1

DIANA COVINGTON: SAN FRANCISCO

Para algunos de nosotros, por supuesto, nada sería suficiente. Esa afirmación puede ser interpretada de dos maneras, ¿verdad? Pero no quiero decir que no tener nada pudiera alguna vez resultarnos satisfactorio. Ni siquiera lo es para los Vividores, no importa cuan patéticas suenen sus reclamaciones por una «aristocrática vida de ocio». Sí. Muy bien. Entre nosotros no hay nadie que no lo sepa. Los Auxiliares siempre podemos reconocer la insatisfacción. La vemos a diario en el espejo.

Mi CI no fue considerado tan alto como el de Paul. Mis padres no pudieron afrontar el gasto de introducir modificaciones genéticas como las que obtuvo Aaron.

La compañía en la que trabajo no ha progresado tanto como la de Karen.

Mi piel no es tan tersa como la de Gina.

Mis electores son más exigentes que los de Luke. ¿Acaso los votantes creen que estoy forrado en dinero?

Mi perro fue menos manipulado genéticamente que el de Stephanie.

De hecho, fue precisamente el perro de Stephanie el que me decidió a cambiar de vida. Sé cómo suena esto. No hay nada relacionado con mi ingreso en la Agencia para el Control de las Normas Genéticas, la ACNG, que no suene ridículo. ¿Por qué no comenzar con el perro de Stephanie? Le otorga al relato un aire de satírico desenfado. Podría pasar meses enteros hablando del tema.

Siempre y cuando, naturalmente, alguien saliera a cenar otra vez.

El desenfado es una cualidad muy perecedera.

Stephanie trajo su perro a mi apartamento del Enclave de Seguridad Bayview un domingo de julio por la mañana. El día anterior yo había comprado macetas de flores nuevas provenientes de BioForms, Oakland, y las flores caían en cascada sobre la baranda de la terraza con un despliegue de azules mucho más variado que los colores de la bahía de San Francisco, seis pisos más abajo. Cobalto, el azul de los huevos de petirrojo, aguamarina, azur, ciano, turquesa, cerúleo. Estaba tendida en una tumbona, en mi terraza, comiendo galletas de anís y observando mis flores. La genialidad de la genética había dado a cada capullo la forma de un suave y vibrante tubo que culminaba en una cúpula. Los capullos eran bastante largos. En esencia, mi terraza era una vaporosa exposición de penes flácidos, azules y vegetales. David se había ido la semana anterior.

—Diana —dijo Stephanie, atravesando el escudo de energía Y que recorría el ventanal abierto—. Toe, toe.

—¿Cómo has entrado en el apartamento? —pregunté, ligeramente fastidiada. No le había dado mi código de seguridad. No me gustaba lo suficiente.

—Tu código ha sido descifrado. Está en la red policial. Pensé que te gustaría saberlo —Stephanie era policía. No una policía de distrito, ya que ése era un trabajo rudo y sucio, propio de los Vividores. No nuestra Stephanie. Ella era la dueña de una compañía que proveía de robots de patrulla para la seguridad de los enclaves. Los diseñaba ella misma. Su empresa, que tenía un éxito fantástico, firmaba contratos con gran número de enclaves en San Francisco, aunque no con el mío. Decirme que mi código figuraba en la red robótica era su desagradable manera de provocarme porque mi enclave utilizara una fuerza policial diferente.

Me recliné en la tumbona y tomé la copa. Las flores azules más cercanas se extendieron hacia mi mano.

—Les estás provocando una erección —dijo Stephanie, pasando a través del ventanal—. ¡Oh, galletas de anís! ¿Te importa si le doy una a Katous?

El perro la siguió desde la fría penumbra del apartamento y se detuvo, parpadeando y resoplando bajo la brillante luz del sol. Estaba clara, agresiva e ilegalmente modificado. La ACNG puede permitir jugueteos divertidos con flores, pero no con categorías biológicas superiores al pez. Las normas son claras, y están respaldadas por sentencias judiciales cuyas severas condenas económicas las tornan más claras aún. No está permitida ninguna manipulación genética que cause dolor, que promueva la creación de armamento, en su más amplia acepción, ni que «altere la apariencia exterior o el funcionamiento interno básico de forma tal que la criatura se diferenciara de manera significativa no sólo de los otros miembros de su especie sino de su raza». Un collie podía andar al paso y en una sola pata, pero era mejor que siguiera pareciéndose a Lassie.

Y bajo ningún concepto una modificación genética que fuera hereditaria. Nadie quiere otro fiasco como el de los Insomnes. Hasta mis flores fálicas eran estériles. También los seres humanos modificados genéticamente —nosotros, los Auxiliares— éramos todos hechos a mano uno por uno, ejemplares in vitro únicos en su género, para coleccionistas. Así es como se mantiene el orden en nuestro ordenado mundo. Así lo expresó el juez Richard J. Milano de la Corte Suprema de Justicia, expresando la opinión mayoritaria en el caso Linbecker contra la ACNG. La humanidad no debe ser alterada hasta el punto de resultar irreconocible, a riesgo de perder lo que significa ser humano. Dos manos, una cabeza, dos ojos, dos piernas, un corazón en funcionamiento, la necesidad de respirar y comer y defecar, esto es, la humanidad a perpetuidad. Somos los seres humanos.

O, en este caso, los perros. Sin embargo, aquí estaba Stephanie, teóricamente un agente de la ley, de pie en mi terraza, flanqueada por una flagrante violación penal de las normas de la ACNG hecha de piel rosada.

Katous tenía cuatro adorables orejas, idénticamente tiesas, una especie de Rockettes auditivas. Tenía una adorable cola de conejo de piel rosada. Ojos pardos, de tamaño tres veces más grande que el que aprobaría el juez Milano, que le otorgaban una mirada profunda y triste. Se lo veía tan adorable, tan vulnerable, que hubiera querido patearlo.

Esa habría sido la solución. Aunque también podría haber sido considerado ilegal. Ninguna modificación genética debe causar dolor.

—Me enteré de que David se fue de casa —dijo Stephanie, agachándose para darle una galleta de anís a la temblorosa piel rosada. Oh, qué imagen más normal, una muchacha y su perro, mi mascota con manipulaciones genéticas ilegales, vivo al borde del ataque por cosas como ésta, ya sabes. Me pregunté si Stephanie sabía que «Katous» era la versión árabe de «gato». Por supuesto que lo sabía.

—David se fue de casa —confirmé—. Llegamos a un punto en el que el camino se bifurca.

—¿Y quién es el próximo en tu camino?

—Nadie. —Bebí lentamente mi trago, sin ofrecerle nada a ella—. Pensé que debía vivir sola por un tiempo.

—¿De veras? —Tocó una flor color aguamarina, que le envolvió el dedo con su suave pétalo tubular. Hizo una mueca y añadió—: Quel dommage! ¿Qué hay de aquel comerciante de software con el que estuviste hablando en la fiesta de Paul?

—¿Qué hay de tu perro? —contesté enseguida—. ¿No es maravillosamente ilegal para ser la mascota de una policía?

—Pero es tan bonito... Katous, saluda a Diana.

—Hola —dijo Katous.

Aparté lentamente el vaso de mi boca.

Los perros no podían hablar. Su aparato vocal no lo permitía, el CI canino no lo permitía. Aun así, el «hola» gruñido por Katous era perfectamente claro. Katous podía hablar.

Stephanie se recostó contra el ventanal, disfrutando del efecto que aquello había causado en mí. Habría dado cualquier cosa por ser capaz de ignorarla, de continuar con una conversación neutra, intrascendente. No pude.

—Katous —dije—. ¿Cuántos años tienes?

El perro me miró fijamente con sus apenados ojos.

—Katous, ¿dónde vives?

No hubo respuesta.

—¿Te han hecho manipulaciones genéticas?

No hubo respuesta.

—¿Es un perro Katous?

¿Hubo una sombra de confusión en sus ojos castaños?

—¿Eres feliz, Katous?

—Su vocabulario consta de sólo veintidós palabras, aunque comprende más que eso —aclaró Stephanie.

—Katous, ¿querrías una galleta? ¿Galleta, Katous?

Sacudió su ridículo rabo y dio una voltereta. No tenía uñas en las patas.

—¡Galleta! ¡Por favor!

Sostuve frente a él una galleta que había comprado en una de las tiendas de «Magdalenas Proust», y era deliciosa: crujiente, con sabor a anís, rica en manteca. Katous la tomó entre sus encías desdentadas.

—¡Gracias, señora!

Miré a Stephanie.

—No puede defenderse. Y mentalmente, es un inválido, lo suficientemente listo para hablar, pero no para comprender su mundo. ¿Cuál es la gracia?

—¿Cuál es la gracia de tus flores espermáticas? Dios, son obscenas. ¿Te las regaló David? Son magníficas.

—No me las regaló David.

—¿Las compraste tú misma? Después de que él se fuera, supongo. Un sustitutivo.

—Un recordatorio de la falibilidad masculina.

Se echó a reír. Sabía que estaba mintiendo, naturalmente. David nunca fallaba en ese aspecto. Ni en ningún otro. Su marcha fue culpa mía. No soy una persona con la que resulte fácil convivir. Hostigo, me entrometo, discuto, busco obsesivamente debilidades que puedan igualar a las mías. Peor aun, lo reconozco bastante más tarde de que ocurra. Aparté la mirada y contemplé la bahía de San Francisco a través de un hueco entre las flores, con mi copa fría en la mano.

Supongo que es un serio defecto de mi carácter el no poder permanecer más de diez minutos en la misma habitación con gente como Stephanie. Es inteligente, prometedora, divertida y audaz. Los hombres se rinden ante ella, y no solamente por el aspecto de sus manipulaciones genéticas, el cabello rojo, los ojos violeta y las piernas de metro y medio de largo. Ni siquiera por su perfeccionada inteligencia. No, ella posee la más novedosa atracción para tipos ya hastiados: no tiene corazón. Es un perpetuo desafío, una variedad infinita que la costumbre no puede echar a perder, porque el permiso para acceder a ella siempre puede ser revocado. No puede ser realmente amada, ni herida, porque nada le afecta. La indiferencia, unida a esas piernas, es irresistible. Cada hombre supone que será diferente para ella, pero jamás lo es. ¿Su rostro echó a la mar un millar de barcos? ¿Y qué? Siempre habrá una nueva flota. Si las modificaciones genéticas de feromonas no fueran ilegales, juraría que Stephanie las tiene.

Los celos, decía siempre David, corroen el alma.

Yo le respondía que Stephanie carecía de alma. Tenía veintiocho años, siete menos que yo, lo que implicaba un avance de siete años en la permisible evolución tecnológica del Homo Sapiens. Habían sido siete años muy productivos. Su padre era Harve Brunell, de Brunell Power. Para su única hija había comprado todas las modificaciones genéticas existentes en el mercado y algunas otras que todavía no eran legales. Stephanie Brunell representaba el último logro de la ciencia, el poder y los valores norteamericanos. Inmediatamente detrás de Katous.

Arrancó una fálica flor azul y la hizo girar lánguidamente entre sus manos. Estaba logrando que mi curiosidad con respecto a Katous me asfixiara.

—Así que todo ha terminado de veras entre David y tú. Casualmente, anoche lo vi de pasada en la fiesta acuática que dio Ana. Muy de lejos. Estaba afuera, entre las azucenas.

—¡Oh! —exclamé, sin querer darle importancia—. ¿Con quién?

—Completamente solo. Y estaba muy guapo. Creo que se ha cambiado otra vez el cabello. Ahora lo tiene rizado y rubio.

Me estiré, dando un bostezo. Sentía los músculos del cuello rígidos como cadenas de duragem.

—Stephanie, si te interesa David, ve a por él. A mí no me interesa.

—¿De veras? ¿Te importa si envío a tu más bien anticuado robot doméstico a por otro trago? Tengo la impresión de que te has bebido todo el tuyo sin mí. Al menos, tu robot funciona. El índice de desperfectos entre los robots policiales ha vuelto a aumentar otra vez. Si los titulares de las concesiones en franquicia no fueran algunos de mis mejores amigos, pensaría que están en manos de timadores. ¿Cómo se llama tu robot?

—Hudson —dije—, otro trago.

Hudson se alejó flotando. Katous lo miró con temor y retrocedió hasta un rincón de la terraza. El absurdo rabo del perro rozó una flor que colgaba fuera de la maceta. De inmediato, ésta se enroscó alrededor del rabo; Katous gimió, pegó un salto y empezó a temblar.

¿Un perro con modificaciones genéticas con algo de conciencia, pero temeroso de una flor? ¿No es un poco cruel?

—Se supone que es una bestezuela ultra-consentida. En realidad, Katous es un prototipo de prueba-beta para el mercado externo. Permitido bajo las pautas del Acta de Exenciones Especiales para la Recuperación Económica, Sección 14-c: Animales Domésticos no Agrícolas para Exportación.

—Creía que el Presidente no había firmado todavía el Acta de Exenciones Especiales. —El Congreso había pasado semanas enteras discutiendo esta cuestión. Crisis económica, desequilibrio en la balanza de pagos, controles estrictos de la ACNG, las amenazas a la vida tal como la conocemos. Lo de costumbre.

—La firmará la semana entrante —dijo Stephanie. Me pregunté cuál de sus amantes tendría influencias en el Capitolio—. No podemos permitirnos el lujo de que no lo haga. Cada mes que pasa, el lobby genético se vuelve más poderoso. Piensa en todas esas ricas ancianas chinas, centroeuropeas o sudamericanas que adorarán tener un perro faldero asquerosamente bonito, impotente, inofensivamente sensible, de corta vida y sin dientes.

—¿Corta vida? ¿Sin dientes? Las especificaciones de la ACNG sobre la raza...

—Serán obviadas en el caso de animales para exportación. Entretanto, sólo estoy haciendo una prueba-beta para un amigo. Ah, aquí está Hudson.

El robot atravesó flotando la puertaventana, con un vaso de «Escorpiones de Vodka». Katous se alejó arrastrándose, con sus cuatro orejas temblando. Su deslizamiento lo llevó contra un grupo de flores, que trataron, todas a la vez, de enroscarse alrededor de él. Un largo pétalo flácido se acomodó suavemente sobre sus ojos. Katous gimió e intentó liberarse, con una mirada salvaje. Cruzó disparado la terraza.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Ayuden a Katous!

Sobre ese lado de la terraza yo había plantado algodoncillo entre las estacas, con la intención de montar un zócalo de baja altura que no obstruyera la visión de la bahía. El aterrado vuelo de Katous lo colocó dentro del campo de sensores del algodoncillo. Éste dejó escapar una nube de fibras azules de aroma dulzón, finas como polen. El perro las aspiró, y nuevamente dio un gemido. Por un momento, la nube de fibras se volvió translúcida; una fragante niebla rodeaba esos enormes ojos aterrados. Katous corrió en círculos, y por fin saltó a ciegas. Se arrojó a través de las separadas estacas, por encima del borde de la terraza. El sonido de su cuerpo al chocar contra el pavimento hizo que Hudson girara sus sensores.

Stephanie y yo corrimos hacia la baranda. A nuestros pies, el algodoncillo liberó otra nube de fibras. Katous yacía aplastado sobre la acera, seis pisos más abajo.

—¡Maldición! —chilló Stephanie—. ¡Ese prototipo cuesta un cuarto de millón en investigación y desarrollo!

—Hubo un sonido no registrado en la entrada de la planta baja. ¿Debo alertar a seguridad? —inquirió Hudson.

—¿Qué le voy a decir a Norman? ¡Le prometí que cuidaría de esta cosa y lo mantendría a salvo!

—Repito. Hubo un sonido no registrado en la entrada de la planta baja. ¿Debo alertar a seguridad?

—No, Hudson —le contesté—. No hagas nada. Miré hacia la sangrienta masa de piel rosada. Sentí que me asaltaban la pena y el disgusto: pena por el terror de Katous, disgusto por Stephanie y por mí misma.

—Bien —dijo Stephanie, frunciendo sus labios perfectos—. Es posible que haya que perfeccionar el CI, después de todo. ¿Te imaginas los titulares del periódico de los Vividores? «PERRO ESTÚPIDO SE ARROJA DE CABEZA A LA MUERTE ATERRORIZADO POR UN RAMILLETE FÁLICO.» —Echó la cabeza hacia atrás, riendo, con su roja melena ondeando en la brisa.

«Cambiante —había dicho una vez David, refiriéndose a Stephanie—. Tiene arranques fascinantemente cambiantes.»

Personalmente, nunca he considerado que los titulares del periódico de los Vividores sean tan divertidos como parece creer todo el mundo. Y apostaría que ni «fálico» ni «ramillete» figuran en el vocabulario de los Vividores.

Stephanie se encogió de hombros y se alejó de la baranda.

—Me temo que Norman deberá hacer uno nuevo. Con la investigación y el desarrollo ya hechos, no creo que se arruinen por eso. Incluso es posible que obtengan un descuento de impuestos.

»¿Te enteraste de que Jean-Claude logró que admitieran su recurso de cancelación de deuda interpuesto contra la Oficina de Recaudación, por los embriones que él y Lisa, después de todo, decidieron no implantar en una sustituta? Los descartó y pidió que se le descontara el almacenamiento de los embriones durante siete años, como depreciación comercial, con el argumento de que un heredero era parte de una estrategia a largo plazo, y el auditor de Hacienda lo aceptó. Nueve embriones fertilizados, todos con costosas manipulaciones genéticas. Y, finalmente, él y Lisa decidieron que no querían tener niños.

Contemplé el despreciado bulto de piel rosada sobre la acera, luego alcé la mirada hacia el ancho azul de la bahía y tomé la decisión. En ese exacto momento. Así de rápida e irracionalmente. Como casi todo en mi vida.

—¿Conoces a Colin Kowalski? —le pregunté a Stephanie. Pensó brevemente. Poseía memoria eidética.

—Sí, creo que sí. Sarah Goldman nos presentó hace unos años, en algún teatro. ¿Alto, de cabello castaño y ondulado? Con escasas manipulaciones genéticas, ¿verdad? No recuerdo que fuera especialmente guapo. ¿Por qué? ¿Es el sustituto de David?

—No.

—Espera un momento... ¿No está en la ACNG?

—Sí.

—Creo haber mencionado —dijo Stephanie en actitud rígida— que la compañía de Norman tenía un permiso especial de prueba-beta para Katous.

—No, no lo hiciste.

Stephanie se mordió el impecable labio inferior:

—En realidad, el permiso está pendiente. Diana...

—No te preocupes, Stephanie. No pienso denunciar tu extinta violación. Sólo pensé que podrías conocer a Colin. Va a ofrecer una extravagante fiesta el Cuatro de Julio. Podría conseguirte una invitación —estaba disfrutando con su incomodidad.

—No creo que me interese una fiesta ofrecida por un agente del Escuadrón Puritano. Son siempre tan pomposos. Tipos que envuelven su rigidez en materia genética con la vieja bandera roja, blanca y azul y nunca se dan cuenta de que el resultado parece un falo nacional. O una cachiporra, golpeando toda innovación en nombre de un falso patriotismo. No, gracias.

—¿Tú crees que el idealismo es falso?

—En su mayor parte lo es. Eso, o bien sentimentalismo de Vividores. Dios, lo único tolerable de este país proviene de la tecnología genética. La mayor parte de los Vividores tienen un aspecto de mierda, y se comportan peor aún... tú misma dijiste que ni siquiera soportas estar cerca de ellos.

Lo había dicho, sí. Era mucha la gente con la cual no soportaba estar.

Stephanie formaba parte de una lista política, de las que nunca logran aparecer en los holovídeos proselitistas:

—Sin mentes modificadas genéticamente en los enclaves de seguridad, este país sería un desfile de retardados, incapaces de conseguir ni siquiera la supervivencia más primaria. Personalmente, creo que el mejor acto de «patriotismo» consistiría en crear y distribuir un virus manipulado genéticamente que fuera letal para todos, excepto para nosotros, los Auxiliares. Los Vividores no contribuyen en nada, y se aprovechan de todo.

—¿Alguna vez te conté que mi madre era una Vividora? —le dije, con cuidado— ¿Y que murió peleando por los Estados Unidos en el conflicto con China? Era sargento primero.

En realidad, mi madre murió cuando yo tenía dos años; apenas la recordaba. Pero Stephanie tuvo la gentileza de mostrarse turbada.

—No. Y deberías haberlo hecho, antes de que lanzara esa parrafada. Pero eso no cambia nada. Tú eres una Auxiliar. Tú has sido manipulada genéticamente. Tú haces un trabajo útil.

Esto último podía significar que Stephanie era generosa, o bien una zorra. Yo he realizado varios trabajos, ninguno de ellos de utilidad perdurable. Tengo una teoría acerca de la gente que termina teniendo una hilera de carreras de corta duración. A propósito, es la misma teoría que tengo acerca de la gente que termina teniendo una larga lista de amantes de corta duración. Con cada uno, inevitablemente, se anota uno una baja puntuación, no sólo con el asunto supuestamente «amoroso» o con el último empleo, sino con uno mismo. Con uno de ellos se descubre la capacidad de ser perezoso; con otro, la de ser malhumorado; con un tercero, la de enredarse en una ambición frenética que nos apabulla con sus patéticas reclamaciones. La suma de demasiadas carreras o de demasiados amantes es, por lo tanto, lo mismo: una lista personal de bajas puntuaciones, una labor dispersa y atomizada que nos sumerge directamente en el fondo del pozo. Quedan expuestas todas nuestras debilidades. Cada nuevo amante o nuevo empleo, que suceden a uno perdido, vuelven a aflorar.

En los últimos diez años he trabajado en seguridad, en holovídeos de entretenimiento, en política comunal, en concesiones de suministros manufacturados (más de una), en legislación robótica, en alimentación, en educación, en sincografía aplicada, en salud. No arriesgué nada, no perdí nada. Y ni siquiera David, que venía después de Russell, que sucedía a Anthony, que venía después de Paul, que sucedía a Rex, que venía después de Eugene, que sucedía a Claude, jamás me llamó «cambiante». Lo que, por cierto, es significativo.

No había reaccionado ante el dardo de Stephanie, por lo que volvió a lanzarlo al tiempo que sonreía solícitamente:

—Tú eres una Auxiliar. Realizas un trabajo útil.

—Podría decirse eso —asentí.

—¿Estará David en esa fiesta de Colin Kowalski? —preguntó, sirviéndose otro trago.

—No, estoy segura de que no irá. Pero sí estará en la campaña que el sábado organiza Sarah para recaudar fondos. Ambos aceptamos ir semanas atrás.

—¿Y tú irás?

—No lo creo.

—Comprendo. Pero si David y tú realmente habéis terminado...

—Ve a por él, Stephanie. —No la miré a la cara. Desde que David se fue, había perdido casi tres kilos y tres amigas.

De manera que... digamos que ingresé en la ACNG porque me habían abandonado. Digamos que estaba celosa, que estaba disgustada con Stephanie y todo lo que ella representaba. Podríamos decir que estaba aburrida de mi vida en ese extremadamente aburrido momento y que estaba buscando nuevas emociones. Digamos que era impulsiva.

—Voy a estar un tiempo fuera de la ciudad —dije.

—¡Oh! ¿Adonde piensas ir?

—No estoy segura. Depende. —Inclinada sobre la baranda, eché un último vistazo al aplastado, semi-sensible, patético y costoso perro. La última palabra de la ciencia y los valores norteamericanos.

Digamos que soy patriota.

A la mañana siguiente tomé el aeroauto hasta la oficina de Colin Kowalski, ubicada en un complejo gubernamental al oeste de la ciudad. Desde el aire, los edificios y las amplias pistas de aterrizaje formaban un dibujo geométrico, rodeado por hileras irregulares de brillantes árboles cubiertos de flores amarillas. Sospeché que habían sido modificados genéticamente para que florecieran todo el año. Árboles y campo se interrumpían bruscamente ante el perímetro ocupado por el campo de energía Y de la burbuja de seguridad del lugar. Fuera de ese círculo encantado la tierra se veía descuidada y llena de malezas, salpicada por algunos Vividores que participaban en una carrera de motocicletas.

Desde mi aeroauto podía distinguir la pista entera, una brillante línea amarilla de energía Y de aproximadamente un metro de ancho y ocho de retorcida longitud. Una motocicleta con plataforma salió raudamente del punto de salida, montada por una figura de mono rojo que, entre la velocidad que llevaba y la altura en que yo me encontraba, era poco más que un borrón. Yo había asistido ya a carreras de motocicletas. Los gravitadores de las motos estaban programados para mantenerse exactamente a quince centímetros por encima de la pista. Los conos de energía Y de la plataforma determinaban la velocidad: cuanto más agudo fuera el ángulo de inclinación con respecto a la pista, más rápidamente correría, y más difícil sería controlarla. Al conductor se le permitía sostenerse con una sola mano, y enganchar su rodilla alrededor de un pomo que cumplía ese fin. Debía sentirse como si cabalgara al estilo amazona, pero a noventa kilómetros por hora. No es que algún Vividor hubiera sabido alguna vez lo que era una amazona. Los Vividores no leen historia. Ni ninguna otra cosa.

Los espectadores se encaramaban sobre endebles bancos colocados a lo largo de la pista. Chillaban y lanzaban vítores. El conductor se hallaba en la mitad del recorrido cuando una segunda motocicleta salió lanzada desde el punto de partida. Entretanto, mi coche había sido registrado por los agentes gubernamentales de seguridad del campo, quienes bloquearon los controles y me condujeron adentro. Me moví en el asiento para no perder de vista la pista. Estaba a menor altura ahora, lo que me permitía ver al primer conductor con mayor claridad. Este aumentó la inclinación de su moto, aun cuando esta parte de la pista era complicada, serpenteaba entre rocas, depresiones y fardos de maleza cortada. Me pregunté cómo sabía que el segundo conductor estaba avanzando hacia él. Lo vi dirigirse hacia un montículo. La línea amarilla de la pista serpenteaba sobre él. El conductor volcó todo su peso hacia el centro, tratando de aminorar la velocidad. Había esperado demasiado. La motocicleta dio unas vueltas, perdió su orientación en la pista y voló por los aires. El conductor fue arrojado al suelo. Su cabeza golpeó el borde del montículo a razón de kilómetro y medio por minuto.

Un momento después, la segunda moto pasó velozmente sobre el cuerpo, con sus conos de energía a quince perfectos centímetros sobre el cráneo aplastado.

Mi coche descendió bajo las copas de los árboles y aterrizó entre dos canteros de brillantes flores modificadas genéticamente.

Colin Kowalski me recibió en el vestíbulo, un severo atrio neowrightiano de un deprimente color gris.

—Por Dios, Diana, se te ve pálida. ¿Qué ha pasado?

—Nada —le contesté. Todo el tiempo se están matando motociclistas. Nadie trata de dictar normas para las carreras de motos y, menos que nadie, los políticos, que pagan por ellas a cambio de votos. ¿Qué sentido tendría? Los Vividores eligen esa estúpida muerte, tal como eligen drogarse, emborracharse para olvidar o desperdiciar sus pequeñas vidas destruyendo marginalmente el paisaje más rápidamente de lo que tardan los robots en limpiarlo. Cuando había dinero suficiente, los robots ambientalistas podían ocuparse del mantenimiento. Stephanie tenía razón en algo: no me interesa lo que hagan los Vividores. ¿Por qué habría de interesarme? Al margen de lo que hubiese hecho mi madre cuarenta años atrás, hoy en día los Vividores son política y económicamente insignificantes. Omnipresentes, pero insignificantes. Simplemente, nunca había visto la muerte de un motociclista tan de cerca. El cráneo aplastado no había parecido ser más sustancial que una flor.

—Necesitas aire fresco —dijo Colin—. Salgamos a dar un paseo.

—¿Un qué? —respondí, asombrada. Acababa de tener todo el aire fresco que necesitaba. Lo que deseaba era sentarme.

—¿No te recomendó el médico dar tranquilos paseos? ¿En tu estado? —Colin tomó mi brazo, y en ese momento me di cuenta de que no debía preguntar: «¿Mi qué?» El viejo entrenamiento regresa con rapidez. Colin temía que el edificio no fuera seguro.

¿Cómo puede no ser seguro un complejo gubernamental bajo un campo de energía Y de máxima seguridad? Debía de estar protegido por múltiples escudos, interferido, barrido constantemente. Había solamente un grupo de personas que podían ser, aunque remotamente, sospechosas de distribuir monitores tan radicalmente indetectables...

Estaba sorprendida de mí misma. Realmente, mi corazón dio un vuelco y latió con más fuerza. Aparentemente, aún era capaz de sentir algún interés por algo, aparte de mí.

Colin me condujo a través de un encantador jardín recoleto, hacia un extenso prado. Caminábamos lentamente, tal como convenía a alguien en mi estado, fuera cual fuese.

—Colin, querido, ¿estoy embarazada?

—Tienes la enfermedad de Gravison. Diagnosticada hace justamente dos semanas, en el Enclave Médico John C. Fremont, a raíz de tus continuas consultas por mareos y vértigo.

—No hay registro de consultas en mi historia clínica.

—Pues ahora lo hay. Tres consultas en los últimos cuatro meses. Un diagnóstico equivocado de esclerosis múltiple. Tus problemas de salud son una de las causas de que David Madison te abandonara.

Muy a mi pesar, vacilé al oír el nombre de David. Algunos lugares están llenos de brillantes rascacielos, construidos sobre tierras infértiles, traicioneramente movedizas. Japón, por ejemplo. Y luego existen lugares como el Jardín del Edén —exuberantes, cálidos, vibrantes de colores— donde sólo se construye amargura. ¿De quién es la culpa? De los habitantes del jardín, obviamente. Por cierto, no pueden invocar una infancia de privaciones.

Nada es más amargo que saber que se pudo haber tenido el Edén, pero que se convirtió en Hiroshima. Y que lo hicimos los dos solos, sin ayuda de nadie.

Colin y yo caminamos un poco más. Bajo la cúpula, el clima era agradable, olía bien y no había viento. Me resultaba placentero sentir la mano de Colin sobre mi brazo. Stephanie estaba equivocada: era guapo, aunque su apariencia no estuviese modificada genéticamente: abundante cabello castaño, pómulos altos, un cuerpo fuerte. Lástima que fuese un mojigato. Una reverencia religiosa por el trabajo, aun cuando éste valga la pena, quita las ganas de sexo. Podía imaginar a Colin inspeccionando a sus amantes desnudas, en busca de violaciones a las normas de la ACNG. Y luego, denunciándolas.

—Vas demasiado rápido, querido. ¿Por qué cambiar la historia clínica? Yo no he dicho que deseara jugar.

—Te necesitamos, Diana. No pudiste ponerte en contacto conmigo en mejor momento. Washington nos ha reducido los fondos otra vez, un diez por ciento quitado de...

—Ahórrame el discurso político, Col. ¿Para qué me necesitas?

Pareció ligeramente ofendido. Un mojigato. Pero por supuesto que sus fondos habían sido reducidos. Todas las subvenciones habían sido reducidas. Washington es un sistema binario: el dinero sólo puede entrar o salir. Era más el que salía que el que entraba: mantener a una nación de Vividores era caro desde el momento en que Estados Unidos había dejado de ser el titular de la única patente mundial para producir energía Y, que en un principio la había hecho posible. Más aún, la maquinaria industrial obsoleta, sin mantenimiento adecuado durante mucho tiempo, se estaba averiando a pasos acelerados. Incluso Stephanie, con todo su dinero, se había quejado de eso. El sector público lo debía sentir con más fuerza. Y provocar déficit con el gasto público había sido ilegal durante casi un siglo. ¿No creía Colin que yo ya sabía esto?

—No pretendía discursear —dijo, rígidamente—. Te necesitamos para vigilancia. Estás entrenada, estás limpia, nadie va a rastrear tus movimientos electrónicamente. Y si llamas la atención de alguien, la enfermedad de Gravison es una cobertura perfecta.

Esto, hasta ese punto, era cierto. Estaba «entrenada» porque, quince años atrás, había participado en un programa no registrado, tan secreto que sus agentes no habían sido, en verdad, utilizados para nada. O, al menos, yo no lo había sido, aunque, en rigor, me había retirado antes de que finalizara. También Claude había participado. O puede que fuera otro. Colin Kowalski también había estado en ese programa; así comenzó su carrera en el gobierno. Yo estaba limpia porque, de cualquier manera, nada acerca de ese programa aparecía en el banco de datos de nadie.

Pero había algo que Colin me ocultaba, algo levemente distorsionado en sus modales.

—¿A quién, específicamente, no debo llamarle la atención? —dije, pero creo que ya lo sabía.

—A los Insomnes. Ni a los del Sanctuary ni a ese Grupo de Huevos Verdes. La Isla[1], quiero decir.

Huevos Verdes. Me agaché y simulé ajustar mi sandalia, para ocultar mi sonrisa socarrona. No sabía que los Insomnes tuvieran sentido del humor.

—¿Por qué se supone que la enfermedad de Gravison proporciona una coartada perfecta? ¿Qué es la enfermedad de Gravison? —pregunté, con creciente excitación.

—Un desorden cerebral. Causa fatiga extrema y agitación.

—E inmediatamente pensaste en mí. Gracias, cariño.

Pareció molesto.

—A menudo provoca amnesia. Diana, esto no es gracioso. Eres el último de los agentes secretos que, positivamente, sabemos que no aparecía en ningún registro electrónico antes de que Sanctuary introdujera a estos así llamados «SuperInsomnes» en su órbita protegida. Bueno, ya no lo está. Nos introdujimos en ella con el personal de la ACNG. Los laboratorios fueron completamente desmantelados; Sanctuary no volverá a utilizar esos peligrosos trucos genéticos. Y Jennifer Sharifi, esa traidora, y su célula revolucionaria, se pudrirán en la cárcel.

Las palabras de Colin me sonaron a eufemismo: un peculiar eufemismo gris y oficial. Lo que él había llamado «peligrosos trucos genéticos» de Jennifer Sharifi habían sido, en realidad, un intento terrorista de usar virus letales modificados genéticamente para tomar como rehenes a cinco ciudades. Este terrorismo increíble, audaz, insensato, había sido un intento de coaccionar a los Estados Unidos para que permitieran la secesión de Sanctuary. La única razón por la que no habían tenido éxito fue porque Miranda, la nieta de Jennifer Sharifi, sabrá Dios por qué retorcidas razones de política familiar, había denunciado a los terroristas, entregándolos a los federales. Todo esto había ocurrido treinta años atrás. Miranda Sharifi tenía entonces dieciséis años. Ella y los otros veintiséis niños involucrados en la traición habían sido, supuestamente, tan alterados genéticamente que ya ni siquiera podían pensar como seres humanos. Eran una especie diferente.

Exactamente lo que se supone que debía evitar la ACNG.

Y aquí estaban los veintisiete SuperInsomnes, yendo de un lado a otro, vivitos y coleando, un hecho consumado. Y ni siquiera «de un lado a otro»: algunos años atrás los Súper se habían trasladado a una isla que habían construido frente a la costa de Yucatán. Esa era la palabra: «construido». Un mes eso era océano internacional, sin nada, y al mes siguiente había una auténtica isla. No era una construcción flotante, como las Islas Artificiales, sino que se trataba de roca que se unía a la plataforma continental, que en ese punto no se encontraba precisamente a poca profundidad. Afortunadamente. Nadie sabía cómo los Insomnes habían logrado desarrollar la nanotecnología necesaria para llevar a cabo algo así. Mucha gente habría dado cualquier cosa por saberlo. La nanotecnología estaba aún en pañales. Los nanocientíficos, en general, podían estudiar objetos, pero no construirlos. Evidentemente, esto no era así en La Isla.

Una isla, dice la ley internacional —que es anterior a la existencia de gente capaz de crearla—, es un accidente geográfico natural. Al contrario de un barco o de una estación orbital, no está comprendida bajo la Ley de Reforma Tributaria para Construcciones Artificiales de 2050, y no debe ser puesta bajo ninguna bandera nacional. Puede ser reclamada por o para un país determinado, o asignada a él como protectorado por la ONU. Los veintisiete Súper, más algunos parásitos, se instalaron en su isla, que tenía una tosca forma de dos óvalos entrelazados. Los Estados Unidos reclamaban esa isla; los potenciales impuestos que pagarían los negocios corporativos de los SuperInsomnes eran cuantiosos. De todas maneras, la ONU le había asignado la isla a México, que se encontraba a treinta kilómetros de ella. La ONU en pleno estaba disgustada con los norteamericanos, en uno de esos vaivenes de la política internacional. México, a quien los Estados Unidos había estado jodiendo con regularidad durante siglos, se sentía feliz de recibir cualquier suma que La Isla pagara para que dejaran en paz a sus habitantes.

Los Súper construyeron su cerrada creación protegiéndola con los más sofisticados campos de energía existentes. Impenetrable. Aparentemente, los Súper, con su capacidad intelectual aumentada más allá de lo imaginable, no eran geniales solamente en ingeniería genética; entre ellos se incluían genios en cualquier disciplina: energía Y, electrónica, tecnología gravitacional. Desde su isla, aún llamada oficialmente con el poco imaginativo nombre de «La Isla», han vendido patentes a todo un mercado mundial al cual Estados Unidos sólo puede ofrecer los mismos productos agotados y reciclados, a precios inflados. Estados Unidos tiene 120 millones de Vividores que mantener; La Isla no tiene ninguno. Jamás había oído que se la llamara Huevos Verdes, es decir «testículos verdes». Pelotas fértiles y potentes. ¿Lo sabría Colin?

Me detuve para recoger una brizna de pasto modificado, muy verde.

—Colin, ¿no crees que si los Súper quisieran sacar de la cárcel a Jennifer Sharifi y a sus abuelos ya lo habrían hecho? Obviamente, a los contrarrevolucionarios vencedores les conviene que el equipo principal esté exactamente donde los tienes.

Pareció más molesto aún.

—Diana, los SuperInsomnes no son dioses. No pueden controlarlo todo. Son sólo seres humanos.

—Creí que la ACNG decía lo contrario.

Pasó por alto mi comentario. O tal vez no.

—Ayer me dijiste que creías que se debían detener los experimentos genéticos ilegales. Aquellos que pudieran cambiar a la humanidad, tal como la conocemos, en forma irreversible.

Surgió en mi mente la imagen de Katous estrellado sobre la acera, y Stephanie arriba, riendo. «¡Galletas! ¡Por favor!» Yo le había dicho realmente a Colin que estaba convencida de que lo mejor era detener la ingeniería genética, pero no por razones tan simples como las suyas. No se trataba de que me opusiera a los cambios irreversibles que se le habían causado a la humanidad; de hecho, muchas veces me parecía una buena idea. Yo no creía que la humanidad fuera tan maravillosa como para que se considerara más allá de cualquier cambio hasta el fin de los tiempos. A pesar de eso, no tenía fe en la clase de alteraciones que pudieran producirse.

Dudaba de quienes efectuaran la elección, no de la elección en sí. Hemos ido demasiado lejos en la dirección de Stephanie, quien consideraba que cualquier forma de vida con sensibilidad era tan desechable como el papel higiénico.

Hoy era un perro, mañana los caros e improductivos Vividores, ¿quién sería el siguiente? Sospechaba que Stephanie era capaz de llegar al genocidio si así se cumplían sus propósitos. Sospechaba que muchos Auxiliares lo eran. Había momentos en los que creía que yo también lo sería, aunque no cuando reflexionaba realmente. La irreflexión me apabullaba. Dudaba de que Colin pudiera entender todo esto.

—Correcto —concedí—. Quiero colaborar en detener los experimentos genéticos ilegales.

—Y yo quiero que sepas que, bajo esos frívolos modales tuyos, se esconde una seria y leal ciudadana norteamericana.

Ay, Colin. Ni siquiera su elevado CI le permitía ver el mundo bajo otros códigos que no fueran los binarios. Aceptable/inaceptable. Bueno/malo. Encendido/apagado. La realidad era mucho más complicada. Y no sólo eso: estaba mintiéndome.

Soy buena para detectar mentiras, y mucho mejor que Colin para decirlas. Él no me confiaría nada importante de este proyecto, fuera el que fuese. Se me había reclutado muy precipitadamente, era muy frívola, muy poco fiable. El hecho de que hubiera abandonado el curso de entrenamiento antes de su finalización indicaba poca fiabilidad, deslealtad, y me volvía inaceptable para cualquier cosa importante. Así piensan los tipos del gobierno. Puede que tengan razón.

Cualquier clase de vigilancia que me encomendara Colin sería estrictamente de apoyo, triple redundancia. Existía una teoría para esta clase de trabajo de vigilancia: barato, limitado y fuera de control. Comenzó como una teoría de ingeniería robótica, pero rápidamente se trasladó al trabajo de la policía. Si hay un montón de investigadores con tareas acotadas, no van a coincidir en un único punto de vista prematuro acerca de lo que están buscando. De esa forma, podrían descubrir algo totalmente inesperado. Colin me quería para que cumpliera funciones de comodín.

No me importaba. Al menos, me mantendría lejos de San Francisco.

—Durante los dos últimos años —dijo Colin—, los Súper han estado entrando en Estados Unidos, de uno en uno y por parejas, totalmente disfrazados, tanto cosmética como electrónicamente. Viajan a diversos poblados de Vividores y enclaves de Auxiliares, y luego vuelven a casa, a La Isla. Queremos saber por qué.

—Es posible que padezcan la enfermedad de Gravison —murmuré.

—Perdón, ¿qué has dicho?

—Pregunto si habéis hecho algún progreso en el intento de entrar en Huevos Verdes.

—No —respondió, aunque si lo hubieran hecho, no me lo habría dicho. La sugerencia de algo sexual se había esfumado por completo.

—¿Y a quién someteré a vigilancia? —la excitación era ahora una pequeña burbuja en mi garganta, todavía sorprendente. Había pasado mucho tiempo desde la última vez en que algo me excitara. Excepto David, naturalmente, que se había llevado a sus sexis hombros, su encantadora conversación y su sentido de superioridad para zambullirse en medio de la vida de otra mujer.

—Vas a seguir a Miranda Sharifi —dijo.

—Ah.

—Tengo equipo e información de identidad completos para ti en un armario de la estación de gravicarril. Simularás ser una Vividora.

Esto era un leve insulto. Lo que Colin quería decir es que mi aspecto no era lo suficientemente espectacular como para pasar por una persona modificada genéticamente. No le di importancia.

—Ella ha efectuado un solo viaje fuera de la isla. Al menos eso creemos. Cuando realice el próximo, tú irás con ella —dijo Colin.

—¿Cómo estarás seguro de que es ella? Si están usando disfraces cosméticos y electrónicos, podría tener distintas facciones, cabello, hasta un diferente registro del cerebro que enmascarara el propio.

—Es verdad. Pero sus cabezas son levemente deformes, ligeramente más grandes. Eso es difícil de disimular.

Yo lo sabía, por supuesto. Todo el mundo lo sabía. Treinta años atrás, cuando los Súper habían bajado de Sanctuary por primera vez, esa cuestión había dado lugar a un montón de chistes malos. La realidad era que sus metabolismos acelerados y su alterada química cerebral habían provocado otras anormalidades, transformando el genoma humano en algo muy complejo. Los Súper, por lo que recordaba, no eran especialmente guapos.

—Sus cabezas no son tan grandes, Colin —dije—. Bajo cierta clase de luz es bastante difícil apreciarlo.

—Desde el juicio, los registros infrarrojos de sus cuerpos también están archivados. No se puede cambiar de posición el hígado, ni enmascarar el régimen digestivo del duodeno.

Cosas, de todas maneras, perfectamente genéricas. Los registros infrarrojos ni siquiera se admiten como marcas identificatorias en la corte de justicia. Son muy poco fiables. Aun así, era mejor que nada.

Todo esto era mejor que nada con David. La nada de Stephanie. El algo de Katous. Gracias, señora.

—Los viajes fuera de Huevos Verdes están aumentando —dijo Colin—. Están tramando algo. Y tenemos que descubrir qué es.

—Sí, señor —respondí. No pareció divertirle.

Nos habíamos acercado al perímetro de la burbuja de seguridad. Más allá de su alegre resplandor, había llegado una ambulancia para llevarse al motociclista muerto. Forzando hasta el límite de sus posibilidades mi perfeccionada visión modificada genéticamente, pude ver a algunos Vividores introduciéndolo en ella. Unos cuantos lloraban. Colocaron el cuerpo dentro de la ambulancia, y ésta arrancó hacia la pista. Tras recorrer cinco metros se oyó un crujido, y la ambulancia se detuvo. La maquinaria funeraria, como últimamente le sucedía a tantas otras, aparentemente se había averiado.

Los Vividores se quedaron parados, mirándola, desconcertados e indefensos.

Entré con Colin en el Edificio G-14; tenía aspecto de estar mareada, el mismo aspecto que a veces podía ofrecer una víctima de la enfermedad de Gravison.