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ERA MÁS de medianoche cuando subí al avión y estaba cansado. No era sólo por el juicio, aunque éstos pueden ser bastante enervantes cuando se está esperando para declarar, y luego debe uno encerrarse en el cuarto del motel en caso de que a alguien se le ocurra llamarlo al banquillo otra vez. Yo no conocía prácticamente a nadie en Washington, y la ciudad estaba alterada por demasiados problemas propios como para prestarme atención a mí. Era divertido pensar que yo era una de las pocas personas que estaban en la ciudad por un juicio que no tenía conexión con Watergate. Pero ese sentimiento de alegre distinción se volvió aburrido muy rápidamente. Cuando me enteré de que no me necesitaban más en la corte, recorrí las atracciones turísticas, los monumentos, las estatuas, los cerezos en flor, y las placas erigidas para inmortalizar la tierra de los libres y el hogar de los valientes. Casi llegué a telefonear a un primo mío un par de veces, al atardecer, pero nunca me había gustado, y, ya con el dedo en el disco, me contuve.
Cuando terminó el juicio dejaron de pagarme la cuenta del motel, así que fue hora de irme. Y la compañía American ofrecía un veinte por ciento de descuento si se volaba de noche, lo que explica mi cansancio cuando subí al 707 de las 0.40 que iba de Dallas a Los Ángeles. En el taxi, se me había ocurrido que no serían muchos los que viajaban a esa hora tan inverosímil y me imaginé a una amable azafata que quitaba los apoyabrazos y me dejaba estirar tal como lo hacía Bill Russell en los anuncios.
No tuve tanta suerte. No me di cuenta de que la economía estaba mal hasta que vi la horda de viajeros nocturnos cuyos presupuestos debían ser parecidos a los de un detective privado venido a menos. Y después vino toda esa tontería de hacernos pasar por rayos equis para detectar armas ocultas, antes de dejarnos subir. La máquina no detectó a nadie pero por cierto que nos demoró interminablemente. Para ese entonces yo ya caminaba dormido y los posibles secuestradores me eran totalmente indiferentes. Todo lo que quería era un asiento al lado de una ventanilla para poder recostarme contra algo. Esto me permitiría dormir mientras secuestraban el avión. Había muchísimos estudiantes delante de mí en la cola. Confié en que no estuvieran planeando cantar el Boola-boola o canciones de protesta o lo que fuera que los estudiantes universitarios cantaran ése año.
Conseguí un asiento al lado de la ventanilla y pedí una almohada. Antes de que se hubiese ocupado el asiento al lado del mío, yo ya había apagado la luz superior y me había quedado dormido. Mis sueños fueron confusos (siempre lo son), y me di cuenta de que oía un quejido al otro lado de la ventanilla, en la noche azul. No sé cuánto tiempo hacía que dormía cuando un pozo de aire violentamente me separó la cabeza de la almohada y ésta se deslizó hasta el apoyabrazos, haciendo que me despertara con un fuerte golpe contra el fuselaje. El lugar estaba casi totalmente oscuro, salvo algunos puntos luminosos aquí y allá, en la parte delantera, que indicaban a los insomnes y los noctámbulos con sus diversiones fuera de hora. El único sonido era el reconfortante murmullo de los motores y algunas risas lejanas provenientes de la cocina de las azafatas. Las chicas estaban acostumbradas a esto.
No estaba totalmente despierto. De algún modo, además del murmullo de las máquinas, aún seguía oyendo el quejido de mi sueño. Me llevó bastante tiempo darme cuenta de esto. Hice un movimiento para encender la luz superior, pero no pude reunir la energía necesaria para alcanzar el botón. En cambio busqué un cigarrillo y lo encendí.
El quejido no era realmente un quejido; era más bien como alguien tosiendo y lloriqueando. Y no era lejos de mi sitio. Provenía del asiento de al lado, a mi izquierda. Me di vuelta para mirar, pero estaba demasiado oscuro para poder ver.
—¿Le molesta el humo? —No era la pregunta adecuada, por supuesto. Los sonidos habían empezado antes de que encendiera el cigarrillo.
—No, está bien. —Esto fue seguido de otro sollozo.
—¿Está segura?
—Sí. —Otro sollozo. Quienquiera que fuera que lloraba no tenía pañuelo.
—Tome. —Aplasté el cigarrillo y le alcancé un paquete de pañuelos de papel.
Los tomó murmurando las gracias y dijo algo sobre que había terminado todos los de ella. —¿Pasa algo? ¿Puedo brindarle algo más? —No, de verdad.
Muy bien, pensé para mis adentros. Me encogí de hombros, me di vuelta hacia la ventana y acomodé la almohada en su lugar otra vez. Pero no sirvió de nada; uno no puede dejarse arrastrar por el sueño, cuando en el asiento de al lado alguien está llorando hasta quedarse sin lágrimas... y sonándose la nariz además. Me pregunté qué pensaría de todo esto el ocupante del asiento del otro lado de la llorona y me volví para mirar. Estaba oscuro, pero no tanto como para no ver que el asiento estaba vacío. De modo que el avión no estaba totalmente lleno después de todo. Y la llorona no había pensado en cambiarse al asiento vacío y dejar cierto espacio de silencio entre los dos.
Saqué otro cigarrillo, lo encendí, y durante varios segundos estudié a la llorona a la luz del fósforo. Estaba sentada con las piernas levantadas sobre el asiento, los brazos apoyados sobre las rodillas y la cabeza enterrada entre los brazos. En general no fue un estudio muy provechoso. Pero tenía lindas piernas y los zapatos que usaba parecían de buena calidad. Tenía cabello rubio sujeto en un rodete, con un pañuelo de seda de Pucci atado en un moño. Presentí más que vi, una falda plisada oscura estirada recatadamente (aunque apenas) por sobre las rodillas.
—Mire, a usted le preocupa algo. ¿Por qué no habla de eso... o habla de otra cosa, si lo prefiere? Me encantará escucharla —mentí—. Soy buen confidente —dije con veracidad ahora.
—Gracias. No quiero hablar con nadie en este momento. —Esto tras una pausa. Se me había apagado el fósforo pero su voz sonaba ahogada. Aún tenía la cabeza entre los brazos.
—Si no quiere hacerlo... se hubiera cambiado a ese asiento desocupado y me hubiera dejado dormir.
—¿Qué? —En la oscuridad levantó la cabeza bruscamente, con gran sorpresa, miró en mi dirección, y luego se dio vuelta para examinar el asiento desocupado—. Bueno, se equivoca. Ocurre que no me di cuenta de que el asiento estuviese desocupado. Me cambiaré ahora si quiere.
Juntó fuerzas para hacer el movimiento, pero la tomé de un brazo deteniéndola.
—No se preocupe. Estoy totalmente despierto ahora. —Lo cual era muy cierto.
—Por favor, suélteme el brazo.
—Lo siento. Mi intención fue indicarle que no se preocupara. —Probablemente era tan linda como olía, y estaba acostumbrada a que trataran de aprovecharse—. Pero si no notó que el asiento está desocupado, usted está peor de lo que pensé. ¿Está segura de que no quiere un hombro sobre el cual llorar? Realmente no estoy haciendo nada de importancia ahora.
Hubo un silencio mientras ella meditaba sobre esto.
—¿Cómo se llama?
—Mark Brill. ¿Y usted?
—Mark. —Lo ensayó—. ¿Es el nombre de alguien de su familia?
—Mark era del Evangelio favorito de mi padre. Quizás se entusiasmó. Y a usted ¿el nombre de quién le pusieron?
—De nadie —replicó, recayendo en la tristeza—. Soy sólo Shelly Rollins. Shelly Bettina Rollins —agregó después de pensarlo.
—¿Por qué llora, Shelly?
—He estado tratando de no hacerlo-protestó, usando otro de mis pañuelos de papel.
—Sé que es así, pero ¿qué le pasa?
Dudó un momento más.
—Mi hermano murió. —Y empezó a llorar otra vez. Sentí que nuestra relación era ahora mucho más íntima y deslicé un brazo sobre sus hombros. No se resistió, y la dejé que siguiera sollozando sobre mi chaqueta. Es de tweed Harris, y después de ocho años podía aguantar casi todo.
—¿Eran muy unidos?
Debajo de mi brazo encogió los hombros débilmente.
—No, en verdad creo que no. Quizás sea por eso que me siento tan mal ahora.
—¿Su muerte fue repentina?
—Creo que podría considerarlo así. —Largó una risa ahogada—. Se pegó un tiro.
De pronto nos encontramos sentados muy quietos. En la oscuridad volvimos a oír el murmullo de las máquinas. Noté que en la parte delantera se había apagado la última de las luces. Salvo la tripulación, nosotros dos éramos los únicos que estábamos despiertos, y sin embargo, al mismo tiempo parecía como si todo el avión estuviese escuchando. Arrojé la ceniza de mi cigarrillo donde pensé estaría el cenicero y deseé no haber empezado esta conversación.
—¿Va camino de su casa ahora?
Movió la cabeza afirmativamente contra mi chaqueta. Me pregunté cuántos otros pasajeros de avión estarían sentados solos en esta hora extraña, cruzando el país a gran velocidad para asistir a un funeral. Me pregunté qué podría decirle. Le dije que lo sentía.
—Toda la culpa es de ellos. Si ellos no hubieran empezado con sus acusaciones, esto nunca hubiera ocurrido.
—¿La culpa de quién?
—Del Ejército... y del mayor Bruno. Como si no fuera poco cuatro años en el campo de concentración. —Se irguió de pronto y estiró la mano para prender la luz superior—. No me mire.
—No la estoy mirando. —No hubiera podido aun sí hubiera querido, tan grande fue el enceguecimiento de la luz. Me quedé quieto y dejé que mis retinas se acostumbrasen a la idea debajo de los párpados cerrados, mientras oía que ella abría su bolso y jugueteaba con los cosméticos.
—¿Su hermano se llamaba...?
—Sargento Harold Rollins, eso es. —Se sonó la nariz con determinación— Harold Rollins Tercero —agregó, elaborando el título de él tal como lo había hecho con el suyo propio.
Abrí los ojos y le eché un vistazo. Era una belleza además, aunque se notaba que había estado llorando. Las lágrimas parecían haberle magnificado los ojos; eran azul, de color de la Cote 'Azur, y la nariz, aún roja a pesar del polvo, era ancha pero respingada de un modo gracioso... quizás se había hecho la cirugía plástica; pero no pude darme cuenta. Sus pómulos eran altos y la piel que los cubría estirada por la tensión, pero el cutis era de esos que la TV anuncia como resultado de cremas y cosméticos. Quizás ese fuera el origen del de ella también, pero lo dudé. La boca era casi una línea recta, salvo por el labio inferior ligeramente pendular que sugería el comienzo de un mohín permanente. Era una cara llamativa; era una cara bajo tensión, falta de todo rasgo de inteligencia o de estupidez. Era una cara de California.
—¿Cuándo se suicidó? —Yo también encendí la luz.
—Esta tarde a las seis. Mire, ahora estoy bien. No tiene por qué escuchar todo esto.
—Está bien. ¿Cuánto hace que había vuelto de la guerra?
—Cuatro meses. —Se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas pero las sacudió con determinación—. Cuatro meses y dos días.
—¿Dijeron definitivamente que fue suicidio?
Me dirigió una mirada rara.
—¿Qué otra cosa? Oyeron el balazo y lo encontraron en el estudio con la pistola en la mano.
—Pudo haber sido un accidente. Mucha gente se ha matado mientras limpiaba sus armas.
—No era estúpido.
—No dije que. .,
—Ni descuidado. Mire, lo hizo deliberadamente. Eso es todo lo que pasó. No pudo aguantar lo que iban a hacerle sufrir. Puedo entender eso. Caramba si lo entiendo. —Los músculos de los pómulos temblaron.
—¿Tiene otros hermanos o hermanas?
—No. Nadie más. El fin de la línea Rollins. —Del modo en que lo dijo no pude darme cuenta si esto le significaba algo.
—¿Sus padres estarán allí?
—No tengo padres tampoco. Mi madre murió cuando tenía catorce años. Cáncer.
—¿Y su padre? —Esto se ponía cada vez más dramático.
—Oh, murió en 1970. Un ataque al corazón.
—Así que sólo queda usted.
—Bueno, aún está Yvonne, Mi madrastra. —Añadió la información con tono neutral.
—¿Se llevan bien?
Se encogió de hombros.
—A veces sí, otras no. —Apartó la mirada con expresión turbada—. Antes de que me fuera de casa... cuando ella recién... cuando se casó con mi padre... nos llevábamos muy bien. —Largó otra de sus risas falsas, recordando—. Ella nos conquistó. —Sonaba como si hubiera sido una batalla.
—Bueno, me imagino que esto las unirá ahora.
—Sí, puede ser. —No parecía convencida. Empezó a mordisquearse la roja uña del pulgar, luego lo pensó mejor y apartó la mano con disgusto— ¿Le molestaría darme un cigarrillo?
—No es ninguna molestia. —Le alcancé el paquete y ella misma se sirvió.
—Salí tan rápido que me olvidé de todo. Gracias.
Apagué el fósforo y decidí apagar las luces superiores. La renovada oscuridad nos resultó calmante a ambos, y fumamos durante un rato en silencio. Con los asientos echados hacia atrás, acostados uno al lado del otro, y con mi brazo alrededor de sus hombros, era casi como estar juntos en la cama.
—¿Vive en Washington?
—Estoy haciendo estudios de postgrado en Georgetown,
—¿En qué?
—Antropología. —Nuestras voces parecían más quedas e íntimas en la oscuridad. Realmente era como estar en la cama—. ¿Y usted qué hace?
Esta era siempre la parte difícil. Por un momento jugueteé con la idea de decirle que era un analista y que no se preocupara que no le iba a cobrar nada por la sesión.
—Soy detective.
Por un momento sentí que se ponía rígida contra mi brazo, luego se relajó y se dio vuelta de costado para mirarme.
—¿Detective? ¿Realmente?
—Sí.
—Ja. Jamás en mi vida conocí un detective, me parece. —Se acostó de espaldas otra vez y se quedó mirando el techo—. Se los ve constantemente en televisión, por supuesto. ¿Es policía?
—No. Soy investigador privado.
—Es mejor. Los policías me ponen nerviosa. Como el ejército. —Su voz se endureció y elevó ligeramente.
—He sido policía... y he estado en el ejército,
Prefirió ignorar esto.
—Permítame preguntarle algo. Todos esos programas de televisión, ya sabe, como Simón Templar. ¿Es algo parecido?
—A veces. No mucho. Generalmente es menos sensacional... salvo que cuente los casos de divorcio y los detalles relacionados con ellos.
—Un detective. Eso me deja boquiabierta.
—La mayor parte de nosotros se cepilla los dientes como el resto del mundo.
Se apoyó sobre el codo y me miró con ansiedad.
—No fue mi intención ofenderlo. Es sólo que... —Tómelo con calma —dije sin moverme—. No me ofendió. Y usted tiene muchas preocupaciones. Quizás debiera tratar de dormir un poco. Suspiró.
—Probablemente debiera hacerlo. Nos quedamos en silencio. Yo fingí dormitar y ella también.
Cuando pensó que yo estaba dormido empezó a llorar otra vez suavemente, con cuidado, y se separó ágilmente de mi brazo de modo que no se me durmiera... aunque ya lo estaba.
No era aún la madrugada cuando aterrizamos, y yo había finalmente logrado dormitar algo. También lo había hecho Shelly Betuna Rollins, aunque se le había corrido la pintura otra vez antes de lograrlo. Las luces superiores se encendieron. Se oían los quejidos y suspiros de los que se desperezaban, y el arrastre de los pies que buscaban zapatos y otros artículos que habían desaparecido.
Me abotoné la camisa y acomodé la corbata. Shelly se estudió en el espejo de la polvera.
—Oh, Dios mío. Estoy horrible. No me mire —me ordenó otra vez. Le aseguré que no lo haría y me volví para mirar por la ventanilla el aeropuerto internacional de Los Ángeles, bañado en la temprana bruma que venía de la costa, la que bien podría desaparecer tarde o no. Nunca se puede saber en el mes de junio.
Shelly decidió que los arreglos más serios ya estaban listos, y sin hacerle caso a las instrucciones de la azafata de permanecer sentada hasta que el avión se detuviese completamente, se abrió paso entre otros pasajeros desatentos y se dirigió al toilette.
Cuando volvió, el avión estaba casi vacío y yo estaba de pie, sacando el sombrero y el abrigo del portaequipaje.
—¿Esto es suyo? —le alcancé una elegantísima chaqueta sport de cuero y ella la aceptó con una leve inclinación de cabeza, y permitió que la ayudara a ponérsela. También tenía un sombrero ahí arriba, una boina de lana liviana que estiró para cubrirse el rodete, pero chocó con el pañuelo de seda de Pucci.
—Le dije que salí apurada. —Tomó la boina y la metió dentro del bolsillo de la chaqueta, luego palmeó alrededor del asiento y metió los dedos entre los intersticios de los asientos. —¿Le falta algo?
—Sólo la cabeza. Por suerte tengo mucha ropa en casa. Está bien.
La dejé pasar delante de mí y la seguí hasta la salida.
La larga plataforma movible que iba hasta la sección equipajes estaba casi a nuestra exclusiva disposición. La escena tenía un aire de ensueño. Terminábamos de cubrir cuatro mil quinientos kilómetros y nos arrojábamos a un mundo despoblado, de piezas movibles. La sensación era extraña. Quizás los aeropuertos siempre sean raros a las cuatro de la mañana.
Shelly Robbins lo sintió más que yo. Estaba cansada, trastornada y desorientada, y miraba sin ver los carteles del aeropuerto dibujados por los escolares de Los Ángeles que la plataforma movible sobre la que estábamos flotando iba dejando detrás de nosotros.
—¿La espera alguien aquí? —pregunté.
—Diablos, no sé. Creo que no. No sabían a fue hora podría tomar un avión. No creo que se hayan levantado y vestido para venir hasta aquí esta hora. Esta era mi ocasión, aunque ella no se había
dado cuenta.
—¿Dónde vive? La llevaré a su casa.
Parpadeó.
—¿Le es posible? En Brentwood. ¿Tiene un auto aquí?
—No, pero pienso alquilar uno. Brentwood está de paso.
Brentwood estaba de paso. Encontramos nuestras valijas esperándonos, dando vueltas en el carrousel del equipaje como los dos caballos solitarios que realmente eran. Aún no había tránsito en la autopista de. San Diego.
La familia de Shelly, o lo que quedaba de ella, vivía en una majestuosa casa blanca con una elaborada entrada para autos que llevaba hasta la puerta principal. La avenida Westlake tenía un aspecto próspero, con álamos bien cuidados cuyas ramas colgantes formaban un toldo permanente sobre el camino. La casa parecía estar dormida cuando llegamos, y nuestra llegada no la despertó.
—¿Tiene la llave de la casa?
—Sí. —La buscó. Saqué su valija del asiento de atrás y la dejé al lado de la gran puerta verde de entrada.
—Bueno, aquí está, sana y salva. —Bajé la vista para mirarla, pero no mucho; era bastante alta—. Siento mucho lo de su hermano.
Se 'encogió de hombros y me dio la mano.
—He agotado las lágrimas por el momento. Cuando salga de este atontamiento 'probablemente empiece otra vez.
—Está entre amigos. Ellos la cuidarán ahora.
—Sí. —Parecía no estar segura—. Escuche, quisiera agradecerle todo esto, Mr. Brill...
—Mark.
Sonrió somnolientamente.
—Mark. No sé cómo me hubiera arreglado sin usted.
—Es una chica fuerte. Lo hubiera hecho,
—Bueno... —Me soltó la mano inciertamente y fijó la vista en las ventanas de la casa, con sus blancas persianas cerradas—. Me alegro de haber conocido un detective real.
—Tome. Tenga un recuerdo de este gran momento. —Saqué la billetera y le di una tarjeta.
Me agradeció, la guardó en el bolsillo y esperó que yo llegara a la mitad de la entrada de coches antes de comenzar a abrir la puerta de la casa. Luego desapareció de mi espejo retrovisor, engullida por la gran casa blanca.