14
BILLY WASHINGTON: EAST OLEANTA
La mañana en que el Presidente declaró la ley marcial, él, fue la misma en que encontré en el río, muerto, el conejo modificado genéticamente. Fue una semana después de que fuéramos caminando a Coganville, y de que viniera la gente del gobierno, ellos, a East Oleanta a volar el Edén. Sólo después de que Annie me permitiera, por fin, levantarme de la cama, escuché con atención lo que contaba todo el mundo en el café acerca del lugar que había explotado. Muchos, incluso, fueron caminando hasta allí para echar un vistazo. Y tan pronto me lo describieron, supe, yo, que el gobierno no había volado el lugar donde mi chica de la gran cabeza se había metido bajo tierra. No mi Edén.
Y yo era la única persona del mundo, yo, que lo sabía. Aun así, quería, yo, ir y ver por mí mismo. Tenía que ir.
—¿Dónde crees que vas, Billy? —preguntó Annie, respirando con dificultad. Acababa de acarrear agua del río para lavarse. Los técnicos del gobierno habían arreglado todo, ellos, pero dos días después las cosas comenzaron a averiarse otra vez. Entonces, mucha gente se fue de East Oleanta en el gravicarril, antes de que volviera a averiarse. El lavabo de mujeres no funcionaba. Lizzie estaba detrás de Annie, ella, cargando otro cubo de agua. Me dolía el corazón ver mi propia inutilidad. La unidad médica había dicho que yo no debía cargar nada.
—Al café —mentí. Annie apretó los labios.
—Tú no vas otra vez al café. ¿Adonde vas realmente, Billy? No quiero, yo, que andes de nuevo dando vueltas por esos bosques. Es demasiado peligroso. Puedes volver a caer.
—Voy al café —insistí, y ya eran dos las mentiras.
—Billy —dijo Annie, y pude ver, por su labio inferior, que iba a decirlo de nuevo—, podríamos irnos, nosotros. Ahora. Antes de que más duragem se disuelva en ese tren.
—No voy a irme de East Oleanta, yo —dije. Me asustaba decirle que no. Cada vez que lo hacía, me asustaba, cada una de las veces. ¿Qué pasaría si Annie se iba, ella, sin mí? Mi vida podría terminarse. ¿Qué pasaría si Annie cogía a Lizzie y se iban?
Pero tenía que quedarme, yo. Tenía que hacerlo. Era la única persona que sabía, yo, que el gobierno no había volado el Edén. La doctora Turner era la que había llamado al gobierno para que vinieran a East Oleanta. Me lo había dicho Lizzie, ella. Annie no lo sabía. Tenía que quedarme y asegurarme de que la doctora Turner no encontrara el Edén que aún subsistía y llamara otra vez al gobierno para que volviera y terminara el trabajo. No sabía, yo, cómo podía detener a la doctora Turner, a menos que la matara, y no pensaba que pudiera hacer eso. Tal vez sí pudiera. Lo que no podía hacer era irme así, sin más, y abandonar a la-joven-de-cabello-oscuro-y-cabeza-grande que me había permitido saber dónde estaba el Edén por si alguna vez necesitaba acudir a ellos. Le debía eso a esa joven, yo.
Sólo que no se trataba solamente de eso.
Así que le dije a Annie:
—¡Deja de perseguirme, mujer! ¡Voy al café, yo, y voy a ir solo!
Luego recobré el aliento, yo, con un temor enfermizo que me golpeaba en el pecho.
Pero Annie tan sólo suspiró, ella, se quitó la parka y cogió un trapo para lavar. Eso era lo maravilloso que tenía Annie. Sabía que había cosas que una persona haría de todas maneras, y no gastaba su aliento en discutir sobre la cuestión, a menos, por supuesto, que la persona fuese Lizzie. En verdad, la otra persona que esperaba que me trajera problemas, yo, era Lizzie. Pero ella permaneció sentada en el sofá con su terminal, realizando su interminable estudio, ella, y echando miradas hacia la puerta para ver si entraba la doctora Turner, presta a formularle miles de preguntas tan pronto apareciera.
Esa era otra de las razones por la que me fui en ese momento. La doctora Turner no estaba cerca. Para variar.
Me subí la cremallera de la parka, yo, y tomé el bastón que Lizzie me había traído. Es un buen bastón. Lo usaría aunque no lo fuera, porque me lo trajo Lizzie, pero es bueno, con el peso y el tamaño correctos. Lizzie tiene buen ojo, ella. Cuando lo aparta del cristal-biblioteca del terminal, y de la doctora Turner. Annie me dijo, más amablemente:
—Ten cuidado, Billy Washington. No queremos, nosotras, que te pase nada —como si supiera que no iba al café después de todo, como si no tuviéramos que sostener amargas peleas sobre si nos íbamos o no de East Oleanta. Me rodeó con sus brazos. Durante un minuto sostuve a Annie Francy, yo, contra mi pecho, con su cabeza apoyada justo bajo mi barbilla, y cerré los ojos.
—Tú —le dije, lo que era bastante estúpido, pero pareció estar bien, porque Annie sonrió. Pude sentir cómo sonreía, ella, contra mi cuello. Así que lo dije otra vez.
—Tú.
—Tú también —me contestó, apartándose. Sus ojos color chocolate mostraron una expresión llena de ternura, ellos. Salí por esa puerta como si caminara sobre nubes. Y no me sentía demasiado débil, tampoco. Las piernas andaban mejor de lo que esperaba. Recorrí todo el camino hasta el río sin que el corazón se me desbocara. Sólo mi mente lo hizo.
¿Por qué no me quería ir de East Oleanta? Annie deseaba de verdad, ella, irse a algún otro sitio mejor para Lizzie. Sólo se quedaba por mí.
¿Y por qué me quedaba yo? Porque una Insomne de cabeza grande, que probablemente era la misma Miranda Sharifi, podía necesitarme. A mí, a Billy Washington, el que no podía acarrear agua ni cazar conejos, ni llevar los conos de energía Y donde fuera necesario. Bien pensado, era gracioso. Miranda Sharifi, de Huevos Verdes, necesitaba a Billy Washington.
Sólo que no era gracioso.
Hundí la punta de mi bastón, yo, en el fango blando, y me apoyé sobre él para ayudar a mi cuerpo de viejo tonto a dirigirse al río. Me estaba engañando a mí mismo. En realidad era yo quien necesitaba al Edén. Al menos en mi cabeza. Y no sabía por qué.
Fui encontrando el camino, yo, sobre las rocas que había a lo largo del río. Eran los últimos días del deshielo, y el lodo de la orilla estaba espeso como la sopa, salpicado de parches de nieve. Brillaba el sol y el agua corría con rapidez, verde y fría, avanzando deprisa como un gravicarril. Vi algo oscuro, yo, tendido sobre la nieve, y me acerqué para ver de qué se trataba.
Era un conejo. Con patas largas y agarrotadas. Yacía sobre un costado, él, sobre la nieve, con las tripas afuera. Huellas de zorro manchaban la nieve. El conejo era castaño rojizo.
Alguien se acercó a la orilla. Le di la vuelta al conejo con el palo. El conejo era castaño.
—¡Uujj! ¿Qué lo mató? —preguntó la doctora Turner.
—Un zorro.
—Bueno, entonces, ¿por qué tiene ese aspecto de funeral usted? Esto debe de ocurrir continuamente en la tierra del Señor. ¿Estaba pensando que podíamos comerlo?
—No. No este conejo.
—Bueno, si puede dejar de pensar un momento en la vida salvaje local, tengo noticias. El Presidente ha declarado la ley marcial.
Parecía disgustada, ella. No dije nada.
—El Congreso lo ha respaldado. El viejo y buen artículo 1, sección 8. Hubo ese gran jaleo en Wall Street ayer, y demasiados presupuestos oficiales se han quedado sin dinero para afrontar el pago de los jurados, lo que significa que aun en aquellos lugares en los que no había disturbios por la comida, el sistema judicial ha dejado de funcionar en tantos estados como para que el viejo Comandante en Jefe Perfil Huesudo declare a la autoridad civil inadecuada para... No sabe de qué rayos estoy hablando, ¿verdad, Billy? ¿Sabe qué es la ley marcial?
—No, doctora Turner.
—El Presidente ha puesto al ejército a cargo de todo. Para mantener la paz donde haya disturbios. No importa qué medidas deban tomar para mantenerla.
—Sí, doctora Turner.
Me miró, ella. Nunca he sido bueno para ocultar cosas.
—¿Qué pasa, Billy? ¿Qué hay de malo con ese conejo?
—Es pardo —dije, con más lentitud de lo que quería.
—¿Y? Hemos visto montones de conejos pardos. Lizzie me contó que, incluso, ella tuvo un conejo pardo como mascota, el verano pasado.
—No es verano.
Continuó, ella, mirándome, y vi que realmente no entendía. A veces los Auxiliares no conocen las cosas más sencillas.
—Este es un conejo-camaleón. Debería haber cambiado de piel, él, a estas alturas. Castaño rojizo en verano, blanco en invierno, y ya estamos a principios de noviembre. Debería haber cambiado, él.
—¿Siempre, Billy?
—Siempre.
—Modificado genéticamente —la doctora Turner se arrodilló en la nieve, ella, y estudió con cuidado el conejo. No había nada que ver, salvo esa piel pardo-rojiza. Casi del mismo color que los cabellos que se escapaban de su sombrero en la base de su cuello, cuando se arrodilló, ella, frente a mí. Podría haberla matado justo en ese momento, yo, golpeándola en el cuello con mi bastón, si hubiera sido de los que matan. Y si hubiera pensado, yo, que hubiera servido para algo.
—Billy, ¿está seguro de que esta piel no debería ser a estas alturas castaña?
Ni le contesté, yo.
Se puso de cuclillas, pensando intensamente. Luego levantó los ojos hacia mí, con la más condenada mirada que jamás haya visto en ninguna otra persona, yo. No tenía idea, yo, de lo que significaba, pero me recordó a Jack Sawicki cuando jugaba al ajedrez. Cuando estaba vivo, él, para jugar al ajedrez. La gente solía reírse a sus espaldas, ellos, porque le gustaba el ajedrez. No era juego para Vividores.
Luego la doctora Turner sonrió, ella, y dijo:
—¡Oh, vaya, qué tarde se está haciendo! —Lo que no tenía ningún sentido—. Billy, debe llevarme a Edén.
Me recliné sobre mi bastón. Su extremo estaba sucio. Había revuelto con él el conejo.
—No hay ningún Edén, doctora Turner. El gobierno lo hizo volar, ellos.
—No hay ningún conejo —contestó, sonriendo, ella, en el mismo tono sin sentido—. Volaron la madriguera del conejo, y liquidaron a unos cuantos. Pero usted y yo sabemos que no lo volaron. Se equivocaron.
Miré, yo, de nuevo al conejo muerto. El zorro había hecho allí todo un trabajo.
—¿Qué le hace pensar, a usted, que se equivocaron?
—No importa. Lo que importa es que lo hicieron, y hay cosas que es preciso que sepa. Y he decidido que la única manera de saberlas es ir al Edén y preguntarlas. Directamente, ¿no le parece? ¿Me llevará hasta allí?
Contemplé un punto fijo del río. Luego, lo observé un poco más. No iba, yo, a discutir con ningún Auxiliar. No hay manera de ganarles. Pero no la llevaría hasta el Edén, tampoco. Ya había llamado una vez al gobierno, ella, para que lo volaran, y podía hacerlo otra vez. No iba a obtener nada de mí.
Después de algunos minutos, la doctora Turner se puso de pie, y se sacudió el lodo de las rodillas de su mono. Su voz había vuelto a adoptar un tono serio.
—Muy bien, Billy. Todavía no. Pero lo hará, lo sé, cuando algo suceda. Y algo sucederá. Los SuperInsomnes no andan soltando por ahí conejos con modificaciones genéticas para que cualquiera pueda ver que son conejos con modificaciones genéticas, sin una buena razón. Esto es un mensaje. Muy pronto se va a aclarar el contenido, y lo volveremos a discutir.
—No hay nada que discutir —dije, y así era. No con ella. No importaba cuántos conejos con modificaciones genéticas aparecieran.
El sol ya estaba bajo, y el aire se había vuelto más frío. Mi caminata se había arruinado. Trepé por el terraplén del río, yo, tomándome mi tiempo. La doctora Turner, inteligentemente, no intentó ayudarme.
Lizzie, toda aseada después de haberse bañado, estaba bailando por el apartamento, agitando su terminal.
—¡La prueba de Godel! —cantaba, como si fuera una canción—. ¡La prueba de Godel, Billy!
Parecía tan chiflada como la doctora Turner con sus gafas y sus madrigueras de conejos. Me puse contento de ver tan feliz a Lizzie.
—¡Mira, Vicki, mira lo que ocurre si tomas esta fórmula y la haces correr entre estos números...!
—Deja que me quite el abrigo, señor Godel —dijo la doctora Turner, lo que no tenía más sentido que lo que había dicho en el río. Pero estaba sonriendo, ella, a Lizzie.
Lizzie apenas podía contenerse, ella. Lo que fuese que tenía en ese terminal debía de ser muy excitante. Cogió mi bastón, ella, y comenzó a danzar con él como si fuera un compañero de baile. Luego lo metió entre sus piernas y cabalgó sobre él como si fuera un caballito de madera. A continuación lo alzó sobre su cabeza, ella, como una bandera. Por todo esto supe que Annie no estaba en casa.
—Muy bien, veamos la prueba de Godel —dijo la doctora Turner—. ¿Accediste a las variables de Sven Bjorklind?
—Por supuesto que lo hice, yo —contestó, desdeñosa. No podía apartar mi vista de ella. Era una luz, ella, un sol. Mi Lizzie.
Pero a la mañana siguiente estaba tan enferma que no se podía mover.
No se parecía a ninguna de las enfermedades que conocía, ciertamente no a la fiebre que había tenido el pasado agosto. Lizzie estaba cagando muy feo, ella, con sangre. Annie no hacía más que vaciar el cubo y lavarla, pero aun así el apartamento olía horrible. Y Lizzie no podía mover las piernas ni la cabeza sin sufrir. Annie y yo nos quedamos levantados, nosotros, al lado de ella, toda la noche. Hacia el amanecer ya no lloraba más, sólo estaba allí, tendida, con los ojos abiertos, pero sin ver nada. Estaba asustado, yo. Sólo estaba tendida, ella, allí.
—Voy a ir, yo, a buscar a la doctora Turner. Está en el café, ella, mirando las noticias sobre la ley... —le dije a Annie.
—Ya sé, yo, dónde se encuentra —estalló Annie, porque estaba muy preocupada, ella, por Lizzie, y casi exhausta—. Ha estado allí toda la noche, ¿no es así? Pero Lizzie no necesita ningún médico Auxiliar, ella. Esta vez funciona nuestra unidad médica.
No le dije, yo, que los Auxiliares habían inventado las unidades médicas. Estaba demasiado asustado yo también. Lizzie gimió y se cagó en la cama.
—Ve, tú, y despierta a Paulie. Yo la llevaré tan pronto la limpie.
Paulie Cenverno ha sido el alcalde desde que mataron a Jack Sawicki. El tiene los códigos de acceso a la clínica. Tomé mi bastón, yo, y partí tan rápido como pude hacia el edificio de apartamentos de Paulie.
Fuera hacía frío y todo era gris, pero el aire olía dulcemente, con un olor que me hizo sentir aún más asustado por Lizzie. A mitad de camino me encontré con la doctora Turner. Parecía, ella, tan cansada y desanimada que su rostro con modificaciones genéticas casi se veía feo.
—¿Billy? ¿Qué pasa? —Asió muy fuerte mi brazo, ella—. Su cara... ¿Lizzie? ¿Es por Lizzie?
—Está muy enferma. Empeora tan velozmente que... ¡va a morirse! —Me salió sin pensar. Creí que iba a desmayarme. Lizzie...
—Busque a Paulie para que abra la clínica. Voy a ayudar a Annie —se fue corriendo, ella, como pude hacerlo yo, una vez..
Paulie se levantó enseguida, él. Para el momento en que llegamos a la clínica, Annie y la doctora Turner ya se encontraban allí. La doctora Turner llevaba a Lizzie, que estaba llorando, ella. Sus pobres piernecitas colgaban como ramas quebradas.
Sentí brasas ardientes que quemaban mi estómago. Estaba tan asustado. Ninguna enfermedad normal infantil debería empeorar tan rápidamente.
La clínica no era más que un cobertizo cerrado de espuma premoldeada, sin ventanas, del tamaño suficiente para albergar la unidad médica y a cuatro o cinco personas. Paulie dijo:
—Pónganla ahí... justo ahí... —Paulie no sabía realmente nada, él. Estaba tan asustado como nosotros.
La doctora Turner acostó a Lizzie sobre la camilla de la unidad médica, la ató a ella y deslizó la camilla hacia dentro de la unidad. Podíamos ver a Lizzie, nosotros, a través de las ventanas de plástico transparente. Las agujas iban y venían, pinchando a Lizzie, pero no lloraba, ella. Era como si no pudiera sentir nada de lo que estaba pasando.
Transcurrieron algunos minutos. Lizzie no se movía, ella. Parecía casi dormida. Tal vez la unidad médica le diera algo para dormir. Finalmente, la unidad dijo:
—Esta unidad es inadecuada para efectuar un diagnóstico. La configuración viral no figura en el archivo. Se le administran antivirus de amplio espectro y antibióticos secundarios... —nadie le presta atención a una unidad médica. Uno sólo va, y deja que lo cure.
Pero la doctora Turner saltó como si le hubiesen disparado. Empujó a Paulie hacia un costado, ella, y le habló a la unidad médica.
—¡Información adicional! ¿De qué clase es la configuración viral?
—La capacidad de esta unidad ha sido excedida. Esta unidad sólo responde manualmente a requerimientos médicos específicos.
—Políticos baratos —La doctora Turner habló nuevamente, ella, a la unidad médica, y se abrió un panel en el costado, donde nunca me había dado cuenta de que había un panel. Dentro había una pantalla y un teclado. La doctora Turner tecleó con fuerza, ella. Estudió la pantalla.
—¿Qué es? —dijo Annie—. ¿Qué tiene Lizzie, ella? —La voz de Annie se oía débil y aguda. No parecía su voz.
Esta vez la doctora Turner no ofrecía el aspecto de jugadora de ajedrez. Esta vez parecía, ella, igual que lo que sentía mi estómago. Los huesos de la cara le sobresalían como si alguien los hubiera empujado hacia afuera.
—Billy... ¿Lizzie tocó la punta de su bastón? ¿La punta con la que usted tocó al conejo?
Vi a Lizzie, yo, bailando por el apartamento con mi bastón, cabalgándolo, agitándolo por un extremo, cantando acerca de las pruebas de Godel. Algo dentro de mi barriga se movió, y pensé que iba a vomitar.
—Sí. Estaba jugando, ella...
La doctora Turner se derrumbó, ella, contra la pared. Su voz se oía espesa:
—No fue Edén. Edén no modificó a ese conejo. Los otros lo hicieron, el laboratorio ilegal que soltó el disolvente... Oh, mi dulce Jesús en el infierno...
—No blasfeme, usted —dijo Annie, ella, pero no había fuego en lo que decía. Sus ojos eran tan grandes como los de Lizzie, a quien veía que iba a morir.
—¿Edén? ¿Qué Edén? —preguntó Paulie. Su cara parecía tensa y pequeña.
La doctora Turner me miró, ella. Sus ojos violeta modificados genéticamente y tan poco naturales como un conejo-camaleón pardo en un frío noviembre, no me veían. Podría afirmarlo, yo. Veía otra cosa, ella, y las palabras que pronunció no tenían sentido:
—Un perrito caniche rosado. Un perrito caniche rosado con cuatro orejas y ojos muy grandes...
—¿Qué? —dijo Paulie Cenverno, asombrado—. ¿Qué dice de un perrito?
—Un perrito rosado. Sensible. Descartable.
—Tranquila, ya, tranquila —dije, porque estaba hablando sin sentido y tal vez perdiendo la cabeza. De pronto me di cuenta, yo, de que iba a necesitarla. Y la necesitaba cuerda. Para llevar a Lizzie. No, Annie podía hacerlo. Pero Annie no estaba en buena forma para llevarla. Paulie, entonces. Pero Paulie ya estaba saliendo de la clínica, él. Aquí estaba pasando algo extraño, y no le gustaba, y cuando a Paulie algo no le gusta, a él, se aleja. No es el alcalde Jack Sawicki.
Además, no podía imaginar, yo, cómo iba a impedirle a la doctora Turner que nos siguiera, salvo matándola, y no pensaba hacer eso. Aunque me convenciera de que debía hacerlo. Y si la doctora Turner llevaba a Lizzie, entonces no podría disparar ningún revólver, ella, cuando se abriera la puerta del Edén.
Los ojos de la doctora Turner se aclararon. Volvió a mirarme, ella, y movió la cabeza, asintiendo.
Miré otra vez por las ventanas de la unidad médica. Le estaba colocando alguna clase de parche medicinal, a Lizzie, aunque ya había dicho la unidad que no era la medicina correcta. Probablemente, era lo mejor que podía hacer. No es más que un estrafalario robot, ella.
La joven de la gran cabeza que le había salvado la vida a Doug Kane y había matado al mapache rabioso, no era un robot.
Iba a hacer lo que había jurado, yo, que nunca haría: llevaría a la doctora Turner al Edén.
Estaba amaneciendo cuando partimos. Yo caminaba delante, apoyándome en otro bastón que la doctora Turner había arrancado de un arce. Ella llevaba a Lizzie, envuelta en mantas y todavía dormida, por lo que fuese que le había dado la unidad médica. Su piel parecía de cera. Annie venía detrás, ella, tropezando por el bosque al que nunca había ido. Creo que estaba llorando, ella. No me atrevía a mirarla, porque tal vez fuera la clase de llanto que las mujeres lloran en el verdadero final, y no podía soportarlo. No era el momento final aún. Estábamos yendo, nosotros, hacia el Edén.
El cielo se puso del color de un fuego de pino.
Traté de guiarlas, yo, por donde la nieve no era tan profunda. En unas pocas oportunidades me equivoqué, y caí en un hoyo cubierto de nieve, metiéndome hasta las rodillas. Pero estaba bien, porque sólo yo había caído. Todavía podía, yo, aguantar eso. Aun así, cada vez que caía, yo, podía sentir mi corazón latir un poco más deprisa, y mis huesos me dolían un poco más.
El deshielo que había empezado, ayudaba. Había un montón de nieve mal derretida, especialmente en los lugares soleados. Sin ese deshielo, no sé, yo, si hubiéramos podido avanzar por las montañas.
Lizzie gimió, ella, pero no se despertó.
—Un... minuto, Billy —dijo la doctora Turner, después de una hora. Se detuvo en un claro soleado, ella, y cayó sobre sus rodillas, con Lizzie atravesada sobre su regazo. Estaba sorprendido, yo, de que hubiera podido seguir tanto tiempo; Lizzie ya no es tan liviana como el año pasado, sin ir más lejos. La doctora Turner debía de ser más fuerte de lo que parecía. Genéticamente modificada.
—¡No tenemos un minuto que perder, nosotros! —chilló Annie, pero la doctora Turner no le prestó atención, ni siquiera para mirarla con el entrecejo arrugado. Tal vez la doctora Turner estaba demasiado cansada, ella, para andar arrugando el entrecejo. Había estado toda la noche de pie, mirando la red de noticias, para saber todo acerca de la ley marcial del Presidente. Pero creo que sabía, ella, lo mortalmente asustada que estaba Annie.
—¿Cuánto... falta?
—Otra hora más —dije, aunque la verdad era que faltaba más. No avanzábamos a buen ritmo, nosotros—. ¿Podrá hacerlo?
—Por... supuesto. —La doctora Turner se puso de pie, forcejeando con Lizzie, que colgaba como un saco. Durante un minuto creí, yo, que veía a Annie ponerle una mano sobre el brazo a la doctora Turner con verdadera amabilidad. Pero quizás Annie sólo estaba tratando de enderezarse.
Nunca el bosque me había parecido tan grande.
Después de un rato, el dolor comenzó a instalarse definitivamente en mis huesos, como un pequeño animal. Me clavaba los dientes creí, yo, en las piernas y rodillas, y en el hombro del brazo que llevaba el bastón. Y luego comenzó a morder cerca del corazón.
No podía detenerme, yo. Lizzie se estaba muriendo.
Ahora trepamos más alto, nosotros, por la boscosa ladera de la montaña. La vegetación y los mismos árboles eran más espesos aquí. No había claros soleados. No las estaba llevando, yo, por el camino que Doug Kane y yo habíamos recorrido el otoño anterior; demasiada nieve. Este camino era más arduo y más largo, pero llegaríamos.
Nos llevó hasta el mediodía. La doctora Turner nos obligó a detenernos y a tragar la comida que Annie había traído. Sabía a lodo. La doctora Turner vigiló, ella, que comiera toda mi parte. Lizzie no podía comer nada. Todavía no se movía, ni siquiera movía los ojos. Pero aún respiraba. Derretí un poco de nieve, yo, con la lámpara de energía Y de la doctora Turner, y la metí por entre los labios de Lizzie. Estaban azules.
—Padre nuestro que estás en los cielos, el pan nuestro de cada día dánoslo hoy... —La doctora Turner miró a Annie con incredulidad. Pensé que iba a decirle con dureza algo acerca de quién les daba su pan a los Vividores, como había oído decir a otros Auxiliares. Los Auxiliares no son religiosos, ellos. Pero no lo hizo.
—¿Cuánto falta, Billy?
—Ya falta poco.
—¡Hace dos horas que dice «falta poco»!
—Ahora falta poco.
Volvimos a ponernos en camino, nosotros.
Cuando bajamos por el sendero del pequeño riachuelo, creí, yo, durante un aterrador minuto, que no estaba en el lugar correcto. No parecía el mismo. El sendero era una superficie resbaladiza cubierta de lodo, y el riachuelo corría veloz, pero en una zona estaba atascado con trozos de hielo y ramas caídas, lo que lo hacía parecer más ancho de lo que lo recordaba.
Nos deslizamos por el sendero. La doctora Turner llevaba a Lizzie sobre sus hombros con una mano, y con la otra iba cogiéndose de árbol en árbol, para no caerse. Vadeamos con cuidado el riachuelo. Había un saliente plano, prácticamente despejado, con un abedul y un roble cuyas hojas, que aún no habían caído, vibraban al viento. Eran mis marcas. Habíamos llegado, pero no había nada allí.
Nada que ver. Nada diferente. Riachuelo, lodo, rocas, la ladera de la montaña. Nada.
—¿Billy? —dijo Annie, tan suavemente que apenas la escuché, yo—. ¿Billy?
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó la doctora Turner. Se echó al suelo, ella, y apoyó a Lizzie sobre el lodo, demasiado cansada para advertirlo siquiera.
Miré a mi alrededor. Riachuelo, lodo, rocas, la ladera de la montaña. Nada.
¿Por qué razón los SuperInsomnes habrían de permitir la entrada a dos Vividores embarrados, a una Auxiliar medio chiflada, y a una niña moribunda? ¿Por qué habrían de hacerlo?
En ese momento supe, yo, lo que quería decir Annie cuando nombraba al infierno.
—¿Billy?
Me senté en una roca, yo. Las piernas ya no me sostenían. La puerta había estado justo ahí. Riachuelo, lodo, rocas, la ladera de la montaña. Nada.
La doctora Turner empujó a Lizzie hacia su madre. Luego dio un salto, ella, y comenzó a gritar como una loca, como una salvaje que no hubiera estado cargando una niña pesada durante horas y horas por la nieve.
—¡Miranda Sharifi! ¿Me oyes? ¡Hay una niña aquí que se está muriendo, una víctima de un virus modificado ilegalmente transmitido por la fauna! ¡Algún laboratorio ilegal lo programó, algunos dementes bastardos que pueden barrer a toda la comunidad en cuestión de días, y probablemente quieran hacerlo! ¿Me oyes? ¡Está genéticamente modificado, y es letal! ¡Vosotros sois responsables de esto, vosotros sois, supuestamente, los grandes expertos en la confección de modificaciones genéticas, no nosotros! ¡Vosotros sois responsables, vosotros, bastardos Insomnes, lo hayáis hecho vosotros o no, porque sois los únicos que podéis curarla! ¡Es ante vosotros, grandes cerebros, que nos inclinamos, es a vosotros a quienes se supone que debemos buscar... Miranda Sharifi! ¡Necesitamos ese Limpiador Celular que fue pisoteado en Washington! ¡Lo necesitamos ahora! ¡Nos estuvisteis hostigando con él, vosotros, hijos de puta... maldita sea! ¡Nos lo debéis!
No podía creerlo, yo. Sonaba como Celie Rane gritando contra los Auxiliares. Murmuré:
—¡No puede darle órdenes a un SuperInsomne, usted!
No me prestó atención, ella. Yo muy bien podría no haber estado ahí.
—¡Miranda Sharifi! ¿Me oyes, tú, puta? En nombre de la humanidad común... ¿qué demonios estoy haciendo?
Se detuvo, con aspecto aturdido, como si no fuera a moverse nunca más. Luego se echó a llorar.
La doctora Turner se echó a llorar.
No sabía, yo, qué hacer. Una cosa es cuando Annie llora, porque Annie es una mujer normal. Pero una Auxiliar llorando, sollozando y comportándose como si estuviera en el fondo de un cajón de manzanas y no en la superficie... yo no sabía qué hacer. Y aunque lo hubiera sabido, no habría podido hacerlo. El doloroso animal que tenía en el pecho estaba royéndome, haciéndome tanto daño que ni por Lizzie habría podido levantarme del suelo.
—Por favor... —susurró la doctora Turner.
Entonces, la puerta en la montaña se abrió. No, no se abrió, se... No fue así como funcionó. Había una especie de fuerte resplandor, una especie de escudo, y luego la tierra pareció desvanecerse, el lodo y las hojas de roble muertas y el musgo que cubría las rocas, todo, y apareció un sólido cuadrado de plástico transparente bajo nuestros pies, sólo que no era realmente plástico, de un metro por un metro. Luego, eso también se desvaneció y aparecieron unas escaleras.
La doctora Turner bajó la primera, ella, y se giró para coger a Lizzie. Annie se la alcanzó. Luego bajó Annie. Bajé el último, yo, porque aunque el pecho me dolía tanto que se me nublaba la vista, quería ver lo que sucedía después de que todos estuviéramos bajo el cuadrado. Podía ser lo último que viera, yo, y quería verlo.
Lo que sucedió fue que apareció de nuevo el resplandor, y el plástico que no era plástico se cerró sobre mi cabeza. Me estiré y lo toqué. Era duro como el diamante. Zumbaba. Al otro lado, la tierra y las rocas comenzaron a crecer, crecían y la tierra no estaba suelta sino bien prensada, unida a toda la otra tierra. Pero apostaría, yo, a que no tendría huellas de pisadas sobre ella.
Nos quedamos de pie, nosotros, en una pequeña habitación, toda blanca, brillante, y vacía. Las paredes eran perfectas: ni una marca, ni un rasguño, ni nada. Nunca vi paredes semejantes, yo. Esperamos un largo rato, me pareció, aunque probablemente no lo fuera tanto. Me rodeé el pecho con mis brazos, yo, para evitar que el dolor siguiera corroyéndome. La doctora Turner se volvió hacia mí y le cambió la cara.
—Pero, Billy...
Luego se abrió una puerta en donde no había habido ninguna puerta, y allí estaba, ella, mi joven-cabezona-de-cabello-oscuro del bosque, sin sonreír, y tuve apenas el tiempo suficiente, yo, para verla antes de que el animal que tenía en el pecho rugiera y clavara sus dientes en mi corazón, y entonces todo desapareció.