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DIANA COVINGTON: KANSAS

En otra época de mi vida, Eugene, que venía antes de Rex y después de Claude, me preguntó qué me recordaban los Estados Unidos. A Eugene le gustaban esta clase de preguntas: grandiosas metáforas provocativas que, a su vez, provocaban su desprecio. Repliqué que los Estados Unidos siempre me habían parecido una poderosa bestia inocente, lujuriosamente bella, con la capacidad craneana de un venado de cabeza achatada. Mira cómo estira sus músculos bajo el sol. Mira cuan alto llega su soberbia. Mira con cuánta gracia corre directamente hacia la vía del tren que se aproxima. Esta respuesta tuvo la virtud de ser tan exageradamente grandiosa que, objetarla en esos términos, habría sido superfluo. Eso, además de la cuestión de que también era verdad.

Por cierto, desde mi gravicarril podía ver bastante bien el lujurioso cadáver carcomido. Habíamos atravesado las Rocosas a un cuarto de la velocidad habitual para que los pasajeros Vividores pudieran disfrutar del espectacular paisaje: la majestuosidad de las montañas purpúreas y todo eso. Nadie echó siquiera un vistazo por la ventanilla. Yo permanecí pegada a ella, saboreando la estúpida superioridad de la admiración genuina.

En Garden City, Kansas, hice el transbordo a un tren local, que atravesaba el maravilloso campo pitando a 340 kilómetros por hora, deslizándose a través de mierdosos pueblecitos de Vividores levantados en medio de la nada.

«¿Por qué no volar hasta Washington? —había preguntado, incrédulo, Colin Kowalski—. Después de todo, nadie espera que te transformes de verdad en una Vividora.» Le respondí que quería conocer los pueblos de los Vividores cuya integridad estaba defendiendo en contra de una potencial corrupción de genética artificial. Mi respuesta no le gustó más de lo que le había gustado a Gene la que le diera oportunamente.

Bueno, ahora lo estaba viendo. El cadáver carcomido.

Todos los pueblos se parecían. Calles que se abrían en abanico desde la estación del gravicarril, casas y bloques de apartamentos, algunos totalmente hechos con espuma premoldeada, otros en los que había sido añadida a construcciones más viejas, de ladrillos y hasta de madera. Los colores del premoldeado eran chillones: rosa, dorado, cobalto y un verde muy popular que parecía tripa de langosta. El ocio aristocrático de los Vividores no les confería un gusto aristocrático.

Cada uno de los pueblos se jactaba de tener un café comunal del tamaño de un hangar para aviones, un almacén de suministros, varios albergues comunitarios, un baño público, un hotel, campos de deportes y una escuela que parecía un desierto.

Sobre cada una de estas cosas había pegado un holosigno: Almacén del Supervisor S. R., voten por mí; Café «El dinero de la Familia», de la Senadora Francés Fay. Y más allá del pueblo, apenas visible desde el gravicarril, la planta de energía Y y las fábricas de robots protegidas que mantenían en funcionamiento todo aquello. También, naturalmente, la pista de carreras de motos, ineludible como la muerte.

En algún lugar de Kansas subió una familia. Todos se dejaron caer sobre los asientos que estaban frente a mí: papi, mami, tres pequeños Vividores, dos de ellos con narices moqueantes, todos con la urgente necesidad de emprender una dieta y hacer algo de gimnasia. Rollos de grasa se bamboleaban por debajo del brillante mono amarillo de Mamá Vividora. Su mirada pasó sobre mí, se paseó y dio la vuelta, como un radar.

—Hola —saludé.

Frunció el entrecejo y le dio un codazo a su compañero. Él me miró pero no arrugó el entrecejo. Los pequeños observaban en silencio, el muchachito —que tenía alrededor de doce años— con un aire parecido al de su padre.

Colin me había advertido sobre el inconveniente de intentar pasar por Vividora; dijo que no existía la más remota posibilidad de que pudiera engañar a un Insomne. Le respondí que ni se me ocurriría intentar engañar a un Insomne; sólo quería mezclarme con la flora local. Afirmó que no podría hacerlo. Aparentemente, tenía razón. Mamá Vividora echó un vistazo a mis largas piernas modificadas genéticamente, mi rostro esculpido y mi cuello Ana Bolena, que le había costado a mi padre una pequeña fortuna, y lo supo. Mi mono color verde veneno, mi bisutería de hojalata (muy popular: hágala usted misma), y mis lentes de contacto color caca no supusieron la mínima diferencia para ella. Papi e hijo no estaban tan seguros, aunque, en realidad, no les interesaba. Tenían en mente la medida de mis senos, no la de mis genes.

—Soy Darla Jones, yo —dije, alegremente. Tenía un bolsillo oculto lleno de diversos chips bajo distintos nombres, algunos suministrados por la ACNG, otros acerca de los cuales la ACNG nada sabía. Es un error permitir que la Agencia nos provea de toda nuestra cobertura. Puede haber un momento en que uno desee cubrirse de ellos. Todas mis identidades estaban documentadas en bases de datos federales y registraban un frondoso pasado, gracias a un talentoso amigo que la ACNG tampoco conocía—. Voy hasta Washington, yo.

—Arnie Shaw —dijo ansiosamente el hombre—. El tren, ¿no se ha averiado todavía?

—Nooo —dije—, aunque quizá lo haga, sí.

—¿Qué se puede hacer, acaso?

—Nada.

—Mantiene el interés.

—Arnie —dijo bruscamente Mamá Vividora, interrumpiendo esta amable conversación entre viajeros—, volvamos atrás, nosotros. Hay un montón de asientos —me echó una mirada capaz de derretir el sinteplast.

—Aquí también hay muchos, Dee.

—¡Arnie!

—Adiós —les dije.

La mujer se fue murmurando por lo bajo. Perra. Me gustaría que los SuperInsomnes convirtieran a sus descendientes en perros guardianes de seis patas y sin cola. O en cualquier otra cosa que se les ocurriera. Apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. Nos acercábamos a otro pueblo de Vividores, y el gravicarril aminoró la velocidad.

Tan pronto como volvimos a partir, la más pequeña de los Shaw regresó. Era una niña de alrededor de cinco años, que venía llorando por el pasillo. Tenía una cara pequeña, de expresión insolente, y largo cabello castaño, sucio.

—Llevas un bonito brazalete, tú —miró anhelante la atrocidad de hojalata que yo llevaba en la muñeca, toda cascabeles en forma de espiral, hecha de alguna aleación liviana, maleable como cera caliente. Algún votante atontado se la había enviado a David cuando se presentó para senador, junto a los pendientes que hacían juego. David los había guardado, como una broma.

Me quité el brazalete.

—¿Quieres ponértelo?

—¿De veras? —su rostro se iluminó. Me arrebató el brazalete de un tirón y se fue correteando por el pasillo, agitando el faldón de su camisa azul. Lástima que los gatitos se conviertan, inevitablemente, en gatos.

Un minuto más tarde apareció Mamá Vividora: —Tenga su brazalete, usted. ¡Desdémona, ella, tiene su propia bisutería!

Desdémona. ¿De dónde sacan estos nombres? Shakespeare no se representa en las pistas de carreras de motos. La mujer me miró con odio.

—Mire, manténgase en su clase, usted, que nosotros nos mantenemos en la nuestra. Mejor todo así. Me entiende, usted.

—Sí, señora —contesté, y me quité las lentillas. Mis ojos son de un intenso violeta modificado genéticamente. La contemplé en silencio, con las manos cruzadas sobre el regazo.

Se alejó contoneándose, al tiempo que murmuraba:

—Qué gente...

—Si no puedo pasar por Vividora —le había dicho a Colin—, entonces pasaré por una Auxiliar medio loca que pretende hacerse pasar por una Vividora. No seré la primera Auxiliar que intenta vivir como los naturales del lugar. Ya sabes, la trabajadora que intenta patéticamente pasar por aristócrata. Un escondrijo a la vista de todos.

Colin se había encogido de hombros. Me había dado la impresión de que ya estaba arrepentido de haberme reclutado, pero advertí que esperaba que mis payasadas desviaran la atención de los auténticos agentes de la ACNG enviados por Washington. El Foro Federal para la Ciencia y la Tecnología, popularmente conocido como Tribunal Científico, estaba llevando a cabo la audiencia sobre Demanda para Comercialización N.° 1892-A. Lo que hacía a esta demanda diferente de las anteriores, desde la 1 hasta la 1891, era que, justamente, estaba siendo entablada por la Corporación de Huevos Verdes. Por primera vez en diez años, los SuperInsomnes buscaban la aprobación del gobierno para comercializar en los Estados Unidos un invento patentado de modificación genética. No tenían ni la menor posibilidad de ganar, por supuesto, pero, aun así, era muy interesante. ¿Por qué ahora? ¿Qué estaban buscando? ¿Se presentaría personalmente alguno de los veintisiete en la audiencia?

Y si alguno lo hiciera, ¿podría yo mantenerlo bajo vigilancia?

Observé por la ventanilla los campos atendidos por robots. Trigo, o tal vez soja... no estaba segura de qué aspecto tenía cada uno, creciendo en el campo. Diez minutos más tarde volvió Desdémona. Su cara apareció lentamente en medio de mis piernas estiradas; había llegado gateando por debajo de los asientos, en medio de la mugre, la comida pisoteada y la basura. Desdémona irguió su pequeño torso entre mis rodillas, balanceándose, y apoyó una mano pegajosa sobre mi asiento. La otra mano voló y se cerró sobre mi brazalete.

Lo desabroché y se lo volví a dar. La pechera de su mono estaba inmunda:

—¿No hay robot de limpieza en este tren?

Agarró con fuerza el brazalete y sonrió:

—Se murió, él.

Me eché a reír. Un minuto después, el tren frenó bruscamente y se detuvo. Había sufrido una avería.

Fui arrojada al suelo, donde caí sobre manos y pies, preparada para morir. Por debajo se oyeron los chirridos de la maquinaria. El tren vibró y se estremeció, pero no volcó.

—¡Maldición! —gritó el padre de Desdémona—. ¡Otra vez no!

—¿Podemos tomar un helado, nosotros? —lloriqueó un niño—. ¡Ya nos hemos detenido!

—La tercera vez en esta semana. ¡Jodido tren Auxiliar!

—¡Nunca podemos tomar helado!

Aparentemente, el tren no iba a volcar. Aparentemente, yo no iba a morir. Aparentemente, los chirridos de la maquinaria era cosa de rutina. Bajé del tren, como hacían todos los demás.

Entré en otro mundo.

Un viento febril soplaba a través de kilómetros de pradera: cálido, susurrante, intoxicante. Quedé atónita ante la extensión del cielo. Un infinito cielo de brillante azul arriba, un infinito campo de brillante dorado abajo. Y todo ello acariciado por el viento, cálido como sangre, bañado por la luz del sol, pletórico de fragancia. Yo, una amante de la ciudad comparable a sir Christopher Wren, ni siquiera había imaginado nada semejante. Ningún holoterminal me había preparado para esto. Me resistí a la loca idea de arrojar mis zapatos por el aire y hundir mis pies en la tierra oscura.

En lugar de eso, seguí a los quejosos Vividores, a lo largo de las vías, hasta la cabeza del tren. Se amontonaron alrededor de la holoproyección de un ingeniero, aunque su discurso enlatado se oía en el interior de cada uno de los vagones. La holo se «irguió» sobre el pasto, autoritaria y enorme. El titular de la concesión era un amigo mío; creía que una imagen masculina de un negro de dos metros de altura era la proyección ideal para imponer orden.

—No es necesario alarmarse. Es un desperfecto transitorio. Por favor, vuelvan a la comodidad y la seguridad de sus vagones, y en pocos momentos más se les servirá un tentempié. Un técnico reparador de la concesión graviviaria ya está en camino. No es necesario alarmarse...

Desdémona pateó la holo. Su pie atravesó la imagen, y la niña sonrió forzadamente, con una descarada e injustificada sonrisa de triunfo. La holo bajó la mirada hacia ella:

—No vuelvas a hacer eso, niña, ¿me oyes, tú? —Desdémona abrió muy grandes los ojos y voló a refugiarse detrás de las piernas de su madre.

—No seas tan miedosa, tú... Es una holo interactiva, eso es todo —se burló Mamá Vividora—. Venga, sal de detrás de mis piernas, tú.

Le hice un guiño a Desdémona, quien primero me miró enfurruñada y luego sonrió, haciendo sonar nuestro brazalete.

—... a la comodidad y seguridad de sus vagones, y en pocos momentos más se les servirá un tentempié...

Otros pasajeros se acercaron al ingeniero, todos ellos protestando a viva voz, salvo dos personas. La primera era una mujer de edad, alta, de rostro franco y anguloso como un mosaico. No usaba mono sino una larga túnica tejida de hilo, de sutiles y apagados tonos verdes, demasiado irregular para ser hecha a máquina. Sus pendientes eran simples piedras verdes pulidas. Jamás había visto a ningún Vividor que tuviera buen gusto.

La otra anomalía era un joven de baja estatura, sedoso cabello rojo, piel pálida y cabeza un poco grande en relación con el cuerpo.

Se me erizaron los pelos de la nuca.

En el interior de los vagones, robots servidores emergieron de los compartimentos en los que se encontraban y ofrecieron bandejas con bocadillos de soja sintética, varias bebidas y «brillo de sol» en dosis inofensivas.

«Atención de la senadora estatal Cecilia Elizabeth Dawes —repetían una y otra vez—. Es un placer tenerlos a bordo.» Esta tregua duró media hora. Luego todos volvieron a bajar y reanudaron sus quejas.

—El tipo de servicio que se obtiene en estos tiempos...

—... la próxima vez votaré, yo, a algún otro... a cualquier otro.

—... un desperfecto transitorio. Por favor, vuelvan a la comodidad y la seguridad de...

Caminé entre la maleza hasta el límite del campo más cercano. El Insomne-mal-disfrazado estaba parado, observando al gentío, fingiendo indiferencia, lo mismo que yo. Hasta ahora no me había prestado ninguna atención especial. El campo estaba rodeado por una valla de baja energía, presumiblemente para mantener encerrados a los agro-robots, que marchaban lentamente entre las filas de trigo dorado, haciendo su trabajo, fuera cual fuese. Salté la valla y cogí a uno de ellos. Zumbaba quedamente, una oscura esfera con tentáculos flexibles. En su base, una etiqueta rezaba «CANCO ROBOTS/LOS ÁNGELES». CanCo había aparecido en el Wall Street Journal On-Line la semana anterior; tenían problemas. Sus agro-robots de todo el país habían comenzado repentinamente a averiarse. La concesión se estaba yendo a pique.

El cálido viento susurró seductoramente entre el perfumado trigo.

Me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, de espaldas a la cerca de energía. A mi alrededor, los adultos jugaban a las cartas o a los dados. Los niños correteaban por ahí, gritando. Una pareja joven pasó a mi lado y desapareció entre el trigo, con el sexo reflejado en la mirada. La mujer de edad estaba sentada, sola, leyendo un libro, un libro de verdad. No logré imaginar de dónde lo había sacado. Y el Insomne cabezón, si eso es lo que era, se estiró en el suelo y cerró los ojos, simulando dormir. Hice una mueca. Nunca me ha gustado la ironía en provecho propio. No en los demás.

Después de dos horas, los robots volvieron a servir comida y bebida: «Atención de la senadora estatal Cecilia Elizabeth Dawes. Es un placer tenerlos a bordo.» ¿Cuánta soja sintética llevaba un gravicarril Vividor? No tenía ni idea.

El sol alargaba las sombras. Me dirigí a la mujer que estaba leyendo:

—¿Bueno el libro?

Levantó la vista hacia mí, midiéndome con la mirada. Si Colin me había enviado a mí al Tribunal Científico de Washington, probablemente había también enviado a algunos agentes auténticos. Y si Cabeza Grande era un Insomne, podría ser que tuviera su propia comitiva personal. Sin embargo, algo en el rostro de la lectora me convenció de que no lo era. No estaba modificada genéticamente, pero no era eso. Es posible encontrar familias de Auxiliares que rechazan incluso las modificaciones genéticas autorizadas, y luego siguen adelante, formando una sólida corporación, pero al margen de la sociedad. Ella tampoco era de ésos. Era otra cosa.

—Es una novela —contestó la mujer inexpresivamente—. Jane Austen. ¿Le sorprende que aún haya Vividores que sepan leer? ¿O que deseen hacerlo?

—Sí —respondí, sonriéndole con complicidad, pero ella sólo me devolvió una altiva mirada y reanudó la lectura. Una Auxiliar renegada no provocaba su desprecio, ni su indignación, ni su servilismo. Su falta de interés en mí era genuina. Sentí un involuntario respeto.

Evidentemente, no sabía tanto como creía saber de las diferentes variedades de Vividores.

El atardecer me cogió por sorpresa. El cielo se tornó luminoso y vulnerable y se cubrió de sutiles colores, que parecieron volverse más agresivos, y luego fueron seguidos por débiles tonos pastel de despedida. Luego todo se volvió frío y oscuro. Una completa historia de amor, empírica, de treinta minutos; Claude-Eugene-Rex-Paul-Anthony-Russell-David.

No apareció ningún técnico reparador. El frío se adueñó con rapidez de la pradera; todos volvimos a subir al tren, y se encendieron las luces y la calefacción. Me pregunté qué habría pasado si esos sistemas, o los robots de servicio, también hubieran fallado.

—Mi ficha para comida se atrasó en venir de la capital la última vez —dijo alguien, no muy alto y a nadie en particular.

Pausa. Me erguí en el asiento: ése era un tono distinto. No una queja. Algo más.

—En mi pueblo no hay más monos. El Auxiliar del almacén dice, él, que hay escasez nacional.

Pausa.

—Nosotros vamos en este tren a buscar a mi anciana madre a Misuri. La caldera de la calefacción de su edificio quedó fuera de servicio y nadie le dio alojamiento. No tiene calefacción, ella.

Pausa.

—¿Alguno de ustedes sabe cuan lejos está el próximo pueblo? Tal vez podríamos caminar, nosotros —dijo otro.

—¡Se supone que nosotros no caminamos! ¡Se supone que deben arreglar nuestro jodido tren! —decía Mamá Vividora, con un estallido de furia y saliva.

El tono tranquilo se había terminado:

—¡Así es! ¡Somos votantes, nosotros!

—Mis hijos no pueden caminar hasta el próximo pueblo...

—¿Qué eres tú, un jodido Auxiliar?

Pude ver al hombre de cabeza grande pasear la mirada por todos y cada uno de los rostros.

La holo del alto ingeniero moreno apareció repentinamente en el vagón, de pie en medio del pasillo:

—Señoras y señores, Gravicarriles Morrison se disculpa una vez más por la demora en el servicio. Para hacer más llevadera la espera, tenemos el privilegio de presentarles una nueva producción de entretenimiento, que aún no ha sido vista por las holorredes, como atención del congresista Wade Keith Finley. Drew Arlen, el Soñador Lúcido, en su nuevo concierto llamado «El luchador». Por favor, véanlo desde las ventanas ubicadas a la izquierda del gravicarril.

Los Vividores se miraron; en el acto, un dichoso parloteó reemplazó a la ira. Evidentemente, esto era algo nuevo dentro de las diversiones que se ofrecían para esperar a que se solucionaran los desperfectos. Calculé qué costo tendría un holoproyector portátil capaz de proyectar holos lo suficientemente grandes como para que pudieran ser vistos a lo largo de todas las ventanillas de un tren, sumado al costo de un vídeo aún no estrenado del animador más admirado por los Vividores de todo el país. Comparé el total con el costo de un equipo de reparaciones competente. Aquí había algo que estaba muy mal. Yo no sabía nada sobre Hollywood, pero un concierto aún no estrenado de Drew Arlen debía de costar millones. ¿Por qué un gravicarril habría de llevar eso como diversión de emergencia, para evitar que los nativos se impacientaran?

El cabezón observó tranquilamente a sus compañeros de viaje apretar sus caras contra las ventanillas de la izquierda.

Una larga barra bajó serpenteando desde el techo del vagón que estaba detrás del nuestro, que marcaba el centro del tren. La barra se prolongó hasta el suelo, en un ángulo obtuso, y se extendió casi hasta el campo de trigo. Una luz se abrió en abanico desde el extremo superior de la barra, formando una pirámide. Todos exclamaron: «¡Ooooohhhhh!» Los proyectores portátiles nunca proporcionan la claridad de una buena unidad fija, pero no creí que a esta audiencia eso le importara demasiado. La holo de Drew Arlen apareció en el centro de la pirámide, y todo el mundo volvió a exclamar: «¡Ooooohhhhh!»

Bajé del tren subrepticiamente.

En la oscuridad y tan de cerca, la holo se veía aún más extraña: un hombre de cuatro metros y medio de alto, cuyo contorno se veía borroso, sentado en una silla de ruedas, con kilómetros de oscura pradera a sus espaldas. En lo alto, las estrellas resplandecían, increíblemente lejanas. Desdoblé una chaqueta de plástico que llevaba en el bolsillo de mi mono.

—Soy Drew Arlen, el Soñador Lúcido. Permitan que los sueños se conviertan en realidad —dijo la holo.

Yo había visto una de las actuaciones en vivo de Arlen una vez, en San Francisco, una noche en que había salido de juerga con amigos. Fui la única persona, en la Sala de Conciertos del Congresista Paul Jennings Messura, que no fue afectada. Resistencia natural a la hipnosis, dijo mi médico. Su cerebro carece de la bioquímica adecuada. ¿Usted sueña cuando duerme?

Jamás he sido capaz de recordar ni uno solo de mis sueños.

La luz piramidal que rodeaba a Arlen cambió sutilmente, vaciló de manera extraña. Formas subliminales. Las formas fueron fusionándose entre sí lentamente, formando diseños intrincados, y la voz de Arlen, baja e íntima, comenzó a contar una historia.

—Había una vez un hombre que tenía grandes ambiciones pero ningún poder. Cuando era joven, deseaba tenerlo todo. Deseaba tener fuerza, él, que hiciera que los otros hombres lo respetaran. Deseaba tener sexo, él, que hiciera que se le derritieran los huesos de satisfacción. Deseaba amor. Deseaba excitación. Deseaba, él, que cada día estuviera colmado de desafíos que sólo él pudiera enfrentar. Deseaba...

Oh, por favor. Cháchara groseramente machacona sobre deseos básicos. Y todavía había algunos Auxiliares que llamaban «artista» a este gilipollas.

Sin embargo, las formas eran compulsivas. Se deslizaban a través de la silla de ruedas de Arlen, abriéndose y cerrándose, algunas aparentemente claras, otras vacilando sobre el borde mismo de la percepción consciente. Sentí fluir la sangre en mis venas con más fuerza, esa súbita irrupción de vida que a veces se siente en primavera, o por el sexo, o ante un desafío. No era inmune a las consignas subliminales. Estas debían ser perversas.

Me detuve junto al vagón. Los Vividores permanecían inmóviles, con sus caras apretadas contra el vidrio. Desdémona miraba con la boca abierta, una pequeña cavidad rosada. Hasta la cara de Mamá Vividora había vuelto a ser la de la jovencita que fuera en alguna olvidada noche de un verano Vividor, décadas atrás.

Me volví hacia Arlen, que seguía contando su sencilla historia. Su voz era musical. Su relato era una especie de falsa leyenda folclórica sin matices, sin resonancia, detalles, ironía ni arte. Las palabras eran apenas el desnudo esqueleto sobre el que resplandecían los gráficos, extrayendo su verdadero significado de las mentes hipnotizadas de los espectadores. Me habían contado que cada persona vivía experiencias diferentes en los conciertos de Drew Arlen, según los símbolos que se liberaban de su inconsciente, surgidos de alguna significativa experiencia de la infancia que cada mente almacenaba. Me lo habían contado, pero no lo había creído.

Caminé junto al tren, en la oscuridad, y observé las caras de los Vividores que se veían tras las ventanillas. Cualquiera que fuese la experiencia que estaban viviendo, parecía ser más intensa que cualquiera de los sentimientos que yo había experimentado en la Capilla Sixtina, durante la representación del Rey Lear de Lewis Darrell, o en el festival de Beethoven ofrecido por la Filarmónica de San Francisco. Parecía más intensa que cualquier droga conocida. Tan intensa como un orgasmo.

Nadie reglamentaba el Sueño Lúcido. Arlen tenía una infinidad de imitadores de pacotilla. Nunca duraban demasiado. Lo que hacía Arlen, fuera lo que fuese, nadie en el mundo sabía hacerlo como él. La mayoría de los Auxiliares lo ignoraban: un artista manipulador y estafador, tan relacionado con el verdadero arte como esos holos de la Virgen María que súbitamente «aparecían» en medio de los festivales religiosos.

—... abandonando el hogar que amaba —decía la voz grave de Arlen—, adentrándose solo, él, en un bosque tenebroso...

Nadie reglamentaba el Sueño Lúcido. Y Drew Arlen, como todo el mundo sabía, era el amante de Miranda Sharifi. Era el único Durmiente que podía entrar y salir de Huevos Verdes a voluntad. Los representantes de la ACNG lo seguían constantemente, por supuesto, acompañados por tal cantidad de periodistas que bastaban para llenar una población pequeña. Era sólo que no tomaban sus conciertos demasiado en serio.

Di media vuelta y regresé a mi vagón. Subí, y vi que el cabezón era el único que no estaba aplastado contra las ventanillas. Se había estirado sobre un asiento desocupado y dormía. O simulaba dormir. ¿Para no ser hipnotizado? ¿Para poder observar mejor los efectos de la actuación de Arlen?

El concierto fue avanzando. El luchador enfrentó los riesgos de costumbre, obtuvo los triunfos habituales, se entusiasmó con los entusiasmos de costumbre. Idealización simplista. Cuando terminó, cada espectador se volvió hacia el que tenía a su lado y se abrazaron emocionados, riendo y llorando, y luego se volvieron hacia la holo de Drew Arlen, en la fría pradera. En ella se veía, en sus cuatro metros y medio de alto, a un guapo hombre inválido, en su silla de ruedas, sonriendo gentilmente a sus discípulos. Las formas que lo rodeaban se habían esfumado, a menos que estuvieran titilando subliminalmente, lo que era muy posible. Unos pocos Vividores apoyaron sus manos en la holo, tratando de tocar lo insustancial. Desdémona bailaba dentro de la pirámide, y apoyó su cabeza sobre la manta que cubría las rodillas de Arlen.

—Apuesto a que podríamos caminar, nosotros, hasta el próximo pueblo —dijo de golpe Papá Vividor.

—Bueno... —contestó alguien. Otras voces se le sumaron—: Si seguimos la vía, nosotros, y nos mantenemos juntos...

—Mirad si alguna de las luces de los techos es portátil.

—Algunos podrían quedarse, ellos, con los ancianos.

El hombre de la cabeza grande observaba cuidadosamente. En ese momento estuve segura. Todo el episodio del desperfecto del gravicarril en esta región olvidada por la tecnología había sido provocado para poder estimar el efecto causado por el concierto de Arlen.

¿Cómo? ¿Por quién?

No. Ésas no eran las preguntas correctas. La pregunta correcta era: ¿cuál era el efecto del concierto de Arlen?

—Tú te quedas aquí, Eddie, con los viejos. Tú, Cassie, avisa a los de los otros vagones. Ve quién quiere venir con nosotros. Tasha...

Organizarse les llevó diez minutos. Sacaron las luces de los techos de seis vagones: eran portátiles. Los que se quedaban les dieron chaquetas de refuerzo a los que se iban. El primer grupo estaba ya en marcha cuando relampagueó una luz en el cielo. Un segundo más tarde pude oír el avión. Los Vividores guardaron silencio.

El avión traía a un solo técnico en gravicarril, acompañado por dos robots de seguridad, de la clase de «no-me-ando-con-jodidos-rodeos», ya que ambos proyectaban un escudo personal de seguridad, y llevaban armas. La gente observaba en silencio. El apuesto rostro modificado genéticamente del técnico mostraba una expresión tensa. Los técnicos forman un grupo tenso, de todas maneras: modificaciones genéticas en su aspecto, pero ninguna de las mejoras en el CI ni en las habilidades, que costarían mucho más dinero a los futuros padres. Uno los encuentra reparando máquinas, efectuando la distribución para los almacenes, supervisando a los robots encargados del cuidado de los niños. Los técnicos no son, por cierto, Vividores, pero, aunque viven en los enclaves, no son exactamente Auxiliares. Y ellos lo saben.

—Señoras y señores —dijo el técnico en tono de desdicha—, la Corporación Gravicarriles Morrison, y la senadora Cecilia Elizabeth Dawes se disculpan por la demora en la reparación de su tren. Circunstancias que escapan a nuestro control...

—¡Y yo soy un político, yo! —dijo alguien, con amargura.

—¿Para qué los votamos, nosotros, a ustedes? ¡Basuras!

—¡Mejor dígale a la senadora que hoy perdió votos, ella, en este tren, aquí!

—El servicio que merecemos...

El técnico se dirigió resueltamente hacia la máquina, con la mirada baja, seguido por sus robots. Cuando pasaron sentí el débil resplandor de un campo de energía Y. Pero unos pocos Vividores, seis o siete, contemplaron la vía que se extendía en la ventosa oscuridad, con los ojos brillantes por algo que hubiera jurado que era pesar.

Al técnico le llevó trece minutos componer el gravicarril. Nadie lo molestó. Partió en su avión y el tren se puso en marcha. Los Vividores se pusieron a jugar a los dados, a protestar, a dormir, o a cuidar a sus caprichosos niños. Recorrí todos los vagones, buscando al hombre de la cabeza grande. Se había esfumado mientras yo observaba la reacción de los Vividores ante el técnico Auxiliar. Debimos de haberlo dejado atrás, en la pradera ventosa, en la oscuridad que todo lo envolvía.