7
A ESO de las tres ya debía haber aterrizado en el aeropuerto de La Guardia y haber estado camino a Nueva York, pero la lluvia que empezó a caer cuando volábamos hacia el sur originó un verdadero pandemónium. Era sábado a la tarde y todo el mundo quería aterrizar en La Guardia, lo que nos obligó a dar vueltas en redondo durante una hora, a seiscientos metros de altura; después de eso empezamos a bajar milímetro a milímetro, mientras la lluvia se hacía más torrencial a cada momento. El aeropuerto mismo era una escena de húmeda confusión y tuve que esperar otros diez minutos hasta poder entrar en una cabina telefónica.
Llamé a la casa del doctor Fairfield y me atendió su servicio telefónico; se me informó que el doctor había salido y en un acento neoyorquino amistoso pero breve, se me preguntó si podía ser posible que el doctor me llamara más tarde.
—¿Sabe dónde podría encontrarlo? —le repliqué—. ¿En el hospital quizás? Es bastante urgente.
—¿Usted es paciente?
—No.
—Bueno, no se nos permite dar ese tipo de información. Si quiere dejar un mensaje, me ocuparé de que el doctor lo reciba. —La voz de la mujer reflejaba que en verdad lo sentía.
Le dije mi nombre y agregué que había reservado un cuarto en el Holiday Inn de la calle 57 Oeste, donde estaría dentro de una hora.
Eso resultó estar lejos de la verdad. En el camino los autos iban paragolpe contra paragolpe y si no hubiera sido por el ingenio de mi taxista (que salió de la ruta y me llevó por calles secundarias y atajos de Queens) me pregunto a qué hora habría llegado.
Llegué a eso de las siete y no encontré ningún mensaje del doctor Fairfield, así que llamé otra vez. El servicio telefónico me dijo que Fairfield había salido y no volvería hasta tarde. Presionándola, conseguí que la chica me dijera que el domingo hacía visitas matinales en el Hospital Mount Sinai. Le prometí que no revelaría la fuente de mi información. Ya antes había usado la treta de hablar de un tipo de sangre raro, imposible de hallar, y era difícil de resistir, especialmente cuando ninguno de los dos sabía de qué estábamos hablando.
Luego me recosté en mi cómoda cama doble y contemplé por la ventana el opaco atardecer y la lluvia torrencial. Nueva York un sábado a la tarde en junio y yo vestido y sin tener dónde ir.
Decidí llamarla a Penny Klein, una vieja amiga mía que trabajaba en los servicios noticiosos de la cbs. Hacía algunos años había hecho un documental que tenía el propósito de echarle una mirada a los detectives privados de carne y hueso (creo que se llamaba "Los verdaderos detectives privados"), y yo tuve parte en él. Cuando lo terminaron, el film estuvo a punto de ganar un Emmy, pero a mí no me pareció particularmente interesante. La encontré interesante a Penny, y casi logré conquistarla. Decía tener treinta y cinco (y casi los aparentaba), se había casado una vez y divorciado, y era en general la oveja negra de una dinastía de sangre azul de Newport que había perdido toda esperanza en ella hacía mucho.
Nuestra relación había declinado a encuentros esporádicos, pero lo pasábamos muy bien juntos. No obtuve respuesta cuando llamé a su departamento, lo que me dejaba tren posibilidades. O tenía una cita, o estaba en algún enjambre de tránsito, o aún no había salido del trabajo. Esto último era bastante probable conociéndola a Penny, pero no tenía muchas esperanzas. Llamé a la CBS y pregunté por Miss Klein. Después de un momento de duda, contestó una secretaria que anunció: La oficina, de Penélope Wordsworth. Me llevó un segundo darme cuenta de que había vuelto a usar su apellido de soltera.
—¿Podría hablar con Miss Wordsworth, por favor?
—Está muy ocupada en este momento. ¿Puede ella llamarlo más tarde? —Di un suspiro de alivio.
—Antes de colgar dígale solamente que Mark Brill está en la línea ¿quiere?
—Mark Brill. Un minuto. —Me hizo esperar lo suficiente como para que pudiera alcanzar un cigarrillo y prenderlo.
—Bueno, Mark, por el amor del cielo, qué jugarreta horrible. —La voz de Penny sonaba alegre a pesar de la lluvia—. ¿Dónde estás?
—En la horrible Nueva York. Recién llego de la horrible Los Ángeles vía la horrible Boston. ¿Cómo estás, Penny?
—Con los pelos de punta. —No sonaba así— Este asunto de Watergate o me lleva a la cima o me hunde. ¿Corno estás tú?
—Bien. En realidad hace poco estuve en la horrible Washington de testigo en un juicio.
—¿Tú también? ¡No puede ser! —murmuró.
—Cena conmigo y te contaré todo el asunto.
—Oh, Mark, me es simplemente imposible. Estoy hasta las orejas de trabajo y ya cancelé una salida con un partido muy elegible. ¿Cuánto tiempo te quedarás en la ciudad antes de emprender vuelo otra vez?
—Ése es el asunto, linda. ¿No podrías hacer una excepción?
—Diablos. —Podía imaginármela sentada en el escritorio, mirando montañas de papeles, con el grueso lápiz de editor sujeto a su lacio pelo negro y los anteojos deslizándosele por el puente de la nariz—. No debiera hacerlo.
—Podrías perderte algo realmente importante —la tenté—. Además, hacer lo que no se debe puede ser divertido.
—Eres un hombre horrible. De acuerdo, dame un poco de tiempo para terminar aquí, llegar a casa y cambiarme. Digamos —se detuvo para mirar el reloj— ¿a las nueve menos cuarto?
—Ahí estaré.
—Soy terrible.
—Eso es lo que me gusta de ti.
Colgamos y yo desempaqué, me afeité, y me di el lujo de una larga ducha caliente y de pensar un poco en Harold Rollins. Había oído a dos testigos íntimos ya. Todo lo que pudieran decir sobre el Pantano sería de oídas, pero ninguno de los dos creía que Rollo fuera un traidor. Uno claramente no tenía la menor idea de lo malo que podía ser un campo Vietcong, pero había visto las cicatrices de Rollo. Si así es como quieren el juego, no tengo inconvenientes, era, de acuerdo a Margot Koontz, lo que había dicho Rollo al enterarse de las acusaciones del mayor Bruno. Margot lo había descripto como excitado más que asustado. Lewis Browne no había estado en la prisión con Rollo, pero habían estado juntos en servicio y lo había conocido lo bastante bien como para que Rollo lo llamara su amigo. Conseguir una declaración de Browne había sido como sacarle los dientes, pero al final sus opiniones habían sido las mismas. ¿Y qué era todo ese asunto de que Rollo no podía usar la pistola con la mano derecha? Se pegó un tiro en la sien derecha, lo que probablemente no sea muy difícil aun si uno tiene problemas para usar la mano derecha, pero por otra parte ¿no es más probable que en ese momento de ansiedad, el suicida accione automáticamente con la mano que le es más conveniente? ¿O su uso de la mano derecha fue algún tipo de celebración ritual en la que se sentía que tenía que actuar de acuerdo al libro de instrucciones del ejército? ¿O yo estaba desvariando?
Tuve que frenarme y hacerme recordar que no me habían contratado para investigar el suicidio de Rollo, si no simplemente las motivaciones. Pero por supuesto, sólo podría estudiar los motivos si en verdad se había...
La mente se me movía en círculos y decidí dejarla descansar esta noche del sábado, confiando en que el doctor Jacob Fairfield pudiera completar todos los espacios vacíos. Sino tendría que empezar a verificar todos esos nombres que Pete Ericson estaba juntándome, y eso le costaría a Bunny una gran suma de dinero. Si el doctor Fairfield no podía hacer bien el papel de abogado del diablo y Bunny estaba satisfecha, la conclusión sería que Rollo había hablado con su madrastra, y que el pánico ante la próxima corte marcial (fuera culpable o no) simplemente se había apoderado de él y se había dado cuenta de que no podría enfrentar la posible humillación y la factibilidad de otra condena en la cárcel. Me di cuenta de que yo no podía creer esto.
No se asemejaba a ninguno de los aspectos de Rollo que había llegado a conocer a. través de sus cartas, de su hermana, su prometida, o su drogadicto compañero de armas. Rollo salía a la superficie. Estaba saliendo del pozo. Preparando su acto, como lo había expresado Bunny. Realmente tenía que darme un descanso.
—Me mentiste —protestó Penny Wordsworth desde el otro lado de la mesa del restaurante cuando le dije la verdadera razón por la que había estado en Washington. Estábamos sentados en un modesto restaurante francés de la calle Treinta y Ocho Este que tenía algo de pecaminoso, pero pecaminoso y agradable. Las luces eran de ésas que no sienten el efecto de una falta de tensión y el servicio no se hacía notar. Me di cuenta que Penny ya había estado allí antes, aunque eso no debía significarme nada. Lucía un vestido de noche, de verano, de seda blanca, casi sin espaldas y con un escote tan profundo en la parte delantera que resultaba una encantadora imposibilidad estructural.
—No suelo arreglarme así muy a menudo —dijo, al observar mi mirada de admiración.
—¿Quién es el que miente ahora? Incidental-mente ¿cuánto hace que usas tu nombre de soltera?
—Casi un año. Justo cuando me estaba cansando de usar Klein, descubrí el movimiento de liberación femenina y dije qué diablos. Me atrae. —Siguió sonriendo alegremente y yo seguí devorándola con los ojos.
—¿Ha tenido algún efecto pernicioso en tu carrera?
—Causó un poco de confusión... especialmente al principio —admitió.
—Y probablemente te eliminó de la lista de los enemigos —añadí.
—¿Conoces algún medio de hacer que esté allí? —Se inclinó ansiosamente, dejando el tenedor sobre la mesa—. Podría cambiar todo.
Dije que no conocía ninguno y le pregunté cuál era la verdad sobre el asunto Watergate. El mozo llegó y se retiró discretamente con los restos de nuestro coq au vin. Le volví a preguntar sobre Watergate cuando estábamos tomando el coñac.
—Sólo sé lo que leo en los periódicos, amigo.
—Eso no deja muy bien parada a la televisión ¿no? Algún día contemplaremos todo esto y nos reiremos —predije.
—Después de que Richard sea coronado, todo parecerá un mal sueño —asintió solemnemente—. ¿Qué te trae a Nueva York? Es tu turno ahora.
—¿Cubriste una historia sobre el sargento Rollins y las acusaciones que contra él presentó el mayor Bruno?
—¿Rollins? —Pensó un momento—. Rollins. Por supuesto. Fue sólo la semana pasada. Tratabas de confundirme. Nos acordamos de esta semana aún, sabes.
—Bueno, es por eso que estoy aquí —dije y le conté los detalles.
—¿No va a entrar en política ahora? —dijo cuando hube terminado.
—¿Quién?
—El mayor Bruno. Me parece recordar algo sobre que dejaba el ejército y se presentaba para el Congreso en alguna parte cerca de San José.
—Eso es una novedad para mí —confesé con interés—. ¿Qué chances tiene?
—San José es lo más de derecha que puedes imaginar en el norte de California. Si la memoria no me falla va a presentarse por el partido republicano para tratar de ocupar el lugar de Masters cuando éste se retire al final de su período. Es un héroe de la guerra y ha estado en un campo de prisioneros y las acusaciones le trajeron cierta notoriedad nacional. De acuerdo a los políticos, eso es siempre bueno para que la gente recuerde tu nombre. Podría tener una oportunidad.
—¿Aún cuando sus acusaciones fueran desechadas por el Pentágono y causaran un suicidio?
—Hacer que recuerden tu nombre; conseguir notoriedad nacional. Ése es el nombre del juego, amigo.
—¿De dónde sacaste eso de "amigo"? No creo que sea muy agradable.
—Lo siento. La fuerza de la costumbre, creo. Cuando estás en una institución dominada por chauvinistas masculinos, es fácil caer en su jerga. Coloración protectora. Si no hablo como una mujer, pienso que a lo mejor le prestarán atención a lo que digo.
—Pero realmente hablas como una mujer. Y luces como mujer. —Le tomé la mano—, Y estoy escuchando lo que dices.
—Lo que nos trae al próximo punto. —Me miró cándidamente a los ojos—. ¿Tu lugar o el mío?
—¿Qué te parece el Holiday Inn?
—Uh. ¿Qué te parece la calle Setenta y Tres Este?
—¿Por qué no me lo preguntas cuando lleguemos? —Trajeron la cuenta y la puse entre los dos—. Ahora bien ¿en la cuenta de gastos de quién la ponemos?
—En la tuya —dijo, apagando el cigarrillo—. No soy tan liberada aún.
Salirnos y nos quedamos debajo de la marquesina mientras el portero nos conseguía un taxi.
Más tarde estábamos acostados, muy quietos en su cama, escuchando cómo la lluvia trataba de hacerse oír por sobre el aire acondicionado.
—¿Por qué no me casé contigo? —Se volvió y me miró, recostada sobre la espalda, con los ojos brillantes y el cabello desparramado sobre la almohada.
—No querías venir a Los Ángeles. —Saqué un cigarrillo del bolsillo de mi chaqueta que estaba sobre la silla de su tocador.
—No es eso y lo sabes. ¿Cuánto tiempo más vas a seguir como detective? Detective privado. —Frunció los labios con suave desdén—. Por Dios, Mark, es que es tan... tan inmaduro.
—¿Quién te dijo eso, tu analista?
—No necesitó hacerlo —me respondió con un suspiro—. Si aprendí algo de ese documental fue la transparente regresión en la psiquis de un detective privado. Se comportan como en las series de acción y en las películas de Paul Newman.
—Ooooh. —Me tomé el costado—. Me dio justo en el corazón.
—Esto es serio. —Se dio vuelta y me mordisqueó la oreja para mostrarme que era realmente serio—. No puedes pasarte toda la vida corriendo detrás de los trapos sucios de otra gente.
—Parece ser bastante bueno para el Presidente —le señalé.
—Eso es exactamente lo que quiero decir. Hay tantas cosas que podrías hacer, Mark. Cosas reales.
—Reales ¿cómo qué? —Estaba tratando de no deprimirme. Habíamos mantenido esta conversación dos veces antes y estaba empezando a sentir que era una grabación.
—Oh, no sé. Ser reportero. —Se sentó, excitada con la idea—. Seguro ¿por qué no? Tienes la parte de investigación sabida...
—Ahora todo lo que necesito es un diploma en periodismo.
—Podría ayudarte a pasar por todo eso —dijo con impaciencia sacándome el cigarrillo y dándole una chupada—. Es simplemente: ¿Quién - Qué- Por qué - Dónde - Cuándo y Cómo? Y no te preocupes por tu gramática —agregó entusiasta—. No cuenta para nada estos días.
—Penny, no me preocupa mi gramática. Me preocupa esta conversación.
—Lo siento —dijo opacamente, y me lo probó.
Casi pareció valer la pena. Aquí estaba ella, hermosa, andante, inteligente, y aquí estaba yo, envejeciendo y más solitario cada día. Corté la discusión simplemente porque no tenía ninguna respuesta o, al menos, ninguna razón que pudiera articular. Series de acción. ¡Por Dios! ¿Era eso lo que yo pensaba de mi trabajo para mis adentros? Quizás debiera ir derecho al diván de un analista.
—Eh. —Penny estaba sentada envuelta en la sábana y con el mentón apoyado en las manos.
—¿Eh, qué?
—Probablemente no sea nada, pero se me acaba de ocurrir algo. Quiero decir que creo que pensé en algo.
—Eso suena fascinante. ¿Qué?
—Acerca de tu mayor Bruno. Sabía que su nombre me sonaba conocido, aun antes de esta semana. —Se golpeó la frente con la mano—. ¿Ahora qué diablos era?
—Ibas a decírmelo.
—Hace un par de años —dijo dubitativamente— y no era exactamente acerca de él, al menos no creo que lo fuera. Pero él había tenido parte en ello.
—¿No puedes lograr nada mejor que esto?
—Estoy tratando de hacerlo, maldición, pero yo estaba tramitando el divorcio, y todo lo que ocurrió en ese espacio de tiempo lo veo siempre como a través de anteojos de sol, muy oscuro. Déjame pensar un minuto.
La dejé pensar un minuto pero no pasó nada.
—Ahora no podré dormirme —protestó, sin ganas de abandonar el tema.
—¿Quién habló de dormir?
—Es una pena que no me llamaras con tiempo —susurró, acurrucándose entre mis brazos—. Pudiste haberte ahorrado la cuenta del hotel.
—Es una pena —asentí.
Más tarde sí que dormimos.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, Penny ya había bajado, recogido la edición dominical del "New York Times" e ido a la rotisería del barrio. Para cuando terminé de afeitarme con una Lady Remington y salí de la ducha, la mesa de la cocina estaba cubierta de panecillos, queso cremoso y una variedad de típicas delicias judías.
—Ven y devora todo esto —dijo Penny.
—¿Esto está planeado como algún tipo de estímulo? ¿Propaganda de próximas elecciones?
—Cuando estás en Nueva York, todo el mundo es judío. Algo que mis padres nunca pudieron entender —agregó como para sí.
Me senté y miré la hora. Ese gigantesco desayuno me ponía nervioso pero no sabía si era porque tenía que acudir a una cita o porque me sentía amenazado por la domesticidad de Penny.
—No comas tan rápido —me previno, deteniendo la mano en la que sostenía un panecillo—. ¿Quieres causarte una úlcera o algo por el estilo?
—Algo por el estilo. Te dije que tenía una cita esta mañana.
—Pero eso fue anoche —protestó, abriendo los ojos grandes—. Nadie tiene citas un domingo a la mañana en Nueva York. Es una tradición.
—Una que no podré cumplir me temo. Este tipo es difícil de encontrar...
—Yo no —me interrumpió, sirviendo café con una sonrisa. La sonrisa era forzada. Tenía mucho ánimo pero se le estaba acabando. No quería que me fuera. No supe si yo quería irme o no. Afortunadamente, o como fuera, la elección no estaba en mis manos.
—Hace visitas a los enfermos esta mañana y si no lo encuentro tendré que quedarme hasta el lunes o quizás más tarde.
—¿Eso sería tan terrible? —se burló.
—Quizás no para mí —admití—. Pero mi cliente tendría que pagarlo y los fondos que ella tiene no son ilimitados.
—Oh, es una mujer. —Penny estaba ocupada en cubrir su panecillo cuidadosamente con queso crema.
—No empecemos con eso.
—Lo siento.
—Y basta de sentirlo. Tienes derecho a estar molesta. Francamente no sé por qué aguantas a un desgraciado como yo.
—¿No lo sabes? —Levantó la vista; los ojos le brillaban intensamente.
Poco después me fui, prometiendo llamarla cuando hubiera terminado. Después del lox y el queso cremoso parecía apropiado ir a Sinai a conocer la verdad.