volver su atención al televisor otra vez, luego cambió de idea—. ¿Usted es amigo de él? Sacudí la cabeza.
—No, pero usted sí. Y yo conozco a la hermana, ella me mandó a hablar con usted.
—¿Para qué? ¿Me dejó algo en su testamento?
—Podría ser; no sé. Ella quiere saber por qué mató Rollo.
—Maldición, cómo diablos voy a saber yo por qué lo hizo el idiota. Quizás se mojó los pantalones.
—Muy bien, ya nos divertimos...
—¿Quién diablos se cree que es usted? —explotó Browne saltando sobre su pie y y rotando enloquecidamente sobre la única muleta que estaba a su alcance. Con un movimiento hábil levantó la otra y apegó el televisor con la punta de goma. El muchacho levantó la vista hacia su padre con los hombros encogidos, esperando los golpes.
—¿Quién diablos? —repitió Browne—. Me tira la puerta abajo, se mete aquí y empieza a hacer preguntas sin importancia sobre un idiota a quien apenas vi, y cuando no contesto tal como usted quiere sacar a relucir su autoridad como el maldito blanco que es. Bueno, escuche bien, blanco. El hogar de cada hombre es su palacio. ¿Oyó? ¡Su palacio! Y si empieza a fastidiar en este palacio le pegaré tal patada en su trasero blanco que irá a parar al otro mundo. No tiene orden de allanamiento. Y conozco mis derechos.
—No busco nada salvo la verdad sobre Rollo —repliqué—. Y lo siento mucho si dije algo que no debía.
—Así es mejor. —Browne se desplomó sobre la cama otra vez—. No aguanto estupideces en este palacio.
—¿Eran compañeros de parranda?
—No, sólo del mismo escuadrón.
—Y eran amigos. —Se encogió de hombros sin interés—. Rollo le habló a la hermana de usted en sus cartas. Le dijo que era el único tipo decente allí.
—¿Dijo eso? —Los ojos demostraron un brillo de interés por primera vez—. ¿Qué le parece? —Pero no estaba muy impresionado.
—Dijo que usted tenía verdadero talento como artista. Ahora me doy cuenta qué quiso decir. —Hice un gesto hacia los murales.
—No me embrome.
—Es lo que dijo —insistí, sin exagerar—. ¿Cómo es que está viviendo de este modo? Usted recibe pensión de veterano ¿no? ¿No le dieron una prótesis? —Por un momento pensé que se iba a enojar otra vez, pero cambió de idea.
—No recibo beneficios, hombre.
—¿Por qué?
—Porque la Municipalidad dictaminó que el edificio debe ser demolido, hombre, es por eso. Uno tiene que dar su domicilio cuando va a firmar, y este domicilio no existe.
—¿No se puede mudar?
—No hay modo. Me hice adicto en Nam. Tengo que alimentar el hábito. —Levantó los brazos sin fuerza.
—¿Y la pierna?
—¡Oh! me dieron una. —Señaló una caja debajo de la cama—. Sólo que no me gusta usarla, especialmente cuando hace calor. No calza muy bien. Y además, no tengo ningún lugar donde ir.
—¿Qué clase de persona era Rollo?
—¿Cómo es que la hermana no sabe eso? ¿Por qué no le pregunta a ella?
—Le pregunto a usted. Tengo entendido que les gustaba dibujar juntos.
Hizo un gesto como de asentimiento.
—¿Qué más?
—No me acuerdo.
—¿Tuvieron algún franco juntos?
Eso le encendió la memoria.
—Eh, sí, fuimos de franco juntos. Era el único que querría ir conmigo. —Se rió—. Cómo nos divertimos.
—¿Dónde fue?
—Bangkok, hombre. Bangkok. ¡Jui! —Se animó—¡Qué ciudad! Tuvimos mujeres hasta quedanos ciegos, y ¿tragos? Bebimos hasta no poder tenernos de pie... cuando aún podía ponerme de pie. —Se miró compasivamente la pierna vacía del pantalón, de vuelta del recuerdo.
—¿Cuándo lo hirieron?
—Julio del 69. Mortero. —Hizo un gesto amplio con la mano y lo acompañó con un silbido agudo—. Un minuto estaba ahí, el próximo había desaparecido.
—¿Conoció al capitán Bruno?
—Por supuesto que sí. Teniente —me corrigió.
—¿Le gustaba?
Escupió.
—¿Y a Rollo?
Se encogió de hombros.
—Eran primos o algo así.
—Bruno conocía al padre de Rollo. ¿Se llevaban bien?
—Para nada. —Se rió otra vez—. Ese teniente Bruno era un verdadero soldado de juguete; ¿entiende lo que quiero decir?
Asentí.
—Siempre impecable. ¡Cristo! Impecable en el medio de la mugre. Hasta los demás oficiales pensaban que estaba chiflado. —Hubo un silencio—. ¿Se pegó un tiro?
—Así es.
Browne se quedó pensando durante largo rato.
—Oh, Dios mío, —Empezó a llorar, grandes lagrimones le corrían por la cara junto con la transpiración.
—Lo siento.
—Usted lo siente —se burló, aún llorando—. ¡Oh mi Dios!
—¿Conoce alguna razón que lo haya impulsado a hacerlo? ¿Se enteró de las acusaciones que hizo el mayor Bruno por televisión?
Se secó los ojos con el dorso de una mano enorme.
—¿Lo dieron en el noticiero?
—Sí. Bruno lo acusó a Rollo de colaborar con los norvietnamitas. También anunciaron la muerte de Rollo.
—Bueno, no lo vi. ¿Qué quiere usted?
—¿Qué me dice de las acusaciones? ¿Cree que sean ciertas?
—No.
—¿Por qué no?
—Por que no. Lo conocí a Bruno y lo conocí a Rollo, eso es todo. Más probable que Bruno anduviera con los Vietcong y quisiera cubrirse. —Me dirigió una sonrisa picara.
—¿Era homosexual?
—Usted sabe lo que quiero decir. Rollo, a él no le importaba un bledo la guerra, no más que a mí. No teníamos nada contra los comunistas ¿sabe? Ni siquiera sabíamos por qué estábamos ahí. —Se inclinó—. Pero cuando empiezan a matar a los compañeros de uno y cosas así, uno se pone furioso. Rollo no se iba a meter con ellos. —Parecía seguro de lo que decía. Y Rollo había expresado sentimientos casi idénticos.
—La tortura puede hacerlo hablar a. un hombre —sugerí.
—Usted me lo dice a mí, hombre. Mire dónde me llevó a mí. Mire, quizás me equivoque. Yo no estuve allí. Pero no lo creo. Rollo no parecía duro, pero lo era. Yo —reflexionó— yo parecía duro. Pero no lo era. Se pegó un tiro —repitió. Luego levantó la vista—. ¿Con qué?
—Una cuarenta y cinco.
Browne sonrió ampliamente.
—¿Una cuarenta y cinco? Bueno, bueno, bueno. —Se rió otra vez.
—¿Cuál es el chiste?
—Finalmente aprendió a usar una pistola. No tenía ninguna habilidad para esto. Es zurdo ¿sabía? Trataron de enseñarle a usar la mano derecha, pero no tenía coordinación; ¿entiende qué quiero decir? Podía usar un rifle sin problemas. Pero tenía dificultad con las armas pequeñas, —Se rió otra vez—. Bueno, pienso que aprendió.
—Déjeme aclarar esto bien. ¿No podía disparar una pistola?
—Podía dispararla; cualquiera puede disparar una pistola. Sólo que con Rollo uno tenía que irse bien lejos de donde él estaba. —La idea lo seguía divirtiendo—. Quería usar la mano derecha pero no podía apuntar con ella. Cómo insistieron con eso. —Sacudió la cabeza admirado—. Claro que una pistola no sirve para un comino allá, de todos modos.
—Logró darle a la sien sin problemas,
—Parece que sí.
En ese momento la conversación fue interrumpida por alguien que golpeaba con fuerza la puerta del vestíbulo. Se oyó una risa de mujer y el resonar de tacos altos en las baldosas. La actitud de Browne cambió en un instante. Se tiró sobre las muletas y pasó a mi lado en dirección a la puerta del departamento. Pero no fue lo suficientemente rápido. Una llave giró en la cerradura y la puerta dio paso a una delgada mujer de unos veinte años que llevaba una ridícula peluca rubia llena de rulos y un vestido rojo abierto a un costado que dejaba ver un delgado muslo cubierto por las medias.
—¡Lo tengo, lo tengo! —logró decir, antes de que él le pegara en el costado de la cabeza con la punta de la muleta. Sus chillidos de deleite dieron lugar a un grito de dolor.
—Cállate. Tenemos visitas. —Volvió cojeando y ella lo siguió dócilmente. Tenía la cara cubierta de varias capas de maquillaje; los colores habían empezado a mezclarse con el calor. Parecía un tótem pintado, pero debajo de la pintura pensé que debía ser bonita.
—Ya me iba.
—No hay apuro. —Me dirigió una amplia sonrisa y automáticamente irguió el cuerpo en una actitud provocativa que le estiró las costuras del estrecho vestido.
—Cállate —repitió Browne. Vino hacia donde yo estaba y me acompañó a la puerta. Detrás de él vi que la mujer se levantaba de hombros cansadamente y se agachaba a acariciar al niño, que le estiró los brazos.
En la puerta, Browne me tomó de la manga. Diversos sentimientos luchaban por poder expresarse en su cara: orgullo, miedo, hambre e ira.
—Usted dijo algo sobre un testamento —me recordó, abandonando el acento que había estado fingiendo.
—Aquí tiene algo a cuenta —abrí la billetera y le di cien dólares. Browne trataba de aparentar tranquilidad—. Permítame darle un consejo —agregué. Se sintió obligado a darme el gusto—. Vaya y lleve a su amiga a un centro de rehabilitación a toda velocidad. Luego múdese y reclame sus beneficios sociales. Si no lo hace, los tres se van a ir por la cloaca sin dejar rastros. —Era fácil de decir.
—Sí, sí —asintió rápidamente—. Es lo que haré. Por cierto que estamos agradecidos. —Estaba aún murmurando hipocresías cuando se interrumpió cerrándome la puerta en la cara. Mientras cruzaba el vestíbulo, pude oír los chillidos de felicidad que salían del departamento de Browne. Era un día de suerte para él. Y si Bunny pensaba que cien era demasiado, yo me haría cargo de la mitad de la recompensa.
Afuera, el sol brillaba como si intentara hacer hervir la sangre de la gente, y mi taxi había desaparecido. Las dos mujeres aún se estaban abanicando y ocupándose de lo que me di cuenta que era un cajón de cerveza. No se habían movido después de haberme dejado pasar, de modo que pude abrirme camino y bajar las escaleras.
Cuando lo hacía, una de ellas murmuró una obscenidad a mis espaldas. No iba a discutírsela.
Había cantidad de tipos sentados en las otras escaleras y ninguno tenía cara de inocente. En verdad dos se estaban acercando para decirme hola. Realmente no podía culparlo al conductor por haberse asustado.
Sin embargo no era así. Mientras me preparaba para el encuentro con los dos negros, el taxi dio vuelta la esquina con gran chillido de gomas y se detuvo frente a mí. Cuando me abrió la puerta, me zambullí dentro con mi maleta y arrancamos inmediatamente. El dinero era persuasivo, después de todo. Me apoyé en el asiento con un suspiro de alivio. Sé cuándo estoy en inferioridad de condiciones.
—Apuesto a que creyó que me había ido. —Me sonrió el taxista desde el espejo.
—Le apuesto que sí.
—No. Estaban poniéndose nerviosos así que estuve dando vuelta la manzana. Malo para el tanque de gasolina pero bueno para la supervivencia.
Le di la otra mitad de los veinte, le dije que le daría extra para la gasolina y le pedí que me llevara de vuelta al aeropuerto.
—¿Eso es todo? ¿Viene y se va así?
—Exactamente así.
—Se pierde lo mejor de Boston —protestó.
—¿Dónde queda eso?
—Cambridge. Estudio sociología en Harvard.
—Entonces es usted quien se pierde la mejor parte —farfullé.
En el aeropuerto me di cuenta de que tenía hambre. Habían arreglado el aire acondicionado y ahora andaba a toda máquina para hacerle la vida soportable a los que estaban adentro. Casi hacía frío y decidí aprovechar y comer antes de tomar el avión a Nueva York.
Antes de entrar en el restaurante me detuve en una cabina telefónica, busqué el centro de rehabilitación, y les hablé de Lewis Browne. Su función no es la de perseguir, y me pareció que era una verdadera vergüenza que un hombre con una estrella de bronce y Corazón Púrpura se pudriera en Roxbury. Browne podría odiarme por lo que había hecho, pero también era posible que no lo hiciera.